Capítulo 5

Casas baratas

 

 

 

 

Un timbrazo matutino despertó de un brinco al bueno de Samuel Alonso. Al otro lado de la puerta se encontraba Violeta, mano ejecutora del primer sobresalto del día y de la gran conmoción de lo que llevaba de año. Con un gesto con la mano, y los ojos todavía medio cerrados, Alonso la invitó a pasar a su desordenado piso-despacho. Una auténtica leonera con ropa usada por las sillas, zapatos y calcetines por el suelo, el sofá cama deshecho, el escritorio del fondo atestado de papeles, latas, bolsas y envoltorios de comida varios.

—¿Qué hora es? ¿Las seis de la mañana? —preguntó Alonso desperezándose.

—Es hora de que limpies un poco esto —respondió Violeta mirando en derredor—. Menuda pocilga.

—¿Qué más te da? ¿Ahora eres inspectora de sanidad o algo así? —respondió Alonso con cierta hostilidad.

—Solo lo digo por tu bien.

—Te dije que me llamaras, no que vinieras aquí —dijo Alonso mientras transformaba el sofá-cama en solo sofá—. Últimamente he tenido muchas cosas en la cabeza, muchas por tu culpa. Ninguna relacionada con la limpieza.

—Eso salta a la vista… Pero tranquilo, he estado en sitios peores.

—No lo dudo —Samuel buscaba una camiseta en una cajonera que había al fondo del despacho. Sacó una blanca y se la puso, después localizó el reloj en el escritorio, entre el portátil, su funda y las gafas de sol—. Las ocho y cuarto.

—Te dije que vendría temprano.

—En vacaciones se considera temprano a partir de las diez de la mañana.

—No seas crío —Violeta se sentó en el sofá, vio unos vaqueros tirados en el suelo y los lanzó al detective—. Al sitio al que vamos es mejor ir lo más pronto posible. Antes de que despierten… las bestias.

—Genial —Samuel se puso los vaqueros y fue en dirección a los zapatos—, parece que me llevas a la selva.

—Bueno, no creo que sea muy diferente, la verdad —Violeta se desesperaba por la lentitud de movimientos del detective—. ¿Piensas abrir la persiana hoy o mañana?

—A veces ha estado semanas cerrada y no se ha muerto nadie…

—Ya veo… bueno, ¿qué es lo que me puedes decir de las casas baratas?

—No sé. ¿Qué es un nido de gentuza y delincuencia? —Alonso tiró de la cinta de la persiana, abriéndola dos palmos.

—Tampoco te pases. No todos los de las casas baratas son criminales, también hay buena gente allí. Personas normales, honradas y trabajadoras.

—Pues estarán bien escondidas —dijo Alonso mientras abría su pequeña nevera y sacaba de la misma un botellín de agua.

—De eso nada, lo que pasa es que las otras se ven más. Tienen mucho más protagonismo, ya verás a qué me refiero.

—Lo que espero es que hoy no haya sorpresitas inesperadas —Alonso dio un largo trago del botellín, al fin sacaba el tema que le tenía lleno de tirantez—. Con lo de ayer tuve bastante ración de puñaladas por la espalda para un par de vidas.

—Sí… me hago cargo. De nuevo tengo que disculparme, siento mucho todo el tema de Eloína. Te entiendo bien, aunque no te lo creas, pero entiéndeme a mí, me viniste como caído del cielo. Te necesitaba… y sentí que tenía que aprovecharte. Aún eres más especial para mí por eso.

Alonso se la quedó mirando mientras apuraba su agua. Resultaba obvio que no le había gustado un pelo nada de lo sucedido el día anterior. Para siempre sería recordado como uno de esos días negros a los que es mejor no acudir jamás, uno que hay que tratar de olvidar, fingir que no existió. En adelante pensar en él solo le traería dolor e incertidumbre, un agujero interno que no sería capaz de tapar. Aunque a cierto nivel comprendía lo que había pasado en aquella lujosa casa, en esencia que los caminos de la justicia a veces son inescrutables, Alonso no podía dejar de condenar moralmente todo lo allí ocurrido. Para él, había varios culpables, como en todo, aunque a lo que a él tocaba directamente toda la culpa residía en Violeta y solo en Violeta. Confió en ella y le engañó. Aquello no solo había abierto una herida en su confianza, sino en la forma en que veía a Violeta. Por más que lo intentara ya nada sería como antes. La ilusión inicial por aquello que tenían, porque algo tenían, ¿verdad?, comenzaba a desgarrarse sin remedio. Ahora esperaba y deseaba que el nuevo día no le deparara tantas emociones repentinas. Que la mañana pasase tranquila y sin sobresaltos.

A los cinco minutos salieron del piso-despacho y llegaron al BMW serie 2 de Violeta. Samuel propuso que en su coche darían menos el cantazo allá a donde iban, pero Violeta le respondió que no importaba, que la conocían bien allí. Le debían mucho, los cuidaba bien, así que no había problema alguno ni para ellos ni para el coche.

Aparcaron en un vasto descampado de tierra rodeado de cascados bloques de viviendas y pequeñas casitas de al menos un siglo. Iban al bloque que se encontraba más al norte: el más grande, el más machacado, el más conflictivo. Una especie de isla rectangular, un gigantesco monstruo rosado formado por bloques adosados de paredes desconchadas y agujereadas, cables colganderos, ropa multicolor en tendederos y decenas de horripilantes grafitis. Aquello era el reino del vandalismo urbano y la pintada macarra, no había pared que no estuviese decorada con nombres y motes varios, amenazas veladas, mensajes a la policía, mensajes a los chivatos, símbolos del dólar o falos varios. Hacía ya varios años que por allí no pasaba el autobús urbano, ni tampoco los mensajeros, ni siquiera los repartidores de Telepizza. No merecía la pena perderlo todo por un paquete o una pizza cuatro quesos.

A pesar de la temprana hora ya pegaba el sol con ganas. Los treinta grados estaban cerca. Los vecinos más madrugadores ya se reunían en corros, fumando y hablando del tiempo, de los fichajes del Madrid y del desgraciado de fulanito o menganita.

—Bueno, ¿y a quién vamos a visitar exactamente? Si se puede saber… —preguntó Alonso al salir del coche y echar un vistazo al desolador panorama.

—Mi gente ha estado haciendo unas llamadas. Como era de esperar, nadie ha visto ni oído nada sobre un reloj de oro antiguo. Pero hay una chica, Guido se llama… —Violeta abandonó también el coche y lo cerró pulsando el botón de la llave.

—¿Guido?

—Guidomar.

—Vaya —Alonso arqueó las cejas.

—Pues la tal Guido nos dijo que su novio, Israel creo que se llama, estaba mosqueado con su colega de curro —Violeta hizo la señal de las comillas en el aire—. Se ve que habían dado un palo a un tío que tenía un montón de joyas y antigüedades en su piso y no le había dejado coger nada.

—¿Cómo es eso?

—Al parecer el amigo iba a por una cosa en concreto, no le habló de qué a Israel, y le dijo que no podían llevarse nada más, que a quien robaban era un buen hombre y que tal y que cual. Él le pagaría por acompañarlo, esa era la condición, pero una vez allí se ve que tuvieron problemas entre ellos y discutieron. No se respetó el trato. Lo bueno es que ahora tenemos algo con lo que seguir. ¿No te parece?

—Pues sí, todo concuerda —el detective asentía con vehemencia—. Robo a coleccionista de antigüedades, solo se llevaron una cosa… Hay bastantes probabilidades de que sean los que robaron el dichoso reloj.

Violeta y Alonso dejaron el descampado atrás y llegaron hasta la entrada del edificio, que estaba abierta, como todas las demás. Guido vivía con su madre en uno de los pisos de la segunda planta. Al cruzar el umbral que separaba la calle del interior, Alonso no pudo evitar un escalofrío que le sacudió entero. Se estaba adentrando, literalmente, en lo desconocido. Nada más entrar, a mano derecha, les esperaba una especie de comité de bienvenida en una casa a la que le había sido arrancada la puerta. En una estancia cuadrada con las paredes pintarrajeadas y mierda acumulada en cada rincón se encontraron a un tipo con camiseta blanca interior sin mangas con el faldón metido por dentro del pantalón vaquero pirata que lucía y chancletas Adidas con el pelo corto por delante y muy largo por detrás y a una cuarentona hiper delgada con cara de zombi. Ambos estaban sentados en un colchón y compartían un porro cuyo aroma inundaba la estancia.

—¡Anda, Violeta! ¡Dichosos los ojos! —dijo el tipo de las tracas mientras se levantaba, dejando a la vista el mango de la pistola que llevaba metida por el cinturón.

—Hola, Paquillo —Violeta estrechó su mano con la de él—. ¿Qué, cómo van las cosas por aquí?

—Pues van, como siempre. Asaos de calor, aburríos perdíos, con ganas de marcha.

—Ya veo, ya. ¿Y tus sobrinos?

—Puf, pos dando por culo tol día. No ves que no tienen educación ninguna. Esos en un par años aquí los tengo, intentando robarme la droga.

—Bueno, no seas exagerado, Paquillo —Violeta hizo una pausa, la mujer que acompañaba a Paquillo se había quedado dormida sobre el colchón con el cigarro encendido en la mano—. Os llega lo mío bien, ¿no?

—Sí, sí, todo fenómeno… ¡Coño! —Paquillo, una vez se dio cuenta, acudió raudo a coger el porro de las manos de su amiga—. Esta drogata asquerosa, mírala, tol puñetero día así. Da igual la hora que sea. Dale que dale al porrico. No vive pa otra cosa esta desgraciá

—Venimos a ver a la Guido, ¿sabes si está en su casa? —preguntó Violeta haciendo caso omiso al comentario sobre la chica.

Pos eso me parece. Anoche llegó con el novio, el maricón ese del Isra. Intentó que le fiara un gramo, yo le dije que de fiar naica, y menos como están las cosas últimamente… Se me puso chulo y to el pavo —Paquillo se mordió el labio inferior con rabia, a continuación, le dio una profunda calada al porro—. Jodeputa, le corto la cabeza a él y a to su familia.

—Pues vamos para arriba a ver si sigue allí —dijo Violeta, obviando el último comentario y girándose lentamente para salir de esa suerte de portería fumadero.

—Tírale, a ver si tienes suerte —consintió Paquillo señalando hacia arriba con su porro—. Por cierto, ¿quién es tu amigo? Echa un tufo a finolis que no puede con él. 

—Éste… —Violeta miró a Alonso que llevaba un rato aplicando el viejo dicho de mirar y callar—. Este es… mi novio. Samuel.

—Sí…. Su novio. Samuel. Encantado —fue lo que acertó a decir el detective a la vez que alargaba su mano y quedaba en el aire unos segundos.

—Sí, venga, tira parriba, anda —respondió Paquillo, ignorando la mano del detective y probando otra calada de su narcótico cigarro.

Violeta le hizo una señal a Samuel con la mirada y ambos abandonaron la estancia y dirigieron sus pasos hacia los escalones. Mientras subían, él no podía evitar mirarla con una fugaz sonrisita en los labios. Novios, ¿acaso eran eso? ¿Acaso aún podrían llegar a serlo? Por un momento se había relajado y olvidado del lugar en el que se encontraban, del peligro y la poca broma, del cuidado y la reserva que a cada paso debía tener. Por un momento había olvidado que ya no confiaba en esa mujer.

—Así que tu novio…

—He pensado que es una buena forma de que salgas de aquí con la cartera al completo y esos zapatos tan caros puestos.

—¿En serio? ¿Me robarían los zapatos?

—Si supieran lo que cuestan… No lo dudes.

—Lo pillo —Alonso miraba bien cada puerta de la segunda planta, lugar en el que se encontraban. Cada una era distinta a su modo, algo sutil, muchas cerraduras, arañazos, nombres escritos, rayados en la madera— ¿Y tú vivías aquí?

—No en este edificio —Violeta se encaminaba hacia la puerta marcada con un tres—. En uno de los del otro lado de la calle. Era el piso de mi pareja de entonces… Gracias a él, conocí a Eloína. Y bueno, ya todo lo demás vino después. 

—Así que fue una Love Story.

—¿Qué?

—Nada, nada. Todo suele empezar siempre igual.

Violeta golpeó la puerta que tenía frente a ella con los nudillos. Tras aguardar unos segundos, volvió a repetir la operación. El silencio reinante fue roto por unas pisadas y una cerradura abriéndose. Al otro lado del umbral apareció una mujer de unos cuarenta años con el pelo oxigenado y un camisón de estar por casa. En su cara se podía leer que acababan de despertarla.

—¿Viole? —preguntó la mujer nada más abrir la puerta, con los ojos todavía pegados de legañas.

—Sí, Raquel, soy yo.

—¡Vaya sorpresa, nena! —a Raquel se le abrieron los ojos de golpe—. Pasa, pasa. Bueno, pasad los dos pa dentro. ¡Cuánto tiempo!

—Este es Samuel —presentó Violeta a la vez que entraban en un piso pequeño pero agradable, limpio y arreglado.

—Encantado —dijo Alonso estrechando la mano de la mujer.

—Igualmen… —empezó a decir Raquel cuando, de pronto, reparó en la redondeada barriguita de Violeta. Abrió la boca todo lo que pudo—. Nena, ¿es que estás preñá?

Violeta sonrió y asintió, instintivamente sus manos fueron de nuevo a parar a su tripa.

—Vaya, nena, qué alegría, ¡enhorabuena! —felicitó Raquel efusivamente—. Bueno, a los dos.

—¿A los dos? No, no. Yo no he tenido la culpa aquí —empezó a decir Alonso, quien en cosa de cinco minutos y un par de pisos había pasado de ser novio a padre.

—Él no es el padre —dijo Violeta sacando al detective del apuro.

—Ah, bueno. Tierra trágame —Raquel rio, Violeta le hizo una señal de que no se preocupara—. De todas formas, hacéis buena pareja, ¿eh? Pero no me hagáis mucho caso, por aquí muchos dicen que estoy un poco loca.

—¿Y por qué dicen eso? —preguntó Alonso, repentinamente interesado.

—Pues porque estuve un tiempo yendo al psiquiatra tras acuchillar a mi padre con un tenedor. ¿Os apetece tomar algo?

—No, no, gracias, tan amable como siempre —rechazó Violeta con una sonrisa, Samuel no sabía si había oído lo que acaba de oír acerca de un tenedor—. Veníamos a ver a tu hija, a la Guido. ¿Está en su habitación?

—¿Eh? No, no creo —la mujer negaba ostensiblemente con la cabeza—. Encontró trabajo hace unas semanas, ¡ya estaba bien! Entra todos los días a las ocho, en una empresa de esas de limpieza de comunidades. Hoy se iba a una del Cabezo.

—Vaya, pues me alegro mucho por ella —admitió Violeta con una sonrisa.

—Ya, gana una miseria, pero al menos es algo. Siempre viene bien —confesó Raquel con cierta tristeza y desazón—. Qué te voy a contar que no sepas ya.

—Ya, lo sé. Precisamente quería hacerte un regalo, ya sabes, por lo bien que te portaste conmigo —Violeta echó mano a su cartera y sacó de la misma unos cuantos billetes amarillos—. Ten, esto es para vosotras.

—¿Eh? No, tía, no. Eso es mucho, no, ¿por qué…?

—Porque puedo, Raquel, sabes que ayudo a muchas familias aquí, y a ti hacía tiempo que no. Cógelo, te va a venir bien. Por los viejos tiempos.

—No puedo aceptarlo, esto es tuyo. Yo no quiero limosnas…

—No es una limosna, es un regalo de amiga —explicó Violeta, que aún sujetaba los billetes cerca de Raquel—. Vamos a hacer una cosa: coge el dinero, será un préstamo, ¿vale? Uno sin intereses y sin vencimiento. Cuando puedas, si es lo que quieres, me lo vas devolviendo.

Raquel miró a Violeta con mirada de perro pachón y, finalmente, tomó los billetes de su mano, los contó por encima, resopló, incluso se emocionó ligeramente. Definitivamente les venía muy bien, no eran tiempos para hacerse la dura.

—Perdón por romper esta escena tan entrañable, pero ¿sigue aquí el novio de su hija? —terció Alonso poniendo cara afable.

—Pues si te digo la verdad, no lo sé —respondió Raquel, fajo en mano—. Es posible que siga en su habitación. Ese es más vago que las mantas, si se quedó anoche seguro que no se levanta hasta las doce. No me gusta naíca, pero qué le vamos a hacer, es mi hija la que elige…

—¿Podemos…? —empezó a preguntar Violeta.

—Sí, claro, es su habitación de siempre. La del fondo.

Alonso y Violeta dejaron a Raquel en la salita y se internaron por un estrecho y oscuro pasillo salpicado de puertas. Justo al final había una cerrada decorada con un póster de One Direction.

—Escucha —susurró Alonso mientras se internaban por el pasillo—. ¿Ha dicho que apuñaló a su padre con un…?

—Ssssssh, que te va a oír.

Violeta se adelantó un metro y llegó hasta la puerta de la habitación de Guido. Llamó a la puerta, un par de toc toc después y ni el más mínimo sonido o movimiento. Violeta se decidió a dejarse de cortesías y abrir la puerta. Al hacerlo pudieron ver a un tipo rubio extremadamente delgado que solo llevaba unos bóxers durmiendo boca abajo en una cama de noventa.

—¿Isra? —llamó Violeta.

—Colega, ¡despierta! —ayudó Alonso acompañando esa frase con un par de palmadas.

Isra se giró como una croqueta en una sartén, abrió los ojos con dificultad, se fue, muy despacio, incorporando de la cama.

—¿Qué cojones pasa? —dijo con voz de inframundo—. ¿Qué forma es ésta de despertarme, hijoputas?

—Tranquilo, chaval. Un respeto —dijo Alonso, adelantándose a Violeta.

—Ni respeto ni hostias —respondió Isra levantándose de la cama de un salto—. A ver, ¿quiénes sois vosotros dos?

—Mírame, seguro que te suena mi nombre, niñato. Me llamo Violeta Cavour y he venido a hacerte un par de preguntas.

—¿Violeta Ca…? Me cago en la pu...

La última palabrota la soltó el joven mientras se daba la vuelta y llegaba a la ventana de un par de zancadas. Todo ocurrió de forma tan rápida e inesperada que cuando Violeta y Samuel se quisieron dar cuenta, Isra ya había metido medio cuerpo por la ventana y se disponía a salir al alféizar.

—¡Vamos, Samuel! Ve tras él… —exclamó Violeta señalando con su dedo hacia la ventana.

—¿Qué?

—¿Quieres recuperar el reloj o no?

—Claro que quiero.

—¡Pues tira! No dejes que escape.

—Pero yo…

—No querrás que salte yo de la ventana, ¿verdad? —terció Violeta clavando de forma severa sus ojos verdes sobre los pardos de Alonso, cuya mirada se fue instintivamente a la barriga de la chica.

—Mierda.

El detective no lo pensó más y se arrojó con todo hacia la ventana. Apoyó las manos sobre el aluminio del marco de la ventana y se encaramó hacia la repisa. Sacó tres cuartos de cuerpo por la ventana y, tras quedar momentáneamente cegado por el sol, vio que a su izquierda se encontraba Isra saltando de una repisa a otra y de esa otra a un balcón. Tras proferir una maldición al aire, el detective se preparó para seguir los pasos del jovenzuelo. Las ventanas estaban bastante cerca las unas de las otras y solo era un segundo piso, así que aquello quitaba algo de dramatismo al asunto. Aunque al fin y al cabo estaba saltando entre repisas, cosa que nunca se le pasó por la cabeza que haría. Ni ese día ni nunca. Hizo como dicen en las películas, no miró abajo, procuró concentrarse y se agarró como una lapa a cada trocito de pared a la que accedía. Abajo un par de chavales jaleaban, gritaban ¡que te caes!, ¡no te tires, capullo!, y cosas por el estilo entre risas. Se lo estaban pasando de vicio. Alonso no, él sufría con cada salto, con cada tentativa. De la primera a la segunda, bien, de la segunda a la tercera, un mínimo resbalón que le transportó el corazón en la boca. El salto al balcón era el más sencillo, quizás por eso, porque se confió, en vez de caer dentro con ambos pies dio una vuelta para aterrizar con la cabeza sobre unas macetas. Recuperó enseguida la verticalidad, comprobó que su cabeza parecía en buen estado y entró en el piso al que pertenecía ese balcón. La casa estaba vacía, abandonada, con pintadas en las paredes y restos de una hoguera en el suelo. Corrió unos metros y llegó hasta la puerta, que estaba abierta. Salió al pasillo, se encontraba en el bloque de al lado. Se encontró con escaleras. Escaleras para arriba y escaleras para abajo. Lo más lógico era que aquel saltimbanqui hubiese tirado hacia la calle, hubiese llegado a su coche o a su moto y hubiese salido echando humo. Pero entonces Alonso pensó que no tendría las llaves, lo único que llevaba ese muchacho eran unos calzoncillos. Isra pensaría que él creería que su objetivo era irse a la calle, cuando lo que de verdad pretendía era ocultarse en el edificio. Así que Samuel no perdió más tiempo y tiró para arriba. De dos en dos, de tres en tres iba subiendo los escalones, aguzando el oído, tratando de percibir el más mínimo detalle que le indicara un lugar, una dirección que seguir. El tercer piso estaba vacío, en silencio, siguió subiendo. El rellano del cuarto, igual. Era temprano, era agosto, la mayoría aún dormía, allí no se oía nada. Estaría en la terraza. Golpeando una puerta metálica entreabierta, Alonso salió al imperio de los tendederos de ropa. Cuerdas para acá y para allá, sujetas en los lugares más insospechados, una intrincada red de camisetas, camisas, calcetines, ropa interior, sábanas, muchas sábanas colgando. Alonso las iba apartando con cautela, temiendo que, al hacerlo, que detrás de cualquiera de ellas, se encontrase con el muchacho y alguna sorpresita en forma de golpe. No fue así. En lugar de encontrarse a Isra portando un trozo de cristal o aguardándole tras una funda de sofá para atizarle con un cubo o algún ladrillo, lo que sucedió fue que Alonso escuchó un griterío ininteligible, un chillido desgarrador después y un golpe duro y seco que heló su cuerpo. Confundido, Samuel llegó hasta la barandilla de la terraza y miró para hacia abajo. Circundado por una nube de curiosos, estaban Isra y sus sesos desparramados por el asfalto. 

De pronto esa sensación angustiosa que sale de las tripas y hace desmoronarse al resto del cuerpo, esa hiel que emponzoña el alma e impide respirar, atacó sin piedad al detective. El bloqueo duró unos segundos, no podía dejar de mirar esa horrorosa imagen, ese joven reventado en el suelo sin nada salvo unos calzoncillos, sin movimiento, sin ilusiones, sin vida. Muerto por una tontería, muerto por una locura, muerto por intentar trepar por un cable de la luz que unía un edificio con otro. Menudo imbécil. Menuda desgracia. Alonso no era capaz de adivinar qué se pensaba, qué correría por la cabeza de aquel pobre diablo cuando se decidió a emprender la ridícula fuga que acabó con su vida. Hay formas y formas de morir, todas son iguales al final, algunas son inevitables, otras son pura mala suerte. Ésta era pura estupidez. Sería culpa de las drogas, pensó Alonso, sus efectos, paranoia, manía persecutoria, quién sabe, quizás pensaba que algo que hizo en el pasado venía a pedir lo que era suyo. El caso era que ya no lo sabría, y que lo cierto es que ya daba igual. Se había matado por no responder a un par de preguntas.

El detective se encontraba enfrascado en su particular tormento de hipótesis y preguntas sin respuesta cuando una mano se posó sobre su hombro derecho, pegándole uno de los sustos más grandes de los últimos tiempos.

—Venga, Samuel… ¡Alonso espabila! Vámonos de aquí.

—Violeta. Yo… yo no he hecho nada. Te lo juro, yo no, no entiendo…

—Déjalo, ese chico nunca ha estado bien la cabeza.

—Pero… ¿y la gente, la policía? ¿Qué van a decir? Nosotros… Él... En menudo lío nos hemos metido.

—No van a decir nada. No va a pasar nada.

—Sí, claro. Ojalá fuese tan fácil eso.

—Lo es. Mírame, Samuel. Escucha con atención: nosotros no hemos estado aquí. ¿Entiendes?

—Ya, no, pero ¿y los que nos han visto? ¿Y toda esa peña de abajo? ¿Y el camello, la suegra de este chaval…? —balbuceaba Alonso en shock.

—Tranquilo. Ellos jamás dirán mi nombre. Yo me encargo de eso. No tienes que preocuparte por nada. ¿Sabes cómo llamaban a este chaval? —preguntó Violeta, Alonso negó—. El Spiderman de Espinardo.

—¿Qué?

—A este tío le gustaba ir escalando por las paredes, era un loco del parkour. Saltaba en las plazas, entre edificios... En todas partes. A nadie le va a extrañar que haya acabado como ha acabado.

—Venga ya, no me jodas —Alonso llevaba las manos en la cabeza un buen rato. Los ojos como platos. No sabía si vomitar ya o dejarlo para otro momento—. Esto es demasiado… ¿Y ahora qué? ¿Qué pasa con el puñetero reloj?

—Tengo una dirección.

—¿Cómo dices?

—Mientras tú corrías tras él, yo eché un vistazo a su teléfono móvil. Lo tenía sobre la mesilla, junto a la cama. He mirado sus últimas conversaciones de Whatsapp y tenía una con un tal Aquino. En ella hablaban del reloj, del piso del coleccionista… Muy profesional, ¿eh? Le he preguntado a Raquel y sabe quién es, me ha dado la dirección de su madre. Una tal Pili. ¿Te suena de algo?

—Mmm, pues no, ni idea.

Comenzaban a oírse las sirenas de la ambulancia cuando Alonso y Violeta abandonaron la terraza. Bajaron las escaleras a escape y redujeron la velocidad al salir por la puerta de la calle. Aquello se había convertido en un circo en apenas un par de minutos. Ya no eran un puñado de curiosos los que rodeaban el cadáver de Isra, se podían contar por decenas las gentes de toda edad que llegaban y hacían más y más grande la pelota.

Violeta y Samuel decidieron dar un rodeo, echar por otra calle hasta llegar al coche. Durante el corto trayecto que les llevó hasta la dirección de Pili, en el cercano barrio de Los Rectores, Alonso estuvo extrañamente callado y reflexivo, impactado por las desgracias de la vida, por los insondables destinos a los que nos abocan nuestras decisiones. Algo se estaba rebelando en su interior, una sensación harto desagradable de no estar haciéndolo bien. De ir contra sus principios. 

La calle a la que se dirigieron era tranquila, soleada y llena de viviendas unifamiliares adosadas. Un barrio apacible y limpio con la fábrica de la Estrella de Levante y el centro comercial de El Tiro al fondo. Alonso bajó del coche, caminó siguiendo a Violeta, pero seguía como ausente, con la imagen del chico estampado en el suelo monopolizando su cabeza. Un horror que tardaría en limpiar de su mente. Ya iban dos horrores en apenas veinticuatro horas. Iba a empezar a filosofar consigo mismo acerca de la fragilidad de lo vivo cuando fue interrumpido, sacado de su trance más bien, por una pregunta de Violeta.

—¿Estás bien?

—¿Eh? —Alonso reaccionó mirando a los ojos a la chica, tardando lo suyo en decir lo que iba a decir—. Sí, sí. Estoy bien. Estoy procesándolo. No es el primer muerto que veo, pero da igual… No me hago a la idea. ¿Tú?

—No, supongo que no —Violeta pasó su mano suavemente por el hombro derecho del detective—. Sé lo que te puede estar rondando la cabeza. Y la respuesta es «no». No es tu culpa. Nadie le dijo a ese colgado que saliera corriendo. Nadie le dijo que subiera a la terraza y que se pusiera a jugar al trapecista con el cable de la luz. Tomó él solito un mal camino. Es una desgracia. Punto.

—Ya, ya, lo sé, pero es muy fuerte. No puedo apretar un interruptor y simplemente quitármelo de la cabeza.

—Ya imagino. Intenta pensar en el caso, centra tu atención en lo del reloj. Vamos a hablar con esta mujer, a ver si con suerte está su hijo y podemos sacarle algo acerca del reloj.

Alonso asintió con vehemencia, obligándose a cambiar de registro, dejar apartado el traumático incidente vivido minutos atrás y centrarse en el asunto que le había llevado hacia todo aquello. Por terrible que fuese, ya no podía hacer nada por ese chaval maleducado que no muchos parecían tener en alta estima. Ese chaval que disponía de toda una vida por delante para acertar o para equivocarse, para seguir igual o para cambiar. Ya no importaba, ya no había más vida para él. Ya nada se podía hacer por el Spiderman de Espinardo.

 

 

Llegaron hasta un bonito dúplex de color teja y llamaron al timbre de la puerta enrejada, antesala de un pequeño patio delantero. Al poco la puerta de dentro se abrió, emergiendo una mujer mayor, bastante delgada, vestida con blusa blanca y pantalón beis. Su pelo, abundante y blanco, lo peinaba en una cola, su rostro, aun siendo una mujer bastante guapa, tenía algo extraño a vista lejana que se fue aclarando conforme se acercaba hacia Violeta y Alonso. A pesar del maquillaje, Pili no podía ocultar unas terribles cicatrices que surcaban la mitad derecha de su rostro. Un ojo algo caído, un párpado a medio cerrar, surcos alrededor de la boca, una mejilla con injertos de piel.

—¿Sí? —preguntó la mujer, justo al otro lado de la puerta enrejada, aún sin abrirla.

—¿Es usted Pili? —inquirió Violeta.

—Sí… —respondió la señora, pero mirando a Samuel Alonso fijamente. Frunció el ceño, no le dejó de mirar en los siguientes segundos—. Soy… soy yo. ¿Nos conocemos?

—¿Nosotros? —Alonso se señaló a sí mismo, señaló a la señora a continuación—. Me da que no.

—Verá, señora, estamos buscando a su hijo —Violeta volvió a tomar la palabra—. ¿Se encuentra en casa?

—¿Mi hijo? —preguntó Pili extrañada, parapetada en la seguridad de las rejas—. Pues no, no está, se fue a pasar el fin de semana a la playa…, a casa de unos amigos. ¿Quiénes sois?

—Somos amigos de un amigo suyo que puede que lo haya metido en un lío —explicó Violeta, que no perdía detalle de cómo Pili miraba a Samuel, escrutándolo con descaro—.  Solo queremos hablar con él.

—¿Un lío? Mi hijo no se ha metido en ningún lío —dijo Pili, que parecía más nerviosa por momentos—. Os habréis equivocado. Sí, seguro que sí. Por favor, marchaos.

—¿No sabe nada de un reloj de oro? ¿Uno antiguo y muy valioso? —inquirió Alonso mientras agarraba uno de los barrotes de la puerta.

Pili no respondió, en lugar de eso se quedó como pasmada, congelada en el tiempo, mirando sin parpadear al detective, analizando a cada segundo su rostro, preguntándose si era posible aquello en lo que pensaba. Después, su mente desconectó un segundo, un azote interno vino después haciendo que sus piernas flaquearan, cayendo Pili hacia la puerta, agarrándose como pudo a uno de los barrotes. Alonso reaccionó rápido, introduciendo una mano por uno de los huecos de la reja y sujetando a la mujer para que no cayera al suelo.

—No… tú no —dijo mientras sentía como su mundo se desvanecía—. El reloj… ese reloj me pertenece.

Mientras decía las últimas palabras se fue escurriendo por la puerta, a pesar de los esfuerzos de Alonso desde el otro lado. Al menos no cayó de golpe, no hubo que lamentar ninguna herida, pues el detective evitó el desplome. A través de las rejas Violeta pudo registrar el bolsillo de Pili y sacar las llaves. A continuación, y con sumo cuidado, abrió la puerta. Entraron y entre ambos cogieron a la señora, que se hallaba medio grogui, pero no había perdido del todo el conocimiento. Entraron en la casa con la mujer a cuestas y la acostaron en un sofá de una coqueta sala. Violeta se fue a la cocina y humedeció un paño con agua, Alonso se quedó en todo momento al lado de la señora, sujetando su mano. El paso de los segundos, el paño mojado en la frente y las suaves palabras de Violeta hicieron, poco a poco, volver a Pili en sí misma.  

Samuel miró a Violeta, buscando una respuesta a una pregunta que no llegó a formular. No hacía falta, era obvio que ella sabía algo sobre el reloj, que sabía bastante, que ese algo, ese bastante, era importante, profundo incluso si había provocado tal desmayo.

—Ya que se encuentra mejor, creo que nos debe una explicación, Pili —dijo Violeta, con un tono agradable mientras la señora se iba sentando en el sofá, sujetando un vaso de agua del que bebía a pequeños sorbos, que le acaba de traer la joven—. Me parece que hay una historia detrás de lo que acaba de pasar. 

—Una historia —dijo Pili, muy despacio, acomodándose, asegurándose de que todo volvía a estar bien—. Siempre hay una historia. Aunque a veces, es mejor no saberla. ¿No?

—¿Me dice a mí? —terció Alonso, sorprendido—. Por mí no se corte, me encantan las historias. Podría decirse que vivo de ellas.

—Me ha sonado tu cara en cuanto te he visto, pero no te he reconocido hasta que has dicho lo del reloj —terció la señora, dejando el vaso de agua sobre la bonita mesa de cristal y acero cromado que tenía justo delante—. ¿De verdad quieres saber?

—Uhm, sí… —Alonso miraba a Violeta de reojo, ésta le devolvía un gesto de ignorancia—. Mire, señora, últimamente tengo la cabeza en los pies, pero estoy bastante seguro de que es la primera vez que la veo.

—Eres muy distinto a él en muchas cosas. Pero os parecéis más de lo que crees.

—¿De qué habla? ¿Se encuentra bien? Igual deberíamos llamar a emergencias…

—Hablo de Santos… Tu padre.

Aquella réplica produjo cierta actividad eléctrica en el estómago del detective. No habría imaginado que su padre saldría a relucir en aquel día.

—¿Mi padre? Pero, pero ¿cómo sabe usted que yo…?

—Sois como dos gotas de agua. Bueno no, él era mucho más serio, tenía otro semblante, otro gesto. Pero lo demás es igual, mismos ojos, misma nariz, misma boca.

—¿Tanto le conoció? —preguntó Alonso extrañado.

—En realidad no, solo le vi una vez… Pero nunca le olvidaré. Llevo treinta y cinco años viéndole aquí —Pili señaló con su dedo índice una de sus sienes—. En mi cabeza.

—No entiendo. ¿Qué hizo?, ¿qué pasó? —exhortó Alonso, gesticulante por los nervios.

—Él… encontró a Ulises.

—Y su reloj —intervino Violeta, encauzando el tema a dónde le interesaba.

—Así es.

—El reloj que tienes tú —prosiguió Violeta sonsacando—. ¿Tú lo robaste?

—No. No fui yo.

—Tu hijo, fue tu hijo y su colega, Isra —terció Violeta, mirando al detective de soslayo—. Pero ¿por qué? ¿Por qué precisamente ese reloj y nada más?

—Lo vio por el Internet, en una página de un hombre que colecciona cosas antiguas. Hasta su dirección salía... ¿Sabes? Yo le había hablado mucho de él a mi Aquino, ese objeto… significa mucho. Muchas veces le conté la historia de Ulises y su reloj, por eso cada vez que veía en el ordenador uno parecido a lo que yo le había descrito venía corriendo a enseñármelo... Cuando me mostró esa foto no me lo podía creer, me quedé como en shock: era el mismo reloj que yo tenía grabado en mi mente. Con el mismo defecto en la esfera junto al número tres. Era el reloj de su padre.

—¿Su padre? —Alonso se sobresaltó, no comprendía—. ¿Está hablando de Ulises?

—Así es. Ulises no solo tuvo una familia. Él y yo, hace treinta y cinco años… —la emoción acudía a la garganta de Pili—. Estábamos enamorados. Podríamos haber sido una familia de verdad, podríamos… haber sido felices. Pero todo salió mal.

—A ver si me aclaro, señora. Mi padre fue contratado para encontrar a Ulises. Dio con él cuando iba a subir a un barco con destino desconocido y, según me dijo su hija, le entregó el reloj a mi padre para que se lo diera a ella —Alonso hacía un esfuerzo mental, trataba de juntar todas las piezas, hacer la historia sólida.

—Tu padre dio con él, sí, pero no en un barco —Pili asentía, bajaba la mirada. Ya no podía reprimir más las lágrimas.

—¿Cómo dice?

La señora levantó la mirada un momento, justo para buscar la de Alonso y decirle lo más duro que escucharía en su vida.

—Dio con él y le mató.

Alonso dio un involuntario paso hacia atrás. Se llevó la mano al pecho, el aire, de repente, dejó de entrar con normalidad. Una ardiente cascada de miedo y desasosiego le bañó de la cabeza a los pies. Buscó con la mirada algo en Violeta que ésta no le podía dar. Todo eso era nuevo para ambos. Era nuevo para prácticamente todo el mundo. Un secreto enterrado en el tiempo. Una acusación que trajo el mayor miedo que Samuel sintió en su vida. El miedo a no haber conocido de verdad a una persona que era fundamental para él. Un pilar de su vida. Uno de los gordos. Los cimientos de una personalidad. Su propio padre.

—Pero ¿qué está diciendo? ¡Miente! —tras el miedo la reacción de Alonso fue, como era de esperar, de negación—. ¿Cómo se atreve…?

—Cálmate, Samuel —dijo Violeta, acercándose al detective, que no quería ni alivio ni consuelo, tampoco manos en el brazo. Solo quería la verdad—. Dejemos que se explique. Escuchémosla.

—No miento, de verdad. Te juro por lo más sagrado que no miento.

—Esto no tiene el menor sentido, ¿por qué iba mi padre a matar al tipo que buscaba? ¿Eh? —Alonso iba perdiendo la batalla de los nervios—. Mi padre pudo ser muchas cosas. Un ogro, un hijo de puta al que casi nadie quería, pero no era un asesino.

—No estoy diciendo que lo fuese —Pili tragó saliva, enjugó sus lágrimas, parecía que podría mantenerlas a raya un rato—. Solo digo que lo mató… Que tu padre mató a mi Ulises. Eso es así.

El detective no podía dejar de decir que no con la cabeza.

—No me creo una palabra. No puede ser. ¿Dónde están sus pruebas?, ¿eh? O es que tengo que creer a pies juntillas lo que dice una loca que roba relojes que ve en Facebook…

—Añoranza —dijo Pili casi en un susurro.

—¿Año… qué?

—Añoranza. Villa Añoranza —puntualizó Pili, secándose la nariz con un pañuelo que había extraído de su bolsillo—. Allí está Ulises, bajo el columpio. Allí ha estado los últimos treinta y cinco años.

—Bajo un columpio, dice. Esto no tiene ni pies ni cabeza —Alonso elevaba las palmas de sus manos al cielo, a falta de comprensión esperaba algún tipo de intervención divina que arreglase aquel desconcierto—. Si eso es cierto, ¿por qué no lo ha denunciado? ¿Por qué no llamó a la policía? ¿Por qué ha estado guardando silencio treinta y cinco malditos años?

—Porque no es tan fácil —la mujer suspiró profundamente—. Porque soy débil. Porque soy una cobarde. He tenido miedo toda mi vida, he vivido ahogada, enterrada por el miedo. Al principio no pude hacerlo, ¿qué crees, que esto fue un accidente? —con rabia contenida señaló las terribles cicatrices de su rostro—. Eran otros tiempos, yo… no era libre. Vivía amordazada por el miedo, la violencia… siempre lo he hecho. Hasta que al fin la vida me libró de todo eso, me libró de él. Del culpable de todo. Después fue pasando el tiempo, meses, años… ya no se podía arreglar, ¿lo entiendes? Había pasado demasiado tiempo y ya no podía hacer nada. Además, tampoco fue su culpa.

—¿Hablas de mi padre?

—Sí. Él le obligó a hacerlo.

—¿Quién? —preguntó Violeta, quien no perdía detalle alguno de la reveladora historia de aquella mujer—. ¿Quién le obligó a hacer algo así?

—Él. El malo de esta historia. El que me hizo esto en la cara: Mario Infer.

—¿Infer? ¿Quién es ese tío? —preguntó Alonso en tono ya más sosegado, tratando con dificultad de entender todo correctamente.

—No era un simple hombre, Infer era otra cosa… Era un demonio —con cada palabra, Pili se iba sintiendo mejor. Más segura, más entera, estaba desahogando un corazón lleno de miedo y secretos guardados durante demasiado tiempo—. Un loco. El mal hecho hombre. Yo… nunca he culpado a tu padre, fue terrible, pero al final hizo lo que tuvo que hacer.

—Pero, pero no puede ser. Yo le conocía bien. Por el amor de Dios, era mi padre. Él no pudo…

—Ve a Villa Añoranza, está casi al final de la Senda de Granada, es una vieja casa en plena huerta. Investígalo. Desentierra la historia. Haz lo que yo nunca tuve el valor de hacer…

—¿Y por qué el reloj? —preguntó entonces Violeta, quien también trataba de encajar todas las piezas—. ¿Por qué arriesgarse en un robo?  Allanamiento… —ella sabía bien de qué hablaba—. No lo entiendo. ¿Tan importante es?

—El reloj es Ulises —contestó rápidamente Pili—. Es más que un simple reloj, refleja su sufrimiento, sus ganas de vivir. Ese reloj era su propia vida.  

—Lo mismo me dijeron su hija y su nieta —terció Alonso, dejando a Pili unos segundos en silencio—. Que el reloj es algo así como la herencia emocional de la familia. Por eso estamos aquí.

Pili eliminó con el pañuelo las últimas lágrimas que comenzaban a secarse en su cara. Acto seguido se llevó las manos a la altura del cuello, a la fina y discreta cadenita de oro que de él colgaba. Tirando de ella sacó de entre el cuello de la blusa un objeto esférico y dorado, castigado por el tiempo, con una pequeña ruedecita adosada. Se sacó la cadena y abrió con un clic el reloj, contemplando una vez más esa cosa que tanto decía, que tantas emociones transmitía, que tantos recuerdos atesoraba. Cerró los ojos y alargó la mano hacia el detective, dándoselo, pero no dándoselo. Diciéndole cógelo, pero deseando que no lo hiciera. Alonso lo cogió con dos dedos, muy despacio, contemplando que, en efecto, solo era un viejo reloj. Aquello no otorgaba súper poderes a su portador, tampoco era especialmente bonito, solo era un cachivache para ver la hora más. Una pieza de museo por la que pasarías delante sin ni siquiera fijarte.

—Tenemos que irnos —dijo Violeta, sacando de repente a Alonso de su ensimismamiento.  

—Espera, ¿qué dices? Aún hay muchas incógnitas sin resolver —respondió Samuel, metiéndose el reloj en un bolsillo del pantalón.

—Aquí ya no vas a encontrar más respuestas, Samuel.

—Pero yo, ella…

—Nos iremos ya, Pili. Sentimos mucho lo ocurrido —dijo Violeta hacia una ausente Pili que hacía ya unos minutos que estaba, pero no estaba allí—. Estese tranquila por lo de su hijo, solo queríamos el reloj. No se verá afectado por nada de esto.

La mujer no dijo nada, tan solo asintió despacio sin siquiera mirarla. Sus ojos se perdían en el suelo, su mente en algún lugar anegado por el mar del tiempo. Samuel iba a decir algo, pero su presencia allí ya se le antojaba innecesaria, también sus palabras. La verdad era que, si aquello existía realmente, esa Villa Añoranza estaba a pocos kilómetros de allí. Así que se dio la vuelta y abandonó la casa junto a Violeta, en silencio.

Una vez fuera, el potente sol les recordó que iba a ser un día largo y tórrido. Alonso no sabía cómo sentirse. Acababa de resolver el caso, tenía el reloj de oro de Ulises en el bolsillo e incluso había desaparecido de su mente el tema de Eloína y la imagen del joven cadáver de Isra. Ahora le bullía algo más importante en su interior, exageradamente personal, algo que jamás imaginó pero que, dadas las circunstancias, tenía muchos visos de ser realidad. Un caso había acabado, otro inmediatamente daba comienzo. Debía ir a aquella villa, Villa Añoranza, debía comprobar si Pili decía la verdad. Si allí encontraría lo que ella decía y, de ser así, qué tenía su padre que ver en todo aquello. Debía saber si su padre era o no un asesino.

—Escucha, Samuel. Mírame. Creo que esto lo tienes que hacer solo —le dijo Violeta acercándole las llaves de su coche.

—¿Qué? —Samuel arrugó el entrecejo, alargó la mano, pero no llegó a coger las llaves—. ¿No vienes?

—Cógelas, yo llamaré a un taxi —Violeta le puso ella misma las llaves en las manos a Alonso. Éste la miró, ella le devolvió la mirada, se acercó y le dio un casto beso en los labios que no tuvo respuesta—. Sé fuerte, no confíes en nadie, solo en ti. Solo en lo que te transmitan tus ojos… Cuando quieras, ya sabes dónde encontrarme.

Alonso contempló a Violeta alejarse calle abajo mientras ésta sacaba y se llevaba el teléfono móvil a una oreja. Era hora de reaccionar, abandonar el estado de trance en el que las confesiones de Pili le habían metido. Apretó con fuerza las llaves y se encaminó hacia el BMW de Violeta. Abrió la puerta, entró en el asiento del piloto, ajustó el espejo, introdujo la llave, se dio una maldición en forma de arenga y arrancó.

 

 

La zona de la que había hablado Pili se encontraba a apenas cinco minutos de allí. Un carril estrecho salpicado de casitas a diestra y siniestra, algún que otro chalé enorme, huertos de naranjos y limoneros, más alguna palmera. Zona de huerta total, casi un laberinto de cercados y pequeñas villas en el que lo verde se abría camino. Una casa vieja, casi al final de la Senda de Granada. Alonso apostó consigo mismo que no sería fácil dar con ella. Tampoco encontraba a nadie que le ayudara en aquel microcosmos de casitas y huertos. Siguió avanzando hasta que prácticamente solo había huertos a un lado y a otro, vallas metálicas, árboles y ruinas. Tras unos kilómetros sin novedad, Alonso vio a un anciano llevando una carretilla por el borde del carril. Paró el coche a su altura y bajó la ventanilla.

—Buenas —dijo Alonso, casi gritando—. ¿Le importa si le hago una pregunta?

—Hazla si la ties que hacer, no te via cobrar —respondió el hombre tras detenerse y secarse el sudor de la frente con un pañuelo. Llevaba la camisa de manga corta abierta y unos pantalones grises polvorientos. Alonso se fijó en la enorme nariz en forma de berenjena que dominaba en su rostro—. Lo más que puedes es gastar saliva.

—Y tiempo.

—¿Ices?

—No, nada. Estoy buscando una vieja casa que se supone que anda por estos lares. Villa Añoranza la llaman. ¿Le suena de algo?

—Uh, que sí me suena —el señor se persignó en medio segundo—. Yo de usté ni me acercaba allí, fíjese lo que le digo.

—¿Por qué? —preguntó con cara de extrañeza.

—Hombre, pues no le via icir que esté encantá, pero a mí siempre me ha dao mucho repelús esa casa.

—¿Cómo que encantá? ¿Me está usted hablando de…?

—Ánimas, espíritus, cosas raras de esas. Cosas que uno ha io oyendo. Nadie se acerca allí, ¿sabe usté? Es un sitio de esos que da respeto.

—Ya, ya, ¿y qué cosas se cuentan? Si se puede saber.

Joer, ¿es que va a escribir un libro desto o qué?

—Pues mire, me lo voy a pensar. Últimamente me pasa cada cosa…

—Entonces vaya a Villa Añoranza y verá —el señor hizo un gesto con la mano como abanicándose—. Icen los que vivían cerca que toas las noches había ruido de críos jugando, y lo raro es que en esa casa no vivía nadie desde principios de siglo, del pasao, ¿me entiende? Me da escalofríos na más de decirlo.

—¿Eso es todo?, me esperaba otra cosa.

—¿Qué cosa?

—Pues no sé, una bruja o algo así. Pero críos jugando…

—Se nota que no estaba usté ahí por las nochecicas. Si no, a lo mejor, otro gallo le cantaría.

—Es posible —Alonso se acarició la nuca, iba siendo hora de ir al grano y poner fin a esa extraña conversación—. Bueno, y ¿dónde está la villa esa?

—Pues tiene que seguir hasta allí al final, ¿ve esas dos palmericas? —dijo señalando al horizonte—. Cuando llegue a su altura vaya por el caminico de tierra de la derecha y ya tire to recto pa la casa.

—Ok, gracias —Samuel se apresuraba a volver a encontrar el botón de subir la ventanilla—. Me faltaba ahora encontrarme con un fantasma…

—¿Mande?

—Nada, hombre, nada. Que con Dios.

Alonso siguió su camino, dejando paulatinamente atrás al buen hombre, que no tardó en volver a coger su carretilla y proseguir con su sacrificada jornada. En efecto, al llegar a las dos palmeras del fondo había un camino de tierra, camino que no carril, pues el coche apenas pasaba rozando la maleza de más de un metro de alta que se agolpaba a ambos lados de la senda. Al final del mismo estaba la casa, o más bien el recuerdo de lo que debió ser una casa. Sí que parecía una casa propia de las películas de terror: gris, devastada, oxidada. Una planta, tejado a dos aguas cubierto de cañizo, paredes de adobe con el encalado reseco y descascarado. Los árboles se cernían sobre ella como si su misión fuese darle cobijo. Los grillos, chicharras y demás bichos que en sus ramas habitaban chillaban como si no hubiese un mañana. Todo formaba un cuadro muy raro, con maleza y enredadera por cada grieta de unos muros que parecían aguantar a duras penas el irresistible paso del tiempo.

Samuel echó el freno de mano y abandonó el coche. Junto a la puertecita de la valla de cañizo que daba entrada a la finca había un cartel de madera tallada que rezaba Villa Añoranza. Entró en un pequeño patio delantero en el que no había nada salvo matas, profusa vegetación que dejaba un pequeño sendero que conducía a los dos escalones de piedra que a su vez llevaban a una puerta de robusta madera de roble. Por el marco derecho trepaba una lagartija. Alonso iba en busca de la ganzúa que solía llevar en la cartera cuando decidió probar suerte y mover el pomo. La puerta se abrió con un gruñido que se oyó en toda la huerta. Dentro todo era como una fotografía de color sepia: mesa y sillas cubiertas por una gruesa capa de polvo, un polvo que se encontraba a espuertas en el aire, flotando parsimonioso en el viciado ambiente. Un jarrón que algún día debió contener flores le dio la bienvenida. Un espejo negro, comido por el tiempo, parecía la entrada a otra dimensión. Un felpudo bajo el cual habría decenas de micro especies.

Alonso dejó el recibidor atrás y pasó a lo que parecía ser el salón. Al cruzar el umbral que separaba ambos espacios se percató de un enorme agujero, a la altura de su cabeza, que decoraba la puerta de la sala. La nueva estancia seguía la tónica de la anterior, polvo por doquier y una oscuridad apenas rota por un par de haces de luz que entraban por entre las lamas de la persiana. Había una gran mesa de madera cubierta por un mantel oscuro, dos sillones de mimbre con los asientos desgastados, una mecedora y una chimenea en una de las paredes laterales. Sobre la misma una repisa de fotos viejísimas en blanco y negro que apenas se distinguían por efecto del polvo acumulado. En las paredes colgaban media docena de platos pintados, la típica decoración de barraca de toda la vida. Pendiendo del techo, entre las colañas, otra pieza de museo, una antigua y señorial lámpara de araña. Siguió avanzando a través de un oscuro pasillo salpicado de puertas, sintiendo y oyendo el crujir del suelo con cada pisada. Al final se encontraba la luz. Una escalera que daba a la planta de arriba y nueva puerta daba al patio trasero de la villa, mucho más amplio que el delantero, también más florido y salvaje. Una vieja bicicleta oxidada, un banco de madera, un par de higueras con decenas de frutos negros en el suelo. Flores, muchas flores creciendo sin control. Alonso clavó su mirada en la figura central del patio: un viejo columpio con dos asientos de madera carcomida colgando de oxidadas cadenas. Ahí vino el primer escalofrío. Un escalofrío a más de treinta y cinco grados centígrados de temperatura. 

El detective se acercó a la zona del columpio sin despegar los ojos del suelo. Balanceó uno de los asientos, provocando un molesto chirrido que se metió en su cabeza. Después se puso a pisar por la parte central, justo entre ambos asientos, levantando la tierra con poco convencimiento con la punta del zapato. No podía ser. No se lo podía creer. ¿De verdad había allí lo que había dicho Pili? ¿De verdad encontraría un cuerpo? ¿Un cadáver? ¿Huesos bajo tierra? De repente, todo se había vuelto como una película, una de esas en las que el personaje que creías que era como era resultaba que no era para nada como parecía que era. Una en la que los secretos sobrevivían varias décadas, soterrados por el egoísmo y el miedo.

Llegados a aquel punto, Alonso tenía dos salidas. La salida número uno era abandonar ese lugar que le ponía los pelos como escarpias y no volver jamás. No hablarle de ello a nadie, obligarse a borrarlo de la mente, como debía hacer con tantas otras cosas que le habían sucedido últimamente. Hacer como que no sabía nada, que aquella historia nunca había llegado a sus oídos. No remover el pasado, dejarlo enterrado. La salida número dos le llevaba a entrar en un pequeño cobertizo de madera situado tras la higuera, buscar una pala o alguna herramienta parecida y ponerse a cavar como un condenado en la zona del columpio. Con la primera su vida seguiría siendo exactamente la misma, por la salvedad de un y si que le acompañaría toda la vida. ¿Y si era verdad? ¿Y si pude hacer algo? ¿Y si papá era un asesino? Con la segunda se arriesgaba a descubrir la verdad sobre su padre. La verdad sobre Ulises. La verdad verdadera. Merecía la pena indagar en busca de la verdad. ¿No se dedicaba a eso? Debía olvidarse de teorías y repercusiones. Debía ser él. Debía decidirse y lo hizo. Efectivamente, en el cobertizo había varias y enrobinadas herramientas. Entre ellas una pala de áspero mango y oxidada plancha.

Era casi mediodía, el sol caía de pleno. Los bichos aumentaban el volumen de su concierto. Alonso se quitó la camiseta, la dejó colgando de la parte superior de la estructura del columpio y empezó a cavar. Pala al suelo, pie a la pala, sacar tierra. Una vez, y otra, y otra, y otra más. Secarse el sudor de la frente. Vuelta a la tierra. Alonso negaba con la cabeza, no se lo terminaba de creer. De pronto se sentía ridículo, perdiendo el tiempo, haciendo el indio en medio de ninguna parte. Al menos nadie había allí para verlo, ningún testigo que observara a un tío sudando como un cerdo haciendo un agujero en un patio de una casa perdida de la huerta. El caso es que siguió dándole a la pala, siguió sacando tierra, con el cegado empeño de quien busca un tesoro. Solo que aquello, si lo encontraba, era todo lo opuesto. Lo contrario a un tesoro. ¿Cómo llamar a eso? Alonso dio pronto con la palabra: no estaba buscando un tesoro, estaba buscando un castigo. Uno para algo que él no había hecho, ni siquiera buscado o merecido, pero que de dar con él le devastaría.

Siguió cavando, haciendo el agujero más y más profundo, agolpándose en los laterales la tierra extraída. Ya se hacía necesario entrar en el hoyo para proseguir. Samuel echó un rápido vistazo, la tierra se le había adherido por todas partes, pantalones y zapatos polvorientos, una fina película de tierra se le pegaba en el torso, creando con el sudor una asquerosa capa que tardaría en abandonarle más de una ducha.

Escupió al aire y siguió cavando. No se iba a ir ahora. Si las negras previsiones eran ciertas, estaría ya muy cerca. Si era una macabra broma, aún seguiría cavando un buen rato más. Pero nada de bromas, el destino no iba a ser tan amable. Dos palazos después, dio con algo sólido. Un crack en toda regla. Ese fue el momento del segundo escalofrío, el definitivo. Tragó saliva, clavó la pala a un lado y se agachó. Aquello tenía toda la pinta de ser lo que parecía ser. Lo que se suponía que debía ser pero que Alonso deseaba que no fuese. Utilizando las manos comenzó a apartar la tierra de la cosa, limpiando con los dedos, soplando incluso hasta quedar bien definidos sus contornos. Cuanta más prisa se daba, más claro quedaba que aquella cosa que iba a sacar de la tierra era un cráneo humano. 

El detective se limpió el sudor con el antebrazo y se sentó en su hoyo. Tenía muchas cosas en las que pensar, muchas opciones que sopesar, mucha hiel que tragar. Algunas relacionadas con el honor y la nobleza, otras con la mentira y la miseria. Podría haber enterrado literalmente la verdad, ser otro portador de aquel secreto durmiente durante treinta y cinco años. Callar durante treinta y cinco más. Mirar a otro lado... Pero no lo iba a hacer. No podía dejar de averiguar de quién era ese cráneo que no podía dejar de observar. Quizás fuese de Ulises, quizás no. Quizás fuese asesinado por su padre, quizás no. Aquello dejaría de depender enteramente de él en unos segundos. Iba a hacerlo público, el secreto iba a dejar de ser tal. Podría destapar la caja de Pandora, pero le tocaba hacerlo. Estaba decidido, iba a dar parte.

Alonso sacó su teléfono móvil de uno de los bolsillos de su pantalón y comprobó si tenía cobertura. Una raya. Debía ser suficiente. Marcó el número de la policía y se llevó el móvil a la oreja. Estática, pitidos, el primer tono. Pronto se sabría la verdad. Pronto aquel apartado rincón se llenaría de agentes del orden y de la científica. Pronto un nuevo agujero se abriría en el alma de Samuel Alonso.