12

Viernes por la mañana.

En su pent-house en el elegante Cayman Manor, un barrio alto residencial situado a uno o dos kilómetros de la ciudad, Edwina y Lewis D’Orsey desayunaban.

Habían pasado tres días desde el dramático anuncio de Ben Rosselli sobre su próxima muerte, y dos días desde el descubrimiento de una fuerte pérdida en la sucursal principal del First Mercantile American. De los hechos, la pérdida del dinero —por lo menos en ese momento— era el que preocupaba más a Edwina.

Desde el miércoles por la tarde no se había descubierto nada nuevo. Todo el día de ayer, con precisión matemática, dos agentes especiales habían interrogado intensamente a los empleados de la sucursal pero sin resultado tangible. Se sospechaba de la cajera directamente involucrada, Juanita Núñez; aunque no había reconocido nada, seguía insistiendo en que era inocente y rehusaba someterse a un detector de mentiras.

La negativa había aumentado las sospechas generales de culpabilidad, pero, como dijo uno de los hombres del FBI a Edwina: «Podemos sospechar todo lo que queremos de ella, y sospechamos, pero no tenemos ni la punta de un alfiler como prueba. En cuanto al dinero, incluso en el caso de que esté escondido en casa de ella, necesitaríamos alguna evidencia sólida antes de poder conseguir un permiso de registro. Y no tenemos prueba alguna. Naturalmente, seguiremos vigilándola, pero no es el tipo de caso en que el FBI puede mantener una vigilancia total.»

Los agentes del FBI iban a estar hoy nuevamente en la sucursal, aunque daba la impresión de que no podían hacer mucho.

Pero lo que el banco podía e iba a hacer era terminar con el empleo de Juanita. Edwina sabía que hoy debía despedir a la muchacha.

Aunque era un final decepcionante, poco satisfactorio.

Edwina prestó atención al desayuno: huevos ligeramente revueltos y muffins ingleses, tostados, que había servido la criada unos momentos antes.

Al otro lado de la mesa, Lewis, oculto detrás del «Wall Street Journal» gruñía como de costumbre sobre las últimas locuras de Washington, donde un subsecretario del Tesoro había declarado ante un comité del Senado que Estados Unidos nunca más volvería al patrón oro. El secretario había hecho una cita keynesiana al describir el oro como «esa bárbara reliquia amarilla». El oro, afirmaba, estaba terminado como medio de intercambio internacional.

—¡Dios mío! ¡Qué leproso ignorante! —lanzando chispas sobre sus gafas de media luna y aro de acero, Lewis D’Orsey tiró el diario al suelo, para que se uniera al «New York Times», al «Chicago Tribune» y al «Financial Times» de Londres del día anterior, que ya había recorrido totalmente. Estaba enfurecido con el funcionario del Tesoro:

—Cinco siglos después de que los tarados como él se hayan convertido en polvo, el oro seguirá siendo la única base sólida para el mundo del dinero y del valor. Con los imbéciles que tenemos en el poder no hay esperanza para nosotros, absolutamente ninguna.

Lewis tomó una taza de café, la levantó hasta su flaca y torva cara y la vació de golpe, después se limpió los labios con una servilleta de tela.

Edwina que había estado hojeando el «Christian Science Monitor», levantó la vista.

—Lástima que dentro de cinco siglos no puedas estar ahí para decir: «Ya lo había dicho yo».

Lewis era un hombre pequeño con un cuerpo como una rama, que le daba una apariencia frágil y de muerto de hambre, aunque no era ninguna de las dos cosas. Su cara estaba de acuerdo con su cuerpo y era flaca, casi cadavérica. Sus movimientos eran rápidos, su voz con frecuencia impaciente. A veces Lewis bromeaba sobre su físico insignificante. Golpeándose la frente, afirmaba:

—Lo que la naturaleza omitió en el cuerpo lo ha puesto aquí…

Y era verdad: incluso aquellos que le detestaban reconocían que tenía un cerebro notablemente ágil, particularmente cuando se aplicaba al dinero o a las finanzas.

Sus ataques matutinos rara vez preocupaban a Edwina. En primer lugar, tras catorce años de matrimonio, ella sabía que los ataques rara vez iban dirigidos contra ella; en segundo, sabía que Lewis se estaba preparando para una sesión matinal ante la máquina de escribir, donde iba a rugir como un Jeremías enfurecido y justiciero de acuerdo con el deseo de los lectores de su periódico quincenal financiero.

El periódico, altamente costoso y que daba el consejo financiero de Lewis D’Orsey para inversiones, tenía una lista exclusiva de suscriptores internacionales, y proporcionaba al editor a la vez un rico medio de vida y una lanza personal con la que aguijoneaba a los gobiernos, presidentes, primeros ministros y políticos cuando alguna de las acciones fiscales le desagradaban. Casi siempre era así.

Muchos financieros adheridos a las teorías modernas, incluidos algunos del First Mercantile American, detestaban el periódico noticioso de Lewis D’Orsey, tan independiente, ácido, mordiente, ultraconservador. Pero, en general, la mayoría de los entusiastas suscriptores de Lewis lo consideraban una combinación de Moisés y de Midas, en una generación de imbéciles financieros.

Y con buenos motivos, reconocía Edwina. Si hacer dinero era el objetivo principal de una vida, Lewis era un hombre seguro, a quien había que seguir. Lo había demostrado muchas veces, de manera casi mágica, con consejos que habían dado muy buenos resultados para los que los habían seguido.

El oro era un ejemplo. Mucho antes de que sucediera, y mientras otros se burlaban, Lewis D’Orsey había predicho un dramático aumento en el precio del mercado libre. También había urgido grandes compras de acciones de las minas de oro sudafricanas, en aquel momento a bajo precio. Desde entonces varios suscriptores del D’Orsey Newsletter habían escrito diciendo que eran millonarios, nada más que como resultado de haber seguido sus consejos.

Con igual premonición había previsto la serie de devaluaciones del dólar, y había aconsejado a sus lectores que pusieran todo el dinero en efectivo que tuvieran en otras monedas, principalmente en francos suizos y marcos alemanes, cosa que muchos hicieron… con grandes beneficios.

En el último número del D’Orsey Newsletter, había escrito:

El dólar norteamericano, que fuera una vez una moneda orgullosa y honrada, está moribundo, como la nación que representa. Financieramente, Norteamérica ha pasado el punto del que no vuelve. Gracias a una loca política fiscal, mal concebida por políticos incompetentes y corrompidos, que solo piensan en sí mismos y en la reelección, vivimos en medio del desastre financiero, que solo puede empeorar.

Como nuestros dirigentes son canallas e imbéciles y el dócil público permanece vacuamente indiferente, hay que decir que ya es hora de usar los botes salvavidas financieros: «Sálvese quien pueda».

Si tienen ustedes dólares, guárdenlos solo para pagar un taxi, la comida y los sellos. Que sean suficientes nada más que para comprar un pasaje aéreo a alguna tierra más feliz.

Porque el inversor sabio será aquel que abandone los Estados Unidos, el que viva en el extranjero y deje la ciudadanía norteamericana. Oficialmente, el Código de Renta Interna, sección 877, dice que, si los ciudadanos norteamericanos renuncian a su nacionalidad para evitar los impuestos a la renta, y esto puede probarse, el deber de pagar el impuesto continúa. Pero, para los que saben, hay maneras de engañar al Código de la Renta. (Ver el D’Orsey Newsletter de julio del año pasado, sobre cómo hay que dejar de ser ciudadano norteamericano. Hay ejemplares disponibles por 16 dólares o 40 francos suizos cada uno).

Motivo para cambio de nacionalidad y escenario: el valor del dólar norteamericano continuará descendiendo, junto con la libertad fiscal norteamericana.

E incluso si usted no puede irse, mande su dinero a ultramar. Convierta sus dólares mientras pueda hacerlo (¡puede que no sea por mucho tiempo!) póngalos en marcos alemanes, francos suizos, guldens holandeses, chelines austríacos, krugerrands.

Después colóquelos fuera del alcance de los burócratas de Estados Unidos, en un banco europeo, preferiblemente uno suizo…

Lewis D’Orsey había proclamado con trompeta variaciones sobre este tema desde hacía años. Su último editorial continuaba en el mismo tono y terminaba con un consejo concreto sobre inversiones recomendadas. Naturalmente ninguna estaba en moneda norteamericana. Otro tema que provocó la ira de Lewis había sido la venta de oro de la Tesorería de los Estados Unidos. Escribió: «En una generación más, cuando los norteamericanos despierten y comprendan que su patrimonio nacional fue vendido a precio de mercancía quemada para halagar la vanidad escolar de los teóricos de Washington, los responsables serán marcados como traidores y maldecidos por la historia».

Las observaciones de Lewis fueron ampliamente comentadas en Europa, pero ignoradas por Washington y la prensa norteamericana.

Ahora, en la mesa del desayuno, Edwina seguía leyendo el «Monitor». Había un informe de la cámara de diputados sobre una ley proponiendo cambios en los impuestos, lo que reduciría los descuentos depreciatorios a la propiedad. Aquello afectaría los préstamos hipotecarios en el banco, y Edwina preguntó a Lewis si creía posible que aquel proyecto se convirtiera en ley.

Él contestó crispado:

—Ninguna. Aunque lo aprueben los diputados, nunca pasará en el Senado. Ayer telefonee a un par de senadores. No la toman en serio.

Lewis tenía un extraordinario margen de amigos y de contactos —y este era uno de los varios motivos de su éxito. Se mantenía también informado sobre todo lo referente a los impuestos, y aconsejaba a los lectores de su periódico sobre las situaciones que podían explotar ventajosamente.

Lewis mismo solo pagaba una cantidad irrisoria de impuesto a la renta cada año, no más de unos pocos cientos de dólares, según se vanagloriaba, aunque su verdadera renta tenía siete cifras. Lograba esto utilizando cubre impuestos de todo tipo: inversiones petrolíferas, propiedades, explotación de la madera, granjas, sociedades limitadas y bonos de libre impuesto. Tales tretas le permitían gastar libremente, vivir espléndidamente y —sobre el papel— presentar cada año pérdidas personales.

Sin embargo todas estas tretas para los impuestos eran totalmente legales. «Solo un tonto oculta sus rentas, o engaña en los impuestos de otra manera» Edwina le había oído declarar con frecuencia. «¿Para qué arriesgarse cuando hay más maneras legales de escapar a los impuestos que agujeros en un queso suizo? Todo lo que se necesita es trabajo para entender e impulso para utilizarlas».

Hasta ese momento Lewis no había seguido su propio consejo de vivir en el exterior y dejar la ciudadanía norteamericana. De todos modos detestaba Nueva York, donde había vivido una vez y donde había trabajado y la llamaba «una guardia de bandoleros decadentes, complacientes, arruinados, que existen en solipsismos y tienen mal aliento». También era, afirmaba, una ilusión, «mantenida por los arrogantes neoyorquinos, la idea de que los mejores cerebros se encuentran en esa ciudad. No es así». Prefería el Midwest, donde se había trasladado y donde había conocido a Edwina hacía quince años.

Pese al ejemplo de su marido para evitar los impuestos, Edwina seguía su propio camino en el asunto, llenaba su ficha individual y pagaba mucho más que Lewis, aunque su renta era más modesta. Pero era Lewis quien se encargaba de las cuentas… quien pagaba el pent-house, el servicio, los dos coches Mercedes gemelos y otros lujos.

Edwina reconocía sinceramente ante sí misma que el elevado estilo de vida que le gustaba había sido un factor en su decisión de casarse con Lewis, y su adaptación al matrimonio. Y el acuerdo, al igual que la mutua independencia y las dos carreras, marchaba bien.

—Desearía —dijo— que tu intuición pudiera decirme dónde fue a parar el dinero que faltó el miércoles.

Lewis levantó la cabeza de los platos del desayuno, que había atacado ferozmente, como si los huevos fueran enemigos.

—¿Todavía falta ese dinero en el banco? ¿No ha descubierto nada tampoco el matón de puños duros del FBI?

—Eso podría decirse… —le habló del punto muerto al que habían llegado y la decisión que había tomado de despedir hoy mismo a la cajera.

—Y después nadie más le dará empleo, supongo.

—Lógicamente no podrá trabajar en otro banco.

—Creo que me dijiste que tiene una hija.

—Desgraciadamente, sí.

Lewis dijo sombríamente:

—Dos nuevos reclutas para la carga de Desempleo, ya tan hinchada.

—¡Oh, por favor! ¡Guárdate esa propaganda para tus reaccionarios!

La cara del marido se arrugó en una de sus raras sonrisas.

—Perdona. No estoy acostumbrado a que me pidas consejo. No sueles hacerlo con frecuencia.

Era un elogio, comprendió Edwina. Una de las cosas que apreciaba en su matrimonio era que Lewis la trataba, siempre la había tratado, intelectualmente como una igual. Y, aunque él nunca se lo había dicho directamente, ella sabía que él estaba orgulloso de su status de ejecutiva importante en el FMA… cargo desusado incluso hoy en día para una mujer, en el mundo machista de los bancos.

—Naturalmente, no puedo decirte adónde ha ido a parar el dinero —dijo Lewis; pareció meditar—. Pero te daré un consejo que me ha dado resultado en situaciones complicadas.

—Sí, sigue.

—Nada más que esto: desconfía de lo obvio.

Edwina quedó desilusionada. Lógicamente, supuso, había esperado una especie de solución milagrosa. En lugar de esto Lewis había largado vetusto y viejo bromuro.

Miró su reloj. Eran casi las ocho.

—Gracias —dijo—. Tengo que irme.

—A propósito —dijo él—, salgo esta noche para Europa. Volveré el miércoles.

—Que tengas buen viaje. —Edwina le besó al salir, el súbito anuncio no la había sorprendido. Lewis tenía oficinas en Zurich y en Londres, y sus idas y venidas eran casuales.

Se dirigió al ascensor privado que comunicaba su pent-house con las cocheras internas.

Mientras se dirigía al banco, y pese a haber rechazado el consejo de Lewis, las palabras desconfía de lo obvio permanecían en su mente, molestas, persistentes.

La discusión, a media mañana, con los dos agentes del FBI fue breve y no se llegó a nada.

La reunión tuvo lugar en la sala de conferencias detrás del banco, donde durante dos días, los hombres del FBI habían interrogado a los empleados. Edwina estaba presente. Y también Nolan Wainwright.

El principal de los dos agentes, llamado Innes, que hablaba con un acento de New England, dijo a Edwina y al jefe de Seguridad del banco:

—Hemos ido lo más lejos posible con la investigación aquí. El caso quedará abierto y nos mantendremos en contacto por si salen a luz nuevos hechos. Lógicamente, si algo nuevo surge, informarán ustedes en seguida al FBI.

—Naturalmente —dijo Edwina.

—Hay un nuevo punto negativo —el hombre del FBI consultó una libreta—. Se trata de Carlos… el marido de la muchacha Núñez. Uno de los empleados cree haberle visto en el banco el día que faltó el dinero.

Wainwright dijo:

—Miles Eastin. Me lo informó a mí. Yo pasé la información.

—Sí, hemos interrogado a Eastin sobre el asunto; reconoce que puede haber estado equivocado. Hemos buscado a Carlos Núñez. Está en Phoenix, Arizona; trabaja como mecánico de motores. Nuestros agentes de Phoenix lo han interrogado. Pudieron comprobar que Núñez acudió al trabajo el miércoles y todos los días de la semana, lo cual lo borra como posible cómplice.

Nolan Wainwright acompañó a los agentes del FBI cuando se fueron. Edwina volvió a su escritorio de la plataforma. Había informado sobre la pérdida de caja —como debía hacerlo— a su superior inmediato en la Administración Principal y la cosa, según parecía, se había filtrado hasta Alex Vandervoort. Ayer, ya tarde, Alex había telefoneado, comprensivo, y había preguntado si podía ayudar en algo. Ella le había dado las gracias, pero había rehusado, comprendiendo que ella era la responsable y que solo ella tenía que hacer cualquier cosa que correspondiera hacer.

Por la mañana nada había cambiado.

Poco antes de mediodía Edwina dio instrucciones a Tottenhoe para que comunicara al Departamento de Personal que el empleo de Juanita Núñez cesaba al terminar el día, y para que le mandaran el cheque con el pago de la muchacha a la sucursal. El cheque traído por un mensajero estaba sobre el escritorio de Edwina cuando ella volvió de almorzar.

Inquieta, vacilando, Edwina hizo girar el cheque entre las manos.

En este momento Juanita Núñez trabajaba todavía. La decisión tomada ayer por Edwina había provocado refunfuños y objeciones de Tottenhoe, quien protestó: «Cuanto más pronto nos libremos de ella más seguros estaremos de que la cosa no volverá a repetirse.»

Incluso Miles Eastin, que había vuelto a su escritorio de ayudante de contador, había levantado las cejas, pero decidió no tomarlos en cuenta.

Se preguntó por qué motivo especial estaba tan preocupada, cuando obviamente había llegado el momento de zanjar el incidente y de olvidarlo.

Obviamente olvidarlo. La solución obvia. Nuevamente la frase de Lewis se le presentó: Desconfía de lo obvio. ¿Pero cómo? ¿De qué manera?

Edwina se dijo: Piensa una vez más. Vuelve al principio.

¿Cuáles eran las facetas obvias del incidente cuando ocurrió? La primera cosa obvia era que faltaba el dinero. Aquí no había discusión. La segunda cosa obvia era la cantidad de seis mil dólares. Cuatro personas habían estado en esto de acuerdo: Juanita Núñez, Tottenhoe, Miles Eastin y finalmente, el contador de la cámara del tesoro. No podía discutirse. El tercer rasgo obvio concernía a la afirmación de la muchacha Núñez de que había sabido la cantidad exacta que faltaba de su caja a la 1,50 de la tarde, casi después de cinco horas de atareadas transacciones en el mostrador, y antes de haber contado el dinero todos lo demás que estaban en la sucursal y conocían la pérdida, incluida Edwina, estuvieron de acuerdo en que aquello era obviamente imposible. Desde el principio, ese conocimiento había sido una piedra de toque en la creencia conjunta de que Juanita Núñez era la ladrona.

Conocimiento… conocimiento obvio… obviamente imposible.

Y sin embargo: ¿era imposible? Una idea se le ocurrió a Edwina.

Un reloj de pared marcaba las 2,10. Notó que el contador estaba en su escritorio cercano. Edwina se levantó:

—Míster Tottenhoe, ¿quiere venir conmigo?

Seguida por Tottenhoe que se arrastraba gruñendo, Edwina atravesó el recinto, saludando brevemente a algunos clientes de paso. La sucursal estaba repleta y atareada, como generalmente a la hora de cerrar los negocios antes del fin de semana. Juanita Núñez estaba recibiendo un depósito.

Edwina dijo tranquilamente:

Mistress Núñez, cuando haya terminado con ese cliente coloque el cartel «Ventanilla Cerrada» y cierre su caja fuerte.

Juanita Núñez no contestó, y tampoco habló cuando terminó la transacción, ni cuando llevó al mostrador una pequeña placa de metal, como le habían ordenado. Cuando se volvió para cerrar la caja fuerte, Edwina comprendió por qué. La muchacha lloraba en silencio, y las lágrimas corrían por sus mejillas.

El motivo no era difícil de adivinar. Había esperado ser despedida hoy y la súbita aparición de Edwina confirmaba la creencia.

Edwina ignoró las lágrimas.

—Míster Tottenhoe —dijo—, creo que mistress Núñez ha estado trabajando en la caja desde esta mañana. ¿Es correcto?

Él reconoció:

—Sí.

El período de tiempo era en términos generales el mismo que el miércoles, pensó Edwina, aunque la sucursal había tenido hoy más tarea.

Señaló la caja fuerte.

Mistress Núñez, usted ha insistido en que siempre sabe la cantidad de dinero que tiene. ¿Sabe cuánto hay aquí en este momento?

La muchacha vaciló. Después asintió, todavía incapaz de hablar entre lágrimas.

Edwina tomó un pedazo de papel del mostrador y se lo tendió.

—Escriba ahí la cantidad.

Nuevamente hubo una vacilación visible. Después Juanita Núñez cogió un lápiz y escribió 23 765 dólares.

Edwina tendió el papel a Tottenhoe.

—Vaya con mistress Núñez y quédese con ella cuando se haga hoy el balance de caja. Compruebe el resultado. Compárelo con esta cifra.

Tottenhoe miró escéptico el papel.

—Estoy atareado y si tengo que ocuparme de cada cajero…

—Nada más que de este —dijo Edwina. Atravesó otra vez el salón y volvió a su escritorio.

Tres cuartos de hora después reapareció Tottenhoe.

Parecía nervioso. Edwina vio que la mano le temblaba. Tenía la hoja de papel y la puso sobre el escritorio. La cifra que Juanita Núñez había escrito tenía al lado un solo tilde con lápiz.

—Si no lo hubiera visto personalmente —dijo el contador— no lo hubiese creído… —por una vez su aire sombrío dejaba paso a la sorpresa.

—¿La cifra es correcta?

Exactamente correcta.

Edwina permaneció sentada, muy tensa, controlando sus pensamientos. Repentina y dramáticamente, todo lo referente a la investigación había cambiado. Hasta ese momento todas las presunciones se habían basado en la incapacidad de que Juanita Núñez pudiera hacer lo que acababa de demostrar concluyentemente que podía hacer.

—Mientras venía para aquí recordé algo —dijo Tottenhoe—. Una vez conocí a alguien así: era en una pequeña sucursal del interior… debe hacer veinte o más años… era alguien que tenía la capacidad de retener el total de caja en la memoria. Y recuerdo que he oído decir que hay otras personas capaces de hacerlo. Es como si tuvieran una máquina de calcular dentro de la cabeza.

Edwina interrumpió:

—Me gustaría que su memoria hubiera sido tan buena el miércoles.

Cuando Tottenhoe volvió a su escritorio, Edwina tomó un anotador y escribió un resumen de sus pensamientos.

La Núñez todavía no ha probado su inocencia, pero lo que dice es creíble.

Si la Núñez no lo hizo, ¿quién lo hizo?

¿Alguien dentro del personal? ¿Algún empleado interno?

Pero, ¿cómo?

«Cómo» más adelante. Ahora hay que encontrar primero el motivo, después a la persona.

¿Motivo? ¿Alguien que necesita mucho el dinero?

Repitió en mayúsculas, NECESITA EL DINERO. Y añadió:

Examinar todas las cuentas de ahorro y cuentas corrientes de todo el personal de la sucursal… ¡ESTA NOCHE!

Edwina empezó a hojear rápidamente una guía telefónica de la Casa Central del FMA, buscando «Jefe del Servicio de Auditores».