10

—No cabe duda —declaró Margot Bracken— que todo es una colección de sucias argucias y malditas mentiras.

Miraba, con los codos hacia afuera, las manos en su delgada cintura, la cabeza pequeña y resuelta echada hacia atrás. Era provocativa físicamente, pensó Alex Vandervoort, «una pequeña preciosidad», con agradables rasgos agudos, un mentón saliente y agresivo, labios delgados, aunque la boca fuera totalmente sensual. Los ojos de Margot eran su mejor rasgo: eran grandes, verdes, moteados de oro, con pestañas largas y tupidas. En ese momento los ojos llameaban. Su rabia y su decisión lo conmovieron sensualmente.

El motivo de la censura de Margot eran las pruebas de anuncios para las tarjetas claves de crédito, que Alex había traído a casa desde el FMA, y que estaban extendidas ahora sobre la alfombra de la sala del apartamento. La presencia y la vitalidad de Margot eran también un contraste necesario para lo que Alex había soportado hacia unas horas.

Le dijo:

—Se me ocurre, Bracken, que no te gusta el tema de los anuncios.

—¿Que no me gustan? ¡Los desprecio!

—¿Por qué?

Ella echó hacia atrás su largo pelo castaño en un gesto familiar aunque inconsciente. Hacía una hora Margot había tirado lejos los zapatos y ahora estaba, en toda su estatura de un metro cincuenta y ocho, calzada solo con medias.

—Está bien, mira eso… —señaló el anuncio que decía: ¿PARA QUE ESPERAR? HOY PUEDE PAGARSE EL SUEÑO DE MAÑANA… No es más que una indecente porquería… una agresiva, intensa manera de vender deudas… hecha para atrapar a los incautos. El sueño de mañana, para todos, será sin duda costoso. Por eso es un sueño. Y nadie puede pagárselo a menos que tenga ahora el dinero… o la certeza de tenerlo rápidamente.

—¿No te parece que es la gente quien debe decidir eso por sí misma?

—¡No!… No la gente en la que vais a influir con una propaganda pervertida, la gente en la que tratáis de influir. Es la gente no sofisticada, esa que se convence fácilmente, los que creen que es verdad lo que ven impreso. Yo sé. Tengo muchos clientes como esos en mi trabajo de abogado. En el trabajo que no cobro.

—Tal vez no sea esa la clase de gente que tiene nuestras tarjetas clave.

—¡Caramba, Alex, sabes que no dices la verdad! La gente más increíble tiene ahora tarjetas de crédito, porque vosotros la habéis empujado a ello. Lo único que no habéis hecho es distribuir tarjetas en las esquinas, y no me sorprendería que empezarais pronto.

Alex hizo una mueca. Disfrutaba de aquellos debates con Margot, y atizaba el fuego.

—Le diré a nuestra gente que piense el asunto, Bracken.

—Lo que me gustaría que pensara la gente es en ese tímido dieciocho por ciento de interés que cobran todas las tarjetas de crédito bancario.

—Ya hemos discutido eso.

—Sí, ya lo sé. Y nunca me has dado una explicación satisfactoria.

Él replicó con agudeza:

—Tal vez no has escuchado… —que la discusión fuera divertida o no, Margot sabía cómo metérsele bajo la piel. A veces las discusiones terminaban en peleas.

—Te he dicho que las tarjetas de crédito son mercancía de consumo empaquetada, que ofrecen un amplio margen de servicios —insistió Alex con vehemencia—. Si sumas atentamente todos esos servicios, nuestro promedio de interés no te parecerá sin duda demasiado excesivo.

—¡Al diablo si es excesivo para quien tiene que pagarlo!

—Nadie tiene que pagar. Porque nadie tiene que pedir prestado.

—Te oigo. No necesitas gritar.

—Bien.

Tomó aliento, decidido a que la discusión no se le escapara de las manos. Además, al discutir con Margot algunos puntos de vista sobre economía, política y demás, aunque las ideas de ella estaban fuera de centro, él descubría que su propio pensamiento era ayudado por la rectitud de ella y su nítida mente de abogado. El trabajo de Margot también le proporcionaba contactos de los que él carecía directamente… entre los pobres y no privilegiados de la ciudad, para quienes realizaba ella la mayoría de sus trabajos legales.

Preguntó:

—¿Otro coñac?

Ella contestó:

—Sí, por favor.

Era cerca de medianoche. Un fuego de leña, que había ardido poco antes, se consumía ahora en brasas en la chimenea del cómodo cuarto del pequeño y suntuoso apartamento de soltero.

Hacía una hora y media habían comido ahí, tarde, unas viandas servidas por un restaurante de la planta baja del edificio. Un Burdeos excelente —elegido por Alex, un Château Gruaud Larose 66— había acompañado la comida.

Fuera de la zona en la que habían sido desplegados los anuncios de las tarjetas de crédito, las luces del apartamento estaban bajas.

Cuando volvió a llenar las copas de coñac, Alex reanudó la discusión.

—Cuando la gente paga al recibir la cuenta de las tarjetas de crédito no se les cobra interés.

—Quieres decir si pagan todo de una vez.

—Así es.

—Pero ¿cuántos lo hacen? La mayoría de los usuarios de las tarjetas de crédito paga ese «balance mínimo» conveniente, que se muestra en los informes, ¿no?

—Muchos pagan ese mínimo, es verdad.

—Y los demás les queda como deuda… que es lo que realmente vosotros, los banqueros, queréis que suceda. ¿Es verdad o no?

Alex concedió:

—Sí, es verdad. Pero los bancos tienen que obtener beneficios de alguna manera.

—A veces me paso las noches en vela —dijo Margot— preocupada con la idea de que los bancos no ganan lo suficiente.

Él rio y ella siguió, seriamente:

—Oye, Alex, millares de personas que no deberían tenerlas están apilando deudas a largo plazo por el uso de las tarjetas de crédito. A veces es para pagar trivialidades… cosas de almacén, discos, juegos de porcelana, libros, comidas, otras cosas menores; en parte lo hacen por desconocimiento y, en parte, porque el crédito en pequeñas cantidades es ridículamente fácil de obtener. Y esas pequeñas cantidades, que deberían pagarse al contado, se suman y estropean las deudas, cargando a la gente imprudente durante años y años.

Alex ahuecó las manos en la copa de coñac para calentarlo, bebió, después se levantó y echó un nuevo leño en el fuego. Protestó:

—Te preocupas demasiado y el problema no es tan grave.

Sin embargo, tuvo que reconocer que algo de lo que Margot decía tenía sentido. En el pasado —como decía una vieja canción— los mineros «debían su alma al almacén de la compañía», y, ahora, una nueva forma de deuda crónica había surgido, la que hipotecaba ingenuamente la vida futura y la renta «a un amistoso banco de la vecindad». Uno de los motivos era que las tarjetas de crédito habían reemplazado, en buena medida, a los pequeños préstamos. Antes los individuos eran disuadidos de pedir un préstamo excesivo, pero ahora decidían por sí mismos… con frecuencia poco sabiamente. Algunos observadores, sabía Alex, creían que el sistema había degradado la moral norteamericana.

Lógicamente, el sistema de tarjetas de crédito era mucho más barato para un banco; también un pequeño cliente de préstamos, que pedía por medio de las tarjetas de crédito, pagaba más interés sustancial que en un préstamo convencional. El total del interés que el banco recibía era con frecuencia del 24%, ya que los comerciantes que aceptaban las tarjetas de crédito pagaban adicionalmente entre el 2% y el 6%. Por estos motivos, bancos como el FMA confiaban en las tarjetas de crédito para aumentar sus beneficios, e iban a seguir haciéndolo en el futuro. Es verdad que las pérdidas iniciales en todos los planes del sistema de tarjetas de crédito habían sido sustanciales; como decían los banqueros, «nos dieron un baño». Pero los mismos banqueros estaban convencidos de que se acercaba la bonanza, y que esta sobrepasaría en beneficios a la mayor parte de los negocios bancarios.

Otra cosa que los banqueros habían comprendido es que las tarjetas de crédito eran una estación necesaria en el camino para el Sistema Electrónico de Transferencia de Fondos, el SETF, que, dentro de una década y media, iba a reemplazar la presente avalancha de papel moneda y convertir los cheques existentes y las libretas de banco en algo tan pasado de moda como un Ford modelo T.

—Basta ya —dijo Margot—, empezamos a parecemos a dos accionistas en una reunión… —se le acercó y le besó profundamente en los labios.

El calor de la discusión unos momentos antes ya le había excitado, como sucedía siempre cuando discutía con Margot. Su primer encuentro se había iniciado de esa manera. A veces parecía que, cuanto más enojados se ponían, más crecía la pasión física del uno por el otro. Después de un rato murmuró:

—Declaro levantada la reunión de accionistas.

—Bueno… —Margot se apartó y lo miró con travesura—. La verdad es que hay un asunto sin terminar, querido… ese asunto de los anuncios. ¿Realmente vas a dejar que lleguen al público tal como están?

—No —dijo él—, creo que no lo haré.

La publicidad de las tarjetas clave era fuerte… demasiado fuerte, y él iba a usar su autoridad de veto a la mañana siguiente. Comprendió que, de todos modos, ya lo había decidido. Margot no había hecho más que confirmar su opinión de la tarde.

El nuevo tronco que había añadido al fuego se encendió y empezó a crepitar. Se sentaron en la alfombra ante la chimenea, saboreando su calor, viendo surgir las lenguas de las llamas.

Margot apoyó la cabeza en el hombro de Alex. Dijo con dulzura:

—Para ser un aburrido traficante de oro no estás tan mal.

Él la rodeó con el brazo.

—Te quiero, Alex.

—Yo también te quiero, Bracken.

—¿En serio? ¿De verdad? ¿Por tu honor de banquero?

—Lo juro por la tasa preferencial.

—Entonces ámame ahora —empezó a desvestirse.

Él murmuró divertido:

—¿Aquí?

—¿Por qué no?

Alex suspiró dichoso. Realmente, ¿por qué no?

Después experimentó un sentimiento de alivio y dicha, en contraste con la angustia del día.

Y, todavía más tarde, quedaron abrazados, compartiendo el calor de sus cuerpos y del fuego. Finalmente Margot se movió.

—Lo he dicho antes y lo repito: eres un amante delicioso.

—Y tú estás muy bien, Bracken… —después preguntó: ¿Vas a quedarte esta noche?

Lo hacía con frecuencia, y Alex también se quedaba en el apartamento de Margot. A veces parecía tonto mantener las dos casas, pero él demoraba el momento de unirlas, porque primero quería casarse con Margot, si era posible.

—Me quedaré un rato —dijo ella— pero no toda la noche. Mañana tengo que ir temprano al tribunal.

Las apariciones de Margot ante los tribunales eran frecuentes y, tras uno de estos casos, se habían conocido, hacía año y medio. Poco después de su primer encuentro, Margot había defendido a media docena de manifestantes que habían chocado con la policía durante una protesta en favor de la total amnistía para los desertores de la guerra del Vietnam. Su animosa defensa, no solo de los manifestantes sino de su causa, llamó mucho la atención. Y también su triunfo… con retiro de todos los cargos… al terminar el juicio.

Pocos días después, en un mezclado cocktail dado por Edwina D’Orsey y su marido, Lewis, Margot había sido rodeada por admiradores y críticos. Había ido sola a la fiesta. Lo mismo le había pasado a Alex, que había oído hablar de Margot, aunque solo más tarde se enteró de que era prima hermana de Edwina. Mientras bebían el excelente Schramsberg de los D’Orsey, él la había escuchado un rato, después había unido sus fuerzas a las de los críticos. Luego otros se apartaron, dejando la discusión en manos de Alex y de Margot, preparados como gladiadores verbales.

En un momento Margot había preguntado:

—¿Y quién demonios es usted?

—Un norteamericano corriente, que cree que, en las cosas militares, la disciplina es necesaria.

—¿Incluso en una guerra inmoral como la del Vietnam?

—Un soldado no puede decidir moralmente. Opera bajo órdenes. La alternativa es el caos.

—Sea usted quien sea, está hablando como un nazi. Después de la Segunda Guerra Mundial hemos ejecutado a alemanes que defendían eso.

—La situación era totalmente diferente.

—No hay nada diferente. En los juicios de Nuremberg los aliados insistieron en que los alemanes debían haber actuado a conciencia y haberse negado a cumplir las órdenes. Es exactamente lo que los desertores del Vietnam están haciendo.

—El ejército norteamericano no está exterminando judíos.

—No, nada más que aldeanos. En My Lai y en todas partes.

—Ninguna guerra es limpia.

—Pero la del Vietnam es más sucia que la mayoría. Del comandante en jefe para abajo. Y por esto tantos jóvenes norteamericanos, que tienen un coraje especial, han obedecido a sus conciencias y han rehusado participar en ella.

—No conseguirán la amnistía incondicional.

—La conseguirán y, cuando gane la decencia, la tendrán.

Seguían discutiendo ferozmente cuando Edwina los separó e hizo las presentaciones. Después ellos continuaron discutiendo, y no habían terminado cuando Alex llevó a Margot en su coche, hasta su apartamento. Allí, en un momento, casi se dieron de golpes, pero, de pronto, descubrieron que el deseo físico anulaba todo lo demás e hicieron el amor excitadamente, con pasión, hasta quedar agotados, sabiendo ya que algo nuevo y vital acababa de penetrar en las vidas de ambos.

Como consecuencia, Alex cambió sus ideas, en un momento tan fuertes. Meses después vio, del mismo modo que otros moderados desilusionados, la hueca burla de la «paz con honor» de Nixon. Y todavía más adelante, cuando empezó a descubrirse lo de Watergate y otras infamias, se hizo claro que los que estaban en los más altos niveles del gobierno, y que habían decretado «No hay amnistía», eran culpables, de lejos, de más villanías que los desertores del Vietnam.

Y había habido otras ocasiones, a partir de la primera, en la que los argumentos de Margot habían cambiado o ampliado sus ideas.

Ahora, en el único dormitorio del apartamento, ella eligió un camisón en un cajón que Alex había dejado para su uso exclusivo. Tras ponérselo, Margot apagó las luces.

Quedaron echados en silencio, en cómoda compañía, en el cuarto oscuro. Después Margot dijo:

—Hoy has visto a Celia, ¿verdad?

Sorprendido, él se volvió hacia ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Se te nota. Es duro para ti… —preguntó—: ¿Quieres hablar de eso?

—Sí —dijo él—, creo que sí.

—Sigues echándote la culpa, ¿verdad?

—Sí —le contó la entrevista con Celia, la conversación con el doctor McCartney y la opinión del psiquiatra sobre el probable efecto que tendría para Celia el divorcio y su nuevo matrimonio.

Margot dijo con énfasis:

—Entonces no debes divorciarte de ella.

—Si no lo hago —dijo Alex— no podrá haber nada permanente entre tú y yo.

—¡Claro que lo habrá! Te he dicho hace tiempo que puede ser tan permanente como nos dé la gana a los dos. El matrimonio ya no es permanente. ¿Quién cree realmente hoy en día en el matrimonio, excepto algunos viejos obispos?

—Yo creo —dijo Alex—. Por eso lo quiero para nosotros.

—Entonces hagámoslo… a nuestra manera. Lo que no necesito, querido, es un pedazo de papel legal diciendo que estoy casada, porque estoy demasiado acostumbrada a los papeles legales para que me impresionen mucho. Ya he dicho que viviré contigo… contenta y amorosamente. Pero no quiero tener sobre la conciencia, y no quiero que tú tampoco cargues sobre la tuya, con la responsabilidad de arrojar el poco juicio que le queda a Celia a un pozo sin fondo.

—Ya lo sé, ya lo sé. Todo lo que dices tiene sentido… —pero su respuesta carecía de convicción.

Ella le aseguró, con suavidad:

—Soy más feliz con lo que tenemos de lo que nunca he sido en toda mi vida. Eres tú, no yo, quien desea más.

Alex suspiró y, poco después, quedó dormido.

Cuando tuvo la certeza de que él dormía profundamente, Margot se vistió, besó ligeramente a Alex, y salió del apartamento.