28
Suntuosa prisión con las puertas abiertas de par en par; un palacio de madera y mármol en lo alto de la colina de Yildiz, cerca de la residencia del gran visir; las comidas llegaban calientes de las cocinas del sultán; los visitantes se sucedían, cruzaban la verja y luego caminaban a lo largo de la alameda antes de quitarse los zuecos en el umbral. En el primer piso, la voz del maestro retumbaba, sílabas duras y vocales cerradas; se le oía fustigar a Persia, al shah y anunciar las desgracias venideras.
Yo me iba empequeñeciendo, yo, el extranjero de América, con mi sombrerillo de extranjero, mis pasitos de extranjero, mis preocupaciones de extranjero, yo, que había hecho el trayecto de París a Constantinopla, setenta horas de tren a través de tres imperios, para indagar sobre un manuscrito, un viejo libro de poesía, irrisoria insignificancia de papel en el tumultuoso Oriente.
Un servidor me abordó. Una zalema otomana, dos palabras de recibimiento en francés, pero ni la menor pregunta. Allí todo el mundo iba por la misma razón; ver al maestro, escuchar al maestro, espiar al maestro. Fui invitado a esperar en un espacioso salón.
Desde mi entrada advertí la presencia de una silueta femenina. Eso me incitó a bajar los ojos; se me había hablado de las costumbres del país para que avanzara extendiendo la mano, con el semblante satisfecho y la mirada risueña. Solamente un balbuceo y un sombrerazo. Ya había divisado, al lado opuesto de donde ella estaba sentada, un sillón muy inglés en el que hundirme. Aun así, mi mirada roza la alfombra, tropieza con los escarpines de la visitante, sube a lo largo de su vestido azul y oro, hasta su rodilla, su busto, su cuello, su velo. Sin embargo, sorprendentemente, no es con la barrera del velo con la que tropieza, sino con un rostro descubierto y unos ojos que se cruzan con los míos. Y una sonrisa. Mi mirada huye hasta el suelo, flota de nuevo sobre la alfombra, barre un pedazo del enlosado y luego sube otra vez hacia ella, inexorablemente, como un tapón de corcho hacia la superficie del agua. Lleva en la cabeza un mindil de seda fina, preparado para bajarlo sobre el rostro cuando apareciera el extranjero. Pero precisamente ahí estaba el extranjero y el velo seguía levantado.
Esta vez miraba hacia lo lejos, ofreciendo a mi contemplación su perfil, su piel morena tan tersa y pura. Si la delicadeza tuviera una tonalidad, sería la suya; si el misterio tuviera un fulgor, sería el suyo. Yo tenía las mejillas sudorosas, las manos frías. La dicha hacía latir mis sienes. ¡Dios, qué bella era mi primera imagen de Oriente! Una mujer como solo los poetas del desierto hubieran sabido cantar; su rostro es el sol, habrían dicho, sus cabellos la sombra protectora, sus ojos fuentes de agua fresca, su cuerpo la más esbelta de las palmeras, su sonrisa un espejismo.
¿Hablarle? ¿Así? ¿De una punta a otra de la habitación, con las manos en forma de bocina? ¿Levantarme? ¿Ir hacia ella? ¿Sentarme en un sillón más cercano, arriesgarme a ver cómo se desvanece su sonrisa y cae su velo como una cuchilla? De nuevo se cruzaron nuestras miradas como por casualidad y luego huyeron como en un juego que el sirviente vino a interrumpir; una primera vez para ofrecerme té y cigarrillos y un instante después inclinado hasta el suelo, para dirigirse a ella en turco. Entonces la vi levantarse, cubrirse el rostro y darle al sirviente una bolsa de piel para que se la llevara. Este se apresuraba ya hacia la salida. Ella lo siguió.
Sin embargo, al llegar a la puerta del salón, aminoró el paso dejando que el hombre se alejara, se volvió hacia mí y pronunció en voz alta y en un francés más puro que el mío:
—¡Nunca se sabe! ¡Nuestros caminos podrían cruzarse!
Cortesía o promesa, sus palabras se acompañaban de una sonrisa traviesa en la que vi tanto un desafío, como un dulce reproche. A continuación, mientras yo emergía de mi sillón con una insuperable torpeza y me enredaba y desenredaba intentando recobrar el equilibrio pero también cierto aplomo, ella permaneció inmóvil, envolviéndome en una mirada de benevolencia divertida. Ni una palabra consiguió salir de mis labios y ella desapareció.
Estaba aún de pie ante la ventana, intentando distinguir entre los árboles el carruaje que se la llevaba, cuando una voz me arrancó de mis sueños.
—Disculpe que le haya hecho esperar.
Era Yamaleddín. En la mano izquierda sostenía un puro apagado y me tendió la derecha que, aunque regordeta, estrechó la mía con un apretón franco y vigoroso.
—Mi nombre es Benjamin Lesage y vengo de parte de Henri Rochefort.
Le presenté mi carta de introducción pero la deslizó en su bolsillo sin mirarla, me dio un abrazo y un beso en la frente.
—Los amigos de Rochefort son mis amigos y les hablo con el corazón en la mano.
Tomándome por los hombros me llevó hacia una escalera de madera que llevaba al piso de arriba.
—Espero que mi amigo Henri siga bien. Supe que su regreso del exilio fue un verdadero triunfo. ¡Qué felicidad tuvo que sentir con todos esos parisienses coreando su nombre! Leí la reseña en L’Intransigeant. Me lo envía regularmente, pero yo lo recibo con retraso. Su lectura trae de nuevo a mis oídos los ruidos de París.
Yamaleddín hablaba trabajosamente un francés correcto y a veces yo le soplaba la palabra que parecía buscar. Cuando acertaba me daba las gracias, si no, continuaba rebuscando en su memoria con una ligera contorsión de los labios y del mentón.
—En París viví en una habitación oscura, pero se abría sobre el vasto mundo. Era cien veces más pequeña que esta casa, pero yo me sentía a mis anchas. Estaba a miles de kilómetros de mi pueblo, pero trabajaba para el progreso de los míos más eficazmente que pueda hacerlo aquí o en Persia. Mi voz se oía desde Argel a Kabul; hoy solo pueden oírme los que me honran con su visita. Por supuesto, siempre serán bienvenidos, y sobre todo si vienen de París.
—Yo no vivo en París. Mi madre es francesa y mi nombre suena a francés, pero soy americano y vivo en Maryland.
Eso pareció divertirle.
—Cuando me expulsaron de las Indias, en 1882, pasé por los Estados Unidos. Figúrese que casi me planteé pedir la nacionalidad americana. ¿Sonríe? ¡Muchos de mis correligionarios se escandalizarían! ¿El sayyid Yamaleddín, apóstol del renacimiento islámico, descendiente del Profeta, adoptar la nacionalidad de un país cristiano? Pues no me avergüenzo ni un ápice de ello; por otra parte se lo conté a mi amigo Wilfrid Blunt autorizándole a citarlo en sus memorias. Mi justificación es simple: no existe un solo rincón en las tierras del Islam donde yo pueda vivir fuera del alcance de la tiranía. En Persia quise refugiarme en un santuario que tradicionalmente goza de una total inmunidad, pero los soldados del monarca entraron en él y me arrancaron de los cientos de visitantes que me escuchaban y, salvo alguna miserable excepción, nadie se movió ni se atrevió a protestar. ¡Ni un lugar de culto, ni una universidad, ni una cabaña donde poder protegerse de la arbitrariedad!
Acarició con mano febril un globo terráqueo de madera pintada colocado sobre una mesa baja, antes de añadir:
—En Turquía es peor. ¿No soy el invitado oficial de Abdel-Hamid sultán y califa? ¿No me envió carta tras carta reprochándome, como lo había hecho el shah, que pasara mi vida entre los infieles? Debería haberme contentado con responderle: ¡si no hubierais transformado nuestros hermosos países en prisiones, no necesitaríamos buscar refugio entre los europeos! Pero cedí y me dejé engañar. Vine a Constantinopla y ya ve usted el resultado. Despreciando las reglas de la hospitalidad, este medio loco me tiene prisionero. Últimamente le he hecho llegar un mensaje que decía: «¿Soy vuestro invitado? ¡Dadme permiso para partir! ¿Soy vuestro prisionero? ¡Ponedme cadenas en los pies y tiradme a un calabozo!». Pero no se ha dignado responderme. Si yo tuviera la nacionalidad americana, francesa, austro-húngara, por no decir la rusa o la inglesa, mi cónsul habría entrado sin llamar en el despacho del gran visir y habría obtenido mi libertad en media hora, Le digo que nosotros, los musulmanes de este siglo, somos unos huérfanos.
Estaba sin aliento e hizo un esfuerzo para añadir:
—Puede usted escribir todo lo que acabo de decir, salvo que he llamado medio loco al sultán Abdel-Hamid. No quiero perder toda posibilidad de alzar el vuelo de esta jaula algún día. Por otra parte sería una mentira, porque ese individuo está totalmente loco y es un peligroso criminal, enfermizamente receloso y completamente sometido a la influencia de su astrólogo de Alepo.
—No tema, no escribiré nada de todo esto.
Aproveché su petición para disipar un malentendido.
—Debo decirle que no soy periodista. El señor Rochefort, que es primo de mi abuelo, me ha recomendado que viniera a verle, pero el objeto de mi visita no es escribir un artículo sobre Persia ni sobre usted.
Le revelé mi interés por el Manuscrito de Jayyám, mi deseo intenso de hojearlo un día, de estudiar detenidamente su contenido. Me escuchó con gran atención y una alegría evidente.
—Le agradezco mucho que me arrancara por unos instantes de mis graves preocupaciones. El tema que ha evocado me ha apasionado siempre. ¿Ha leído usted, en la introducción de Nicolás a las Ruba’iyyat la historia de los tres amigos, Nizam el-Molk, Hassan Sabbah y Omar Jayyám? Son unos personajes muy diferentes, pero cada uno representa un aspecto eterno del alma persa. A veces tengo la impresión de ser los tres a la vez. Como Nizam el-Molk aspiro a crear un gran Estado musulmán, aunque sea gobernado por un insoportable sultán turco. Como Hassan Sabbah siembro la subversión en todas las tierras del Islam y tengo discípulos que me seguirán hasta la muerte…
Se interrumpió preocupado, luego cambió de idea, sonrió y prosiguió:
—Como Jayyám, estoy al acecho de las escasas alegrías del momento presente y compongo versos sobre el vino, el escanciador, la taberna, la amada; como él, desconfío de los falsos devotos. Cuando en algunas cuartetas Omar habla de sí mismo, llego a creerme que es a mí a quien describe: «Sobre la abigarrada tierra camina un hombre ni rico ni pobre, ni creyente ni infiel, no glorifica ninguna verdad, no venera ninguna ley… sobre la abigarrada tierra. ¿Quién es ese hombre valiente y triste?».
Al decir esto, encendió de nuevo su puro, pensativo. Una minúscula brasa fue a parar a su barba. Se la quitó con un gesto habitual y reanudó:
—Desde la infancia he sentido una profunda admiración por Jayyám el poeta, pero sobre todo por el filósofo, por el librepensador. Me asombra su tardía conquista de Europa y de América. Puede imaginar mi felicidad cuando tuve entre las manos el libro original de las Ruba’iyyat escrito por Jayyám de su puño y letra.
—¿En qué momento lo tuvo usted?
—Me lo regaló hace catorce años en las Indias un joven persa que había hecho el viaje con el único objeto de conocerme. Se presentó en estos términos: «Mirza Reza, natural de Kirman, antiguo comerciante en el bazar de Teherán, vuestro obediente servidor». Sonreí y le pregunté qué quería decir «antiguo comerciante» y qué le había inducido a contarme su historia. Acababa de abrir una tienda de trajes usados cuando uno de los hijos del shah llegó a comprarle mercancía, chales y pieles por una suma de mil cien tumanes —alrededor de mil dólares—. Pero cuando al día siguiente Mirza Reza se presentó en casa del príncipe para que le pagaran, le insultaron y golpearon e incluso le amenazaron de muerte si se le ocurría reclamar la deuda. Fue entonces cuando decidió venir a verme. Yo enseñaba en Calcuta. «Acabo de comprender», me dijo, «que uno no puede ganarse honradamente la vida en un país sometido a la arbitrariedad. ¿No eres tú quien escribe que Persia necesita una Constitución y un Parlamento? A partir de hoy, considérame como el más adicto de tus discípulos. He cerrado mi tienda, he dejado a mi mujer para seguirte. ¡Ordéname y te obedeceré!».
Al evocar a este hombre, Yamaleddín parecía sufrir.
—Yo estaba emocionado, pero apenado. Soy un filósofo errante, no tengo casa ni patria, no me he casado para no tener a nadie a mi cargo. No quería que ese hombre me siguiera como si yo fuera el Mesías y el Redentor, el imán del Tiempo. Para disuadirle, le dije: «¿Realmente vale la pena abandonarlo todo, tu tienda, tu familia, por una vil cuestión de dinero?». Entonces su rostro se volvió impenetrable, no me respondió y salió. No volvió hasta seis meses después. De un bolsillo interior sacó un cofrecillo de oro con incrustaciones de piedras preciosas, que me presentó abierto. «Mira este manuscrito ¿cuánto crees que puede valer?». Lo hojeé y, temblando de emoción, descubrí el contenido. «¡El texto auténtico de Jayyám! Esas pinturas, esos adornos ¡es inestimable!». «¿Más de mil cien tumanes?». «¡Infinitamente más!». «Te lo regalo, consérvalo. Te recordaré que Mirza Reza no vino a ti para recuperar su dinero, sino para recobrar su orgullo». Fue así —prosiguió Yamaleddín—, como entré en posesión del Manuscrito y ya no me separé de él. Me acompañó a los Estados Unidos, a Francia, a Inglaterra, a Alemania, a Rusia y luego a Persia. Lo llevaba conmigo cuando me retiré al santuario de Shah-Abdol-Azim. Fue allí donde lo perdí.
—¿No sabe dónde puede estar ahora?
—Ya se lo he dicho. Cuando me apresaron, solo un hombre se atrevió a enfrentarse con los soldados del shah. Era Mirza Reza. Se levantó, gritó, lloró, llamó cobardes a los soldados y a la asistencia. Lo detuvieron, lo torturaron y pasó más de cuatro años en los calabozos. Cuando lo dejaron en libertad, vino a Constantinopla para verme y estaba en tan mal estado que lo interné en el hospital francés de la ciudad, donde permaneció hasta noviembre último. Intenté retenerle más tiempo, por miedo a que a su regreso lo apresaran de nuevo. Pero se negó. Quería, dijo, recuperar el Manuscrito de Jayyám, no le interesaba nada más. Hay personas que van así, errantes de obsesión en obsesión.
—¿Cuál es su impresión? ¿Existirá aún el Manuscrito?
—Únicamente Mirza Reza podría informarle. Pretende que puede encontrar el soldado que lo birló cuando me detuvieron y esperaba quitárselo. En todo caso, estaba decidido a ir a verlo y hablaba de comprárselo, Dios sabe con qué dinero.
—¡Tratándose de recuperar el Manuscrito, el dinero no planteará ningún problema!
Yo había hablado con entusiasmo. Yamaleddín me miró de hito en hito, frunció las cejas y se inclinó hacia mí como para auscultarme.
—Tengo la impresión de que no está usted menos obsesionado por el Manuscrito que ese pobre Mirza. En ese caso, no tiene usted otro camino. ¡Vaya a Teherán! No le garantizo que descubra allí ese libro, pero si sabe mirar, quizá encuentre otras huellas de Jayyám.
Mi respuesta, espontánea, pareció confirmar su diagnóstico.
—Si obtengo un visado, estoy dispuesto a partir mañana.
—Eso no es un obstáculo. Voy a darle unas líneas para el cónsul de Persia en Bakú. Él se encargará de las formalidades necesarias e incluso asegurará su transporte hasta Enzeli.
Mi semblante debía de revelar preocupación. Yamaleddín pareció divertirse.
—Sin duda se estará preguntando: ¿Cómo un proscrito puede recomendarme ante un representante del gobierno persa? Sepa que tengo discípulos en todas partes, en todas las ciudades, en todos los medios, incluso en el círculo íntimo del monarca. Hace cuatro años, cuando estaba en Londres, publiqué con un amigo armenio un periódico que salía para Persia en pequeños y discretos paquetes. El shah se alarmó y convocó al ministro de Correos ordenándole que pusiera fin, costase lo que costase, a la circulación de ese periódico. El ministro pidió a los aduaneros que interceptaran en las fronteras todos los paquetes subversivos y los enviaran a su domicilio.
Aspiró su puro y una carcajada dispersó la bocanada de humo.
—Lo que el shah ignoraba —prosiguió Yamaleddín es que su ministro de Correos era uno de mis más fieles discípulos ¡y que precisamente yo le había encargado la buena difusión del periódico!
La risa de Yamaleddín resonaba aún cuando llegaron tres visitantes luciendo cada uno un fez de fieltro color rojo sangre. Se levantó, los saludó, los abrazó y los invitó a sentarse, intercambiando con ellos algunas palabras en árabe. Adiviné que les estaba explicando quién era yo, pidiéndoles que le esperaran un momento. Se volvió hacia mí.
—Si está decidido a partir para Teherán, voy a darle algunas cartas de presentación. Venga mañana: estarán preparadas. Y sobre todo, no tema nada. A nadie se le ocurrirá registrar a un americano.
Al día siguiente me esperaban tres sobres oscuros. Me los dio en propia mano, abiertos. El primero era para el cónsul de Bakú, el segundo para Mirza Reza. Al tenderme este último, hizo este comentario:
—Debo prevenirle que este hombre es un desequilibrado y un obseso, no lo trate más de lo necesario. Le tengo mucho afecto. Es más sincero, más fiel y sin duda también más puro que todos mis discípulos, pero es capaz de las peores locuras.
Suspiró, metió la mano en el bolsillo del amplio pantalón grisáceo que vestía bajo su túnica blanca:
—Aquí hay diez libras de oro, déselas de mi parte; ya no posee nada, quizá incluso tenga hambre, pero es demasiado orgulloso para mendigar.
—¿Dónde podría encontrarlo?
—No tengo ni la menor idea. Ya no tiene casa ni familia, va errante de un lugar a otro. Por eso le entrego esta tercera carta dirigida a otro joven, este muy diferente. Es el hijo del más rico comerciante de Teherán y aunque solo tiene veinte años y arde en el mismo fuego que todos nosotros, es muy igual de carácter, dispuesto a soltar las ideas más revolucionarias con una sonrisa de niño ahíto. A veces le reprocho no tener gran cosa de oriental. Ya lo verá, bajo sus ropas persas tiene la frialdad inglesa, las ideas francesas y un espíritu más anticlerical que el señor Clemenceau. Se llama Fazel. Él le conducirá hasta Mirza Reza. Le encargué que lo vigilara lo más posible. No creo que haya podido impedirle cometer sus locuras, pero sabrá dónde encontrarlo.
Me levanté para marcharme. Me saludó calurosamente y retuvo mi mano en la suya.
—Rochefort me dice en su carta que se llama usted Benjamin Omar. En Persia utilice solo Benjamin, no pronuncie jamás el nombre de Omar.
—¡Sin embargo, es el de Jayyám!
—Desde el siglo XVI, desde que Persia se convirtió al chiísmo, ese nombre está desterrado. Podría causarle los peores problemas. Uno cree identificarse con Oriente y se encuentra preso en sus disputas.
Una mueca de pena, de consuelo, un gesto de impotencia. Le di las gracias por su consejo y me volví para salir, pero me alcanzó:
—Una última cosa. Ayer se cruzó usted con una joven cuando ella se disponía a marcharse. ¿Le habló usted?
—No, no tuve la ocasión.
—Es la nieta del shah, la princesa Xirín. Si por cualquier razón todas las puertas se cerraran ante usted, envíele un mensaje, recuérdele que la vio usted en mi casa. Una palabra de ella y muchos obstáculos se allanarían.