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Navidad, ¿dulce Navidad? de Kris L. Jordan
—Mira que cosa más bonita.
Carmen es mi mejor amiga y la única persona, que sin yo querer, se mete en mi vida y muchas veces consigue volverme loco.
Faltaban pocos días para Navidad y se empeñó en adornar mi casa. Me despertó temprano, cuando los domingos a mí me gusta dormir hasta las tantas. Me obligó a subir el maldito árbol del trastero y descargar de su coche las cajas con esos horribles abalorios navideños; bolitas de colores, espumillón y luces que parpadean mientras suena un repertorio de canciones navideñas que consiguen ponerme de los nervios.
—Sí, precioso —dije con ironía al ver un pequeño osito de peluche vestido con una jersey de lana rojo y un gorrito adornado con un enorme pompón.
—Pero mira que eres soso —me contestó mientras colocaba el adorno en el árbol— ¿Crees que queda bien aquí?
—Quedaría mejor guardado en la caja y no colgado de un árbol. ¿Qué pinta un oso en un árbol de Navidad? y ¿por qué lleva ropa? ¿A qué mente retorcida se le ha ocurrido semejante idea?
—No tienes ni idea de decoración. Este año se lleva adornar con peluches y yo te he comprado un bonito surtido.
— ¿Tú me ves cara de que me gusten los peluches?
—Te veo cara de soso aburrido.
Ella continuó colocando adornos, demostrándome de nuevo que mi opinión no le importaba nada de nada.
— ¿Pasarás las Navidades con tu familia?
—Sí —lancé un suspiro de resignación, que a mi querida Carmen no le pasó desapercibido.
—De verdad que no sé porque te quiero tanto. Eres como Ebenezer Scrooge, espero que esta noche se presenten los fantasmas de la Navidad a tu cama.
—Si están buenas a mí tampoco me importaría.
Me dio un fuerte manotazo en el brazo.
—Eres terrible. Ya podías ayudarme un poco, ¿no?
— ¿Quién fue la que dijo que necesitaba traer la Navidad a mi casa?, tú verdad, pues venga adorna y calla que por mí no pongo ni una guirnalda.
—Paso de ti Mr. Scooge
Puso una guirnalda roja y se quedó contemplando su trabajo, parecía no estar conforme así que decidió ponerla un centímetro más a la derecha, entonces sonrió satisfecha como si la cinta hubiese estado hecha para ocupar ese preciso lugar en mi pequeño árbol. Yo miraba e intentaba ver la diferencia de una posición a otra y sinceramente no la veía.
—La Navidad es la época más bonita del año —dijo.
—Sí, sí, la mejor —contesté sin ningún entusiasmo—.Tengo que recorrer doscientos kilómetros para vivir la paz del hogar. Lo primero que me encuentro es a mi madre de un humor de perros. Después de darme un achuchón con una fuerza que no sé de donde la saca, me cuenta que mi padre es un egoísta, que no le ayuda a nada, que lo ha tenido que hacer ella todo sola, etc. Cuando por fin nos sentamos a cenar mi padre decide que ya está harto de escucharla quejarse y que no cena. Entonces comienza la discusión entre mi hermana y su marido, cuando ella le dice a mi madre «éste es igual, no hace nada de nada». Mientras los niños, que aunque son dos parecen una multitud, corretean a mí alrededor gritando a pleno pulmón hasta que consiguen que la cabeza me estalle de dolor. ¿Dulce Navidad?, quién fue el imbécil al que se le ocurrió la brillante frase.
—Ya será menos, seguro que exageras.
Pero no exageraba nada de nada, todas y cada una de mis celebraciones navideñas eran exactamente así, con niños incluidos, en un principio eran bebes llorones que se hacían sus más olorosas necesidades en el momento más inoportuno y según fueron creciendo, el escándalo aumentaba proporcionalmente a su tamaño.
—Quieres hacer el favor de terminar, tengo ganas de salir a tomar algo. Llevas toda la mañana y parte de la tarde con eso.
—Paré para comer.
—Porque yo te lo rogué, estaba al borde de la inanición.
—Mira que eres exagerado. Pongo las luces y nos vamos.
—Lo de las luces, ¿es totalmente necesario?
—Sí.
— ¡Joder!
Y puso las dichosas luces y su música estridente que sonaba al compás terminó por aguarme el domingo, que yo había planeado tranquilo y para tirarme todo el día en el sofá.
—Ya está, podemos irnos.
— ¡Gracias a Dios! Apaga de una vez las luces.
—Se dejan encendidas.
—Sí claro, para que se sobrecalienten y encima se me queme la casa.
—Mira que eres tonto, están hechas para soportar horas y horas funcionando sin que pase nada—. Solo de imaginar horas y horas escuchando las horripilantes melodías, me daban ganas de hacerme el haraquiri.
Con tal de no continuar discutiendo con Carmen, me arriesgué y dejé las luces parpadeantes encendidas.
Salimos al descansillo y mientras cerraba, la vecina de la casa de al lado saludó efusivamente a mi amiga. Me acerqué a ellas embobado, he de reconocer que Sara me gusta desde el primer día que la vi. No es que sea una chica cañón, pero tiene algo especial que me atrae.
La contemplé sin disimulo, pues su atención estaba puesta solo y exclusivamente en Carmen. Llevaba un bonito vestido de lana bajo su abrigo. Sus ojos verdes brillaban y su bonita melena castaña sujeta por un pasador de nácar, desprendía un dulce aroma a rosas, yo sentí la necesidad absurda de quitarle el pasador para que su cabello cayese libre por su espalda.
—... tú qué opinas Tomás?—escuché esta última parte de la frase, no porque estuviera atento a lo que decían sus labios carnosos y terriblemente jugosos, sino porque mi querida amiga me dio un fuerte y disimulado golpe en el estómago.
— ¿Eh?... ¿Cómo?
—Sara me estaba contando que esta época del año es la que más le gusta. —Carmen estaba intentando ser despiadada conmigo y yo lo podía ver en sus ojos, sabía lo que yo sentía por Sara y pensó en reírse un poco a mi costa—. Y te pregunta si para ti también lo es. —Pestañeó con cara de inocente y a mí me dieron ganas de estrangularla.
—Oh... claro, sí..., me encanta la Navidad —lo solté sin pensar y mi amiga me premió con una de esas sonrisas falsas y totalmente forzadas.
—Le entusiasma, adora la Navidad. Precisamente ahora venimos de poner el árbol y está como un niño con zapatos nuevos. Se empeñó en comprar todos y cada uno de los peluches que encontramos en la tienda—. Miré a Carmen con disimulo intentando decirle: te—estás—pasando—un—montón—bruja y ella pareció entenderme, pues su sonrisa se hizo más brillante y mucho más grande, tan grande que le llenaba la cara, se lo estaba pasando fenomenal la muy bruja.
—Me encantan los peluches—dije entre dientes.
—Yo también he decorado con ellos mi árbol, es la moda este año.
— ¿Ves? —me preguntó Carmen—, es la moda.
—Buenos chicos os dejo, tengo un poco de prisa—. Uff, ¡qué manera de mover los labios!, me los comería.
—Adiós —nos despedimos Carmen y yo a la vez.
Cerró la puerta y mi amiga se lanzó en picado:
— ¡Madre mía Tomás, estás loquito por ella!
—Va, no digas tonterías. Está muy buena y punto, no hay nada más.
—Ja, ja y ja, me parto de la risa. Te ha faltado babear y tampoco está tan buena, es una chica del montón. Bajita y un poquito rellenita.
—Eres una envidiosa. Está perfecta.
— ¿Ves cómo te gusta?
Dejé de discutir, era absurdo, con ella no se podía.
Ya sobre las ocho regresé por fin a casa. Me había deshecho de la plasta de Carmen y me disponía a subir a mi hogar, para ponerme cómodo, sentarme en mi sofá y perrear hasta que llegase la hora de acostarme y por supuesto quitar las luces sonoras.
Cuando salí del ascensor me encontré con las luces del descansillo apagadas y me extrañó porque son de esas que detectan a las personas y se encienden solas. Tanteé el camino hasta mi puerta con las manos abiertas y de pronto sentí dos montículos blandos sobre mis palmas. Antes de decidir si los montículos eran lo que yo suponía, me sorprendió una fuerte patada en mi entrepierna que me llevó a caer al suelo llorando de dolor.
— ¡Oh... Dios.... joder... mis hue... ¡
Pensé que de esta me quedaba estéril.
Cuando la luz regresó y después de revolcarme y llorar con mis manos masajeando esa parte tan importante y querida por mí, de mi fisonomía, pude ver a Sara, blanca como la pared, con las manos tapándose la boca y los ojos más abiertos que los de un búho.
—Perdona Tomás, lo siento mucho... yo... no sé cómo acerté. Eso era lo que yo pensaba, como sin ver nada había atinado para golpear donde más duele.
—No te preocupes —dije con tono estrangulado mientras intentaba recomponerme y actuar como un hombre, sin lloriquear—. Estoy bien.
Me levanté del suelo gracias a su ayuda.
—Se fue la luz, según parece un cortocircuito o algo así.
Seguro que las culpables fueron las malditas luces de mi árbol.
—Pasa a casa y tómate algo. Por favor, será mi manera de pedirte disculpas.
Llevábamos más de un año viviendo puerta con puerta y jamás me había invitado a pasar y ahora gracias a esas luces entraría en su reino y por supuesto haría todo lo posible por conquistarla, si mis testículos dejaban de doler.
No soy un tipo de esos con cuerpo perfecto, lleno de abdominales y bíceps, pero tampoco estoy nada mal. Soy alto y delgado, de complexión fuerte. Tengo los ojos azules y una cara que muchas mujeres describen como atractiva. Nunca he tenido problemas para ligar, digo yo que será por algo.
—Gracias Sara.
Entramos los dos, uno detrás del otro y me encuentro ante un salón igual que el mío pero en el que reina el caos. Ninguno de los muebles combina y mira que es complicado, porque hay muchos. Cuadros, alfombras, figuritas, jarrones etc, todo tan saturado que hace daño a la vista.
«Dios mío, me gusta una mujer desordenada», increíble para mí, porque yo soy el rey del orden y la limpieza.
—No te asustes de cómo está todo—Debió de ver mi expresión y eso que yo quise disimular—. Todas estas cosas no son mías, son de mi compañera de piso.
«Gracias», suspiré tranquilo.
—Hace unos días que se mudó —continuó con su explicación— y me ha invadido con sus trastos. Ya te la presentaré.
Sinceramente no tenía ningún interés por conocer una mujer con tan pésimo gusto estético.
— ¿Qué te apetece tomar?
«A ti. Saboreándote. Comiéndote desde la boca, hasta la punta de los pies. Degustándote y recreándome en tu sabor»
— ¿Tienes té?
— ¿Tú tomas té?
—Sí, ¿por qué?
—Eres el primer tío que conozco que toma té.
¿Eso era bueno o malo? Como me sonrió, deduje que le gustaba mi preferencia por esa bebida excitante. «Hablando de excitante... »
Entra en la cocina y yo la sigo como un perrito, incluso babeando. Me prepara un té con menta, mi preferido y ella se pone una coca—cola. «Cuando estemos juntos ya la convenceré para que abandone el consumo de esa perniciosa bebida burbujeante y dañina, que yo tanto odio»
Nos sentamos en el sofá uno frente al otro, un poco distanciados para mi gusto, pero como parte positiva, puedo ver sus ojos verdes y recrearme en sus labios.
— ¿Cuánto tiempo llevas saliendo con tu novia?
« ¿Eh?»
— ¿Novia?
—Sí, Carmen.
Confieso que no era el momento oportuno, pero me entró tal ataque de risa que expulsé todo el contenido de mi boca, que cayó sobre la cara de Sara.
—Perdona... lo siento—Intenté limpiarla con una servilleta, pero me recreé tanto en su escote que la cosa se puso tensa y ella me arreó un manotazo en la mano.
—No pasa nada, no te preocupes—Me arrebató la servilleta de la mano y se limpió ella sola.
—Carmen es mi amiga, nunca, jamás, ni aunque fuera la última mujer sobre la tierra, sería mi novia. No tengo pareja —suena dramático, pero para mí Carmen es como mi hermana pequeña, no la veo como una mujer si no como un igual.
—Oh, pensé... Como siempre estáis juntos.
« ¿Veo un brillo especial en sus ojos?, ¿le ha gustado que no tenga novia?»
—Es mi amiga desde que tengo uso de razón. En la guardería me pegaba y en el cole estaba siempre a mi lado, no me deshacía de ella ni con agua caliente. En el instituto ligaba con mis amigos.
—Eres un tipo raro. Bebes té y tienes como mejor amiga a una chica.
Otra vez pude ver esa bonita sonrisa, según parecía a Sara le gustan los hombres especiales y únicos como yo.
—Y tú, ¿hay alguien especial en tu vida?
—No. Estoy libre.
Libre, sí señor, definitivamente es mi día de suerte.
Charlamos durante un buen rato y cuantas más cosas sé de ella, más y más me gustaba. Trabajaba en una biblioteca, le gustaban los animales, el algodón de azúcar y el color rojo, que da la casualidad que es mí preferido también. Ha nacido en Valencia y tiene veinticinco preciosos añitos.
—Me encanta Valencia —no era que desease complacerla, bueno un poco sí, pero también era la verdad. Amaba esa ciudad porque durante dos años estuve viviendo allí.
—Me encanta Madrid —dijo ella, acercando su cara a la mía tanto que pude sentir el aire que salía de sus pulmones con la espiración.
« ¿Me lanzó?», sí, sus ojos me dicen que lo haga y lo hago.
Sorteo el poco espacio que hay entre mi boca y su boca y poso mis labios sobre los suyos. Espero, no quiero precipitarme y que se asuste, pero ella se abraza a mi cuerpo y tira con fuerza de mí. Nuestros dientes chocan y suelto un estúpido «ay», del que me arrepiento nada más salir de mi boca, pues ella retrocede y me mira con pena.
—Lo siento... perdona.
—Oh, no, no—. No digo nada más, simplemente pongo mi mano sobre su nuca y la atraigo de nuevo al lugar donde debe estar, ese que nunca tenía que haber abandonado, mis labios.
Cuando nuestras lenguas se encuentran, pierdo la noción del tiempo y me sumerjo en la profundidad de su boca. Recorro su interior ávido de probar todo de ella y nuestras lenguas bailan al compás del latido de nuestros corazones.
—Me gustas —dice sin apartar sus labios de los míos.
— ¡Dios y tú a mí! —yo tampoco los aparto.
Quiero tocarla y extiendo mi mano para apoyarla sobre su cintura. La atraigo hacia mi cuerpo y ella se deja, se sienta a horcajadas sobre mí y siento su calor en mi erección dura.
Sus manos tiran de mi camiseta y la arrancan de mi cuerpo. Pasa sus manos sobre mi pecho reconociendo el terreno y complacida con lo que va encontrando, jadea en mi oreja, para que yo pueda escuchar cómo le complace todo lo que va descubriendo de mí.
Ahora llega mi turno, me deshago de su camiseta y de su sujetador y «oh, Dios mío», caigo rendido. « ¡Vaya par de pechos!», perfectos, redondos, pequeños y bien formados. Los acaricio, me recreo en su suavidad y en los ruiditos encantadores que mi chica emite al sentir mis manos sobre su piel. Me relamo de gusto y decido probarlos. Paso mi lengua por su pezón y este responde a mi reclamo endureciéndose. Sabe a gloria, lo succiono, lo saboreo y como el otro me da pena, le doy el mismo trato.
Necesito más así que la pongo de pie con gran dificultad, pues no quiere alejarse. Con rapidez, pues yo también añoro su calor, me deshago de sus vaqueros. Ella me echa una mano, pues son tan ajustados que me cuesta desprenderme de la infernal prenda. Ya puestos me quito los míos y me quedo solo con mis calzoncillos de Calvin Klein.
Mi chica tiene prisa y me los quita, ella se desprende su diminuto tanga rosa y regresa a su posición inicial, a horcajadas sobre mi pene que está tan duro que parece que va a explotar.
— ¿Tienes un condón? —me pregunta.
— ¡Dios no!—y ¿por qué no tengo?, porque soy un idiota de esos que no llevan un preservativo en la cartera.
Ella se levanta y a mí me dan ganas de ponerme a llorar.
—Tengo en casa, si quieres voy... —no me hace caso y sale corriendo.
«Joder, ya la he cagado», pienso desesperado.
La escucho trastear en lo que supongo su cuarto y regresa con una sonrisa triunfal y mostrándome un sobrecito de Durex sensitivo, mis preferidos.
«Dios existe», suspiro con alegría.
Se vuelve a colocar en la que ya es mi posición favorita. Acaricia mi erección con sensualidad y me lleva casi al abismo. Gimo, jadeo, suplico y ella se apiada de mí. Abre el preservativo mientras me lanza una mirada lasciva y me lo coloca con tanta lentitud que creo que me haré viejo antes de terminar. Sé que está jugando conmigo y me encanta, pero a este paso me corro y se terminó la fiesta. La apremio, ayudándola con mis manos. Ella sonríe al sentir mi necesidad, toma mi pene con la mano, lo lleva a la entrada del paraíso y lo introduce poco a poco.
« ¡Se siente tan bien!» que jadeo de nuevo e intento mediante grandes bocanadas de aire, que éste entre en mis pulmones, pues necesito más aire para poder subsistir.
Cabalga sobre mí y yo me siento en el cielo. Tomo su rosado pezón entre mis labios y lo succiono, lo lamo, lo acaricio con mi mejilla y siento como a ella le complace tanto como a mí.
Aumento el ritmo tomando sus caderas entre mis manos y acompañando su vaivén con mi pelvis. El movimiento se vuelve frenético y nuestros gemidos se unen mientras que nuestras bocas se tocan.
Siento como ella alcanza el clímax, noto todas y cada una de las convulsiones que le llevan al abismo y en cuanto noto como ella termina, me permito llegar a mi propio final. Me dejo llevar, me abandono, me libero y suelto un profundo y desgarrador gemido que me sorprende hasta a mí mismo.
Sara se deja caer sobre mi hombro ya desmadejada. Le retiro el pelo de la cara con ternura y lo acaricio.
— ¿Estás bien?
—Oh, sí —contesta.
—Hace mucho que deseaba hacer esto contigo.
Ella se yergue y me mira asombrada.
— ¿De verdad?
—De verdad.
Se ríe y entonces soy yo el sorprendido.
—Tú me gustas desde el primer día que te vi. Pero pensé que Carmen era tu novia.
—Entonces hemos perdido mucho tiempo.
—Sí.
—Tendremos que recuperarlo.
—Sí.
La beso de nuevo y ella se estremece entre mis brazos.
—Sara.
— ¿Sí?
—No vas a volver a pegarme, ¿verdad?
Sara aparta sus labios y se carcajea con fuerza.
—Puedo asegurarte que en lo que menos estoy pensando es en eso.
Desde entonces hasta ahora, Sara y yo estamos juntos. Juntos como pareja, como uno solo. Tomando las decisiones entre los dos y adornando nuestro árbol de Navidad. Yo finjo que me gusta por complacerla y verla feliz.
Viajamos doscientos kilómetros para pasar Nochebuena y Navidad con mis padres y trescientos para pasar Nochevieja y Año Nuevo con los suyos.
Irónicamente pienso que gracias a las luces sonoras del árbol, Sara y yo estamos juntos. Ahora sí puedo decir: ¿dulce Navidad?, sí, dulce y feliz.