12
La gran ocasión llegó cuando Miles Eastin menos la esperaba.
Solo dos días antes anduvo frustrado y deprimido, convencido de que su servidumbre en el club Double Seven no iba a producir otro resultado que el de sumergirlo más en la criminalidad, con la renovada sombra de la cárcel pendiente y aterradora. Miles había comunicado su depresión a Juanita y, aunque quedó momentáneamente aliviado al hacer el amor, el estado de ánimo básico proseguía.
El sábado había visto a Juanita. Ese lunes por la noche, en el Double Seven, Nate Nathanson, el gerente del club, mandó buscar a Miles que había estado ayudando como de costumbre, llevando bebidas y sándwiches a los jugadores de cartas y dados, en el segundo piso.
Cuando Miles entró en la oficina del gerente, vio que otros dos hombres acompañaban a Nathanson. Uno era el prestamista tiburón, el ruso Ominsky. El otro era un individuo tosco, de facciones gruesas, que Miles había visto varias veces en el club, y a quien había oído nombrar como Tony, «Oso» Marino. Lo de «Oso» parecía muy apropiado. Marino tenía un cuerpo pesado y poderoso, movimientos ágiles que sugerían un salvajismo apenas oculto bajo la piel. Que el «Oso» Tony tenía autoridad, era evidente, y era tratado con deferencia por los otros. Siempre llegaba al club en una limousine Cadillac, acompañado por un chófer y un compañero, evidentemente un guardaespaldas.
Nathanson pareció nervioso al hablar.
—Miles, he dicho a míster Marino y míster Ominsky cuán útil eres aquí. Quieren que nos hagas un servicio a…
Ominsky dijo cortante al gerente:
—Espere fuera.
—Sí, señor —y Nathanson salió rápidamente.
—Abajo hay un tipo en un coche —dijo Ominsky a Miles—. Que te ayuden los hombres de míster Marino. Tráelo, pero que no le vean. Llévalo a un cuarto cerca del tuyo y asegúrate de que se quede allí. No le dejes más de lo necesario y, cuando tengas que salir, ciérralo con llave. Te hago responsable de que no salga de aquí.
Miles preguntó, inquieto:
—¿Se supone que debo retenerlo a la fuerza?
—No necesitarás fuerza.
—El viejo conoce el juego. No armará líos —dijo Tony el «Oso». Para un individuo de su tamaño, su voz sonaba sorprendentemente a falsete—. Recuerda que es importante para nosotros, así que debes tratarle bien. Pero no le des bebida. Te la pedirá. No le des nada. ¿Has entendido?
—Eso creo —dijo Miles—. ¿Quiere usted decir que ahora el hombre está inconsciente?
—Está borracho como una cuba —contestó Ominsky—. Ha estado de juerga una semana. Tu tarea es cuidarlo y que se le pase la borrachera. Mientras esté aquí… tres o cuatro días… tu trabajo puede esperar —añadió—: Si lo haces bien te apuntarás un tanto.
—Haré todo lo que pueda —contestó Miles—. ¿Cómo se llama el tipo? Tengo que llamarle de alguna manera.
Los otros dos se miraron y después Ominsky contestó:
—Danny. Es todo lo que necesitas saber.
Unos minutos después, ante el Double Seven, el chófer guardaespaldas del «Oso» Tony, escupía asqueado sobre la acera y se quejaba:
—¡Por Cristo! ¡Este viejo apesta como cloaca!
Él, el segundo guardaespaldas y Miles Eastin miraban la figura inerte en el asiento trasero del sedán Dodge, aparcado en la esquina. La puerta trasera del coche estaba abierta.
—Voy a ver si lo limpio —dijo Miles. Su propia cara se contrajo ante el poderoso olor a vómito—. Pero primero hay que llevarle adentro.
El segundo guardaespaldas urgió:
—¡Carajo, terminemos cuanto antes!
Ambos se inclinaron y levantaron el cuerpo. En la calle escasamente iluminada lo único que podía distinguirse del bulto era un revoltijo de pelo gris, unas mejillas pastosas y hundidas, con matas de barba, unos ojos cerrados y una boca abierta y floja, que mostraba unas encías totalmente casi desdentadas. Las ropas del hombre estaban casi todas desgarradas y manchadas.
—¿Te parece que está muerto? —preguntó el segundo guardaespaldas cuando extraían el cuerpo del auto.
Precisamente en ese momento, quizá provocada por el ajetreo, una oleada de vómito emergió de la boca abierta y cayó sobre Miles en una cascada.
El chófer guardaespaldas, que no había sido tocado, se rio.
—No está muerto. Todavía no —después, cuando a Miles le dio una arcada—: Prefiero que te haya tocado a ti y no a mí, hijito.
Llevaron al reticente viejo dentro del club y allí, usando una escalera posterior, hasta el cuarto piso.
Miles había traído la llave de un cuarto y abrió una puerta. Era un cubículo como el suyo, cuyo único mobiliario era una cama estrecha, una cómoda, dos sillas, una palangana y algunos estantes. Linos paneles alrededor del cubículo se interrumpían a un palmo del techo, dejando abierta la parte superior. Miles miró dentro, después dijo a los otros:
—Esperad —y, mientras esperaban, él corrió escaleras abajo y trajo una sábana de goma del gimnasio. Al volver la tendió sobre la cama. Echaron allí al viejo.
—Es tuyo, Miles —dijo el chófer guardaespaldas—. Vámonos antes de que vomite.
Sofocando su asco, Miles desvistió al viejo; después, cuando todavía seguía tendido sobre la goma, siempre en estado comatoso, lo lavó y lo limpió con una esponja. Terminado esto, levantando y tirando, Miles retiró la sábana de goma y dejó en la cama el cuerpo, ahora limpio y menos maloliente. Durante el proceso el viejo gemía, y una vez se le hinchó el estómago, pero solo largó un poco de baba, que Miles limpió. Después de taparle Miles con una sábana y una manta, el viejo pareció descansar mejor.
Antes, al quitarle las ropas, Miles las había dejado caer al suelo. Las juntó ahora y empezó a meterlas en dos bolsas de plástico, para mandarlas a la lavandería al día siguiente. Al hacer esto vació todos los bolsillos. En uno encontró una dentadura postiza. En otros, diversos objetos: un peine, unos lentes de cristales gruesos, una pluma de oro y un lápiz, varias llaves en un llavero y, en un bolsillo interior, tres tarjetas de crédito y una billetera repleta de dinero.
Miles tomó la dentadura, la enjuagó y la colocó junto a la cama con un vaso de agua. También dejó allí los lentes. Después examinó las tarjetas de crédito y el dinero.
Las tarjetas estaban a nombre de Fred W. Riodan, R. K. Bennett y Alfred Shaw. Cada tarjeta tenía una firma, pero, pese a las diferencias de nombre, la caligrafía era idéntica en cada caso. Miles volvió nuevamente las tarjetas, examinando las fechas de validez, lo que demostraba que las tres estaban en vigencia. Dentro de lo que podía darse cuenta, eran auténticas.
Prestó atención al montón de dinero. En una libreta, bajo una abertura en material plástico había un permiso de conducir. El plástico era amarillo y resultaba difícil ver; esto hizo que Miles retirara el permiso y, debajo encontró otro, y luego un tercero. Los nombres de los permisos correspondían a los de las tarjetas, pero la cabeza y los hombros en las fotografías de los tres permisos eran idénticos. Miró más atentamente. Pese a leves diferencias cuando se tomaron las fotografías, indudablemente representaban al viejo que estaba en la cama.
Miles retiró el dinero de la billetera y lo contó. Iba a pedir a Nate Nathanson que pusiera las tarjetas de crédito y el dinero en la caja fuerte del club, pero primero quería saber cuánto dinero había. La suma era inesperadamente grande: quinientos doce dólares, la mitad en nuevos billetes de veinte dólares. Los billetes de veinte le llamaron la atención. Examinó con cuidado varios, probando la textura del papel con la yema de los dedos. Después miró al viejo, que parecía profundamente dormido. En silencio, Miles salió del cuarto y atravesó el corredor del tercer piso hasta su cuarto. Volvió unos momentos después con una lente de bolsillo, con la que volvió a examinar los billetes de veinte dólares. Su intuición había sido certera. Eran falsos, aunque de la misma alta calidad de los que él había comprado, hacía una semana, en el Double Seven.
Razonó: el dinero, o por lo menos la mitad, era falso. Y, obviamente, también lo eran los tres permisos para conducir, que quizá provenían de la misma fuente que el permiso falso que le había dado la semana pasada Jules La Rocca. Por lo tanto: ¿no era también probable que las tarjetas fueran falsas? Quizá, después de todo, estaba cerca de la fuente de las falsas tarjetas de crédito, esas que Nolan Wainwright quería descubrir a toda costa. La excitación de Miles aumentó, junto con un nerviosismo que le hizo latir el corazón.
Necesitaba datos de la nueva información. En una servilleta de papel copió detalles de las tarjetas de crédito y los permisos de conducir, volviéndose ocasionalmente para cerciorarse de que la figura en la cama no se movía.
Poco después Miles apagó la luz, cerró la puerta por el lado de afuera y llevó abajo la billetera y las tarjetas de crédito.
Durmió profundamente esa noche, con la puerta entreabierta, consciente de su responsabilidad sobre el habitante del cubículo del otro lado del corredor. Miles pasó también algún tiempo pensando sobre el papel que desempeñaba, y la identidad del viejo, a quien llamaban Danny. ¿Cuál era la relación de Danny con Ominsky y Tony «Oso» Marino? ¿Por qué lo habían traído aquí? El «Oso» Tony había declarado: Es importante para nosotros. ¿Por qué?
Miles se despertó con la luz del día y miró su reloj: las 6,45. Se levantó, se lavó rápidamente, se afeitó y se vistió. No llegaban ruidos del otro lado del corredor. Avanzó, metió con cuidado la llave en la cerradura y miró. Danny había cambiado de posición durante la noche, pero seguía durmiendo y roncaba con suavidad. Miles recogió las bolsas plásticas con la ropa, volvió a cerrar la puerta, y bajó.
Volvió veinte minutos después con una bandeja con el desayuno, un café muy fuerte, tostadas y huevos revueltos.
—¡Danny! —Miles sacudió al viejo por el hombro—. ¡Danny, levántate!
No hubo respuesta. Miles probó de nuevo. Finalmente los ojos se abrieron cansados, lo examinaron, volvieron a cerrarse con rapidez.
—Fuera —murmuró el viejo—. Váyase. Todavía no estoy listo para el infierno.
—No soy el diablo —dijo Miles—. Soy un amigo. Tony «Oso» Marino y el ruso Ominsky me han encargado que me ocupe de usted.
Unos ojos acuosos volvieron a abrirse.
—Los maricones me han encontrado, ¿eh? Calcularon dónde iba a estar, supongo. Generalmente es así —la cara del viejo se contrajo de dolor—. ¡Jesús, cómo me duele la cabeza!
—Le he traído café. Tal vez le haga bien. —Miles pasó un brazo alrededor de los hombros de Danny y le ayudó a enderezarse, luego le acercó el café. El viejo sorbió e hizo muecas.
De pronto pareció alerta.
—Oye, hijo, que me haga bien no importa. Toma algún dinero y… —miró alrededor.
—Su dinero está bien —dijo Miles—. En la caja fuerte del club. Lo llevé anoche.
—¿Este es el Double Seven?
—Sí.
—Una vez me trajeron aquí. Bueno, ahora sabes que puedo pagar, hijo, vete al bar y…
Miles dijo con firmeza:
—No habrá bebida. Para ninguno de los dos.
—Haré que me los traigas… —los ojos brillaron astutos—. Digamos cuarenta dólares por una botellita. ¿Te gusta?
—Perdón, Danny. Tengo órdenes. —Miles meditó lo que iba a decir, después dio un salto y se zambulló—. Además, si uso esos billetes de veinte dólares que usted tiene, pueden detenerme.
Fue como disparar un tiro. Danny se incorporó de golpe, con la cara llena de alarma y desconfianza.
—¿Quién ha dicho que…? —se detuvo con un gemido y una mueca, y se llevó la mano a la cabeza dolorida.
—Alguien tenía que contar el dinero. Yo lo conté.
El viejo dijo, débilmente:
—Esos billetes de a veinte son buenos.
—Claro que sí —asintió Miles—. Están entre los mejores que he visto. Casi tan buenos como hechos en la oficina de impresión de los Estados Unidos.
Danny levantó los ojos. El interés luchaba contra la desconfianza.
—¿Cómo es posible que sepas tanto?
—Antes de ir a la cárcel trabajé en un banco.
Un silencio. Después el viejo preguntó:
—¿Por qué te metieron en la cárcel?
—Estafa. Estoy en libertad condicional.
Danny pareció visiblemente aliviado.
—No me pareces tan mal. De lo contrario no estarías trabajando para el «Oso» Tony y el ruso.
—Así está mejor —dijo Miles—. Estoy bien. Y lo principal es que usted también lo esté. Vamos al baño turco.
—No es baño turco lo que necesito. Es un traguito. Nada más que uno, hijito —suplicó Danny—. Juro no pedir más. No puedes negarle una cosa así a un viejo.
—Ya sudamos nosotros parte de lo que bebiste. Ahora puedes chuparte los dedos.
El viejo gruñó:
—¡No tienes piedad, no la tienes!
En cierto modo era como cuidar a un chico. Venciendo las protestas, Miles envolvió a Danny en una bata y le guio escaleras abajo, después le escoltó desnudo por sucesivos cuartos con vapor caliente, lo envolvió en una toalla y finalmente lo condujo hacia una mesa de masajes, donde el mismo Miles dio golpes y pellizcos bastante eficientes. A esa hora, el gimnasio y los baños turcos estaban desiertos y pocos miembros del personal del club habían llegado. No había nadie a la vista cuando Miles acompañó al viejo arriba.
Miles colocó sábanas limpias en la cama y Danny, ahora apaciguado y obediente, se echó en ella. Casi inmediatamente quedó dormido, aunque al revés de la noche anterior, parecía tranquilo, casi angélico.
Curiosamente, sin conocerle, Miles simpatizaba con el viejo. Con cuidado, mientras dormía, Miles le puso una toalla bajo la cabeza y le afeitó.
Avanzada la mañana, mientras leía en su cuarto al otro lado del corredor, Miles se quedó dormido.
—¡Eh, Miles! ¡Nene, mueve el culo! —la voz hiriente era la de Jules La Rocca.
Sorprendido, Miles despertó de golpe y vio la conocida barriga de la figura que estaba de pie ante la puerta. La mano de Miles se tendió, en busca de la llave del cubículo del otro lado del corredor. Tranquilizado comprobó que estaba donde la había dejado.
—Algunos trapos para el viejo —dijo La Rocca. Llevaba un portafolio de fibra—. Ominsky dijo que te lo entregara.
La Rocca, el eterno mensajero.
—Bien. —Miles se desperezó y fue hasta un lavabo donde se echó agua en la cara. Luego, seguido por La Rocca, abrió la puerta del otro lado del corredor. Cuando los dos entraron, Danny se tendió cómodamente en la cama. Seguía consumido y pálido, pero parecía mejor que nunca desde su llegada. Se había puesto los dientes y llevaba los lentes.
—¡Maldito inútil! —dijo La Rocca—. Siempre tienes que crear molestias a todo el mundo.
Danny se sentó más tieso, y miró con disgusto a su acusador.
—Disto mucho de ser inútil. Como tú y otros sabéis. En cuanto a la salsita… todos tenemos nuestras debilidades… —hizo un gesto hacia el portafolio—. Si me has traído la ropa, cumple con lo que te han mandado y cuélgala.
Imperturbable, La Rocca hizo una mueca.
—Parece que devuelves el golpe, viejo pedo. Me parece que Miles se ha portado.
—Jules —dijo Miles— ¿quieres quedarte aquí mientras bajo a buscar una lámpara de sol? Creo que le hará bien a Danny.
—Claro.
—Quiero hablar antes contigo. —Miles hizo una seña con la cabeza y La Rocca lo siguió fuera.
En voz baja, Miles preguntó:
—Jules, ¿qué significa todo esto? ¿Quién es este hombre?
—Un viejo borracho. De vez en cuando se escapa y se va de jarana. Entonces hay que encontrarlo y quitarle el alcohol de encima.
—¿Por qué? ¿De dónde se escapa?
La Rocca se detuvo, con ojos desconfiados, como una vez la semana pasada.
—Estás haciendo otra vez preguntas, pequeño. ¿Qué te dijeron Tony el «Oso» y Ominsky?
—Nada, fuera de que el viejo se llama Danny.
—Si ellos quieren decirte más, que te lo digan. Yo no.
Cuando La Rocca se fue, Miles colocó una lámpara de sol en el cubículo y sentó bajo ella a Danny, durante media hora. El resto del día el viejo reposó, tranquilamente despierto, o dormitó. A principios de la noche Miles trajo desde abajo la comida, y Danny se lo comió casi todo… la primera comida completa desde hacía veinticuatro horas.
A la mañana siguiente —un miércoles— Miles repitió el tratamiento de baños turcos y lámpara de sol y, más tarde, los dos jugaron al ajedrez. El viejo tenía una mente rápida y astuta y la partida fue equilibrada. Ahora Danny parecía amistoso y confiado, y era evidente que disfrutaba de la compañía de Miles y de sus atenciones.
En la segunda tarde, el viejo quiso hablar.
—Ayer —dijo— ese mala hierba de La Rocca dijo que sabías mucho de dinero.
—Es lo que dice a todo el mundo. —Miles explicó su hobby y el interés que había despertado en la cárcel.
Danny hizo más preguntas, y anunció:
—Si no te molesta, me gustaría que me dieras ahora mi dinero.
—Se lo traeré. Pero tengo que encerrarle de nuevo.
—Si estás preocupado por el trago, no pienses más en ello. Por esta vez he terminado. Una situación como la que he pasado me ha curado. Pasarán meses antes de que vuelva a beber.
—Me alegro de saberlo —pero Miles cerró la puerta de todos modos.
Cuando tuvo su dinero, Danny lo desparramó sobre la cama y lo dividió en dos montones. En uno estaban los nuevos billetes de a veinte, y los billetes de diversos valores, que quedaban, en su mayoría ajados, en el otro. Del segundo grupo Danny eligió tres billetes de a diez dólares y se los tendió a Miles.
—Esto es por haber pensado en algunas cositas, hijo, como ocuparte de mis dientes, el afeitado, la lámpara de sol. Te agradezco lo que has hecho.
—Oiga, no tiene por qué darme nada.
—Tómalo de todos modos. Y es buen dinero. Ahora dime algo.
—Si puedo, lo haré.
—¿Cómo te diste cuenta de que esos billetes de a veinte eran de fabricación casera?
—En el primer momento no me di cuenta. Pero, si se usa una lente algunas de las líneas del retrato de Andrew Jackson parecen borrosas.
Danny asintió sabiamente.
—Es la diferencia entre un grabador de acero, como usa el gobierno y una placa fotográfica en offset. Aunque puede estar muy cerca.
—En este caso ha sido así —dijo Miles—. Otras partes de los billetes son perfectas.
Hubo una débil sonrisa en la cara del viejo.
—¿Qué te parece el papel?
—Me engañó. Generalmente se descubre con los dedos un billete falso. Pero no estos.
Danny dijo con suavidad:
—Bonos de cupón de veinticuatro libras. Cien por cien fibra de algodón. La gente cree que no se puede conseguir el papel apropiado. No es verdad. Se puede, si uno busca bien.
—Si tanto le interesa —dijo Miles— tengo en mi cuarto algunos libros sobre dinero. Estoy pensando en uno, publicado por el Servicio Secreto de los Estados Unidos.
—¿Te refieres a Conozca su dinero? —Como Miles pareció sorprendido, el viejo tuvo una risita—. Es el libro de cabecera de los falsificadores. Dice lo que hay que buscar para descubrir un billete falso. Tiene lista de todos los errores que cometen los falsificadores. ¡Incluso muestran retratos!
—Sí —dijo Miles—, ya lo sé.
Danny siguió charlando.
—¡Y el Gobierno lo hace circular! Escribes a Washington… y te lo envían. Había un falsificador de alto vuelo, Mike Landress, que escribió un libro. En él decía que Conozca su dinero es un libro del que ningún falsificador puede prescindir.
—Landress fue atrapado —señaló Miles.
—Porque trabajaba con idiotas. No tenían organización.
—Pareces saber mucho de esto.
—Un poco. —Danny se detuvo, tomó uno de los billetes buenos, uno de los falsificados, y los comparó. Lo que vio le agradó; hizo una mueca mostrando los dientes—. ¿Sabías, hijo, que el dinero norteamericano es el más fácil del mundo de copiar e imprimir? El hecho es que fue diseñado para que los grabadores del siglo pasado no pudieran reproducirlo con los instrumentos que tenían. Pero, desde entonces, han surgido máquinas y fotos en offset de alta resolución, de manera que ahora, con un buen equipo, paciencia y un poco de gasto, un hombre hábil puede hacer un trabajo que solo los expertos pueden descubrir.
—He oído algo de eso —dijo Miles—. ¿Hay muchos intereses en juego?
—Deja que te diga. —Danny parecía divertirse, evidentemente lanzado a su tema favorito—. Nadie sabe en verdad cuánto dinero falso se imprime cada año y pasa sin ser descubierto, pero es un montón. El gobierno dice que se trata de unos treinta millones de dólares, de los cuales una décima parte está en circulación. Pero esas son cifras del gobierno, y lo único de que se puede tener seguridad con cualquier gobierno es que las cifras que dan son altas o bajas, dependiendo de lo que el gobierno quiera probar. En este caso dan cifras bajas. Mi pálpito es que debe haber unos setenta millones anuales, tal vez cerca de cien millones.
—Creo que es posible —dijo Miles. Recordaba cuánto dinero falso había descubierto en el banco, y cuánto más pasó sin llamar la atención.
—¿Sabes cuál es el dinero más difícil de reproducir?
—No, no lo sé.
—Los cheques de viajero del American Express. ¿Sabes por qué?
Miles movió la cabeza.
—Porque están impresos en azul-cianido, que es casi imposible de reproducir en una placa impresora en offset. Nadie que sepa algo perderá tiempo intentándolo, de manera que un cheque Amex es más seguro que el dinero norteamericano.
—Corren rumores —dijo Miles— de que pronto habrá nuevo dinero norteamericano, con colores para las diferentes denominaciones… como en Canadá.
—No es un rumor —dijo Danny—. Es un hecho. Hay ya un montón de dinero en colores impreso y almacenado en el Tesoro. Será más difícil de copiar que todo lo que se ha hecho… —sonrió con picardía—. Pero los viejos circularán un tiempo. Quizá tanto como el que me queda de vida.
Miles guardaba silencio, digiriendo todo lo que había oído. Al fin dijo:
—Me ha hecho preguntas, Danny, y las he contestado. Ahora tengo una para usted.
—No quiere decir que vaya a contestarla, hijo. Pero puedes intentarlo.
—¿Quién y qué es usted?
El viejo meditó, acariciándose el mentón con el pulgar, mientras examinaba a Miles. Algunos de sus pensamientos se retrataron en su cara: la tentación de ser sincero luchaba contra la cautela; el orgullo se mezclaba a la discreción. Bruscamente Danny se decidió:
—Tengo 73 años —dijo— y soy un artesano maestro. He sido impresor toda mi vida. Sigo siendo todavía el mejor. Además de ser un oficio, imprimir es un arte —señaló los billetes de veinte dólares todavía desparramados sobre la cama—. Son mi obra. Yo hice la placa fotográfica. Yo los imprimí.
Miles preguntó:
—¿Y los permisos de conducir y las tarjetas de crédito?
—Comparado con imprimir dinero —dijo Danny— hacer esas cosas es tan fácil como orinar en un barril. Pero sí… yo lo he hecho también.