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En la época en que el imperio selyuquí era el más fuerte del universo, una mujer osó tomar el poder entre sus débiles manos. Sentada detrás de su colgadura, desplazaba los ejércitos de una frontera a otra de Asia, nombraba a los reyes y a los visires, a los gobernadores y a los cadíes, dictaba cartas al califa y enviaba emisarios ante el señor de Alamut. A los emires que refunfuñaban al oírla dar órdenes a las tropas, les respondía: «Entre nosotros, los hombres van a la guerra, pero las mujeres les dicen contra quién luchar».

En el harén del sultán la llaman «la China». Nació en Samarcanda, de una familia originaria de Kaxgar y, como su hermano mayor Nasr Kan, su rostro no revela ninguna mezcla de sangre, ni los rasgos semitas de los árabes, ni los rasgos arios de los persas.

Es, con mucho, la más antigua de las mujeres de Malikxah, que la desposó con solo nueve años. Ella tenía once. Pacientemente, esperó a que él madurara. Acarició el primer vello de su barba, sorprendió el primer sobresalto de deseo en su cuerpo, vio cómo sus miembros se estiraban y sus músculos se henchían, majestuoso engreído a quien no tardó en dominar. Nunca dejó de ser la favorita; fue adulada, cortejada, reverenciada, y sobre todo, escuchada. Y obedecida. Al final del día, al regreso de una cacería de leones, de un torneo, de una refriega sangrienta, de una tumultuosa asamblea de emires, o peor aún, de una penosa sesión de trabajo con Nizam, Malikxah encuentra la paz en los brazos de Terken. Aparta la seda liviana que la cubre y se aprieta contra su piel, retoza, ruge, cuenta sus hazañas y sus hastíos. La China arropa al animal salvaje excitado, lo mima, lo recibe como a un héroe en los pliegues de su cuerpo, lo retiene durante largo rato, lo estrecha contra ella y solo lo suelta para atraerlo de nuevo; él se desploma, conquistador sin aliento, jadeante, sometido, hechizado; ella sabe llevarle hasta el límite del placer.

Luego, suavemente, sus dedos menudos comienzan a dibujar sus cejas, sus párpados, sus labios, los lóbulos de sus orejas, las líneas de su cuello sudoroso; la fiera se derrumba, ronronea, se adormece como un felino ahíto. Las palabras de Terken fluyen entonces hacia lo más profundo de su alma. Le habla de él, de ella, de sus hijos, le cuenta anécdotas, le cita poemas, le susurra parábolas ricas en enseñanzas; ni un instante se aburre él entre sus brazos y se promete permanecer junto a ella todas las noches. A su manera tosca, brutal, infantil, animal, la ama y la amará hasta el último aliento. Ella sabe que él no puede negarle nada; es ella quien designa sus conquistas del momento, amantes y provincias. En todo el Imperio no tiene más rival que Nizam, y en ese año de 1092 está camino de vencerlo.

¿Es una mujer colmada, la China? ¿Cómo podría serlo? Cuando está sola o con Yahán, su confidente, llora lágrimas de madre, lágrimas de sultana, maldice al injusto destino y nadie piensa en reprochárselo. Malikxah había escogido al mayor de sus hijos como heredero y lo llevaba en todos los viajes, a todas las ceremonias, le enseñaba una a una sus provincias, le hablaba del día en que le sucedería: «¡Jamás ningún sultán ha legado un imperio mayor a su hijo!», le decía. Sí, en ese tiempo Terken se sentía colmada, ningún dolor deformaba su sonrisa.

Pero el heredero murió. Una fiebre súbita, fulminante, despiadada. Por más sangrías y cataplasmas que los médicos prescribieron, su vida se apagó en dos noches. Se dijo que había sido mal de ojo, quizá incluso algún veneno imposible de detectar. A pesar de su desconsuelo, Terken se rehace. Una vez pasado el luto, hace que designen como heredero al segundo de sus hijos, con quien pronto se encariña Malikxah, concediéndole títulos muy sorprendentes para sus nueve años, pero la época es pomposa, ceremoniosa: «Rey de reyes, Pilar del Estado, Protector del Príncipe de los Creyentes…».

Maldición y mal de ojo, el nuevo heredero no tarda en morir, él también, y tan súbitamente como su hermano, de una fiebre igual de sospechosa.

La China tenía un hijo más, el último, y le pidió al sultán que lo designara como sucesor. Esta vez el asunto era más difícil; el niño solo tenía un año y medio y Malikxah era padre de otros tres muchachos, todos mayores que él. Dos habían nacido de una esclava, pero el mayor, llamado Barkyaruk, era hijo de la propia prima del sultán. ¿Cómo dejarle de lado? ¿Con qué pretexto? ¿Quién mejor que ese príncipe, doblemente selyuquí, para acceder a la dignidad de heredero? Esa era la opinión de Nizam. Él, que quería poner un poco de orden en las disputas turcas, él, que siempre había tenido la preocupación de instaurar alguna regla de sucesión dinástica, había insistido con los mejores argumentos del mundo para que el mayor fuera designado. Sin resultado, Malikxah no se atrevía a contrariar a Terken y, puesto que no podía nombrar a su hijo, no nombraría a nadie. Prefería correr el riesgo de morir sin heredero, como su padre, como todos los suyos.

Terken no está satisfecha y no lo estará hasta que vea su descendencia debidamente asegurada. Vemos, pues, hasta qué punto lo que más desea en el mundo es la desgracia de Nizam, obstáculo para sus ambiciones. Para obtener su sentencia de muerte está dispuesta a todo, a intrigas y a amenazas, y ha seguido día a día las negociaciones con los Asesinos. Acompaña al sultán y a su visir en el viaje a Bagdad. Quiere estar presente en la ejecución.

Es la última comida de Nizam. La cena es un iftar, el banquete que celebra la ruptura del ayuno de décimo día de ramadán. Dignatarios, cortesanos, emires del ejército, todos están sobrios, contra su costumbre, por respecto al mes santo. La mesa está dispuesta bajo una inmensa tienda. Algunos esclavos sostienen antorchas para que se pueda escoger, en las enormes bandejas de plata, el mejor trozo de camello o de cordero, el muslo más carnoso de perdigón, hacia los que se tienden sesenta manos hambrientas que rebuscan en la carne y en la salsa. Se reparte, se desgarra, se devora. Cuando alguien se encuentra en posesión de un pedazo apetitoso, se lo presenta al vecino que quiere honrar.

Nizam come poco. Esa noche sufre más que de costumbre, le arde el pecho y siente como si la mano de un gigante invisible le apretara las entrañas. Malikxah está a su lado, comiendo todo lo que sus vecinos le destinan. A veces se le ve arriesgar una mirada oblicua hacia su visir. Debe de pensar que tiene miedo. De pronto tiende la mano hacia una bandeja de higos negros, escoge el más gordo y se lo ofrece a Nizam, que lo coge cortésmente y lo muerde sin ganas. ¿Qué sabor pueden tener los higos cuando uno se sabe tres veces condenado, por Dios, por el sultán y por los Asesinos?

Por fin se termina el iftar. Ya es de noche. Malikxah se levanta de un salto, tiene prisa por reunirse con su China para contarle las muecas del visir. Nizam, por su parte, apoya los codos y luego se incorpora con dificultad para ponerse de pie. Las tiendas de su harén no están lejos, su anciana prima le habrá preparado una cocción de mirobálano para aliviarle. Solo hay que dar cien pasos. A su alrededor, la inevitable algarabía de los campamentos reales. Soldados, servidores, vendedores ambulantes. A veces la risa ahogada de una cortesana. Va solo y ¡qué largo parece el camino! Habitualmente le rodea un corro de cortesanos, pero ¿quién querría que lo vieran con un proscrito? Hasta los pedigüeños han huido. ¿Qué podrían obtener de un anciano en desgracia?

Sin embargo, un individuo se acerca, un buen hombre vestido con un ropón remendado. Murmura unas palabras piadosas. Nizam palpa su bolsa y saca tres monedas de oro. Hay que recompensar al desconocido que aún se acerca a él.

Un centelleo, el centelleo de una hoja, todo sucede muy deprisa. Apenas Nizam alcanza a ver la mano que se mueve y ya el puñal atraviesa su ropa, su piel, la punta se desliza entre sus costillas. Ni siquiera grita. Solo un movimiento de estupor mientras aspira una última bocanada de aire. Quizá, al desplomarse, haya vuelto a ver repetido lentamente ese centelleo, ese brazo que se estira, se encoge, esa boca crispada que escupe: «¡Toma ese regalo! ¡Te viene de Alamut!».

Entonces resuenan los gritos. El Asesino corre, lo acorralan de tienda en tienda, lo encuentran. Apresuradamente le cercenan la garganta y luego lo arrastran por los pies descalzos para arrojarlo a un fuego.

En los años y décadas venideros, los innumerables mensajeros de Alamut conocerían la misma muerte, con la diferencia de que ya no tratarían de huir. «No basta con matar a nuestros enemigos», les enseña Hassan. «No somos asesinos, sino ejecutores; tenemos que actuar en público, para ejemplo de todos. Nosotros matamos a un hombre, pero aterrorizamos a cien mil. Sin embargo, no basta con ejecutar y aterrorizar, también hay que saber morir, ya que, aunque matando desanimamos a nuestros enemigos de emprender cualquier acción contra nosotros, muriendo de la manera más valerosa posible provocamos la admiración de la multitud. Y de esa multitud saldrán hombres para unirse a nosotros. Morir es más importante que matar. Matamos para defendernos, morimos para convertir, para conquistar. Conquistar es una meta, defenderse es solo un medio».

Desde entonces los asesinatos tendrían lugar, preferentemente, los viernes, en las mezquitas y a la hora de la oración solemne, ante el pueblo reunido. La víctima, visir, príncipe, dignatario religioso, llega rodeada de una imponente guardia. La multitud está impresionada, sumisa y admirada. El enviado de Alamut está allí, en alguna parte, bajo el disfraz más inesperado. Por ejemplo, de miembro de la guardia. En el momento en que todas las miradas convergen, golpea. La víctima se derrumba, el verdugo no se mueve, grita una fórmula aprendida y afecta una sonrisa de desafío esperando dejarse inmolar por los guardias enfurecidos y luego despedazar por la muchedumbre atemorizada. El mensaje ha llegado; el sucesor del personaje asesinado se mostrará más conciliador con respecto a Alamut; y entre la asistencia habrá diez, veinte, cuarenta conversiones.

Se ha dicho con frecuencia, a la vista de estas irreales escenas, que los hombres de Hassan estaban drogados. De otro modo, ¿cómo explicar que fueran al encuentro de la muerte con la sonrisa en los labios? Se ha intentado demostrar la tesis de que actuaban bajo el efecto del haxix. Marco Polo popularizó esta idea en Occidente; sus enemigos en el mundo musulmán los han llamado a veces haxixiyun, fumadores de haxix, para desprestigiarlos; algunos orientalistas han creído ver en este término el origen de la palabra «asesino» que se convirtió, en varias lenguas europeas, en sinónimo de criminal. El mito de los Asesinos fue todavía más aterrador.

La verdad es otra. Según los textos que nos han llegado de Alamut, a Hassan le agradaba llamar a sus adeptos Asasiyun, los que son fieles al Asás, al «Fundamento» de la fe, y fue esa palabra, mal comprendida por los viajeros extranjeros, la que parecía tener efluvios de haxix.

Es cierto que Sabbah era un apasionado de las plantas, que conocía perfectamente sus virtudes curativas, sedantes o estimulantes. Él mismo cultivaba toda clase de hierbas, cuidaba a sus fieles cuando estaban enfermos y sabía prescribirles pociones para enfriarles el temperamento. De este modo, se conoce una de sus recetas destinada a activar el cerebro de sus adeptos y a hacerles más aptos para los estudios. Es una mezcla de miel, de nueces machacadas y de cilantro. Como se ve, una medicina de lo más dulce. A pesar de una tenaz y sugerente tradición, hay que rendirse ante la evidencia: los Asesinos no tenían otra droga que una fe inamovible, constantemente fortalecida por la más rigurosa de las enseñanzas, la más eficaz de las organizaciones, el más estricto reparto de tareas.

En la cúspide de la jerarquía se halla Hassan, el Gran Maestro, el Predicador supremo, el poseedor de todos los secretos. Está rodeado de un puñado de misioneros propagandistas, los day, entre los que hay tres adjuntos, uno para Persia oriental, Jorasan, Kuhistán y Transoxiana; otro para Persia occidental e Iraq; y un tercero para Siria. Justo por debajo están los compañeros, los ragik, los jefes del movimiento. Después de recibir la enseñanza adecuada, están capacitados para mandar una fortaleza, para dirigir la organización en el ámbito de una ciudad o de una provincia. Los más aptos serán un día misioneros.

Más abajo en la jerarquía están los lasek, literalmente aquellos que están vinculados a la organización. Son los creyentes de base, sin predisposición particular para los estudios ni la acción violenta. Entre ellos hay muchos pastores de los alrededores de Alamut y un número considerable de mujeres y ancianos.

Luego vienen los muyib, los «que responden», de hecho los novicios. Reciben una primera enseñanza y según sus capacidades se les orienta, ya sea hacia unos estudios más avanzados para convertirse en compañeros, ya sea hacia la masa de creyentes o también hacia la categoría siguiente, la que simboliza, a los ojos de los musulmanes de la época, el verdadero poder de Hassan Sabbah: la clase de los fiday, «los que se sacrifican». El Gran Maestro los elige entre los adeptos que tienen inmensas reservas de fe, de habilidad y de resistencia, pero pocas aptitudes para la enseñanza. Nunca enviaría al sacrificio a un hombre que podría convertirse en misionero.

El entrenamiento del fiday es una tarea delicada a la que Hassan se consagra con pasión y refinamiento: aprender a ocultar el puñal, a sacarlo con un ademán furtivo, a plantarlo de un golpe seco en el corazón de la víctima, o en el cuello si el pecho está protegido por una cota de mallas; familiarizarse con las palomas mensajeras, memorizar los alfabetos codificados, instrumentos de comunicación rápida y discreta con Alamut; aprender a veces un dialecto, un acento regional; saber infiltrarse en un medio extranjero, hostil, mezclarse con él durante semanas, meses, aplacar todas las desconfianzas esperando el momento propicio para la ejecución; saber seguir a la presa como un cazador, estudiar con precisión su forma de andar, su ropa, sus costumbres, sus horas de salida; a veces, cuando se trata de un personaje excepcionalmente bien protegido, encontrar el medio de ser contratado dentro de su círculo, acercársele, trabar amistad con algunos de sus parientes. Se cuenta que para ejecutar a una de sus víctimas, dos fiday tuvieron que vivir dos meses en un convento cristiano haciéndose pasar por monjes. ¡Notable capacidad de camaleón que, lógicamente, no puede acompañarse de ningún consumo de haxix! Lo más importante de todo es que el adepto debe adquirir la fe necesaria para afrontar la muerte, la fe en un paraíso que el martirio le hace merecer en el instante mismo en que la multitud enfurecida le quita la vida.

Nadie podría discutirlo; Hassan Sabbah ha conseguido construir la máquina de matar más temible de la Historia. Sin embargo, frente a ella se ha erguido otra en ese sangriento fin de siglo y es la Nizamiyya, que por fidelidad al visir asesinado va a sembrar la muerte con métodos diferentes, quizá más insidiosos, ciertamente menos espectaculares, pero cuyos efectos no serán menos devastadores.