Capítulo 4

Frente Antimarxista

 

 

 

 

 

 

 

25 de diciembre de 1980

 

Aparte de la familia y allegados, nadie está para nadie el día de Navidad. Santos lo sabe bien, por eso aparca sus ansias de seguir con el caso de Ulises Carpe y espera. Veinticuatro horas no son nada, se dice, ya algunas menos. El día avanza inexorable, lo que pasa es que apenas soporta estar encerrado en casa ni un minuto más. Se ha tragado el concierto de Navidad de no sé qué orquesta alemana y el musical de John Denver y Los Teleñecos que echaron por televisión. Ya ha comido todo lo que debería haber comido para una semana. Ha bebido casi media botella de vino, no se ha fumado un puro porque odia el tabaco. Mientras su mujer e hijo descansan, y aprovechando que su suegra les ha dado una tregua yéndose a felicitarle la Navidad a sus vecinas, Santos se tumba en el sofá y mira al techo. Solo espera que el tiempo pase rápido, que llegue a su fin un día en el que la mayoría del mundo dice ser feliz pero que a él no le supone más que un estorbo. Es un día perdido en lo que a sus obsesiones se refiere. Y su principal obsesión ahora es dar con Ulises.

No le vendría mal una mano de pintura. Al techo, claro. Tampoco vendría mal mudarse, piensa, a una casa mejor, una más grande, más nueva, una en las que las tuberías no tengan vida propia. De los pensamientos acerca de la casa pasa a los del caso. Le da muchas vueltas al asunto, pero sabe lo que hay. Apenas tiene nada sólido, solo una media historia de amor, un folleto de propaganda fascista, una caja de cerillas de una conocida discoteca y un nombre: Pili. Insuficiente para encontrar a Ulises, suficiente para poder seguir intentándolo. Tendrá que ser mañana, hoy solo hay calor de hogar, luces parpadeando y buenos deseos.

Se levanta y va hacia la mesa de la cocina con la intención de echarse otro vasito de vino cuando se le ocurre a dónde puede ir. Detiene su avance y desanda unos metros, se dirige ahora al dormitorio, el remanso de paz donde Concha y Pedro duermen casi abrazados. Los contempla un instante, bella estampa, todo está bien. Todo está como se supone que ha de estar. Coge la chaqueta de coderas, se la pone y se dirige a la entrada de la casa. Allí, junto a la puerta, siempre hay un cenicero lleno de llaves, un bolígrafo bic y un pequeño bloc. Pasa hasta una hoja en blanco y escribe: «Me voy al despacho. Vuelvo enseguida».

Deja la nota pillada en una esquina por el cenicero, coge puerta y se va…, pero no al despacho.

El coche está helado. Cuando consigue arrancarlo se frota las manos y sale adelante. Siente un leve mareo que se va disipando con el aire fresco que acaricia su cara a través de la ventanilla. Al principio conduce por conducir. Está dando un deliberado rodeo, no las tiene todas consigo. Quiere, pero no quiere. Le importa y a la vez le da igual. Muy raro todo. Da vueltas sin sentido por las semi desérticas calles. Ha elegido un buen día para conducir, es prácticamente el amo de la carretera, la gente aún sigue en la alargada sobremesa de turrón, alfajores y mantecados. Y cafés, anís, cava, sidra y whisky. Se para en un semáforo, cuando se pone verde sigue parado. Mira al horizonte, sin ver nada, se mesa el bigote, ensimismado, no sabe por qué le cuesta tanto decidirse. 

De un volantazo cambia el sentido y se dirige raudo hacia el lugar que no sabía si quería o no quería visitar. No anda lejos, en menos de cinco minutos se encuentra frente al edificio adosado a la iglesia, lugar también conocido como la casa del cura. Paredes blancas, portón de reja. Llama al timbre y, al minuto, la puerta se abre. Detrás de la misma hay un hombre mayor, muy mayor, que debe superar con amplitud los ochenta. Pelazo blanco, ojos grandes, grandes bolsas bajo ellos y espesa barba blanca. Viste de negro con clergyman al cuello. Al principio le cuesta reconocer al tipo que ha llamado a su puerta. La última vez que lo vio tenía el pelo negro, no llevaba bigote. Sus ojos eran también distintos.

—¿Santos? —Santos asiente serio—. No me lo puedo creer… —dice asombrado el cura—. Loado sea Dios. ¿Cuánto hace que no te veía? ¿Catorce, quince años?

—Algo así, Horacio —responde Santos con sequedad—. Cuando te fuiste a vivir tu aventura en Colombia.

—¿Aventura? Bueno, es una forma de decirlo —el sacerdote se mesa la barba—. Yo más bien diría: mi misión.

—Ya, una misión comunista en el otro lado del mundo. No sé cómo no te detuvo Franco por rojo cuando volviste.

—Ni rojo, ni verde, ni morao —responde Horacio, sacando carácter—. Aquello era labor humanitaria, ¿sabes lo qué es eso? Yo luchaba por la igualdad, la justicia, porque esa pobre gente tuviera un plato que llevarse a la boca. 

—Claro… ¿Lo conseguiste?

—Pues se hizo mucho, aunque no lo creas, o no te interese saberlo. No todo es como sale en las noticias, Santos, no todos son unos locos con armas viviendo en la selva.

—No digo que lo sean ni que lo dejen de ser… Digo que no era cosa tuya.

—Algo tenía que hacer. Hay dos clases de personas en este mundo, Santos. Los que ven algo y creen que pueden ayudar y ayudan, y los que ven ese algo, pero se dan la vuelta y lo ignoran.

—Como tú me ignoraste a mí.

Tras aquellas frases se hace el silencio, un silencio incómodo y frío, en una calle solitaria y húmeda por la que corren ecos de murmullo, jolgorio y villancicos. También resentimiento y culpa.

—Eso es injusto, Santos, yo…

—Tú eras un padre para mí, Horacio. Fuiste más padre que mi propio padre y lo sabes. Pero te largaste.

—No digas eso, él…

—A él solo le interesaba su trabajo. Los hijos para sus madres, eso es lo que siempre decía… —Santos baja la mirada, siempre le causa dolor hablar de su padre—. Lo tengo grabado.

—Pero…

—Pero nada, tú llenaste ese vacío durante muchos años. Eras la única persona a la que podía acudir, la única en la que confiaba… —Santos se para un momento, traga saliva—. Hasta que te largaste a tu condenada selva.

El padre Horacio se queda un instante mirando a Santos, trata de escudriñarlo, de ver más allá de la carne. Ira, eso era lo que ve en su mirada, una fiereza mayor de la que ya de por sí solía gastar el ex policía. Algo pasa en su vida, algo no va bien. El mero hecho de que esté ahí parado en su puerta tras tantos años es por algo, dice mucho, no podía haber ido solo a echarle en cara cosas que pasaron más de una década atrás.

—¿Por qué no pasas, Santos? —pregunta el cura, echándose amablemente a un lado y dejando hueco para pasar—. Vamos, por favor, hablemos dentro.

El detective vacila, se queda en la puerta inquieto, resopla.

—Siento mucho que pienses que te abandoné. Pero tenía que irme —los cansados ojos de Horacio claman perdón—. Tenía que hacerlo. Además, ya no eras ningún crío… El Señor me reclamó allí, ¿entiendes? Por favor, Santos. Te conozco, sé que no estás bien. Entra. Entra y cuéntame lo que quieras. Sea lo que sea que te pasa, tiene solución.

Al fin Santos concede. Se mesa el bigote nervioso, mira al suelo y emprende la entrada a la casa. El interior es austero, frío, paredes viejas, gotelé gris, algún crucifijo, algún cirio encendido. Un estrecho pasillo da a una pequeña sala algo más acogedora. Horacio le indica a Santos que tome asiento en una de las dos butacas que se encuentran dispuestas frente a la mesita de la televisión. Encima de la tele hay un pequeño Nacimiento, sobre el mismo un calendario con la imagen de la Virgen con casi todos los días de diciembre tachados.

—¿Te apetece un café? Acabo de hacer una cafetera… —ofrece Horacio su particular pipa de la paz.

—Está bien.

El cura desaparece de la estancia por la puerta de la cocina. Desde la salita Santos oye cómo coge unas tazas y vierte líquido en ellas. En aquel lugar, con ese aroma, los recuerdos llegan al detective en cascada; muchos ratos pasó allí, en su juventud, en sus años de monaguillo. Del colegio a la parroquia, de la parroquia a casa. Ese era su día a día, su rutina. Se levantaba con su madre, lo llevaba al colegio, después a la parroquia, hasta que lo recogía por la tarde-noche para hacerle la cena y arroparlo para dormir. A su padre podría pasar días sin verlo, siempre en su despacho, siempre con trabajo, siempre con algún cliente al que supuestamente debía visitar. Horacio le acogió, le dio consejos cuando Santos los pidió, se convirtió en alguien de confianza, alguien con el que se podía contar. Incluso iba al colegio a hablar con el director cuando Santos armaba alguna, o simplemente cuando querían felicitarlo por sus buenas notas. Era la persona que estaba ahí.

En esas está Santos cuando aparece Horacio con las dos tazas y un azucarero. Santos coge una mientras el cura toma asiento frente a él. El detective da un sonoro sorbo. Le sienta de maravilla. Nota que Horacio sonríe.

—Me hace muy feliz verte aquí, hijo. En tu sitio, como si el tiempo no hubiese pasado…

—Pero ha pasado.

—Lo sé, lo sé —Horacio deja la taza en una mesita auxiliar que hay al lado de su sillón—. No hay más que echarnos un vistazo. Me vas a perdonar que te lo diga, pero no tienes muy buena cara, Santos.

—Tan suspicaz como siempre, padre.

—Sé que algo te aflige, hijo, lo vas proyectando por todas partes —de nuevo se rasca la densa barba—. Sé también que no has venido a hacerme una visita de cortesía, aunque te agradezco mucho que te hayas acordado de mí en un día tan señalado…

—El día es lo de menos, Horacio. Yo… —Santos siente como las palabras se le quedan en la garganta—. Creí que podrías ayudarme, darme consejo como hacías antes.

—Habla, hijo, por Dios. No tengas miedo de las palabras. Necesitas desahogarte, contarme tus penas. Siempre he sido bueno escuchándolas, ¿no?

—Estoy aquí porque no sé muy bien cómo hacer… —Santos hace otra pausa, le cuesta un mundo explicarse—. Estoy viviendo un momento… Estoy algo perdido, padre.

—Perdido.

—Eso es. Yo… las palabras sabes que no son lo mío.

—Inténtalo, Santos, todos tenemos nuestra forma de comunicar lo que sentimos.

—Ese es el problema. No estoy seguro de saber qué siento y qué no siento —dio un sorbo largo de su café y dejó la taza en la mesita—. ¿Sabes que me casé?

—¡Claro!, con Conchita Hernández, una muy buena mujer. A veces viene por aquí a misa, aunque ahora que lo pienso hace mucho tiempo que no la veo.

—Sí. Pues tenemos un crío. Y, bueno, hay otro en camino.

—¡Eso es maravilloso, hombre! —Horacio se alegra de verdad, se le nota en la cara, su expresión cambia por completo—. Has sido bendecido con una hermosa familia, no sabes cuánto me alegro. ¿Cuál es tu problema entonces?

—La cosa es que no estoy mucho con ellos, y cuando estoy me quiero ir. No sé —Santos niega con la cabeza—. Tengo algo dentro que no está bien, padre. Yo… necesito buscar otras cosas fuera, no sé si me entiendes, pero en el fondo…

—En el fondo sabes que lo que quieres es a tu familia —termina Horacio con la frase.

—¡Exacto! —el rostro de Santos tiembla—. Estoy intentando reconducirme, pero ¿por qué es tan difícil?

—Porque todo lo es, hijo. No hay nada fácil en esta vida.

—No debería ser así.

—Ya, pero lo es —el cura se incorpora de su asiento—. Mira, a veces hacemos cosas que se escapan de nuestra lógica, cosas que nunca pensaríamos que haríamos. Pero las hacemos. Nos arrepentimos nada más hacerlas, pero volvemos a caer una y otra vez. Así somos las personas, tú no eres especial, Santos. Solo eres uno más, como todos.

—Como todos, no —Santos niega, se ve a sí mismo agarrando por el cuello a Carlos, el miedo a la muerte en sus ojos—.  Créeme, Horacio. Como todos, no.

—Bueno, supongo que hay mejores y peores, pero todos somos hijos de Dios. Todos podemos ser perdonados si lo deseamos de verdad —Horacio se queda callado unos segundos, se mesa la barbilla—. Aguarda aquí. Tengo una cosa que enseñarte.

Horacio desaparece de la sala durante un par de minutos. Santos nota cómo sube unas escaleras hacia el piso de arriba y oye cómo arrastra un pesado mueble por el suelo. Después silencio, otro par de ruidos, y de nuevo pisadas en los escalones. Cuando al fin Horacio aparece en la sala Santos no puede evitar dar un leve respingo en su asiento. Abre los ojos todo lo que puede, le mira a la cara y luego a la cosa que tiene entre manos. Frunce el ceño y pregunta alarmado.

—¿Qué demonios es eso?

—Tú que has sido policía lo sabrás, digo yo. Es un AK-47 —responde el sacerdote con tranquilidad, portando el fusil como si tal cosa—. Un instrumento peligroso, muy peligroso.

—¿Puedo?

Santos se pone de pie y avanza hasta Horacio el cual, con cuidado, le presta el famoso fusil de asalto soviético. Una joya dentro del mundo de las armas, probablemente el fusil más producido y usado de la historia. El detective lo toma con ambas manos, lo gira, comprueba su peso, examina sus partes, el cañón, el gatillo, el cargador, vacío, de baquelita, el pistolete y la culata de madera envejecida… Sin duda, esa arma ha sido usada, sin duda, si pudiera hablar, contaría horrendas historias de muerte y desolación.

—¿Te trajiste esto de…? —comienza a preguntar Santos.

—Sí.

Santos silba.

—¿Cómo pudiste meterlo en el país?

—Bueno, no fue tan complicado —admite el cura—. Traje un arcón lleno de cosas. Ropas, recuerdos, incluso comida de allá… Esto iba despiezado y escondido en el fondo. No suelen registrar demasiado a un cura.

—Ya veo —Santos sigue contemplándolo con cierto asombro—. Ahora tengo que preguntarte por qué.

—Fue un regalo —contesta el cura con una sonrisa y brillo en los ojos.

—Menudo regalito.

—Bueno, lo acepté por lo que significa. Lo guardo porque me hace recordar justo lo que te quería decir: que un hombre, incluso el peor, puede cambiar si se lo propone.

—Uhm. Tú… ¿lo usaste? —pregunta Santos a la par que le devuelve el fusil a su dueño.

—¿Yo? No, no. ¡Dios bendito! —Horacio niega con todas las partes de su cuerpo—. Jamás he empuñado uno, de hecho, no estoy seguro de saber ni cómo cargarlo…

—Claro que sí. Debiste verlo muchas veces allá, como tú dices.

—No te creas, como te he dicho, mi labor era bien distinta. Yo ayudaba a todo lo relativo a mejorar las condiciones de vida y espiritualidad de algunas aldeas. Son muy pobres, apenas tienen alimento para pasar el día, sin servicios de ningún tipo, date cuenta, cabañas en medio de la selva.

—Pero están en guerra.

—Sí, por desgracia la guerra está presente en el día a día, es una cosa más a la que se han acostumbrado. A la que te acostumbras. Como la lluvia o los mosquitos —Horacio parece meditabundo por momentos—. Otros compañeros sí que tomaron un arma y lucharon, yo la única arma que tomé fue la palabra de Dios.

—¿Y te fue bien con eso?

—Sí… No. No lo sé. Conseguimos algunas cosas, en cambio otras… —la mirada del cura se oscurece por momentos—. Muchos murieron. Hubo sufrimiento, pero también esperanza. No se puede vivir siempre sufriendo, esa gente, la gente salía adelante con lo que tenía. Muchos eran felices con lo que tenían. Con solo vivir un día más.

—¿Y el AK? —pregunta el detective señalando al fusil.

—Ah sí. El AK —Horacio vuelve a su butaca, posa el fusil en su regazo—. Pertenecía a Martín Carrillo, uno de los soldados del Ejército de Liberación Nacional que protegían las aldeas en las que estuve. Un tipo duro, reservado. Un asesino. Pero cambió, ¿sabes? Cambió cuando conoció a una muchacha.

—Venga. ¿Me vas a contar una historia de amor?

—Todas las buenas historias son de amor —tercia Horacio, provocando un dubitativo asentimiento en Santos—. A Martín lo llamaban el verdugo, no hace falta que te explique por qué… No tenía problema para apretar el gatillo, algunos dirían que hasta disfrutaba haciéndolo. Pero todo cambió cuando se cruzó en su camino Roberta, la muchacha que te decía. Al principio era como un romance secreto, yo lo conocía porque ella venía a confesarse. Ya sabes. Más que nada me hablaba maravillas de Martín, que en el fondo era bueno, que la guerra le había absorbido, pero que no era así… Que no era un asesino.

—Si matas eres un asesino. Punto.

—Pero hasta un asesino es perdonado por Dios, si de verdad está arrepentido —añade el cura, elevando sus índices ligeramente hacia el techo—. La relación se oficializó cuando Roberta quedó encinta, imagina la sorpresa de todos, excepto la mía, claro. Me pidieron que los casara, cosa que hice, por supuesto. Martín, poco a poco, fue cambiando. Se le veía más cercano, más sonriente, más humano, en definitiva.

—Ya veo por dónde vas —admite Santos, que apura su café.

—Imagino. No es una historia muy original, solo es una historia real —prosigue Horacio—. Cuando nació el niño decidieron irse de la aldea. Aquel lugar, con aquel oficio… no era el mejor entorno para el crío, desde luego.

—¿Un soldado? ¿Irse? ¿Eso no es deserción?

—Escucha. Ocurrió una noche. Entraron en mi estancia y me contaron sus planes. Sabían que podían confiar en mí. Me dijeron que irían al norte, probablemente a alguna ciudad donde empezarían de cero. Una nueva vida, los tres juntos. Martín me dijo que nunca más quería volver a coger un arma, mucho menos usarla contra nadie. Por eso me dio el AK-47. Era su forma de dejar una vida atrás, de abrazar una nueva. 

—Ya veo —Santos se repantingó en la butaca—. ¿Y qué fue de ellos?

—No tengo ni la más remota idea. Aquella noche fue la última vez que supe de ellos —Horacio sonríe, son duros, pero a su modo bellos, esos recuerdos—. Todos los días rezo porque estén bien, porque llegaran sanos y salvos a dónde quiera que fuesen. Quiero creer que es así, que han encontrado su sitio y que son felices.

Santos dedica una mirada piadosa a Horacio. No se lo va a decir, pero cree que es un iluso, que guarda demasiada esperanza para un mundo que se consume, que golpea y que mata cada día. Probablemente no avanzaron ni un par de kilómetros, piensa el detective, Martín, Roberta y el bebé. ¿Quién sobrevive solo y desarmado en un sitio como ese? Aprecia y entienda la historia de Horacio, pero no va a compartir su opinión, su punto de vista pesimista sobre algo que nunca llegará a saber.

—Entiendes por qué te he contado esto, ¿verdad?

Santos contesta emitiendo una suerte de gruñido.

—Si un asesino pudo cambiar, cualquiera puede hacerlo. Si él fue capaz de dejar su fusil, sus balas y sus muertes, cualquiera puede abandonar lo que sea que le impide centrarse en lo que de verdad importa. Él comprendió que eso era su familia. Imagino que tú también lo comprendes, que sabes de su importancia. Ahora tienes que creértelo de verdad.

Detective y cura se quedan contemplándose durante un instante, un instante, una contemplación, que significa una vida, catorce, quince años o los que sean. A pesar de estar tanto tiempo sin verse la complicidad es la misma de siempre. A pesar de que Horacio intuye, pero no sabe nada de la doble vida de Santos, y que éste imagina, pero no sabe las cosas que el cura tuvo que hacer en Colombia, hay un entendimiento tácito entre ambos.

—Ya sé por qué he venido —Santos esboza algo parecido a una media sonrisa—. No lo sabía, pero echaba de menos tus sermones.

—Vete a hacer gárgaras —dice haciéndose el ofendido—. Debes estar muy mal si has venido solo a eso.

—Y lo estoy, padre, lo estoy. Me agobiaba en casa, necesitaba poder hablar con alguien. Soltarlo.

—Y tu lista de amigos no es muy larga.

—No. No hay ni lista.

—Me alegra que hayas venido, me alegra mucho verte aquí. Poder conversar como antes —el anciano empezaba a emocionarse, pero supo contenerse—. Que me cuentes algo, aunque, como de costumbre, creo que callas más de lo que dices.

—No creo que eso vaya cambiar —Santos se pone de pie, ya ha tenido bastante—. Hoy no.

—Vuelve cuando quieras, ya sabes que tú y tu familia siempre tendréis estas puertas abiertas.

—Lo sé —el detective hace una pausa, chasquea la lengua, va a decir algo que no suele decir nunca—. No olvides que tú también eres mi familia.

Santos y Horacio sellan finalmente la paz con un apretón de manos. Un apretón que significa muchas cosas, pero sobre todo una: el rencor puede desaparecer. Santos no siente que haya recuperado a algo así como a su padre, pero casi, siente que se ha quitado una espina que cada día le infectaba más. Ese hombre no tuvo la culpa de que su madre fuese una pusilánime, ni de que su padre fuese un hijo de perra putero que nunca le quiso de verdad. Solo hizo lo que tuvo que hacer, lo que sintió que tenía que hacer y fue hasta dónde debió ir. Al fin y al cabo, era su vida y Santos no tenía derecho a cuestionarla. Santos sabe bien que la única persona que actuó como un padre en su vida es ese anciano que se fue a la selva a luchar por la decencia humana.

—Feliz Navidad, hijo.

Esas son las tres últimas palabras que Horacio dice a Santos antes de que éste abandone su casa, coja el coche y vuelva a su hogar. Al llegar a casa no le dice nada a Concha, que ya se encuentra despierta, incómoda por los casi nueve meses de niño que lleva en el vientre, dándole la papilla a Pedro mientras éste hace pedorretas y salpica de crema todo lo que entra en su radio de acción. Santos se quita la chaqueta, besa en la frente a su mujer. Pero no le cuenta dónde ha estado. Por alguna razón prefiere no hacerlo. Orgullo, quizás. Una vez dijo que no volvería a hablar con ese maldito cura nunca más. Textualmente. En el fondo Concha sabía que era una bravuconada, que hablaba por hablar, pues era bien consciente de lo que Horacio significaba para Santos. Sabía bien el afecto que le tenía a ese hombre. Le daba pena por Horacio, una buena persona en su opinión, que no merecía el trato dispensado por su marido. Pero él era así, siempre tomando afrenta contra aquellos que creía que le fallaban. No, Santos no le dice a dónde había ido, pero muy bien podría hacerlo. A ella le parecería bien, se alegraría por él. Pero no, no dice nada. En vez de eso se sienta a la mesa de la cocina y coge una gasa con la que limpia la boca, las mejillas e incluso las manos a su hijo. Pronto surge un tema cualquiera, cosas del día a día y hablan. Terminarán de darle la papilla al crío, pronto estará durmiendo. Cenarán algo, se irán a ver la tele un rato y después a descansar. Como un matrimonio normal, como una familia normal.

 

 

Al día siguiente la actividad es bien distinta. Pasado el festivo, la gente vuelve a sus quehaceres diarios, a la misma rutina de siempre, solo que con las digestiones más delicadas y con menos ganas de dar chapa que de costumbre. En una de las puertas del bar confitería Tudela se encuentra un tipo alto, con poco pelo, gran bigote de morsa y una llamativa verruga en la frente. Cuando Santos llega hasta él se dan la mano con vigor y pasan adentro. Son las doce del mediodía, buena hora para tomarse un pastel de carne con una cerveza. El típico tentempié murciano. A la espera de que el joven y delgaducho camarero les traiga lo que han pedido, Santos y el tipo alto se sientan en una de las mesas junto a la cristalera.

—Así que nada, el jefe tan mamón como siempre, los demás tan holgazanes como los recuerdas. No ha cambiado mucho la comisaria desde que te fuiste, la verdad.

—La verdad es que me importa poco, Eugenio —responde Santos con cara de asco—. Se pueden ir todos a tomar por culo.

—La leche, Santos, ya casi no recordaba lo borde que eres.

—Me echaron como a un perro. ¿Qué esperabas?

—Qué exagerado, más bien te invitaron a abandonar. Ya ha llovido desde aquello, hombre —dice Eugenio mientras el muchacho les sirve los pasteles y las cervezas—. Hay que pasar página.

—Yo paso página —Santos coge su tercio—. Pero no olvido. Y mucho menos le voy a dorar la píldora a esa gentuza.

Ambos dan un trago de sus cervezas y se sacuden las manos antes de empezar a pegarle bocados al pastel. Eugenio ve algo raro en su ex compañero, no son solo los años, que no pasan en balde, es otra cosa, algo oscuro y raro, es su mirada, son sus gestos.

—¿Y qué tal te va con la agencia? ¿Muchos clientes?

—Los suficientes, supongo —Santos solo mira su plato.

—Ya, hay mucho cornudo por ahí, ¿verdad?

—Más de los que parecen.

—Pues me alegro —Eugenio hace una pausa, da un par de dentelladas a su almuerzo—. Quiero decir, me alegro por ti, no por los cornudos… Pobrecillos, bastante tienen.

—Y que no falten.

—Amén a eso —Eugenio alza su botellín, pero al ver que Santos no hace lo propio, lo choca de todas formas contra el del detective en signo de brindis—. Bueno, ya que veo que estás tan hablador como siempre, así que iré directo al grano. No me has dado mucho tiempo, pero gracias al Muñoz, el de la brigada antiterrorista, te he podido conseguir un informe bastante majo sobre el grupo ese que me dijiste.

—El Frente Antimarxista —a Santos apenas le quedaba pastel ni cerveza ya.

—Exacto —Eugenio se limpia las manos con un par de servilletas del expendedor y echa mano de una cartera que había dejado en el suelo. De ella saca una carpeta azul en la que lleva varios papeles—. Esto es lo que hay. El nombre que te debes grabar en la cabeza es el de Mario Infer.

—¿Infer?

—Sí, el apellido le va como anillo al dedo. Al parecer es un buen elemento. Pertenecía a la conocida como Triple A: Alianza Apostólica Anticomunista, igual te suena —dice Eugenio ante la cara de piedra de Santos—. Es, o más bien era, un grupo terrorista de ultraderecha que operó en diversos lugares del país. Sobre todo, en el norte y en la capital. Lo suyo más bien era vandalismo callejero, palizas, pintadas…, pero también algún asesinato político. El grupo reivindicó su autoría en los asesinatos de un concejal madrileño y un maestro de escuela que se decía pertenecía al PCE. Al parecer, este Infer era algo así como la mano derecha del líder del grupo. Además, su padre era un hijo de mala madre bastante peligroso que era veterano de la División Azul, no te digo más.

—¿Y qué se le ha perdido aquí?

—Se ve que tuvieron sus diferencias, este era más radical, quería su puesto, hacer las cosas a su manera —Eugenio hace una breve parada, se enciende un pitillo—. Al cabrón le salió mal, preparó un atentado contra su propio jefe, imagínate. En plan príncipe que mata al rey…

—El humo —corta Santos, desvaneciendo con rápidos movimientos de su mano el humo que llega a su rostro.

—¿Qué? Ah ya, no recordaba que eras anti tabaco.

—Soy anti porquería.

—Ya, lo que tú digas —el policía aparta el cigarrillo y prosigue contando—. Como te decía, después de intentar cargárselo tomaron caminos distintos. Infer se vino a ocultarse al sur, después de estar apenas un par de años en prisión. Salió con la amnistía de 1977.

—Políticos.

—Sí. El caso es que aquí fundó su propio movimiento —Eugenio hace la señal de las comillas con los dedos en el aire—, por llamarlo de alguna manera. Otro grupo neonazi del que, de momento, solo se sabe que ha lanzado panfletos, participado en algunas peleas y destrozado un par de lunas de bancos.

—No parece para tanto.

—No te fíes, Santos. Este mamón las tuvo y gordas en Madrid. Ahora con la democracia y toda la pesca estos grupos se están debilitando, pero eso no quiere decir que no sean peligrosos. Hace unas semanas se encontraron a dos fiambres relacionados con esta chusma en una vieja casa de las afueras. Esto me lo ha dicho Muñoz en petit comité, no salió ni en la prensa. Al parecer estaban manipulando algún tipo de material explosivo y se les fue de las manos. 

—Pues que les den. ¿Algo más?

—Pues poquito —Eugenio echa un último vistazo al informe antes de pasárselo a Santos—. Ahí aparecen un par de sitios que suele frecuentar, échales un ojo. Ah, y una foto más o menos reciente del interfecto... ¿Tiene o no tiene cara de demonio?

La fotografía, tomada en una comisaria con los típicos números de fichado, muestra a un hombre de unos treinta y tantos, rubio con el pelo cortado a cepillo, ojos oscuros, cejas gruesas y una mueca de satisfacción, una de esas que dicen yo estoy por encima de esto. Me río de ti. Me río de vosotros. 

—Bah. Solo es una cara —tercia Santos, indiferente.

—¿Y qué vas a hacer? —Eugenio apura la espuma de su cerveza—. ¿Buscarlo y cuando des con él preguntarle amablemente dónde está el tipo ese que buscas? ¿El tal Ulises?

—No seas animal, Eugenio —contesta Santos mientras escruta la fotografía y echa un vistazo al informe—. A mí no me interesa para nada este tío... Aquí está, ¡la Ditirambo!

—¿Qué pasa con eso?

—Una conexión. Encontré cerillas de este local en el piso de Pili.

—¿Entraste al piso de esa Pili? —pregunta Eugenio con los ojos desorbitados.

—Sí, entré… —Santos se queda pensativo ante la mirada reprobatoria del policía—. Ella e Infer son algo. O lo eran. Ya tengo por dónde seguir.

—Pues lleva mucho cuidado, compañero, he oído que en esa Ditirambo se reúne lo más granado de cada casa. No sé si me explico.

—Te explicas.

—Pues extrema precauciones. No me gusta nada lo de los antimarxistas estos… Son imprevisibles y, por tanto, peligrosos. Esa gente no se anda con zarandajas.

Santos responde con su gruñido mientras se echa una mano a la cartera, en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta. Eugenio se lo impide levantándose como un resorte, matando el cigarrillo contra el cenicero y poniendo quinientas pesetas sobre la mesa. Dice que invita él, que le ha gustado volver a verle después de tanto tiempo, a pesar de que siga siendo un cascarrabias y un quemao. Que por los viejos tiempos y todo eso. Santos acepta a regañadientes y le tiende la mano a su ex compañero.

Después cada mochuelo se va a su olivo. Santos vuelve a su 124, mira el reloj de su muñeca y pone rumbo a la calle Calvario de Espinardo. Allí, en la puerta de su edificio se encuentra ya Concha, con un bolso lleno de cosas colgado del hombro y una expresión en el rostro que dice algo así como ya era hora. Concha se monta en el coche y Santos conduce hasta el hospital universitario Virgen de la Arrixaca. De momento se encuentra bien, ningún aviso, pero su mujer sale de cuentas ese mismo día. Tiene cita con el ginecólogo, una revisión que les dirá cómo va su pequeño.

El viaje se hace en menos de quince minutos, Concha habla y habla sobre cosas que Santos oye, pero no escucha. Su madre y el crío, algunas contracciones, la compra, la comida del domingo, la Navidad. Santos se limita a asentir, a decir sí, sí, mientras en su cabeza pasan el tal Infer y la tal Pili, Ulises Carpe, terroristas, neonazis, la Ditirambo. ¿Dónde narices se está metiendo? ¿No debería preocuparse más por su esposa y el bebé?

Llegan al hospital a tiempo. Concha entra en la consulta, Santos se queda fuera, recorriendo la zona de espera una y otra vez. Si fuese una película de dibujos animados dejaría arado el suelo. Elucubra, sopesa opciones, modos de actuar. ¿Merece la pena intentarlo? Algo le dice que Ulises y Pili siguen cerca, que la teoría policial de la fuga por amor no se ha consumado. Lo más probable porque no han podido, porque alguien lo ha impedido. Un niño de Rusia cincuentón y una camarera de casino: la chica del gánster, bueno, en este caso la chica del neonazi, lo cual suena aún peor. Peligroso, como dice Eugenio, muy peligroso. Aún medio retirado una persona así no es agradable de enfrentar, ni de vigilar, ni de seguir. Pero Santos va a tener que hacerlo, es la única pista que tiene, la conexión Infer-Pili-Ulises.

Entonces, de repente, no sabiendo muy bien por qué, algo sucede. Santos siente un vuelco en su estómago, una sensación extraña, un malestar general, una preocupación brutal. De golpe todo en lo que ha estado pensando hasta un momento atrás se desvanece. El caso, la camarera, el Frente Anti lo que sea se van como quien tira de la cadena. En su cabeza únicamente hay sitio para su mujer, sitio para su hijo, sitio para su próximo hijo. Lo más importante es la familia, como dice el padre Horacio. Santos gira la cabeza y mira a la puerta tras la cual se encuentra Concha. La puerta está ahí, quieta, inanimada, como congelada en el espacio-tiempo. Detrás lo más importante de su vida, era eso, ¿verdad? El motivo por el cual debía levantarse cada día, la recompensa al llegar a casa después de una larga y dura jornada de trabajo. Santos siente angustia, una desazón que le va comiendo de dentro a afuera, un sudor frío que emana de lo más profundo del alma. La conciencia zarandeando al cuerpo.

Unos instantes después sale Concha. Respira hondo, se persigna, junta sus manos, parece murmurar una oración. Santos se acerca preocupado.

—¿Qué pasa? ¿Cómo va…?

—Bien, muy bien —responde Concha esbozando una sonrisa—. Me han dicho que apenas he dilatado un centímetro. Aún es pronto, probablemente me queden un par de días o más para que nazca. Mejor nos vamos a casa.

—¿Sí? ¿Estás segura? Yo… ¿Quieres que hable con el médico?

—¿Qué es, Santos? Está todo bien, no tienes por qué preocuparte.

—¿Qué no? Claro que me preocupo. ¿Cómo no preocuparme?

—¿Qué te pasa, cariño? —Concha se acerca aún más y acaricia una mejilla a su marido—. No tienes buena cara, tiemblas…

—Pues Concha, yo… no sé, me ha dado miedo.

—¿Miedo? ¿Miedo de qué?

—Miedo de todo, mujer —Santos se limpia el sudor de la frente—. Por ti, el niño. Porque todo salga bien.

—Estamos muy bien, de verdad. Lo ha dicho el ginecólogo.

—Ya, pero no solo es eso. Soy yo. Siempre soy yo, Concha —con un gesto dulce se quita la mano de su mujer de la mejilla y la sujeta, la acaricia—. Te mereces, os merecéis algo mejor.

—No digas tonterías, nosotros te queremos a ti.

—Merecéis un mejor yo —Santos va controlando la emoción, viendo claro lo que quiere decir, lo que le sale de su interior—. Y voy a serlo, Concha. Voy a ser mejor.

Concha mira a su marido emocionada, no puede evitar sentir lo que siente, aunque sepa muy bien cómo es, aunque en su fuero interno sepa que nunca cambiará del todo, que siempre será Santos Alonso, con sus defectos, muchos, y sus virtudes, también algunas. Ella le eligió a pesar de sus miserias y le sigue queriendo, le sigue aceptando porque tiene la certeza de que nunca se va a rendir. 

El abrazo dura una eternidad, al menos para los que están en la sala esperando, para los doctores, enfermeros y celadores que pasan a su lado, que se quedan mirando, barruntando si no serán malas noticias, si uno de los dos se está muriendo, si al bebé le pasa algo. Nada saben, mucho imaginan, pero Concha y Santos están felices, es su momento, su mejor momento en meses. No hay prisa porque acabe. No quieren que acabe.

Con sonrisas y buenas sensaciones vuelven a casa para comer y descansar. Las palabras de Horacio han surtido efecto, Santos se aplica la enmienda, debe cambiar, hacerlo poco a poco. La tarde pasa en un suspiro, plácida, en familia. No hay nada mejor que hacer en ese momento. Un paseo, Pedrito ríe y corretea, se cae, vuelve al ataque, juega hasta la extenuación. Horas que son oro. Momentos que llenan y que ya no recordaba que lo hacían, porque llevaba demasiado tiempo mirando hacia otro lado. Mucho tiempo negándose a sí mismo esa necesidad. Su parte de padre, de esposo, de hombre familiar.

 

 

Cuando llega la noche, el escenario cambia para Santos. Se afeita, se arregla el bigote, se pone un buen traje y vuelve a las calles, a las heladas y coloridas calles del centro. Llega hasta la Circular y aparca, de ahí va andando hasta la avenida Constitución, el lugar donde se encuentra una de las discotecas más famosas del momento: la renombrada Ditirambo. Es viernes, es casi medianoche, buena parte de Murcia está allí. Si hay un sitio con un gran porcentaje de posibilidades de encontrar a Mario Infer, ese es la Ditirambo.  

Hay ambientazo hasta en la puerta. Cuando Santos la traspasa, entra de lleno en el mundo disco. El Dont stop ‘til you get enough de Michael Jackson suena enlatado mientras baja las escaleras y pasa de largo por la zona de guardarropa. Unos escalones más y llega a la zona de baile. Oscuridad y flashes de luces, camisas demasiado ajustadas, con cuellos demasiado grandes, algún pantalón de campana, reminiscencias setenteras y vestidos multicolor. Santos se sitúa en la zona de la barra, decorada con las mismas chuflas de colorines y demás motivos navideños que ha visto en los escaparates de las tiendas. Pide una cerveza y se queda de pie de espaldas a la misma. Desde allí puede controlar las dos pistas de baile, la más amplia y abarrotada que tiene delante y la pequeña y más exclusiva, reservada para los VIP, niños de papá y algún que otro viejo zorro, que tiene a su derecha. Apenas ha mojado sus labios con la espuma de la caña que le acaba de servir el camarero cuando una chica de unos dieciocho años, con el pelo cardadísimo y un dos piezas de pata de gallo, protuberantes hombreras y minifalda con medias de rejilla, se persona ante él.

—Hola, guapo, ¿quieres coca?

Santos la radiografía con la vista de arriba abajo.

—Piérdete, guapa.

—Venga, hombre, no me seas chapa —la joven se acerca, le acaricia a Santos el cuello con un dedo y su larga uña pintada de negro—. ¿Alguna pirula? Cómprame algo, que te lo rebajo por ser tú.

—No me interesa. Corre a venderle esa basura a otro.

—¿Y a quién se la voy a vender si ya están todos puestos? ¿Eh? ¿Eh?

—¿Qué me importa a mí?

—Vamos, hombre, un poco de consideración. No te preocuparán los maderos, ¿no? Aquí no pasa nada, aquí se puede, ¿me entiendes? —la joven hace un doble guiño a gran velocidad—. ¿Ves esos dos idiotas de allí? Maderos.

Efectivamente, Santos reconoce a esos dos idiotas que la joven señala con el dedo. Sánchez y Lorente, dos buenas piezas conocidas en comisaría bajo el original y para nada explotado sobrenombre de el gordo y el flaco. Dos auténticos elementos para los que el alcohol, las drogas y las prostitutas eran la mejor forma de pasar su turno laboral. Mejor evitar cualquier contacto con ellos, incluso el ocular.

—Vaya par de hijos de puta —continua la chica—. Encima hay que hacerles rebaja, ya sabes.

—¿Por qué sigues aquí?

—¿Cómo que aquí? —pregunta la chica con rostro de interrogación.

—No me interesa nada de lo que me quieres vender ni de lo que me estás contando.

—Maaadre mía, con el dandy. ¿Te estoy molestando? ¡Mira éste! ¿Y qué es lo que te interesa a ti, si puede saberse?

Entre frase y frase de esa conversación tan estúpida, Santos lanza miradas a ambos lados de la chica, tratando de dar con el hombre al que ha venido a buscar. Tarea ardua pues debe de haber varios cientos en la pista moviendo el esqueleto. Tarea que precisaría de cierta ayuda extra. Tarea para la que podría usar a cierta joven molesta cual mosca cojonera que tiene delante.

—Pues mira, a lo mejor me puedes servir de algo.

—No estarás pensando en lo que yo creo, ¿eh, cochino? Porque yo no soy de esas…

—Calla y escucha —Santos da un paso adelante para asegurarse de la que la joven le escucha bien, la música está a tope—. ¿Conoces bien a la clientela de este sitio?

—¿Que si la conozco? Mira, tío, yo paso más horas aquí que en mi casa. Esto es casi una cárcel para mí, tengo que pedir hasta permiso para salir —hace una pausa para juntar sus muñecas como si estuviese esposada—. ¿Cómo te quedas? Así que sí, conozco bastante a la fauna que se suele mover por aquí, son todos una panda de hijos de…

—Vale, vale, escucha. Necesito cierta información. Información confidencial. Te puedo pagar bien.

—¿Has dicho pagar? Eso ya me gusta más.

—Estoy buscando a un tipo. Es alto, pelo muy corto y rubio. Puede estar metido en asuntos chungos. Se llama Infer.

La joven da un instintivo respingo hacia atrás al escuchar ese nombre. De pronto su gesto cambia, la despreocupación que lleva en el cuerpo se esfuma de golpe.

—¿Por qué buscas a ese tío?

—¿Le conoces?

—Bueno, sé quién es. Viene mucho por aquí.

—¿Hoy?

—¿Cómo que hoy? —la joven frunce todo lo que pudo el entrecejo—. ¿Hoy qué?

—Que si está hoy aquí.

—Pues sí, está, al menos estaba hace un rato.

—¿Dónde?

—¿De verdad lo quieres saber?

Santos echa mano de la cartera, saca un par de billetes de mil pesetas. Los acerca a la joven, pero todavía no los suelta.

—De verdad de la buena.

—Ok, makey —la chica agarra los billetes y se gira hacia la pista grande—. Está en ese fondo con sus amigos. Hay un par de mesas y unos taburetes, siempre están ahí.

Para variar, Santos no da ni las gracias. Asiente y se dirige hacia la pista cuando siente cómo algo o alguien lo retiene por la espalda. Es la joven pegándole un tirón de la chaqueta.

—Supongo que ya lo sabes, pero esa gente es peligrosa —la joven lo mira directo a los ojos—. A mí no me gustan un pelo, he oído cosas, hay historias de mis compañeras… Yo procuro acercarme lo mínimo. Solo te digo que tengas cuidado.

Santos vuelve a asentir con la cabeza, pero esta vez es un gesto distinto, mucho más cálido y cómplice, más humano, más agradecido.

Al internarse entre la marea de cuerpos en movimiento comienza a sonar el Call me Lady Champagne, de Bibi Andersen. Entre la humareda de los cigarros, los cuerpos en imposibles danzas y los rayos de luces del techo, Santos llega hasta la zona del fondo. Oculto por el gentío, mira disimuladamente hacia la zona señalada por la joven camello. No tarda mucho en dar con un grupo que le encaja a las mil maravillas con lo que anda buscando. Ropas oscuras, bombers y botas militares, pelos a cepillo, risas escandalosas. En el fondo, rodeado, agasajado como un rey de tugurio, se encuentra el tipo de la foto que le enseñó su compañero Eugenio, el tipo descrito a la joven minutos atrás. Bebe cerveza de un botellín, fuma como un carretero. Ahí está Infer. Parece más joven de lo que dice su expediente, seguramente será la ropa, chaqueta de aviador negra con forro interior naranja, pitillos, botas Dr. Martens. Los demás a su alrededor danzan y hacen el idiota, él se mantiene sentado, quieto, se lo pasa bien, pero no se excede, parece tratar de controlarlo todo. Santos le observa durante un buen rato desde su segura posición. Se acaba la caña y sigue disimulando con el vaso vacío en su mano. No baila porque en su vida lo ha hecho, le basta con ocultarse tras la gente que le hace de pantalla para pasar desapercibido. Pasan los minutos y al fin hay movimiento. Infer se pone de pie y el resto de perros lacayos le hacen un corro. Hablan algo que evidentemente es imposible de oír para Santos y desaparecen por una puerta que hay en una esquina. Una puerta trasera vigilada por un portero. Probablemente una puerta no apta para todos los públicos. Santos decide ser precavido y abandonar la discoteca por donde entró.

Desanda el mismo camino que había realizado un rato antes. Al llegar a la barra se fija, pero ya no ve a la joven impertinente. Pasa del guardarropa, sube las escaleras hacia el mundo. Ya en la calle, en el frío de la madrugada, no tiene más que dar la vuelta a la manzana y tratar de localizar a la banda. Avanza a paso ligero cuando se percata de la presencia de los interfectos y se detiene al amparo de un portal. Observa cómo, al final de la calle, Infer y dos de sus acompañantes entran en un Renault 5 oscuro. Entonces Santos acelera el paso, llega a su 124, introduce la llave con celeridad para no perder de vista al Renault, pero no llega a abrirlo. Siente un duro golpe en la nuca que le hace quedar a oscuras durante un tiempo indeterminado. La maquinaria se para, el mundo se echa una gran siesta.

 

 

Al venir en sí siente dolor de cabeza, mareo y una arcada que logra reprimir tragando con fuerza. Con cada parpadeo que realiza el escenario en el que se encuentra va cobrando forma: suelo pavimentado, paredes de hormigón, techos de uralita. Un par de tubos de luz parpadean en algún lugar. Puede ver su propio aliento, la humedad se le mete en los huesos. Se encuentra en una especie de nave industrial atado a una vieja silla giratoria de oficina a la que le han quitado las ruedecitas.

Frente a él hay dos tipos, y nota como detrás hay al menos otros dos más. Uno de los dos que tiene delante es Mario Infer, con su mueca de superioridad, su cabeza de melocotón, su mirada de serpiente. El otro es un tipo increíblemente alto ataviado con gorro de lana negra y la mandíbula prominente. A Santos le recuerda a cierto villano de las películas de James Bond.

—Hola, compatriota. Espero que no te duela mucho el melón —Infer da un pasito al frente, mira a Santos a los ojos—. Le dije a este que no te atizara muy fuerte, pero ya sabes cómo son estas cosas, es difícil calcular la fuerza para dejar a alguien KO. A veces más vale pasarse que no llegar. ¿No?

—Suéltame. Ya.

—¿Llevas toda la noche vigilándonos y ahora te ha entrado prisa por irte? Yo creía que eras un poco tímido, que necesitabas tu tiempo para acertarte a charlar. A tirarnos los tejos o algo.

—¿Qué?

—Te acabo de facilitar una entrevista. Si tienes algo que preguntarnos este es el mejor momento. Cara a cara, con paz y tranquilidad, no como en la disco.

—Vale. Desátame y hablamos.

—Ya… es que, no sé. Mejor no. Tienes cara de ser un tío peligroso —Infer da un pasito más hacia Santos, se mete una mano en uno de los bolsillos de su cazadora y saca el revólver del detective. Lo muestra y lo vuelve a guardar—. Alguien que va por ahí con este cacharro no es de fiar. Prefiero que sigas un ratito más atado.

—La estás cagando a base de bien. Soy policía.

—Sí, claro. ¿Lo dices por esto? —Infer saca la placa que minutos antes había sustraído del pantalón de Santos—. Esta antigualla no te va a servir para nada. La única forma de que te suelte es que lleguemos a un acuerdo.

—¿Un acuerdo sobre qué?

—Sobre Ulises, ¡sobre qué va a ser! —contesta Infer gesticulante—. Te hemos investigado bien, ex poli. También te hemos estado siguiendo la pista desde hace unas semanas. Desde que te visitó la hija de ese rojo de mierda para contratarte, señor detective. Hemos visto cosas interesantes… Tus idas y venidas. Tu joven amiguito de la Gran Vía… Aunque nada de Ulises, por ahora.

—Pues jódete.

Infer se ríe de buena gana. Intenta entrar en calor frotándose las manos y soplando con ellas juntas. A continuación, se las pasa por la cabeza, se mesa la cara. Mira a su compañero.

—Dale una hostia al Clint Eastwood éste a ver si se le quitan las ganas de faltar al respeto.

El tipo alto, encantadísimo con la orden que acaba de recibir, da unos pasos y atiza a Santos con la mano abierta. Una hostia que casi le da la vuelta a la cabeza al detective.

—Cobarde hijo de puta.

Esas cuatro palabras traen un nuevo golpe al rostro del detective, esta vez más fuerte, esta vez con el puño cerrado. La nave da vueltas. Santos escupe sangre y saliva al suelo. Levanta la mirada, la clava en la del gigantón del mentón.

—¿Ya? ¿Quieres que le dé otra? —pregunta el tipo, divertido, buscando la aprobación de su jefe.

—Cuidado —responde Santos recomponiéndose, con los dientes rojos clavando sus ojos inyectados en odio—. Si me tocas acabarás con los dientes en el estómago.

Infer y el grandullón se miran, conteniendo la risa. Infer asiente con la cabeza y el de la gran mandíbula se acerca para dar un nuevo golpe cuando es sorprendido por un brutal cabezazo de Santos que provoca una leve brecha en la frente del detective y un mar de sangre en la boca del gigante. La bestial embestida hace que Santos se tambalee en su silla mientras el gigantón retrocede un par de pasos llevándose las manos a la boca. Al comprobar que un par de piezas de su dentadura se encuentran partidas la ira le invade, una rabia que inyecta sus ojos y le lanza hacia la posición del detective como una exhalación. 

—¡Te voy a matar, cabrón!

—¡Quieto! —exclama Infer, congelando el movimiento de su hombre—. No se te ocurra dar un paso. Hay que saber perder, y tú acabas de perder.

—¿Cómo? Pero jefe…

—Vete a que te miren eso. ¡Vamos, largo de aquí!

El grandullón se va lentamente, girando la cabeza cada dos pasos, disparando ira y maldiciones por los ojos, sujetando su enorme mentón y tratando de contener la catarata roja que emana de su boca.

—Vaya, esa no la veía venir, compatriota. Eres bueno. Mejor de lo que pensaba —Infer silba divertido—. Me voy a quedar a una distancia prudente. Nunca he ido al dentista y no tengo ningunas ganas de estrenarme ahora.

—Pues entonces suéltame.

—Escucha, león. Te voy a hacer lo que llaman una contraoferta. No sé cuánto te paga la hija de ese mierdecilla, pero yo te pago el doble si encuentras a Ulises y me lo traes a mí.

—No.

—¿Cómo que no? —pregunta Infer sorprendido—. ¿Por qué haces esto? ¿No es por dinero? Pues yo te doy más. Mismo trabajo, más dinero. Es fácil elegir, ¿no?

—No si tienes ética.

—¿Ética? —su cara es todo un poema—. ¡Venga ya! Ética. Cosa más inútil no hay. Bueno sí, los escrúpulos. Ética y escrúpulos no son más que zancadillas que nos ponemos a nosotros mismos. No nos dejan avanzar, no nos dejan hacer lo que de verdad queremos.

—¿Y por qué quieres tú a Ulises? Porque te robó la chica, ¿no?

—¿Qué? ¿Que me robó la…? —Infer se detiene y empieza a reírse, mira a los dos del fondo y les contagia la risa—. Supongo que hablas de Pili, ¿no? Mira, no estoy buscando a Ulises porque se liara con Pili, eso ya pasó, ya la castigué en consecuencia. Digamos que lleva su castigo marcado en la cara… Dudo mucho que otro hombre se vuelva a fijar en ella, no sé si me entiendes.

—Desgraciado…

Santos frunce el ceño, algo ahí no cuadra. Lleva su castigo marcado en la cara. Un escalofrío recorre su cuerpo con esa frase, con la idea, las posibilidades. Aparte del affaire hay algo más.

—¿Entonces cuál es tu interés? —pregunta el detective, ávido de conocimiento.

—Pues muy sencillo, ese camarada intentó matarme, así que ahora lo quiero ver muerto yo.

—¿Cómo?

—¿Te sorprende? ¿No me digas que te has creído la historia de que es un pobre desgraciado que ha sufrido mucho en la vida y que es un pedacito de pan? Todo mentiras. Pasaría lo que tuviese que pasar en su infancia, pero ese comunista no es el alma de la caridad que te han vendido. Ulises es un soldado, al igual que lo soy yo. Se acercó a Pili para acercarse a mí, para quitarme de en medio. Y casi lo logra.

—Mentira.

—Tú mismo. Investígalo. Cada uno tiramos para nuestro bando, no le culpo por eso. Pero lo que tampoco puedo es dejarlo correr. Intentó matarme, al tío se le da bien fabricar bombas caseras. Se llevó por delante a dos de mis compañeros con una que había preparado para mí. Pero falló, claro. Se supone que yo debía estar allí, pero me fui antes de tiempo.

Santos siente un escalofrío, la información que le ha suministrado Eugenio sobre los dos cuerpos encontrados semanas atrás víctimas de una explosión encaja demasiado bien ahí. ¿Será cierto? ¿Ulises, el pobre niño de Rusia, matando con bombas a seguidores de extrema derecha?

—Tuve suerte, mis hombres no, y ahora eso lo tiene que pagar —continúa Infer ante la mirada cada vez más desorbitada de Santos—. Tengo que dar con él. Y tú me vas a ayudar... De una forma o de otra.

—¿Qué quiere decir eso?

—Si no quieres dinero, a lo mejor puedo hacerte entrar en razón con otras cosas… ¿Tienes familia, Santos?

Un huracán de fuego revuelve las entrañas del detective, tensando su cuerpo, apretando sus dientes, disparando sus ojos y su lengua.

—Si les tocas un pelo te juro que te despellejo viv…

—¡Vamos, compatriota! —Infer levanta sus manos en señal de paz—. No hay necesidad de eso. Lleguemos a un acuerdo. De hombre a hombre. No habrá necesidad de tocar a Concha ni a…

—¡No se te ocurra nombrarlos! —la voz de Santos casi hace estallar el cristal del ventanuco enrejado por el que se veía la luna—. ¿Por qué no amenazas a su hija, eh? Esa Carmen. Secuéstrala, hazle daño, verás cómo Ulises sale de su agujero.

—Joder con el señor detective. ¿Qué ha pasado con eso de la ética? —Infer mira a sus compañeros, divertido—. Menudo fichaje serías…

—Solo miro por los míos.

—Te entiendo, y lo comparto. Cada uno tiene que proteger lo suyo como pueda, a toda costa. No creas que no he pensado eso que dices de atacar a su hija, pero es más chungo de lo que parece —Infer hace una pausa, da un par de pasitos alrededor de Santos. Se para justo detrás de él—. ¿Has visto Flash Gordon?

—¿Flash qué?

—Sí, hombre, la película, no pongas esa cara —Infer vuelve a posicionarse frente a su prisionero, se humedece los labios, parece un niño emocionado—. Yo la vi hace un par de días en el cine Coliseum. No está mal, deberías ir a verla. Resulta que el malo, uno que parece chino, tiene una máquina que provoca terremotos, maremotos, erupciones de volcanes y otras desgracias del estilo. ¿Te imaginas tener una de esas? Un botón para poner bombas, otro para secuestrar. Si fuese así de fácil…

—Estás loco —dice Santos entre dientes.

—Sí, es una locura, así que prefiero tenerlas vigiladas por si a Ulises se le ocurre hacerles una visita o ponerse en contacto con ellas. Es un camino rápido si ese rojo da un mal paso.

—¿Y por qué secuestrarme a mí? ¿Eso es más fácil?

—Bueno, tú me has seguido primero. Si lo piensas tampoco me has dejado mucha opción, no podía dejar que me siguieras y descubrieras mi sitio. Además, echándole un ojo a tu historial, creí de veras que aceptarías mi pasta. No creí que fueses tan… íntegro.

—No todo está en los historiales.

—Claro que no —Infer niega con la cabeza, se cruza de brazos y se encoge de hombros—. Espero que no seas otro de esos rojos, o peor aún, otro de esos borregos que se han creído el cuento de la democracia… Eso no va a durar. Estamos en guerra, el país necesita mano dura para volver a ser lo que fue.

—Deja el mitin, no me interesa esa basura.

Infer asiente, toma aire, baraja sus cartas.

—Ya veo, tú eres de otra especie, ¿eh? Un lobo solitario, vas por libre. Caminando entre trincheras, esquivando la artillería. Y encima te va la carne y el pescado, ¿eh? —negó con la cabeza—. Eso está muy feo, eres una especie de desviado sin control...

—¿Piensas tenerme toda la noche aquí escuchando tus mierdas?

—No, supongo que tengo que liberarte. De todas formas, ya sabes lo que quiero, y sabes lo que puedo hacer y lo que puedo decir… Tú vida, tu carrera tal y como la conoces acabará. Espero que eso te sirva de incentivo.

Santos advierte movimiento a su espalda. Apenas trata de abrir la boca cuando uno de los tipos le pone un trozo de cinta adhesiva en la boca mientras el otro le enfunda una capucha negra que le priva de toda visión. Patalea, trata de liberarse, pero es misión imposible. Después lo agarran y lo ponen de pie violentamente.

—Ha sido un placer, compatriota —dice Infer mientras el detective se aleja arrastrado por los dos captores—. Encuentra a ese comunista muerto de hambre y todo habrá acabado. Nosotros estaremos cerca, seguiremos tus pasos con atención, señor detective.

Diez minutos de coche después, Santos acaba tirado como una colilla en medio de la carretera. Le han soltado las ligaduras que ataban sus manos, le han lanzado el revólver cerca. Cuando recupera la verticalidad y se quita el trozo de tela que cubre su cabeza solo puede ver un coche oscuro que se aleja calle arriba a toda velocidad. Mira a ambos lados en busca de vida, pero no hay nadie en absoluto. Se quita el trozo de cinta de carrocero de la boca, recoge el arma, la guarda y se lleva una mano a la nuca. El frío de la noche le envuelve, el relente cubre el asfalto y los vehículos aparcados. Música enlatada, ristras de luces de colores destellan desde un balcón.

No es hora de lamentos ni de juicios precipitados, tampoco de dejarse llevar por el fuego de la rabia. Habrá tiempo para todo eso y más si no hay más remedio, si no le queda otra. Ahora debe descansar, debe esperar a enfriarse y encarar las cosas con más tranquilidad. Es hora de pararse a pensar, estudiar posibilidades, lamerse las heridas. Es hora de volver a casa.