Epílogo

 

 

 

 

 

 

El anaranjado cielo surcado de deshilachadas nubes azules indicaba que la noche estaba muy próxima. El verano daba sus últimos coletazos. Había sido largo, tórrido e intenso, muy intenso. Hacía falta una purificación, agua, y en grandes cantidades. Agua que limpiara, que se llevara toda la porquería hacia algún agujero. Samuel Alonso tomaba el fresco en la terraza, apoyado en la cornisa y dejando que los ecos de la ciudad, sus olores y sensaciones, le llegaran de a poco.

Trataba de no pensar en nada, poner la mente en blanco y dejarse llevar por una paz que le era esquiva, cuando una presencia se hizo notoria sin necesidad de articular palabra alguna. Alonso se dio la vuelta para mirar al tipo que había junto a la puerta de la terraza. Cincuenta y tantos, quizás sesenta años. Bastante delgado, pelo gris en abundancia, camisa remangada, pantalones chinos oscuros. Lo que más llamaba la atención en él era el parche negro que llevaba en su ojo derecho, que dejaba a la vista solo a un ojo. Media mirada, que era puro tormento.

—Samuel Alonso, ¿verdad? —preguntó entonces el tipo dando un paso. Cojeaba a duras penas–. El detective.

—El mismo —respondió, aguzando la mirada.

—La señora de al lado de tu despacho me ha dicho que te encontraría aquí.

—Ya. Y mira que le he dicho que no hable con extraños —Alonso esbozó una sonrisa—. Pero ya ve, ella ni caso.

—Bueno, igual no soy tan extraño —dijo el hombre, deteniéndose a un par de pasos de Samuel.

—Mire, es un poco tarde para jugar a las adivinanzas. Si lo desea le insto a que venga mañana a las nueve, abajo, a mi despacho. Hablaremos de lo que quiera, de quién es y quién deja de ser. Y si quiere contratarme…

—No he venido a eso —cortó el hombre, cuyo ojo brillaba en la creciente penumbra—. No quiero contratarte. He venido a hablarte de tu padre.

A Alonso se le saltó una alarma en el interior. Otra vez su padre, el tema estrella de las últimas semanas, el único tema, en realidad, el que lo ocupaba todo, el que lo arrasaba todo a su paso.

—Mire, caballero, de verdad, yo… —comenzó a decir Alonso.

—Soy Carlos Vela. Tu padre y yo… —el hombre dejó las palabras en suspenso durante unos segundos—. Él fue especial para mí.

—¿Especial? No sé si lo pillo.

—Sí, sí que lo haces, lo que pasa es que no quieres aceptarlo. Tu padre y yo estuvimos juntos casi un año y medio. Por temporadas. Aparecía y desaparecía, pero siempre acababa volviendo. A pesar de estar casado... A pesar de que tú estuvieses en camino.

Alonso no pudo reprimir la chispeante electricidad que recorrió sus entrañas al oír aquellas palabras. No es que le resultara una enorme sorpresa, no después de saber lo que su padre había hecho, de los secretos que guardaba, de los lugares oscuros por los que transitaba. Aquello era una de esas cosas que uno sospecha pero que inconscientemente deja pasar, están ahí, hay pistas, detalles, pero pasan desapercibidos. Quizás lo sabía toda su vida, aunque nunca se había atrevido ni siquiera a pensarlo.

—Siento mucho decírtelo así, pero tu padre le fue infiel a tu madre. Muchas, muchísimas veces. No era buena persona.

—No entiendo… ¿Por qué me cuenta esto?

—Porque debes saberlo. Tu padre no era solo un asesino, también un cobarde que nunca se atrevió a ser quien era de verdad —se advertía un profundo odio en su voz, rabia en su mirada—. Prefirió vivir una mentira, la mentira que le dijeron que debía vivir.

—No me diga que todo este numerito es porque está despechado. ¿Treinta y tantos años despechado? No sé, no tiene sentido.

—Igual esto te hace comprenderlo todo mejor —el hombre metió la mano en un bolsillo de su pantalón y sacó un pequeño revólver negro. Lo sujetó con firmeza, apuntando a Samuel—. No te creerías lo fácil que es hacerse con un trasto de estos. Hoy en día todo es fácil, no como antes. Antes era duro, ahora puedes tener lo que quieras. Puedes ser lo que quieras.

De pronto el tiempo empezó a funcionar de otra manera. Los segundos pesaban en el aire, cada mínimo movimiento suponía un esfuerzo atroz. Samuel podía ver cada movimiento despacio, como a cámara lenta, como si la atmósfera pesara con el triple de gravedad. Su cuerpo comenzó a producir adrenalina como si no hubiese un mañana. El detective pegó su espalda a la cornisa, elevó las manos al aire instintivamente, sin dejar de mirar el arma. Se obligó a respirar hondo, a pensar bien cada palabra, a dejarse de chorradas y centrarse en aquel hombre destrozado que tenía delante.

—No sé qué piensa hacer con eso. El hombre con el que debería haberlo usado lleva ya siete años muerto.

—Pero aquí estás tú, mírate, su misma estampa —Carlos no dejaba de apuntarle a algún punto entre el pecho y la barriga—. He estado treinta y cinco años escondido del mundo. Nadie me quería cerca. Solo era un desecho, un despojo. Terapia, libros, cine. Me he refugiado en todo lo que he podido, tratando de olvidar, intentando borrar todo lo que tu padre me hizo... Pero ha sido imposible. Cuando te vi en las noticias el otro día casi me desmayo. Eras su viva imagen. Hablaban de que Santos era un asesino, no me sorprendió, era un desgraciado capaz de eso y más. Cuando te vi en las noticias todo se me revolvió por dentro, de repente volví atrás, al dolor, al odio reprimido. Llevo una semana sin dormir pensando en él, pensando en ti.

—Así que me va a matar porque mi padre siguió con su familia en vez de quedarse con usted. Está loco.

—Loco. Sí. Hace mucho que perdí la cabeza. Pero perdí algo más antes —en un rápido movimiento, se señaló sus partes con la mano en la que portaba el revólver—. El ojo no se me cayó solo. ¿Sabes? Tampoco me cortaron la polla por accidente. Todo fue culpa suya. Todo fue culpa de tu padre.

Los pensamientos se agolpaban en la cabeza de Alonso, aquel torrente de palabras y de imágenes mentales le saturaban, le hacían cada vez más y más grande el estado de incomprensión. Trataba en vano de unir cabos. ¿De qué demonios le estaba hablando ese hombre?

—Nunca dije nada, no abrí la maldita boca. Los que me mutilaron me dijeron que era por él, que iba a sufrir, que me iban a joder la vida por haberme liado con ese detective.

Alonso no podía evitar mirar con pena a aquel pobre diablo que tenía delante, un desgraciado que podía acabar con su vida en cualquier momento, un desgraciado que quería castigarlo por ser el hijo del hombre al que supuestamente amó. El hombre responsable de tantas cosas. O eso era lo que él entendía. Por una vez en su maldita vida no sabía qué decir, no sabía qué hacer. Estaba a su merced, estaba paralizado por los secretos, pero debía hacer un esfuerzo. Su vida podía depender de eso.

—Venga, baje el arma, Carlos —Alonso dio un paso adelante—. Le ayudaré, daremos con quién le hizo eso.

—¡Ya te he dicho quién me hizo esto! Y lo hizo por ti, por vosotros. Él me lo quitó todo, ahora yo se lo quitaré a él. Le quitaré lo que queda de él en el mundo.

—Eso le hará ser como él.

El disparo resquebrajó el aire. Alonso no duró mucho tiempo en pie. Acostado sobre el suelo de la terraza, se quedó mirando las oscuras nubes sobre un cielo cada vez más azul marino. Se llevó una mano al torso y sintió el fluido. Presionó. En su cara se dibujó una inoportuna sonrisa, como si en algún momento de su vida hubiera fantaseado con que le acabaría pasando algo así, como si no estuviera muerto de miedo. Trató de concentrarse en el aire, en la respiración, en las primeras estrellas centelleando. No tenía intención de visitarlas pronto. Después se concentró en la sirena. Tenía tantas cosas por hacer, tantos casos que investigar, tanta gente a la que tocar las narices. Algo le decía que ese no iba a ser su final. Era demasiado dramático, muy peliculero. Los detectives de tres al cuarto no morían de esa manera.