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Efectivamente, desde que abandonó Ispahán, Omar lleva una existencia de fugitivo y de paria. Cuando acude a Bagdad, el califa le prohíbe hablar en público o recibir a los numerosos admiradores que se aglomeran ante su puerta. Cuando visita La Meca, sus detractores se ríen sarcásticamente al unísono: «¡Peregrinación de conveniencia!». Cuando al regreso pasa por Basora, el hijo del cadí de la ciudad acude a rogarle lo más cortésmente del mundo que acorte su estancia.

Su destino es, pues, de lo más desconcertante. Nadie le discute su talento y su erudición; allí donde va, verdaderas multitudes de letrados se reúnen a su alrededor y le interrogan sobre astrología, álgebra, medicina e incluso sobre cuestiones religiosas. Se le escucha con recogimiento. Pero indefectiblemente, algunos días o algunas semanas después de su llegada se organiza una camarilla que propaga toda clase de calumnias acerca de él. Se le tacha de impío o de hereje, se recuerda su amistad con Hassan Sabbah, se repiten las acusaciones de alquimista proferidas en Samarcanda, se le envían detractores llenos de celo que perturban sus charlas, se amenaza con represalias a aquellos que osan alojarlo. Generalmente, Omar no insiste. Cuando siente que la atmósfera se enrarece, simula una dolencia para no aparecer más en público y no tarda en partir hacia una nueva etapa que será igualmente breve, igualmente arriesgada.

Venerado y maldito, sin otro compañero que Vartan, está constantemente a la búsqueda de un techo, de un protector y de un mecenas. Puesto que desde la muerte de Nizam no se le paga la generosa pensión que este último le había asignado, se ve obligado a visitar a los príncipes y gobernadores y preparar sus horóscopos mensuales. Pero aunque a menudo pasa estrecheces, sabe hacerse pagar sin bajar la cabeza.

Se cuenta que un visir, sorprendido de oír a Omar exigir una suma de cinco mil dinares de oro, le había lanzado:

—¿Sabes que a mí no me pagan tanto?

—Es lógico —respondió Jayyám.

—¿Y por qué?

—Porque sabios como yo solo hay un puñado cada siglo, mientras que visires como tú se podrían nombrar quinientos cada año.

Los cronistas afirman que el personaje supo reírse a carcajadas y luego satisfizo todas las exigencias de Jayyám, reconociendo civilizadamente la exactitud de tan orgullosa ecuación.

«Ningún sultán es más feliz que yo, ningún mendigo está más triste», escribe Omar en esa época.

Los años pasan y lo volvemos a encontrar en 1114 en la ciudad de Merv, antigua capital de Jorasán, que sigue siendo famosa por sus telas de seda y sus diez bibliotecas, pero que desde hace algún tiempo se ha visto privada de todo cometido político. Para volver a dar esplendor a su deslustrada corte, el soberano local trata de atraer a las celebridades del momento. Sabe cómo seducir al gran Jayyám: proponiéndole construir un observatorio semejante en todo al de Ispahán. A los sesenta y seis años Omar solo sueña aún con ello; acepta con un entusiasmo de adolescente y se consagra al proyecto. Pronto se alza el edificio sobre una colina, en el barrio de Bab Senyán, en medio de un jardín de junquillos y moreras blancas.

Durante dos años, Omar es feliz y trabaja con empeño; nos dicen que efectúa experiencias sorprendentes en la previsión meteorológica, ya que su conocimiento del cielo le permite describir con exactitud los cambios de clima para cinco días sucesivos. Igualmente, desarrolla sus avanzadas teorías en matemáticas; habrá que esperar al siglo XIX para que los investigadores europeos reconozcan en él a un genial precursor de la geometría no euclidiana. También escribe ruba’iyyat, parece ser que estimulado por la excepcional calidad de los viñedos de Merv.

Evidentemente, para todo esto existe una contrapartida. Omar tiene la obligación de asistir a interminables ceremonias del palacio, de ofrecer solemnemente sus respetos al soberano con ocasión de cada fiesta, cada circuncisión principesca, cada regreso de una cacería o de una campaña y estar presente en el diwan con frecuencia, dispuesto a lanzar algún dicho ingenioso, una cita, un verso apropiado para las circunstancias. Además de la impresión de haberse puesto la piel de un oso sabio, tiene constantemente la de perder en el palacio un tiempo precioso que habría utilizado mejor en su mesa de trabajo. Sin contar el riesgo de tener encuentros desagradables.

Como en ese frío día de febrero, cuando le enzarzaron en una memorable disputa a propósito de una cuarteta de juventud llegada a los oídos de un envidioso. Ese día, el diwan es un hervidero de letrados con turbante. El monarca, plenamente satisfecho, contempla su corte con beatitud.

Cuando Omar llega, el debate está ya entablado sobre un tema que apasiona en ese momento a los hombres de religión. «¿Podría haberse creado mejor el Universo?». Aquellos que responden «sí» son tachados de impíos, puesto que insinúan que Dios no cuidó suficientemente su obra. Los que responden «no» son tachados igualmente de impíos, puesto que dan a entender que el Altísimo sería incapaz de hacerlo mejor.

Se discute con pasión, se gesticula. Jayyám se contenta con observar distraídamente la mímica de cada uno. Pero un orador lo nombra, elogia su sabiduría y le pide su opinión. Omar se aclara la garganta. No ha pronunciado aún una sola sílaba cuando el gran cadí de Merv, a quien nunca le ha agradado la presencia de Jayyám en su ciudad y menos aún las atenciones de las que está constantemente rodeado, salta de su asiento señalándole con un dedo acusador.

—¡Ignoraba que un ateo pudiera expresar una opinión sobre las cuestiones de nuestra fe!

Omar esboza una sonrisa cansada pero inquietante.

—¿Qué te autoriza a tratarme de ateo? ¡Espera al menos a haberme oído!

—No necesito oírte. ¿No es a ti a quien se atribuye este verso?: «Si castigas con el mal el mal que he hecho, dime ¿cuál es la diferencia entre tú y yo?». El hombre que profiere semejantes palabras ¿no es un ateo?

Omar se encoge de hombros.

—Si no creyera que Dios existe, no me dirigiría a Él.

—¿En ese tono? —ríe el cadí sarcásticamente.

—Solo a los sultanes y a los cadíes hay que hablarles con circunloquios. No al Creador. Dios es grande, no necesita para nada nuestros melindres y nuestras pobres zalemas. Me ha hecho pensante y por lo tanto pienso y le entrego sin disimulos el fruto de mi pensamiento.

En medio de los murmullos de aprobación de la asistencia, el cadí se retira mascullando amenazas. El soberano, después de reírse, se siente inquieto, teme las consecuencias en algunos barrios. Su semblante se ensombrece y sus visitantes se apresuran a despedirse.

Al volver a su casa en compañía de Vartan, Omar reniega contra la vida de la corte, sus trampas y sus futilidades, prometiéndose abandonar Merv lo antes posible; su discípulo no se altera demasiado, es la séptima vez que su maestro amenaza con partir; por lo general, al día siguiente, ya más resignado, reanuda sus investigaciones mientras vienen a consolarlo.

Esa noche, una vez en su habitación, Omar escribe en su libro una cuarteta llena de despecho que termina así:

Cambia tu turbante por vino

¡y sin pena, ponte un gorro de lana!

Luego mete el manuscrito en su escondite habitual, entre el lecho y la pared. Al despertarse, siente deseos de releer su cuarteta porque le parece que hay una palabra mal colocada. Su mano rebusca a ciegas y coge el libro, y es el abrirlo cuando descubre la carta de Hassan Sabbah, deslizada entre dos páginas mientras dormía.

Inmediatamente Omar reconoce la letra y esa firma convenida entre ellos desde hace ya cuarenta años: «El amigo que conociste en el caravasar de Qaxan». Mientras lee no puede reprimir una carcajada. Vartan, que se acaba de despertar en la habitación contigua, viene a ver lo que divierte tanto a su maestro después del disgusto de la víspera.

Acabamos de recibir una generosa invitación: alojados, alimentados, protegidos hasta el fin de nuestra vida.

—¿Por qué gran príncipe?

—El de Alamut.

Vartan da un respingo. Se siente culpable.

—¿Cómo ha podido llegar esa carta hasta aquí? ¡Antes de acostarme comprobé todas las puertas!

—No trates de saberlo. Hasta los sultanes y los califas han renunciado a protegerse. Cuando Hassan decide enviarte una misiva o un puñal es seguro que los recibirás, ya estén tus puertas abiertas de par en par o cerradas con candado.

El discípulo se acerca la carta al bigote y la olfatea ruidosamente, luego la lee y la relee.

—Quizá tenga razón ese demonio —concluye—. Es en Alamut donde tu seguridad estaría mejor garantizada. Después de todo Hassan es tu más viejo amigo.

—¡Por el momento, mi más viejo amigo es el vino nuevo de Merv!

Con un placer infantil, Omar comienza a desgarrar la hoja en una infinidad de trozos que lanza al aire; y mientras los observa flotar y revolotear en su caída, continúa hablando:

—¿Qué tenemos en común ese hombre y yo? Yo soy un adorador de la vida y él un idólatra de la muerte. Yo escribo: «Si no sabes amar ¿para qué te sirve que el sol salga y se ponga?». Hassan exige de sus hombres que ignoren el amor, la música, la poesía, el vino, el sol. Desprecia lo más bello de la creación y se atreve a pronunciar el nombre del Creador. ¡Se atreve a prometer el paraíso! ¡Créeme, si su fortaleza fuera la puerta del paraíso, renunciaría al paraíso! ¡Jamás pondré los pies en esa cueva de falsos devotos!

Vartan se sienta, se rasca con fruición la nuca antes de decir con el más abatido de los tonos:

—Puesto que esa es tu respuesta, ya es hora de que te revele un secreto demasiado viejo. ¿Nunca te has preguntado por qué cuando huimos de Ispahán los soldados nos dejaron largarnos tan cándidamente?

—Eso me ha intrigado siempre, pero como desde hace años solo he comprobado fidelidad por tu parte, abnegación y filial afecto, nunca he querido remover el pasado.

—Ese día los oficiales de la Nizamiyya sabían que iba a salvarte y partir contigo. Eso formaba parte de una estrategia que yo había imaginado.

Antes de proseguir, sirve oportunamente a su maestro y a sí mismo un buen vaso de vino granate.

—No ignoras que en la lista de los proscritos establecida por el propio Nizam el-Molk había un hombre al que nunca hemos logrado atrapar, Hassan Sabbah. ¿No fue él el principal responsable del asesinato? Mi plan era simple: partir contigo con la esperanza de que buscaras refugio en Alamut. Yo te acompañaría hasta allí rogándote que no revelaras mi identidad y encontraría la ocasión de librar a los musulmanes y al mundo entero de ese demonio. Pero tú te obstinaste en no poner jamás los pies en la sombría fortaleza.

—Sin embargo, te has quedado a mi lado todo este tiempo.

—Al principio pensaba que me bastaría ser paciente, que cuando te hubieran expulsado de quince ciudades sucesivas te resignarías a tomar el camino de Alamut. Luego pasaron los años y te tomé cariño, mis compañeros se dispersaron por todos los rincones del Imperio y mi determinación se debilitó. Y así fue como Omar Jayyám salvó la vida por segunda vez a Hassan Sabbah.

—Deja de lamentarte, quizá fue a ti a quien salvé la vida.

—La verdad es que debe de estar bien protegido en su guarida.

Vartan no puede disimular un resto de amargura, que divierte a Jayyám.

—Dicho esto, añadiré que si me hubieras revelado tu plan, sin duda te habría conducido a Alamut.

El discípulo salta de su asiento.

—¿Es verdad eso?

—No. ¡Siéntate! Solo lo decía para mortificarte. A pesar de todo lo que Hassan haya podido cometer, si lo viera en este momento ahogándose en el río Mungab le tendería la mano para ayudarle.

—¡Yo le hundiría violentamente la cabeza bajo el agua! Sin embargo, tu actitud me reconforta. Escogí permanecer a tu lado porque eres capaz de semejantes palabras y de semejantes actos. Y de eso no me arrepiento.

Jayyám estrecha con fuerza a su discípulo entre sus brazos.

—Me alegro de que mis dudas con respecto a ti se hayan disipado. Ya soy viejo y necesito saber que tengo junto a mí a un hombre de confianza. A causa de este manuscrito. Es lo más valioso que poseo. Para enfrentarse al mundo, Hassan Sabbah construyó Alamut; yo solo he construido este minúsculo castillo de papel, pero pretendo que sobreviva a Alamut. Esta es mi apuesta y este es mi orgullo. Y nada me asusta tanto como pensar que a mi muerte mi manuscrito pueda caer en unas manos frías o malintencionadas.

Con un gesto un poco ceremonioso, tiende el libro secreto a Vartan:

—Puedes abrirlo, puesto que serás su guardián.

El discípulo está emocionado.

—¿Alguien más ha tenido este privilegio antes que yo?

—Dos personas. Yahán, después de una disputa en Samarcanda, y Hassan cuando vivíamos en la misma habitación, a nuestra llegada a Ispahán.

—¿Hasta ese punto confiabas en él?

—A decir verdad, no. Pero tenía a menudo ganas de escribir y él terminó por reparar en el manuscrito. Por lo tanto preferí enseñárselo yo mismo, puesto que de todas formas él podía leerlo a mis espaldas. Y además le creía capaz de guardar un secreto.

—Sabe muy bien guardar un secreto, pero para utilizarlo mejor contra ti.

Desde ese momento, el manuscrito pasaría las noches en la habitación de Vartan. Al menor ruido, el antiguo oficial ya está de pie, empuñando la espada y aguzando el oído; inspecciona cada habitación de la casa y luego sale a hacer una ronda por el jardín. A su regreso, no siempre consigue conciliar el sueño de nuevo y entonces enciende una lámpara sobre su mesa, lee una cuarteta que memoriza y luego, incansablemente, la repite en su cabeza para captar su más profundo significado y para tratar de adivinar en qué circunstancia pudo escribirla su maestro.

A lo largo de unas cuantas noches inquietas, una idea toma forma en su mente, que Omar acoge complacido inmediatamente: redactar, en el margen dejado por las ruba’iyyat, la historia del manuscrito e indirectamente la del propio Jayyám, su infancia en Nisapur, su juventud en Samarcanda, su fama en Ispahán, sus encuentros con Abu Taher, Yahán, Hassan, Nizam y muchos otros más. Es, pues, bajo la supervisión de Jayyám, a veces incluso dictadas por él, como se escriben las primeras páginas de la crónica. Vartan se consagra a ello y comienza diez, quince veces cada frase en un borrador antes de transcribirla con una caligrafía angulosa, fina, laboriosa, que un día se interrumpe brutalmente en mitad de una frase.

Omar se despierta pronto esa mañana. Llama a Vartan, que no responde. Una noche más que ha pasado escribiendo, se dice Jayyám paternal. Le deja descansar, se sirve la copa de la mañana, primero el fondo que se bebe de un trago y luego la copa llena que se lleva con él al jardín para dar un paseo. Se da una vuelta, se divierte soplando el rocío depositado en las flores y luego se va a coger moras blancas y jugosas que se pone sobre la lengua y revienta contra su paladar con cada trago de vino.

De suerte que cuando se decide a entrar de nuevo en la casa ha transcurrido más de una hora. Es el momento de que Vartan se levante. No lo llama, entra directamente en su habitación y se lo encuentra tendido en el suelo con la garganta negra de sangre y la boca y los ojos abiertos y petrificados como en una última y ahogada llamada.

Y sobre su mesa, entre la lámpara y la escribanía, el puñal del crimen clavado en una hoja abarquillada cuyos bordes Omar separa para leer:

«Tu manuscrito te ha precedido en el camino de Alamut».