El delito y la pena

Una de las más frecuentes objeciones que se suelen presentar a la idea de una sociedad sin Estado es la necesidad de reprimir el delito, lo cual parece función inexcusable del gobierno. A esta objeción responde Kropotkin en una conferencia pronunciada en 1890, que titula Las Prisiones, donde analiza las siguientes cuestiones: ¿Qué significa la palabra «culpable» y cuáles son las causas del crimen y del delito? ¿se consigue con las prisiones y con la pena de muerte el doble fin que la sociedad se propone alcanzar: impedir la repetición del acto antisocial y corregir al culpable? Y, por último, ¿puede considerarse justo el presidio?

Según Kropotkin tres series de causas contribuyen a generar los actos anti-sociales, denominados crímenes: 1) causas físicas (la geografía, el clima, etc.); 2) causas fisiológicas (una enfermedad o tara congénita del cerebro, del sistema nervioso, del hígado, etc.); 3) causas sociales.

[510] Es verdad que ciertos factores físicos, como el calor y la humedad, aumentan los actos de violencia, según lo muestran las curvas de Ferri.
[511] Es verdad también que como ha de demostrado Lobroso, la mayoría de los criminales presentan algún defecto en la organización de su cerebro. Sin embargo, difícilmente se deduciría de esto que las solas causas físicas y fisiológicas bastan para explicar la criminalidad.
[512] Puede admitirse que todos los asesinos son idiotas o enfermos mentales y los idiotas sean asesinos: «¡En cuántas familias, en cuántos palacios, sin hablar de las casas de curación!, no encontramos idiotas que ofrecen los mismos rasgos de organización que Lombroso considera característicos de la “locura criminal!”».
[513] Toda la diferencia entre éstos y los que fueron entregados al verdugo, no es sino la diferencia de las condiciones en que vivieron. Las enfermedades del cerebro pueden ciertamente favorecer el desarrollo de una inclinación al asesinato. Pero éste no es obligado. Todo dependerá de las circunstancias en que sea colocado el individuo que sufre una enfermedad cerebral.
[514] La causa suficiente, la única causa propiamente dicha, de toda conducta antisocial, es entonces, la sociedad misma. El medio físico y la herencia biológica predisponen, pero tales predisposiciones no se materializan sino merced a las adecuadas circunstancias en que el sujeto vive y se desarrolla. Más aún, las mismas predisposiciones hereditarias que conducen al delito pueden muchas veces, en un medio social propicio, convertirse en fuentes de meritorias conductas. No se trata de ahogar las malas pasiones, como quería el cristianismo, sino de utilizarlas brindándoles, un campo fecundo de actividad, como pretendía Fourier.
[515] Los espíritus más lúcidos de nuestro siglo concluye Kropotkin reconocen que es la sociedad entera la responsable de los crímenes que en su seno se cometen, porque así como tenemos parte en la gloría de nuestros genios y héroes, la tenemos también en la culpa de nuestros delincuentes.
[516]

Vale la pena transcribir, pese a su extensión, los párrafos en que describe el medio, creado por la sociedad burguesa, donde se desarrollan los gérmenes de la mayoría de los crímenes y los delitos. «De año en año millares de niños creen en la suciedad moral y material de nuestras ciudades, entre una población desmoralizada por la vida al día, frente a podredumbres y holganza, junto a la injuria que inunda nuestras grandes poblaciones. No saben lo que es la casa paterna: su casa es hoy una covacha, la calle mañana. Entran en la vida sin conocer un empleo razonable de sus juveniles fuerzas. El hijo del salvaje aprende a cazar al lado de su padre; su hija aprende a mantener en orden la mísera cabaña. Nada de esto hay para el hijo del proletario, que vive en el arroyo. Por la mañana el padre y la madre salen de la covacha en busca de trabajo. El niño queda en la calle; no aprende ningún oficio, y si va a la escuela, en ella no le enseñan nada útil. No esta mal que los que habitan en buenas casas, en palacios, griten contra la embriaguez. Más yo les diría; Si sus hijos, señores, crecieran en las circunstancias que rodean al hijo del pobre, ¡cuántos de ellos no sabrían salir de la taberna! Cuando vemos crecer de este modo la población infantil de las grandes ciudades, solamente una cosa nos admira: que tan pocos de aquellos niños se hagan ladrones o asesinos. Lo que nos sorprende es la profundidad de los sentimientos sociales de la humanidad de nuestro siglo, la hombría de bien que reina en el callejón más asqueroso. Sin eso, el número de los que declaran la guerra a las instituciones sociales sería mucho mayor. Sin esa hombría de bien, sin esa aversión a la violencia, no quedaría piedra sobre piedra de los suntuosos palacios de nuestras ciudades. Y de otro lado de la escala, ¿qué ve el niño que crece en el arroyo? Un lujo inimaginable. Insensato, estúpido. Todo esos almacenes lujosos, ese literatura que no cesa de hablar de riqueza y de lujo, ese culto del dinero, todo tiende a desarrollar la sed de riqueza, el amor al lujo vanidoso, la pasión de vivir a costa de los otros, de disfrutar el producto del trabajo de los demás. Cuando hay barrios enteros en los que cada casa le recuerda a uno que el hombre continúa siendo animal, aun cuando oculte su animalidad bajo cierto aspecto; cuando el lema es: ¡Enriquézcanse; aplasten cuanto encuentren a su paso, busquen dinero por todos los medios, excepto por el que conduce al tribunal!; cuando todos, del obrero artesano, oyen decir todos los días que elídela es hace trabajar a los demás y pasar la vida holgando; cuando el trabajo manual es despreciado, hasta el punto de que nuestras clases directores prefieren hacer gimnasia a tomar en la mano una sierra o una pala; cuando la mano callosa es considerada señal de inferioridad, y un traje de seda significa superioridad; cuando, por último, la literatura sólo sabe desarrollar el culto de la riqueza y predicar el desprecio al “utopista” y al soñador que las desdeña; cuando tantas causas trabajan para inculcarnos instintos malsanos, ¿quién es capaz de hablar de herencia? La sociedad misma fabrica a diario esos seres incapaces de llevar una vida honrada de trabajo, esos seres imbuidos de sentimientos antisociales. Y hasta los glorifica cuando sus crímenes se ven coronados con el éxito, enviándolos al cadalso o a presidio cuando lo

Aun reconociendo en Lombroso el mérito de haber señalado con claridad una serie de hechos capaces de contribuir a la comprensión del delito, Kropotkin rechaza su teoría del delincuente nato y, como los marxistas, considera que la conducta antisocial no se puede explicar, en definitiva, sino por causas sociales.

[517] Una vez establecido esto, resulta natural que niegue también, en oposición a Lombroso (cuyas ideas se hallaban entonces en el apogeo de su prestigio científico), el derecho de la sociedad a tomar medidas contra quienes presentan defectos de organización o taras hereditarias, a eliminar a los individuos de cerebro enfermo o de brazos más largos que lo corriente.

Más aún, Kropotkin desconoce asimismo, y en esto va sin duda más allá que los marxistas y otros socialistas de la época, el derecho de la sociedad a encarcelar a los delincuentes.

En efecto, la pena sólo podría tener, para él, la doble finalidad de evitar delitos y de corregir al delincuente. En ningún memento reconoce, como la Escuela clásica, fundada por Carrara, el concepto de la tutela jurídica y la teoría retributiva, y descarta totalmente la idea de la poca como vindicta social.

[518]

Ahora bien, de aquellas únicas dos posibles finalidades las prisiones no cumplen ninguna. En primer término, lejos de prevenir futuros delitos, la prisión los genera. Quien ha estado en la cárcel vuelve frecuentemente a ella. Según informes oficiales, la mitad de los reos juzgados por el Tribunal Supremo de Francia y las dos quintas partes de los sentenciados por la policía correccional son reincidentes. Si a éstos sumamos los que emigran, cambian su identidad o logran ocultarse después de haber cometido un nuevo delito, podría sospecharse que prácticamente todos los ex-convictos reinciden. Pero la cosa no para aquí. Todos los criminales convienen en que el acto por el cual un reo vuelve a la cárcel es siempre más grave que el que antes había llevado a cabo.

[519]

Por otra parte, el número de hechos antisociales o delitos permanece más o menos estable, no aumento ni disminuye notablemente con la variación de las penas o el agravamiento de las sanciones. Y los cambios introducidos en el sistema penitenciario, tampoco disminuyen la reincidencia. Lo cual resulta lógico e inevitable, concluye Kropotkin si se considera que «la prisión mata en el hombre todas las cualidades que lo hace más propio para la vida en sociedad» y lo convierte «en un ser que, fatalmente, deberá volver a la cárcel, y que expirará en una de esas tumbas de piedra sobra las cuales se escribe:Casa de Corrección, y que los mismo carceleros llamas casa de corrupción».

[520] Pero además, lejos de mejorar al delincuente, la prisión lo empeora. La ociosidad y el trabajo forzado hacen de él un ser rutinario, lo deshumanizan y degradan: «Mientras que toda la humanidad trabaja para vivir, el hombre que se ve obligado a hacer un trabajo que no le sirve para nade se siente fuera de la ley. Y si más adelante trata a la sociedad como desde fuera de la ley, no acusemos a nadie, sino a nosotros mismos».
[521]

La privación de las relaciones con sus mujeres y parientes contribuyen asimismo en empeorar el carácter moral de los presos: «Así es que la mejor influencia a que el preso podía ser sometido, la única que podría traerla de fuera un rayo de luz, un elemento más dulce de vida, las relaciones con sus parientes, le es sistemáticamente arrebatada».

[522]

La monotonía de la vida carcelaria atrofia los mejores elementos del organismo y de la psique en el prisionero. La energía física desaparece poco a poco y el recluso vive una vida de letargo, semejante a la de quienes deben invernar en regiones árticas. Disminuye asimismo la energía intelectual. El cerebro del recluso no tiene ya fuerza para una atención sostenida; su pensamiento se hace más lento y menos profundo, gracias a la falta de impresiones.

[523]

En general, los delincuentes son individuos que carecen de una fuerte voluntad, que fueron incapaces de resistir las tentaciones o de dominar una pasión. Pero la cárcel, lejos de contribuir a un fortalecimiento de la voluntad, es el medio ideal para debilitar más todavía, precisamente porque el preso no tiene en ella ocasión de ejercitarla y de obrar libremente: «El hombre no puede elegir entre dos acciones; las escasísimas ocasiones que se le ofrecen de ejercer su voluntad, son excesivamente cortas: toda su vida fue regulada y ordenada de antemano; no tiene que hacer sino seguir la corriente, obedecer so pena de duros castigos. En tales condiciones, toda voluntad que pudiera tener antes de entrar en la cárcel, desaparece».

[524]

En su juventud, ya había tendido Kropotkin ocasión de investigar la situación de las prisiones de Siberia, por encargo del general Kubel, y de comprobar hasta qué punto era exacta la descripción de Dostoievski en La casa de los muertos (Cfr. Woodcock y Avakumovic, op. cit. págs. 55-57).

Más tarde, su propia experiencia como prisionero en Clairvaux confirma con harta elocuencia, sus ideas acerca del efecto degradante de toda prisión. Sobre tal experiencia escribió en The Nineteenth Century. «Con éste y los anteriores ensayos sobre las prisiones rusas compiló durante los meses siguientes (a su salida de Clairvaux) un libro titulado En las prisiones rusas y francesas, en el cual no sólo da un relato muy objetivo de sus propias dilatadas experiencias de las cárceles, como investigador en Siberia y como prisionero en diversos establecimientos, sino que expresa también su convicción de que ninguna reforma puede eliminar el intrínseco perjuicio mental y espiritual del encarcelamiento y de que la única solución real es la abolición de las prisiones y una comprensión humana de los criminales» (Woodcock y Avakumovic, op. cit. pág. 197).

En el opúsculo El terror en Rusia, escrito más tarde para dar a conocer «cuál es el estado de la Rusia actual: cuál la represión que se emplea por parte de sus gobiernos, y el estado de corrupción y encanallamiento de sus autoridades y policías», reúne una gran cantidad de precisos y aterradores datos acerca del hacinamiento y la miseria de las prisiones, los suicidios que en ellas se producen, las ejecuciones capitales (y la «ley de fuga»), las torturas en sus múltiples formas, la participación oficial de la policía en la provocación y en los mismos delitos, la represión y la violencia gubernamental, en los últimos años del Imperio de los Zares. Complementa así con hechos más recientes lo expuesto en la obra antes mencionada (En las prisiones rusas y francesas).

Kropotkin no propone ningún sustituto para las prisiones, ni admite la idea, propiciada por muchos filántropos de su época, de convertirlas en casas de curación, confiadas a médicos y maestros: «La prisión pedagógica, la casa de salud, serían infinitamente peores que las cárceles y presidios de hoy». Para él, toda regeneración del delincuente debe basarse en el ejercicio de la libertad y de la solidaridad: «La fraternidad humana y la libertad son los únicos correctivos que hay que oponer a las enfermedades del organismo humano que conducen a lo que se llama crimen».

[525]

De todas maneras, más que de corregir al delincuente, se trata de prevenir o, mejor dicho, de hacer imposible el delito.

Como ya lo había sugerido W. Morris en News from Nowhere, sostiene que una gran mayoría de los actos antisociales que se cometen al presente son delitos contra la propiedad. En una sociedad donde la propiedad privada no exista tales delitos carecerán de objeto y de sentido. En una sociedad donde todos reciban adecuada educación, donde no existan clases sociales ni gobierno y donde, por tanto, todos se sientan iguales y libres, la mayor parte de los delitos serán ahogados en germen.

Resumiendo, dice, pues, Kropotkin: «La prisión no impide que los actos antisociales se produzcan; por el contrario, aumenta su número. No mejora a los que van a parar a ella. Refórmesela tanto como se quiera, siempre será una privación de libertad, una medio ficticio como el convento, que torna al prisionero cada vez menos propio para la vida en sociedad. No consigue lo que se propone. Mancha a la sociedad. Debe desaparecer. Es un resto de barbarie, con mezcla de filantropismo jesuítico, y el primer deber de la Revolución será derribar las prisiones, esos monumentos de la hipocresía y de la vileza humana. En una sociedad de iguales, en un medio de hombres libres, todos los cuales hayan recibido una sana educación y se sostengan mutuamente en todas las circunstancias de su vida, los actos antisociales no podrán producirse. El gran número no tendrá razón de ser, y el resto será ahogado en germen. En cuanto a los individuos de inclinaciones perversas que la sociedad actual nos legue, deber nuestro será impedir que se desarrollen sus malos instintos. Y si no lo conseguimos, el correctivo, honrado y práctico, será siempre el trato fraternal, el sostén moral que encontrará de parte de todos, la libertad. Esto no es utopía, esto se hace ya individuos aislados, y esto se tornará práctica general. Y tales medios serán más poderosos que todos los códigos, que todo el actual sistema de castigos, esa fuente siempre fecunda en nuevos actos antisociales, en nuevos crímenes».

[526]

Como bien lo expresa Avrich, en el artículo «Kropotkin», escrito para la última edición (1974) de la Enciclopedia Británica (pág. 538), «… Kropotkin… propugnaba una entera modificación del sistema penal. Decía que las cárceles eran “escuelas del crimen” que, en vez de reformar al delincuente, lo sujetaban a castigos embrutecedores y lo endurecían en sus instintos criminales. En el mundo futuro de los anarquistas, fundado en la ayuda mutua, la conducta antisocial no sería encarada mediante leyes o cárceles, sino por la comprensión humana y la presión moral de la comunidad». («Reconstruir», No. 99).

Tonny Gibson (Anarchism and crime, «Anarchy», 57, pág. 330), siguiendo las huellas de Kropotkin, ha señalado recientemente que una concepción racional de delito no es la que propicia la segregación de las conductas desviadas sino la tolerancia de las mismas: algunas de ellas, en efecto, pueden ser actualmente benéficas; otras a-sociales pero útiles, como una señal de peligro que indica los desajustes del proceso social. En todo caso, se trata de curar un sistema insano, antes que los efectos insanos que éste produce. En todo caso, para Kropotkin, ni el privar a un hombre de su libertad, reduciéndolo a prisión, está moralmente justificado, ni las prisiones sirven en absoluto para aquello que sus defensores creen que sirven (Cfr. P. Ford, Prisons, A Case for their abolition, «Anarchy», 87, 1968, pág. 136).

Aun cuando Kropotkin reconoce que el criminal de alguna manera debe ser «corregido» (y, en tal sentido, se vincula a una larga línea de pensadores que va desde Platón a los krausistas), no admite en absoluto la legitimidad del «ius puniendi». En esto se muestra de acuerdo con la mayoría de los anarquistas que, antes y después de él, se ocuparon del tema; pero también con otros autores que, sin ser en rigor anarquistas, cuestionan los fundamentos mismos del derecho penal.

Entre todos ellos, son notorios los casos de Hamon (De la definition du crime, «Archives de l’Anthropologie criminelle», 1893) y de Malato (Philosophie de l’anarchie, 1897).

El fundador de la «Freie Volksbühne» y autor de Die Religion der Freude (1898), Faustischer Monismus (1907) y Gemeinschaftsgeit und Persönlichkeit (1920), Bruno Wille, considera que el hombre, naturalmente bueno, sólo delinque por la presión que sobre él ejerce el medio social, y que, cuando efectivamente se da un crimen, no es la sociedad o el Estado quien debe castigarlo. Sin embargo, la sociedad debe dejar libre campo a la reacción de sus miembros, que en determinados casos, se sienten compelidos a castigar por sí mismos un delito (ley de Lynch).

También están esencialmente de acuerdo con Kropotkin, Emile Girardin (Droit de punir, París, 1871) y Luis Molinari (Il tramonto del Diritto penale, Mantua, 1904). El primero, después de desconocer a la sociedad el derecho de castigar, niega, como el mismo Kropotkin, la utilidad de la pena. El segundo llega a considerar el delito como una quimera.

Pero el más radical negador de la licitud del castigo y de la pena es León Tolstoi. En nombre de un cristianismo que quiere ser literalmente fiel al Evangelio, el gran novelista ruso predica la no resistencia al mal, y niega, en consecuencia, el derecho del Estado a juzgar o a castigar a nadie (La Sonata de Kreuzer. Resurrección, etc.). Las ideas por él puestas en boca de algunos personajes son luego doctrinariamente fundadas y desarrolladas por sus seguidores, como Clarence Darrow (Crime, its causes and treatement, 1907) y Alejandro Goldenweiser (Le crime comme peine, la peine comme crime, 1904).

Otro gran novelista, Anatole France, desde un punto de vista bastante diferente al de Tolstoi, como epicúreo y no como cristiano, utilizando la ironía piadosa y no la compasión evangélica, llega a parecidas conclusiones (Crainquebille. Las prisiones de Jerónimo Coignard, El lirio rojo. El jardín de Epicuro, etc.).

Las tesis de Kropotkin (o los de autores anarquistas que le precedieron) en torno al delito y a la pena tuvieron gran influencia en Dorado Montero y su «Derecho protector de los criminales» (Cfr. M. de Rivacoba y Rivacoba, El centenario del nacimiento de Dorado Montero, Santa Fe, 1962). (Para todo lo que antecede cfr. Luis Jiménez de Asúa, Tratado de Derecho pena, II, Buenos Aires, 1950, págs. 19-27).