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No habían cesado aún los combates en la capital cuando estalló en Tabriz el primer tiroteo. Yo había pasado a recoger a Howard a la salida de clase, ya que teníamos una cita en la sede del anyumán para ir a almorzar con Fazel en casa de uno de sus parientes. Aún no nos habíamos internado en el laberinto del bazar cuando se oyeron unos disparos, aparentemente cercanos.

Con una curiosidad teñida de inconsciencia, nos dirigimos hacia el lugar de donde había partido el ruido. A unos cien metros vimos a una muchedumbre vociferante que avanzaba: polvo, humo, un bosque de garrotes, fusiles y antorchas ardiendo, gritos que yo no comprendía, puesto que se proferían en azeri, el dialecto turco de la gente de Tabriz. Baskerville se esforzaba en traducir: «¡Muera la Constitución! ¡Muera el Parlamento! ¡Mueran los ateos! ¡Viva el Shah!». Decenas de ciudadanos corrían en todas direcciones. Un anciano arrastraba con una cuerda a una cabra asustada. Una mujer tropezó; su hijo, de apenas seis años, la ayudó a levantarse y la sostuvo hasta que ella reanudó su huida cojeando.

Nosotros también apretamos el paso hacia el lugar de nuestra cita. Un grupo de jóvenes estaba levantando una barricada en la calle: dos troncos de árbol sobre los que amontonaban, en un tremendo desorden, mesas, ladrillos, sillas, cofres y toneles. Nos reconocieron y nos dejaron pasar, aconsejándonos que nos apresuráramos porque «vienen hacia aquí», «quieren incendiar el barrio», «han jurado matar a todos los hijos de Adán».

En la sede del anyumán cuarenta o cincuenta hombres rodeaban a Fazel, el único que no llevaba fusil sino solo una pistola, una Mannlicher austríaca que parecía no tener otra utilidad que indicar a cada uno el puesto que debía ocupar. Estaba sereno, menos angustiado que la víspera, tranquilo como puede estarlo el hombre de acción cuando se acaba la insoportable espera.

—Ya veis —nos lanzó con un imperceptible acento de triunfo—. Todo lo que anunciaba Panoff era verdad. El coronel Liakhov ha dado su golpe de Estado, se ha proclamado gobernador militar de Teherán y ha impuesto el toque de queda. Desde esta mañana se ha abierto la caza de los partidarios de la Constitución en la capital y en todas las demás ciudades, empezando por Tabriz.

—¡Se ha propagado todo tan deprisa! —se asombró Howard.

—El cónsul de Rusia, advertido por telegrama del desencadenamiento del golpe de Estado, informó esta mañana a los jefes religiosos de Tabriz. Estos exigieron a sus partidarios que se reunieran a mediodía en el Devexe, el barrio de los camelleros. Desde ahí se dispersaron por la ciudad. En primer lugar se dirigieron al domicilio de un periodista amigo mío, Alí Nexedía; lo sacaron de su casa en medio de los gritos de su mujer y de su madre, le cortaron el cuello y la mano derecha y luego lo abandonaron en un charco de sangre. Pero no temáis, antes de esta noche Alí será vengado.

Su voz le traicionó. Se concedió un segundo de respiro e inspiró profundamente antes de proseguir.

—Si vine a Tabriz fue porque sabía que esta ciudad resistiría. La tierra que pisamos en este instante está regida por la Constitución. Desde ahora la sede del Parlamento está aquí, la sede del gobierno legítimo. Será una hermosa batalla y terminaremos por ganar. ¡Seguidme!

Y le seguimos junto con una media docena de sus partidarios. Nos condujo hacia el jardín y rodeó la casa hasta una escalera de madera cuyo final se perdía entre espesos follajes. Llegamos al tejado, cruzamos una pasarela, de nuevo subimos unos cuantos peldaños y nos encontramos en una habitación de gruesas paredes y estrechas ventanas, casi troneras. Fazel nos invitó a echar una ojeada: estábamos justo encima de la entrada más vulnerable del barrio, interceptada ya por una barricada. Detrás, unos veinte hombres, rodilla en tierra, apuntando con las carabinas.

—Hay más —explicó Fazel—. Igualmente decididos. Taponan todas las salidas del barrio. Si llega la jauría, será recibida como lo merece.

La «jauría», como él decía, no estaba lejos. Había debido de pararse en el camino para incendiar dos o tres casas pertenecientes a «hijos de Adán», pero no cedía el clamor y los disparos se acercaban.

De pronto se apoderó de nosotros una especie de estremecimiento. Por más que uno se lo espere, por muy protegido que se esté detrás de una pared, el espectáculo de una muchedumbre desatada que grita amenazas de muerte y viene derecha hacia ti es, probablemente, la experiencia más pavorosa que se puede tener.

Instintivamente susurré:

—¿Cuántos serán?

—Mil, mil quinientos a lo sumo —respondió Fazel en voz alta, clara y tranquilizadora antes de añadir como una orden:

—Ahora nos toca a nosotros asustarlos.

Pidió a sus ayudantes que nos entregaran unos fusiles. Entre Howard y yo hubo un intercambio de miradas casi divertidas; sopesamos esos fríos objetos con fascinación y repugnancia.

—Apostaos en las ventanas —dijo Fazel—, y tirad contra cualquiera que se acerque. Yo tengo que irme. ¡Les reservo una sorpresa a esos bárbaros!

Apenas había salido cuando comenzó la batalla. Aunque hablar de batalla es, sin duda, excesivo. Llegaron los provocadores, una horda vociferante y atolondrada, y su vanguardia se lanzó hacia la barricada como si se tratara de una carrera de obstáculos. Los «hijos de Adán» dispararon. Una descarga. Luego otra. Unos diez asaltantes cayeron, el resto retrocedió, solo uno consiguió escalar la barricada, pero fue para ensartarse en una bayoneta. Resonó un horrible aullido de agonía; yo aparté los ojos.

El grueso de los manifestantes permanecía atrás prudentemente, contentándose con repetir a voz en grito: «¡Que mueran!». Luego una cuadrilla se lanzó de nuevo al asalto de la barricada, esta vez con un poco más de método, es decir, disparando contra los defensores y las ventanas de donde partían los disparos. Un «hijo de Adán» alcanzado en la frente fue la única baja de su campo. Ya las descargas de sus compañeros comenzaban a segar las primeras líneas de asaltantes.

La ofensiva cedía. Retrocedieron e intentaron alborotadamente ponerse de acuerdo. Estaban reagrupándose para una nueva tentativa cuando un estruendo sacudió el barrio. Un obús acababa de caer en medio de los manifestantes, provocando una carnicería seguida de una desbandada. Los defensores levantaron entonces sus fusiles gritando: «¡Maxruté! ¡Maxruté!». —¡Constitución!—. Al otro lado de la barricada se divisaban decenas de cuerpos tendidos. Howard susurró:

—Mi arma sigue estando fría. No he disparado ni un solo tiro. ¿Y tú?

—Yo tampoco.

—Tener en el punto de mira la cabeza de un desconocido y apretar el gatillo para matarle…

Fazel llegó unos instantes después jovial.

—¿Qué pensáis de mi sorpresa? Es un viejo cañón francés, un «de Bange» que nos ha vendido un oficial del ejército imperial. Está en el tejado ¡venid a admirarlo! Un día cercano lo instalaremos en medio de la plaza más grande de Tabriz y escribiremos encima: «Este cañón salvo a la Constitución».

Encontré sus palabras demasiado optimistas, aunque no podía discutir que, en unos minutos, había conseguido una significativa victoria. Su objetivo estaba claro: mantener una pequeña isla donde los últimos partidarios de la Constitución pudieran reunirse y protegerse, pero, sobre todo, reflexionar juntos sobre los futuros actos.

Si aquel caótico día de junio nos hubieran dicho que desde algunas enmarañadas callejuelas del bazar de Tabriz, con nuestras dos brazadas de fusiles Lebel y nuestro único cañón «de Bange», íbamos a devolver a Persia entera su libertad robada, ¿quién lo hubiera creído?

Sin embargo, es lo que sucedió, no sin que el más puro de entre nosotros lo pagara con su vida.