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Alex Vandervoort no se había equivocado al suponer que Roscoe Heyward poseía alguna información al respecto. Habían llegado a Heyward rumores de que la Supranational estaba con problemas, y se había enterado, en los días pasados, de que algunos de los papeles comerciales de la SuNatCo encontraban resistencia de parte de los inversores. Heyward también había asistido a una reunión de la Dirección de la Supranational —la primera a la que asistía— y había sentido que la información proporcionada a los directores distaba de ser completa y franca. Pero, como «muchacho nuevo» no había preguntado, con intenciones de averiguar después. Tras la reunión había observado una baja en el precio de las acciones de la Supranational, y había decidido, ayer mismo, aconsejar al departamento de depósitos que «aligeraran» las acciones, como precaución. Desgraciadamente, cuando Patterton lo convocó por la mañana, todavía no había hecho efectiva su intención. Pero nada de lo que Heyward había oído o adivinado sugería que la situación fuera tan mala y urgente como decía el informe presentado por Vandervoort.
Sin embargo, al oír la esencia del informe, Heyward no protestó. Siniestro e inquietante como era, el instinto le decía que, como afirmaba Vandervoort, todo el rompecabezas se armaba.
Este era el motivo por el cual Heyward había permanecido casi todo el tiempo en silencio ante los otros dos, sabiendo que, en esta situación, ya poco podía decirse. Pero su mente estaba activa, con relámpagos de alarma iluminando las ideas que pesaba, las eventualidades, las posibles rutas de escape personal. Había varias cosas que debían hacerse con rapidez, aunque primero quería completar sus conocimientos personales estudiando el informe de Jax. De regreso en su despacho Heyward se apresuró a liquidar un asunto pendiente con un visitante, y después se acomodó para leer.
Comprendió pronto que Alex Vandervoort había sido muy preciso al hacer el sumario de los puntos culminantes del informe y de las pruebas documentadas. Lo que Vandervoort no había mencionado eran solo algunos detalles de la estancia del Gran George Quartermain en Washington en espera de un préstamo garantizado por el gobierno para que la Supranational siguiera siendo solvente. Se habían hecho peticiones de préstamo a algunos miembros del Congreso, en el Departamento de Comercio y en la Casa Blanca. En un punto, se decía, Quartermain había llevado al vicepresidente Byron Stonebridge como invitado a un viaje a las Bahamas, con intenciones de conseguir el apoyo del vicepresidente para obtener el préstamo. Más adelante Stonebridge había discutido la posibilidad a nivel de gabinete, pero el consenso estaba en contra.
Heyward pensó con amargura: ahora sabía al fin lo que el Gran George y el vicepresidente habían estado discutiendo la noche en la que paseaban, sumidos en la conversación, por el jardín de la casa de las Bahamas. Y mientras la maquinaria política de Washington había tomado una de sus decisiones más sabias al rechazar el préstamo para la Supranational, el First Mercantile American, por presión de Roscoe, había concedido rápidamente uno. El Gran George había demostrado ser un maestro en el arte de vender. Heyward creía oírle decir, incluso ahora: Si cincuenta millones es más de lo que ustedes pueden disponer, olvidemos todo el asunto. Se los pediré al Chase. Era una treta antigua, un cuento del tío, y Heyward, el banquero audaz y experimentado, había caído en la trampa.
Por lo menos había una cosa favorable. En la referencia al viaje del vicepresidente a las Bahamas, los detalles eran circunstanciales y era evidente que se sabía muy poco del viaje en cuestión. Tampoco, con gran alivio de Heyward, el informe mencionaba las Inversiones «Q».
Heyward se preguntó si Jerome Patterton recordaba el préstamo adicional, por un total de dos millones de dólares, comprometido por el FMA a las Inversiones «Q», el grupo de especuladores privados encabezados por el Gran George. Probablemente no. Tampoco Alex Vandervoort tenía conocimiento de la cosa, aunque era evidente que iba a descubrirla pronto. Pero lo más importante era que nunca sería descubierto el «bonus», la aceptación dada por Heyward para las acciones de las Inversiones «Q».
Ojalá lo hubiera devuelto a G. G. Quartermain, como había pensado hacer primero. Bueno, ahora era demasiado tarde para eso, pero, lo que podía hacerse, era retirar los certificados de acciones del cajón de su caja fuerte, y romperlos. Eso era lo más seguro. Por suerte eran certificados nominales, no registrados a su nombre.
Por el momento, comprendió de pronto Heyward, había olvidado la rivalidad entre él y Alex Vandervoort, y se concentraba únicamente en sobrevivir. No se hacía ilusiones sobre lo que representaba la quiebra de la Supranational para su situación en el banco y ante la Dirección. Iba a convertirse en un paria, el centro de los ataques, el chivo emisario de todos. Tal vez incluso ahora, si actuaba con rapidez y si tenía suerte, podría recobrar algo. Si el préstamo de dinero era devuelto, él se convertiría en un héroe.
Lo primero y esencial era ponerse en contacto con la Supranational. Dio orden a su secretaria, mistress Callaghan, para que telefoneara a G. G. Quartermain.
Unos minutos más tarde la secretaria informó:
—Míster Quartermain no está en el país. En su despacho no saben con precisión dónde puede encontrarse. No han querido dar información.
Era un comienzo poco prometedor, y Heyward exclamó:
—Entonces comuníqueme con Inchbeck.
Había tenido varias conversaciones con Stanley Inchbeck, contador de la Supranational, desde su primer encuentro en las Bahamas.
La voz de Inchbeck, con su acento nasal neoyorquino, llegó cortante por la línea.
—Roscoe, ¿en qué puedo servirte?
—Estoy procurando localizar a George. Parece que vuestros empleados no…
—George está en Costa Rica.
—Quisiera hablar con él. ¿Hay algún teléfono al que pueda llamarle?
—No. Ha dejado instrucciones de que no quiere recibir llamadas.
—Es urgente.
—Entonces habla conmigo.
—Bien. Retiramos nuestro préstamo. Te lo comunico ahora y una nota formal, por escrito, será despachada por el correo esta noche.
Hubo un silencio, después Inchbeck dijo:
—No puedes hablar en serio.
—Hablo enteramente en serio.
—Pero… ¿por qué?
—Supongo que lo sabes. También supongo que prefieres que no dé los motivos por teléfono.
Inchbeck guardó silencio, lo que, en sí, era significativo.
Después protestó:
—Tu banco es ridículo y poco razonable. La semana pasada el Gran George me dijo que estaba dispuesto a permitir que aumentarais el préstamo en un cincuenta por ciento.
La audacia de aquello dejó atónito a Heyward, hasta que comprendió que la audacia había dado resultados, a la Supranational, antes. Pero no serviría de nada ahora.
—Si el préstamo es pagado rápidamente —dijo Heyward— cualquier información de la que dispongamos seguirá siendo confidencial. Te lo garantizo.
Lo que significaba, pensó, averiguar si el Gran George, Inchbeck y cualquier otro que supiera la verdad acerca de la SuNatCo, estaban dispuestos a comprar tiempo.
Si era así, el FMA podría lograr ventaja sobre otros acreedores.
—¡Cincuenta millones de dólares! —dijo Inchbeck—. No tenemos esa cantidad a mano.
—Nuestro banco aceptará una serie de pagos, siempre que se sucedan rápidamente —la verdadera cuestión era lógicamente: ¿dónde iba a encontrar la SuNatCo cincuenta millones en su actual condición de caja famélica? Heyward descubrió que estaba sudando… en una mezcla de nerviosismo, suspense y esperanza.
—Hablaré con el Gran George —dijo Inchbeck—. Pero esto no va a gustarle nada.
—Cuando hables con él dile que también quiero discutir nuestro préstamo a las Inversiones «Q».
Heyward no estaba seguro, pero al colgar, creyó que oía gruñir a Inchbeck.
En el silencio de su despacho, Roscoe Heyward se echó hacia atrás en el sillón giratorio acolchado, y dejó que la tensión le abandonara. Lo sucedido en la última hora había sido un choque abrumador. Ahora, a medida que llegaba la reacción, se sentía abandonado y solo. Deseaba poder escapar a todo por algún tiempo. Si le hubiera dado a elegir, habría preferido la compañía de Avril. Pero no había tenido noticias de ella desde el último encuentro, hacía un mes. Ella siempre le había llamado. Él nunca lo había hecho.
En un impulso abrió una libreta de direcciones que siempre llevaba consigo y buscó un número que recordaba haber escrito. Era el de Avril en Nueva York. Usando una línea directa, marcó el número.
Oyó sonar y en seguida llega la suave y grata voz de Avril.
—Hola —su corazón dio un salto al oírla.
—Hola, Roscoe —dijo ella cuando él se identificó.
—Hace mucho que no nos vemos, querida. Me estaba preguntando cuándo iba a tener noticias tuyas.
Él percibió una vacilación.
—Pero Roscoe, querido, tú ya no figuras en la lista.
—¿Qué lista?
Nuevamente una duda.
—Tal vez no debí decirlo…
—Explícate, por favor. Esto quedará entre nosotros dos.
—Bueno, es una lista muy confidencial que lleva la Supranational, acerca de la gente que puede ser entretenida a su costa.
Él tuvo la súbita sensación de que le apretaban una soga al cuello.
—¿Quién hace la lista?
—No sé. Sé que nos la dan a nosotras, las chicas. No sé quién la hace.
Él se detuvo, pensando nerviosamente, y razonó: lo hecho, hecho estaba. En realidad debía estar contento de no figurar ya en la lista, aunque se preguntó, con algo de envidia, quién figuraría ahora. En todo caso esperaba que las copias fueran cuidadosamente destruidas. En voz alta preguntó:
—¿Eso significa que ya no puedes venir aquí a verme?
—No exactamente. Pero, si lo hago, tendrás que pagar tú, Roscoe.
—¿Cuánto costará eso? —preguntó, maravillándose de ser él quien estaba hablando.
—Está mi pasaje aéreo desde Nueva York —dijo Avril, muy directamente—. Después el precio del hotel. Y, para mí… doscientos dólares.
Heyward recordó haber pensado alguna vez cuánto habría costado él a la Supranational. Ahora lo sabía. Apartando el teléfono luchó mentalmente: el sentido común contra el deseo; la conciencia contra la certeza de lo que representaba estar solo con Avril.
El dinero era también más de lo que podía permitirse. Pero la deseaba. Mucho en verdad.
Acercó otra vez el teléfono.
—¿Cuándo puedes venir?
—El martes de la próxima semana.
—¿Antes no?
—Mucho me temo que no, cariñito.
Sabía que estaba haciendo el tonto; que, entre ese día y el martes, él tendría que formar cola detrás de otros hombres cuyas prioridades, fuera cual fuese, eran mayores que las suyas. Pero no pudo evitarlo y dijo:
—Está bien. El martes.
Arreglaron que ella iría a alojarse en el Columbia Hilton y le telefonearía desde allí.
Heyward empezó a saborear la próxima dulzura que le esperaba.
Recordó otra cosa que debía hacer: destruir los certificados de sus Inversiones «Q».
Desde el piso treinta y seis usó el ascensor que bajaba directo a la planta baja, después marchó por el túnel hasta la sucursal vecina. Tardó solo unos minutos en llegar a su caja fuerte personal y retirar los cuatro certificados, cada uno por quinientas acciones. Los llevó personalmente arriba, donde pensaba destruirlos en una máquina de cortar papeles.
Pero, ya en su despacho, pensó de nuevo. La última vez que había controlado la cosa, las acciones valían veinte mil dólares. ¿Acaso estaba obrando apresuradamente? Después de todo, si llegaba el caso, podía destruir los certificados en seguida.
Cambió de idea y los guardó en un cajón del escritorio, junto con otros papeles privados.