1. Los Dulces de Nayade de M. García Teirá

 

 

El aroma intenso a chocolate recién fundido impregnaba cada rincón del pequeño pero acogedor apartamento abuhardillado, situado en la calle Bailén, que Berta había adquirido hacía un año desde que decidió independizarse y vivir por su cuenta gracias a unos cuantos ahorros junto con el beneficio adquirido de la venta de unas tierras que había heredado de sus abuelos. Sí, esos adorables ancianos que decidieron entregárselo a su única nieta a la que adoraban, sobre todo al saber que su gran ilusión habría sido abrir su propio negocio de repostería, pero solo se había quedado en eso, en una lejana ilusión. A simple vista se podía adivinar que, anteriormente a la reforma, la estancia había sido la típica buhardilla castiza que recordaba a aquellos años de cuplé y mantones de manila.

Y allí, ensimismada en su proyecto de tarta, concentró todas sus energías en batir con unas varillas los huevos que, segundos antes, había vertido en un generoso bol de resistente vidrio transparente. Su pasión por los dulces suscitaba en ella la necesidad de conocer todo tipo de recetarios que llegaban a sus manos. Lectora empedernida siempre guardaba un tiempo para dedicarlo exclusivamente a ambos menesteres. Embutida en un gracioso delantal y después de un par de largas horas, dio por terminado su espectacular y creativo pastel al que enseguida bautizó con el nombre de “Sabana Brown”, donde el chocolate gozaba de un mayor protagonismo.

Poco después, cuando la particular obra de arte reposaba sobre la encimera de la cocina mostrando todo su esplendor, Berta se despojó del culinario uniforme y colocó los últimos utensilios utilizados en el lavavajillas junto con el resto del utillaje.

Suspiró profundamente satisfecha del resultado de tan laborioso trabajo mientras mantenía los brazos en jarra y se dirigió a su dormitorio, se despojó de la ropa y tomó una larga ducha para después acicalarse y acudir a una cita con sus tres amigas en el Café de Oriente para charlar del próximo proyecto teatral que se traían entre manos.

En sus días de asueto, dedicaba ese tiempo en hacer aquellas cosas que el absorbente Trabajo diario en el laboratorio le limitaba a poderlos realizar. Los dulces, el teatro y una inacabable ristra de libros, compensaban con creces esas pesadas jornadas. Ni siquiera el amor, en osada intención, tenía la suficiente potencia y garra para interponerse en su corazón. Solo unos amagos de propósitos frustrados pudieron acercarse vagamente al inalienable margen de sus sentimientos. Quique, compañero en sus años de carrera y otros tres compartiendo trabajo en un laboratorio de control alimentario que, entre probetas, tubos de ensayo, matraces y crisoles, quiso tirarle los tejos, con las más nobles intenciones, pero sin el menor resultado, a pesar del cariño que Berta le profesaba. Aun así, su amistad se antojaba sincera y profunda.

Cerca de las seis y media de la tarde, cuando la noche comenzaba a hacerse presente en aquella fría tarde de diciembre, Berta salía por la puerta del apartamento ataviada con un largo y grueso abrigo tejido de lana marrón y envuelta en una suave bufanda blanca que hacía juego con la graciosa boina del mismo color y, ladeada sobre la cabeza, dejaba a la vista sus preciosos mechones de cabello color de miel cayendo sobre los hombros que armonizaban con sus deleitosas ideas pasteleras.

Bajó en el viejo ascensor cerrando suavemente la verja que protegía las puertas interiores de madera con cristales biselados. Al salir a la calle apretó suavemente la bufanda a la altura del cuello con sus manos enfundadas en unos guantes también de lana al sentir la helada brisa que rozó su rostro.

Sus pasos le dirigían hacia la calle Mayor pero antes de encontrarse con sus amigas quiso acercarse a la librería Méndez donde infinidad de veces consumía largos momentos en busca de las últimas novedades literarias y, de paso, echar un vistazo a los libros de recetas de deliciosos postres que tanto le apasionaban.

Mientras caminaba a paso ligero charlaba por el móvil con Débora. Al parecer tardaría un poco más en reunirse con el cuarteto de las “megastars”, término jocoso con el que Berta quiso bautizarlo.

Pocos metros antes se podía divisar el iluminado escaparate de la tradicional librería. Las intermitentes luces navideñas reflejaban con su resplandor las portadas de los ejemplares expuestos tras la luna. Se dirigió al interior y expandió sus fosas nasales al sentir el profundo olor a papel que emanaba a su alrededor. Pasó directamente al lugar donde lucían hermosos los recetarios con sus espectaculares cubiertas y sin poder resistirse cayó en su mano, como si de un imán se tratara, un delgado pero completo dossier sobre la química aplicada a la cocina y que sumaba el número tres de los dos con los que ya contaba. Después miró el reloj y observó que aún le quedaba tiempo para darse una segunda vuelta por la tienda.

En la estantería del fondo se encontraban numerosas obras de distintos géneros. Tantas que se hacía difícil elegir entre la lista de autores y títulos, casi todos, tan atrayentes. Por fin, una novela de misterio cautivó su mirada y se dispuso a extraerla del quinto anaquel con tan mala pata que al sacarlo se le resbaló de la mano el dossier provocando que éste se precipitase contra el suelo abriendo sus páginas por el centro.

Entre dientes, profirió un discreto taco a la vez que sus pómulos se sonrojaban como amapolas. Al agacharse para intentar cogerlo, el impulso de sus posaderas topó involuntariamente contra las piernas de un joven que se encontraba de espaldas a ella a pocos centímetros consultando una guía de viaje que estaba dispuesta sobre un expositor central junto con otros tantos ejemplares.

En el intento por no perder el equilibrio logró sujetar con fuerza el soporte con una mano y con la que le quedaba libre asió con fuerza la guía.

—¡Perdona! —exclamó Berta poniendo sus manos sobre el brazo del joven.

—No te preocupes. No pasa nada —respondió él esbozando una ligera sonrisa.

Inmediatamente después se inclinó a recoger el libro que se había quedado en el suelo y se lo entregó mientras continuaba manteniendo el gesto amable y una mirada que la encandiló.

—¡Gracias! —expresó con los ojos clavados en él. —Cosas de dulces —sonrió nerviosa meneando el libro intentando disculparse.

—Buena elección —respondió bromeando.

—Sí, sobre todo por los efectos colaterales que ello conlleva —rió a la vez que con la mano se daba palmaditas en las caderas a sabiendas del estropicio que causaban tantas azucaradas delicias.

—No lo dirás por ti.

—Bueno, bueno… algo hay —dijo meneando la cabeza.

—Pues contigo son muy generosos —manifestó burlón sin dejar de mirarle a los ojos.

Berta sintió de repente que en su interior se esparcían unas ligeras chispas que, en un principio, no acertó a comprender pero sin dejar de sonreír se despidió amablemente del joven y se dirigió apresurada hacia el mesa donde el dueño, un amable señor de mediana edad, se encontraba atendiendo a otro cliente. Pocos minutos después y tras la espera, Berta depositó los libros sobre el mostrador.

—Me llevo estos dos.

—Muy bien. ¿Se los envuelvo para regalo, señorita?

—No, gracias, son para mí —respondió mientras mantenía la mano dentro del bolso buscando el monedero.

—La última, supongo —bromeó de nuevo el joven al acercarse al mostrador. Ella levantó la mirada sorprendida.

—Siento decirte que el último eres tú —respondió ingeniosa.

—Qué caprichosas son las casualidades.

—¿Tú crees?

—¿Tú no? —expresó sagaz.

—Pues la verdad es que no creo en cantos de sirena.

—Haces mal. Pero, en fin, tú te lo pierdes —dijo bosquejando de nuevo una irresistible sonrisa que aceleró el corazón de Berta.

—Ya me estás haciendo dudar. Me lo tendré que pensar —el comentario les provocó una divertida carcajada.

—Te sorprenderías de las cosas tan insólitas que nos rodean sin darnos cuenta.

—¿En serio? Pues la casualidad conmigo no tiene nada que hacer o simplemente pasa de largo.

—No te habrás fijado bien, pero en fin. Creo que te estoy entreteniendo más de la cuenta.

—¡Uy! La verdad es que se me ha pasado el tiempo volando. Al final llego tarde —dijo mirando el reloj—. Pues nada, mucho gusto. Otra vez será.

—Espero que no muy tarde. —Las palabras del joven consiguieron que su corazón latiese un poquito más deprisa.

Al salir de la librería exhaló un profundo suspiro y se encaminó derecha hacia el Café de Oriente sorteándose entre los viandantes que paseaban bajo las navideñas luces que pendían a lo largo de la calle. El frío era intenso pero el entusiasmo de la gente disfrutando de tan jovial ambiente hacía más llevadera la gélida temperatura.

Lara y Nuria permanecían en el interior del Café sentadas sobre los bermellones asientos mientras disfrutaban de un humeante y aromático café exprés cuando de repente vieron entrar a Berta con una actitud un tanto agobiada.

—Chica, parece que has visto un fantasma —dijo Lara.

—¿Se nota mucho? —expresó a la vez que se acomodaba sin desprenderse del abrigo.

—¿Es que lo has visto? —preguntó atónita.

—No —resopló—. Lo que acabo de ver es a esa persona que jamás será el padre de mis hijos.

—¿Qué? —exclamaron al unísono.

—Me dijo que las casualidades son caprichosas —siguió diciendo sin que sus amigas encontraran el sentido a lo que estaba relatando.

—A ver. Relájate. ¿Qué ha pasado?

—Estoy en una nube. Nunca me ha ocurrido nada parecido —dijo mirándolas fijamente a los ojos.

—¿Es que te has enamorado? —preguntó burlona Nuria.

En ese momento apareció por la puerta Débora portando en sus brazos una carpeta en la que llevaba los libretos que contenían los diálogos de los personajes de la obra que, junto con otros amigos, pretendían interpretar en el salón de actos de un colegio para recaudar fondos a favor de una asociación de enfermedades infantiles.

—¡Uf! Hace un frío que pela.

—Pues más helada te vas a quedar cuanto te enteres que “nuestra” Berta está enamorada —bromeó Nuria.

—¡Vaya, por fin! Seguro que ni te acuerdas de la última vez que… pillaste.

—¿Tienes que ser tan… descriptiva? —replicó frunciendo el ceño.

—A ver. Un buen revolcón quita las penas.

—Estáis exagerando todas. No me he enamorado, me ha… sorprendido —dijo haciendo aspavientos con las manos.

—¿Y cómo se llama?

—No lo sé, ni lo sabré nunca. Siento haberos decepcionado —ironizó.

—¿Y le has dejado escapar?

—No me he visto capaz de hacer otra cosa. Me sorprendió en la librería… ¡Qué guapo! —exclamó con gesto decepcionado.

—No eres más tonta porque ya te llevaste el diploma. Pasas demasiado tiempo con las manos en la harina, así que, toma. Apréndete el guion —le dijo Débora soltando sobre la mesa los libretos.

Mientras comentaban entre risas los textos de tan “excelsa” obra un joven entró por la puerta de la cafetería y observó discreto a ambos lados. Sonrió y se dirigió hacia la barra. Miró de nuevo a la mesa donde estaba Berta y se rascó ligeramente la frente. Sacó del interior del chaquetón un bolígrafo y una pequeña libreta en donde escribió unas líneas mientras se tomaba un café solo. Al instante el camarero se acercó a la mesa donde se encontraban las cuatro amigas.

—Si me disculpan, vengo a comunicarles que están ustedes invitadas por aquel Caballero que está sentado en la barra —dijo señalando con el dedo.

El joven esbozó una tímida sonrisa y alzó discreto la mano sin intención de molestar. El corazón de Berta se desató en profundos latidos en ese momento y mojó nerviosa sus labios con la lengua sin saber a dónde mirar.

—¡Ostras! ¿Es lo que pienso? —exclamó Lara al observar al atractivo joven.

—¡Habla, Berta! —dijo Nuria.

—No puede ser. No está pasando. No me lo creo —redundaba inquieta.

—Espero que no sea un psicópata —bromeó Débora.

—¿Con ese aspecto? No sería justo —respondió mientras le miraba sonriente. Sus palpitaciones se aceleraron cuando él se dirigió hacia las cuatro.

—Perdonad chicas. Espero no incomodaros. Solo quería saludar a vuestra amiga y traerle estos libros que se ha dejado olvidados en la tienda.

—¡Vaya, gracias! ¡Qué despiste!—exclamó con los pómulos enrojecidos.

Me vi en la obligación de seguirte. Mi conciencia me decía que debía hacerlo. Me sacabas una buena distancia y no supe cómo llamar tu atención.

—Eh… Sí. Me parece bien. No sé cómo agradecértelo —respondió a la vez que sus amigas no perdían detalle de la curiosa conversación que se produjo entre ellos.

—No hay nada que agradecer, pero si te apetece podemos tomar algo el día que tú quieras.

—Sí, claro.

—En realidad solo estaré un par de semanas en Madrid. Si te animas llámame a este teléfono. Me hospedo en un hotel cerca de aquí —le dijo mientras sacaba una tarjeta de su billetera.

—Gracias. Me lo pensaré —sonrió—. Por cierto, aún no me has dicho tu nombre.

—Me llamo Samuel ¿Y tú?

—Berta.

—¿No nos vas a presentar? —preguntó Débora.

—Estas… son mis amigas, Débora, Lara y Nuria —dijo con gesto circunspecto.

—Encantado.

—Si quieres puedes sentarte con nosotras —dijo descarada Débora.

—Gracias, de verdad, pero tengo que irme. Que lo paséis bien.

Se despidió con una amplia sonrisa de la cual dejó entrever unos dientes perfectamente dispuestos que cautivaban de forma seductora con su natural expresión.

—¡Dios! Creí que el corazón se me salía por la boca —exclamó sofocada Berta.

—¡Pero tía, si está como un queso! ¿Y has visto? Es investigador documental. Una química y un investigador, menuda mezcla —expresó jocosa Nuria mirando la tarjeta.

—Al final va a ser verdad lo de la casualidad.

—¡Qué dices!

—No, nada. Son cosas mías.

—Pero vamos, que si no te interesa me puedes pasar el número. —El comentario les produjo una sonora carcajada.

Dos días después, una gran nevada cubría buena parte de las aceras, tejados y parques de la ciudad. Dos días en los que Berta no paró de pensar en Samuel. Se preguntaba quién era y qué haría en Madrid. Más de una vez sostuvo entre sus dedos la dichosa tarjeta a la que no dejaba de darle vueltas.

Quique la observaba con el rabillo del ojo extrañado por el silencio inusitado que mantenía, aparentando concentración en su trabajo. Entre tubo y tubo, tomó la decisión de ponerse en contacto con Samuel. En realidad no tenía nada que perder pero la curiosidad por saber de él pudo más que su voluntad. Ni siquiera los bocaditos de pasta choux que hizo el día anterior obtuvieron el resultado deseado de otras ocasiones. Su pensamiento permanecía enredado entre los rasgos de las letras que formaban el nombre de Samuel.

Se preguntaba qué misterio guardaba su casual encuentro en la librería, qué hados manejaban los hilos de ciertos momentos; qué, qué y por qué. Solo había una manera de descubrirlo. Tomó el móvil, respiró hondo y marcó lentamente los nueve números que aparecían impresos en la tarjeta mientras se encontraba apoyada en la ventana viendo caer unos tímidos copos de nieve.

—Dígame.

—Hola. Soy Berta ¿Me recuerdas? —preguntó dudosa.

—Claro que me acuerdo. Lo bello permanece en la memoria para siempre.

—Gracias por el cumplido —sonrió.

—Te aseguro que no es ningún cumplido.

—No me lo creo pero vale. La verdad es que te llamaba por si te apetecía tomar algo y charlar un rato.

—A ver. Hummm… Sí, tengo un pequeño hueco en la agenda.

—¿Estás seguro?

—¡Claro, mujer! Lo de la agenda es solo para darme importancia —bromeó.

—Pues ¿qué te parece mañana a las siete de la tarde?

—Donde tú me digas.

—Para no liarte quedaremos por el centro. ¿Conoces la cafetería Capellanes de la calle Arenal?

—Sí. Ese fue el sitio donde tomé un café el primer día que vine.

—Pues ahí nos vemos.

—Fenomenal. Allí estaré.

—Perdóname por la brevedad pero es que tengo un compromiso.

—Por favor, sin disculpas.

—Gracias, de verdad. Hasta mañana.

Berta sintió encogerse el corazón por la parquedad de sus palabras. No recordaba si alguna vez fue tan necia. Deseaba contarle cosas y saber de él, pero el miedo a errar con insistencias le hizo morderse la lengua. Pensó cómo era posible que unos escasos minutos de conversación tuvieran el poder de ejercer tal magnetismo en lo más profundo de su alma, de cómo unos ojos podían transmitir tanta virtud y cómo unos labios dibujaban tanta dulzura.

Diez minutos precedían de las siete de ese 16 de diciembre. De nuevo las calles iluminadas y un alegre bullicio exhibían una sinfonía de bolsas engalanadas que portaban en su mayoría esos regalos que alegrarían a muchos la nochebuena.

Berta entró cautelosa en la cafetería y observó que Samuel aún no se encontraba allí. Se apostó en un rinconcito desde donde se podía ver el exterior y sacó el móvil del bolso intentando disimular el nerviosismo.

—Hola. —Berta observó tras el teléfono unos pies que se aproximan hacia ella y levantó el rostro.

—¡Hola! ¿Qué tal? —saludó dándole un par de besos. El aroma que él exhalaba inundó su nariz provocándole un vuelco en el corazón.

—Ahora mucho mejor.

—¿Te apetece un café? Aquí hacen unas ensaimadas que tiran de espaldas, pero de buenas—sonrió.

—Hecho.

—Bueno. Cuéntame. ¿Qué te trae por Madrid? ¿Asuntos de trabajo quizás?

—Has acertado. Asisto a unas jornadas para el desarrollo en investigación informativa.

—Qué interesante ¿Y has venido solo?

—Con un compañero pero como si no estuviera. Es una eminencia bastante… aburrida — sonrió.

—Espero que tu estancia aquí no se haga muy pesada.

—Desde el día que entré en la librería comencé a pensar que se me haría demasiado corta —confesó. Berta agachó la cabeza ruborizada esbozando una tímida sonrisa.

—Si lo deseas puedo enseñarte parte de la ciudad. En esta época es muy entrañable, aunque el trabajo no me deja demasiado tiempo. —Samuel no quiso echar por tierra las intenciones de Berta confesando haber estado en Madrid en otras ocasiones.

—¿A qué te dedicas, si no es indiscreción?

—Soy química en un laboratorio de control alimentario.

—Eso me deja mucho más tranquilo —bromeó.

—Y como habrás comprobado me encanta leer y la… repostería —dijo sonriendo—. Siempre tuve la ilusión de abrir mi propia confitería al más puro estilo campiña francesa, pero mi padre se empeñó en que siguiera la tradición familiar y solo me he quedado en una simple aficionada en la elaboración de esas cosas que engordan tanto. —Samuel no pudo evitar una carcajada dejando a la vista esa maravillosa sonrisa que Berta se hubiera comido a besos.

Durante un par de horas y tras conseguir una mesa, conversaron incansablemente abriendo sus corazones de par en par. Samuel posó su mano sobre la de ella y una extraña sensación recorrió su cuerpo. Sonrió con la comisura de los labios y entendió que algo se le había clavado en medio del alma.

—¿Sabes? Me da la sensación de que tu sueño puede verse cumplido. Eres una persona limpia de sentimientos, transparente como el cristal, de demostrada nobleza y con un gran corazón.

—¡Guau! ¿Todo eso? También tengo mi lado infernal.

—Nada que no se arregle con unas buenas… recetas —rieron.

—¿Te apetece dar un paseo?

—¿No es un poco tarde para ti?

—Sí, pero ya dormiré cuando me muera, ja, ja, ja.

La noche pareció calmar su gélido hálito. Samuel ofreció su brazo y Berta no dudó en ningún momento aferrarse a él como a un clavo ardiendo. A pesar de que al día siguiente tocaba ensayo no le corría ninguna prisa meterse en casa. El largo paseo comenzó a crear una magia especial entre ellos. Se detuvieron frente al Palacio Real para contemplar su iluminación, y sin saber por qué sus labios se unieron en un cálido y largo beso.

—No sé qué hago aquí contigo. No sé quién eres y no sé si es verdad lo que me cuentas…, pero no me importa. Me gustas mucho o quizás algo más que eso y aunque jamás vuelva a verte quiero que esta noche te quedes conmigo —manifestó más sincera y decidida que nunca.

—No sé qué decir —respondió Samuel gratamente sorprendido—. Mentiría si te dijera que no te deseo.

—Miénteme. Será la mentira más dulce de mi vida. Nunca mejor dicho.

De nuevo y mirándose fijamente a los ojos, sus bocas volvieron a tocar el cielo con la suavidad del terciopelo. Tras una breve llamada a su compañero de viaje se encaminaron hasta el apartamento de Berta donde, a la luz de unas aromáticas velas, unieron sus cuerpos en incandescente ardor derrochando pasión y dejando que los sentimientos se esparciesen entre las sábanas. Las suaves manos de Samuel erizaron la piel de Berta provocando en ella unos tímidos gemidos que ensalzaban aún más el deseo de ambos para amarse sin reparos hasta muy entrada la madrugada.

Dos días antes de nochebuena se encontraba Samuel haciendo el equipaje en la habitación del hotel con cara circunspecta. Sabía que la despedida sería dolorosa para ambos pero los dos tenían claro que ese momento llegaría a pesar de los maravillosos días que pasaron juntos y que jamás pasarían al olvido.

Esa tarde partía para Santander y no sabía cuándo volvería a encontrarse con Berta. De repente el teléfono de la habitación sonó. Desde recepción le informaron que había recibido un paquete donde figuraba su nombre.

—“Creí que nunca llegaría” —pensó para sí.

Berta esperaba impaciente en el Café de Oriente recordando el primer día en que los ojos de ambos se cruzaron. Poco después él asomó por la puerta portando en su mano un pequeño paquete.

—Pensé que ya no vendrías —dijo apesadumbrada.

—Eso jamás lo haría. No sin haberte entregado esto antes.

—¿Qué es?

—Algo que deseaba darte mucho antes pero si me descuido no lo consigo. Hice que me lo enviaran especialmente para ti.

—“Los dulces de Náyade”. Es precioso ¿De dónde lo has sacado? Es… es… No he visto nada parecido en mi vida —expresó completamente sorprendida.

—Este libro ha traspasado fronteras, años, incluso siglos. Llegó a manos de mis antepasados y ha sido testigo de varias generaciones. Es ahora cuando su destino debe cambiar de rumbo. Tu rumbo.

—Me estás asustando.

—No deseo hacerlo pero es a ti a quien pertenece este prodigio. Solo alguien noble y de buenos sentimientos es quien debe tenerlo. Este libro contiene las recetas de los dulces más asombrosos que nunca has visto. En cada una de ellas va ligado un ingrediente mágico que conduce a la felicidad y tú la mereces toda. Son recetas ancestrales que, según dice la leyenda, las elaboraban ninfas acuáticas que habitaban en los frondosos y fructíferos vergeles donde la dicha, el amor y la danza conformaban esa dulce rutina.

—Es asombroso. Creo que es demasiado para mí. No sé si debo.

—Ahora tú eres su dueña.

—Me dejas sin palabras. Lo cuidaré como a mi propia vida. Me costará comprender que no estarás y me aferraré a él recordando estos increíbles días que me has regalado. Aunque desearía no sentirlo no he podido evitarlo y sé que te quiero, y eso me hace feliz. Aquí tienes una amiga. Estás tan dentro de mí que no me siento a mí misma. Mi alma eres tú. Has conseguido que crea en las casualidades.

La despedida se antojó doliente y amarga pero un guiño de Samuel dejó germinar tímidamente una utópica esperanza que se quedaría solo en eso…. en esperanza.

Un año después, en plena calle Mayor y con las navidades a la vuelta de la esquina, Berta inauguró un precioso local, al más puro estilo campiña francesa como siempre imaginó, que mostraba, tras su vitrina, los más deliciosos dulces, tartas y pasteles jamás vistos.

“Los dulces de Náyade” acababa de abrir sus puertas y Samuel sería el primero en cruzarlas en un frío, nevado y maravilloso 24 de diciembre…