Capítulo 2
La Marimorena
24 de diciembre de 1980
Son las seis y poco de la tarde, pero es como si fuese de madrugada. Santos Alonso despierta en una habitación que conoce muy bien, pero en la que últimamente no pasa tanto tiempo como el que debería. Se encuentra echado sobre la colcha estampada de flores de su cama y tiene la ropa puesta. Una tenue luz procedente de una lamparita que hay sobre su mesilla de noche ilumina la estancia. A su lado se encuentra Concha, su mujer, durmiendo con la cabeza y media espalda apoyada en el cabecero acolchado y las manos posadas sobre la prominente barriga. Con todo el cuidado del mundo, Santos pone un pie en el suelo, luego el otro. Casi de puntillas se acerca a la pequeña cuna de madera que se encuentra prácticamente adosada al lado de la cama de su mujer. Esboza una sonrisa al ver a Pedro, su primogénito de apenas un año y medio, durmiendo como si nada más importase en el mundo, ajeno a todos los problemas, a los quebraderos de cabeza, a la basura que se traga día tras día cuando eres un adulto. Una felicidad pura, aún sin corromper, que suaviza el genio de Santos, sus demonios y miserias, que le ayuda a relativizar las cosas. Va hacia la silla que hay pegada al armario y coge su chaqueta gris con coderas y una bufanda también gris. Se las coloca sobre la camisa blanca y anda unos pasos, llegando hasta el baño de la habitación. No enciende la luz, no es necesario. En el espejo ve reflejado a un tipo de aspecto cansado, ojeroso, con el pelo color ceniza y barba de dos días acompañando a un fino bigote sobre el labio superior. No se cae bien, si tuviera un poco más de dignidad se pegaría dos puñetazos bien dados. Sabe muy bien que los merece, pero le falta el valor para admitirlo, para cantar y sentirse liberado. Quiere dejar de jugar al juego de la negación, a mentirse a sí mismo, a llevar una vida paralela. Sea como sea, la cosa no puede pasar de esta noche. Podía haber elegido cualquier otra noche para hacerlo, cualquiera le habría servido, pero de entre todas las noches del año ha tenido que elegir ésta. Ésta debe ser la que marque un antes y un después en su vida.
Santos sale del baño y pretende enfilar la puerta de la habitación cuando nota que su mujer ya no tiene los ojos cerrados. Se encuentra en la misma postura en la que la dejó, con el rizado pelo negro recogido en una voluminosa cola, el pijama holguero, las zapatillas puestas. Le está mirando de esa manera que tan poco le gusta. Le está mirando de esa manera en la que ya sabe qué va a decir, y qué va a contestar, e incluso cómo va a acabar aquella conversación. Ambos lo saben, son conscientes de ello, y el bebé duerme.
Quizás sería mejor dejarlo pasar, no abrir la boca, no iniciar una discusión que saben que no les va a llevar a ningún buen sitio. Pero aun siendo conscientes de todo, no pueden evitar abrir la boca.
—¿Es que te vas? —susurra Concha frunciendo el ceño con desaprobación.
Santos asiente sin mirarla. Allá vamos.
—Sabes qué día es hoy, ¿verdad?
Santos asiente de nuevo. Lo sabe de sobra.
—Por el amor de Dios, Santos —Concha eleva las manos, pero no el tono—. ¿Hoy también? ¿También en Nochebuena?
Santos al fin enfoca su mirada, encuentra unos ojos suplicando sentido común.
—Tengo que trabajar, Concha. Tengo que traer dinero a esta casa.
—La excusica de siempre —Concha, como puede, se cruza de brazos.
—¿Excusa? —Santos, sin querer, ha elevado su voz. Se da cuenta, y vuelve al susurro—. Con la que está cayendo y otra boca más en camino… —señaló a la barriga de su mujer—. ¿Qué puedo hacer?
—No creo que por una noche más que menos vaya a aparecer ese pobre diablo. Ya oíste a tus antiguos compañeros, ese hombre, ¿Ulises era?, se ha ido.
—Ya, ¿ahora eres tú la detective?
—Ssssssh —Concha observa la cuna y se lleva un dedo a los labios, sus serios ojos dicen el resto—. No alces la voz.
—¿Vas a decirme cómo hacer mi trabajo?
—Bien podría, pero sé que nunca me escuchas. Si lo hubieses hecho quizás seguirías en el Cuerpo, con sueldo fijo todos los meses y tus buenas paguicas. Pero no, tú no puedes tener jefes.
—No tienes ni idea de lo que pasó…
—Claro que no, porque no me lo contaste, Santos. No me cuentas nada.
El detective se queda unos segundos en silencio, tratando de recordar qué es lo que hace a esa mujer tan especial, lo que le llevó a enamorarse de ella, lo que le hizo casarse con ella años atrás. Hacía tanto de eso que era complicado revivirlo, dejar salir ese torrente de sensaciones ancladas en algún lugar del tiempo y del espacio.
—Exageras, mujer.
Santos mira su reloj de pulsera, son las seis y cuarto. Si sigue, es posible que esa conversación no acabe nunca, en cuyo caso no podría ir a hacer lo que cree que debe hacer. En cuyo caso no podrá seguir investigando el paradero de Ulises Carpe, un tipo que, al contrario de lo que opina la policía, cree que se encuentra escondido en algún agujero de la ciudad. Tiene pistas que seguir, lugares que investigar y, además, está esa cosa por hacer. Quedarse a pasar la tarde de Nochebuena con su familia no es una prioridad.
—Me tengo que ir.
—Pues nada, si tienes que irte, vete —la mirada de Concha, su voz, su espíritu, bombardean una total decepción—. Al menos estarás aquí para cenar, ¿no? Recuerda que mi madre estará aquí sobre las…
—Claro que estaré aquí para cenar —corta de forma brusca. Al segundo, Santos suaviza su gesto—. Tengo que ir a un par de sitios, hacer algunas preguntas. Solo eso.
Concha, con esfuerzo, se incorpora un poco, observa a su hijo girarse a un lado, es tan bueno, tan dulce, sigue durmiendo como si tal cosa, con la mantita tapando su barbilla. Aquello le despierta una sonrisa, le hace creer que quizás aún haya sitio para la mejora, para la esperanza. No en vano aquella es una de las noches más especiales y emotivas del año, una noche en la que es propicio creer en milagros. ¿Por qué no dejarse llevar? ¿Por qué no creer en las palabras de su esposo?
—Vale, aquí estaremos. Abrígate que hace frío —Concha junta sus manos y se las calienta con su aliento—. Ve con Dios.
Santos asiente y hace una extraña mueca con sus labios. Sabe perfectamente qué es lo más apropiado para decir, pero no le sale. En vez de eso pone cara de enigma y sale de la habitación.
Ya en la calle, con la rasca, busca su 124 blanco y se mete dentro. Se frota las manos para entrar en calor, arranca y conduce, con la chaqueta y la bufanda puestas. No tarda ni cinco minutos en llegar a Miguel de Cervantes, otros cinco más para dejar la cárcel vieja atrás y adentrarse en Alfonso X. Antes de ir al primer lugar del que pretende extraer información, decide invertir diez minutos más en ir a su despacho de Saavedra Fajardo a por un par de cosas. Al tiempo que conduce puede ver las idas y venidas de la abrigada plebe, los niños, los jóvenes y los viejos. Los escaparates están decorados con guirnaldas y espumillones, luces verdes, rojas y azules. Es época de turrones, polvorones, mazapanes, tortas y zambombas. El Corte Inglés, así como la mayoría de medianos y pequeños comercios, cerraron a la seis. Sin embargo, Santos sabe muy bien que el lugar a donde va después no cerrará hasta al menos las ocho o las nueve. Por mucha Nochebuena que sea.
Aparca donde puede y sube las escaleras hasta su despacho. El edificio está muy bien, pequeños apartamentos y oficinas conviven en él. El suyo le fue legado a Santos por parte de padre, antiguo despacho de abogado que Santos había reconvertido, tras el fallecimiento de su progenitor, en el despacho de su joven agencia de detectives. La oscuridad es solucionada con la luz del flexo del escritorio, para el frío tiene pensado un remedio antiguo. Se sienta y hurga en el cajón de abajo. Allí encuentra su arma, un revólver del calibre 38 con funda que se coloca discretamente en el cinturón, y una botella de vino jumillano. Del aparador que tiene a su derecha coge un vaso estirando el brazo y lo llena con el violáceo líquido que pasa a encender sus entrañas. Se detiene un momento a saborear, a cerrar los ojos, a dejar la mente en blanco. Lo consigue, pero solo por ese segundo. Con el arma en la cadera y el vino en el estómago, apaga la luz del escritorio, cierra la puerta y vuelve al coche.
El sitio al que se dirige se llama sencillamente La Taberna, y es un bar de mala muerte del barrio de San Andrés. Uno de esos lugares en los que gente sin oficio ni beneficio bebe, entra y sale, sigue bebiendo, duerme en su barra y espera a que la vida le regale alguna oportunidad que, por lo general, nunca llega.
Ya ha anochecido por completo cuando Santos deja el coche y avista el local. Como su propio nombre indica, es una taberna de barrio sin nada parecido al glamour. Atmósfera pesada por los humos del tabaco, migas en el suelo, alguna cucaracha, grasa por todas partes. Tras la típica barra de granito con sus típicas tapas protegidas por el cristal anti estornudos encontramos al típico barman cincuentón con poco pelo y ataviado con mandil blanco adornado con acetosas condecoraciones. Tras él, junto a una ristra de botellas y el hueso del jamón, hay un árbol de Navidad de plástico adornado sin ganas. Frente a él, dos tipos hablan y fuman sin parar. En realidad, sí que paran, para echar un trago de sus cubalibres y seguir rajando a continuación. El barman va a lo suyo, interviniendo de vez en cuando en la conversación. Al fondo del bar, en la esquina de los lavabos, junto a un enorme barril de cerveza y bajo un calendario al que se le ha olvidado arrancar la hoja de noviembre, se encuentra otro hombre, delgado, barbudo, con una chaqueta de fieltro a cuadros, un hilo de humo saliendo de su Ducados y la mirada perdida en el suelo de ajedrez. Santos es pues el quinto elemento. Traspasa las puertas de cristal y se dirige hacia la barra mientras en el ambiente suena el Dime que me quieres, de Tequila. Coge asiento en uno de los numerosos e incómodos taburetes que hay libres y pide una caña.
—Oye, Salva, ¿no tienes ninguna cinta de Los Beatles? —pregunta uno de los tipos de la barra, canoso, bigotudo, chaqueta verde de chándal y vaqueros claros.
—¿Los Beatles ¿Y a santo de qué iba a tener yo una cinta de Los Beatles? —reacciona el barman, acto seguido de tirar y poner la caña al nuevo cliente.
—Pues cojones, Salva, pa rendirle un homenaje a John Lennon, ¿pa qué va a ser?
—¿Es que ahora te gusta ese fulano? —pregunta su compañero de empinar el codo. Éste es algo más joven, o se conserva mejor, lleva jersey de cuello alto oscuro y pantalones de pana—. ¿O hay que escucharlo solo porque le han pegao cuatro tiros?
—Cinco. Le pegaron cinco tiros al menda —puntualiza el del chándal—. Vamos que… en la puerta de su casa, un hombre con una criaturica… Esas marranadas no se hacen.
—Ya te digo —el del cuello alto le pega otro sorbo a su cubata—. Yo no puedo entender cómo se puede llegar a eso. Coger y pegarle cinco tiros a un tío y quedarse ahí en la baldosa, esperando a que venga la policía.
—¿Es mejor que hubiese salido por patas?
—Pues yo qué sé… Pero es raro, no me fastidies.
—Solo lo quería ver muerto. Y matarile le dio. Punto. Ya no tenía otra cosa que hacer el hombre, así que esperó tan ricamente hasta que llegó la policía.
—Vaya un canalla… Está el mundo bueno. El día menos pensao saca el Salva una escopeta de debajo de la barra y nos deja a los dos más tiesos que la mojama. ¿Es o no?
—Anda y no digas más tontás, que me vas a espantar a la clientela —dice Salva señalando hacia Santos, cuya caña ya va por la mitad.
—Válgame la Virgen, a ver si se va a asustar ahora el hombre —dice el del chándal, girándose hacia el detective por completo—. ¿Qué dices tú, eh amigo?
Santos mira al tipo de arriba abajo y se toma otro trago de su cerveza. La deja sobre el posavasos, se limpia unas gotitas del bigote, se toma su tiempo para responder.
—¿Qué digo de qué?
—Pues de lo que estamos hablando. Del John Lennon, del que se lo ha cargao…
—Me da lo mismo. Por mí como si se matan todos.
El barman y los dos tipos de la barra se quedan congelados observando al extraño.
—Hombre, tampoco hay que ser así de insensible —tercia el del cuello alto.
—Pues yo creo que tiene razón —el barman señala a Santos—. Los americanos estos están tos locos. ¿No van y eligen a un actor de presidente? Y encima de los malos. Ronald Reagan. ¿Qué películas ha hecho ese? Por Dios. Si fuera Charlton Heston tendría un pase.
—Visto así… —los ojos de la chaqueta de chándal se pierden en algún punto de la barra.
—Pero si el pavo es inglés, ¿no? —pregunta el del cuello alto, que no lo tiene muy claro—. El Lenon. Inglés de Inglaterra, vamos.
—Pero el de la pistola no. Ese es más americano que el Winston —parece cerrar el debate el barman mientras el resto quedan dubitativos.
Una vez hecho el silencio, Santos siente que es su momento, dejarse de cervezas, de Beatles y de historias y preguntar lo que ha venido a preguntar. De momento los dos tipos de los cubalibres no le interesan. Enfrenta a Salva, el barman.
—Oye, camarero, ¿te suena este hombre? —le pregunta mostrándole una fotografía de Ulises Carpe.
—Mmm, no sé. Aquí viene mucha gente —responde después de mirar la foto con los ojos guiñados.
—Eso lo dudo mucho.
—¿El qué? ¿Qué no lo conozca o que aquí venga mucha gen…?
—Cierra la boca y mira otra vez —corta Santos sin ningún miramiento.
—Pero bueno, ¿tú quién coño te has creído que eres? —pregunta el tipo del chándal verde.
—No te hablo a ti, sigue con tu copa de meados.
—No, le hablas a mi amigo, y de muy malos modos, cagoendiez. Y el que se mete con mi amigo se mete con…
Al de la chaqueta de chándal le cruzan la cara de un guantazo, de los duros, con el dorso de la mano. Va directo a coger el vaso de tubo de su bebida para estampárselo en la cabeza a su agresor cuando éste, con una rapidez pasmosa, se abre lo justo la chaqueta para enseñar el revólver calibre 38 que lleva enfundado en la cintura. El del chándal da un pasito atrás y levanta las manos en señal de paz, el de al lado está blanco e inmóvil como una pared. El barman no sabe si tirarse al suelo y reptar hasta el teléfono o coger la escopeta de perdigones que efectivamente tiene bajo la barra y que sea lo que Dios quiera. No le da tiempo a decidirse por lo uno o lo otro cuando Santos saca del bolsillo de su chaqueta su antigua placa de policía.
—Policía —dice mostrando la placa a los tres tipos—. Esta es una investigación muy seria, señores, y no quisiera deteneros por obstrucción. Así que, Salvador, ¿es ese tu nombre? Mira bien la foto y haz memoria.
Salva obedece, con menos ganas aún que la primera vez, pero con una renovada motivación.
—Eh, a ver… sí, puede que… ahora me acuerdo —dice al fin de un interminable escrutinio—. Ya estuvisteis aquí preguntando por este tío hace un tiempo. Tienes que hablar con Sarriá. Es mi socio, él se encarga de las noches. Y ese tío, si de verdad venía aquí, sería de noche porque yo no lo he visto en la vida.
Aquella respuesta no satisface demasiado a Santos, una nueva visita al antro se dibuja en el horizonte.
—¿Hoy viene?
—Ya está aquí. Es el del rincón —Salva señala con el pulgar a la chimenea humana que hay al fondo del local pegada al gran barril—. Cerramos en un rato, hoy no curra, pero él viene de todas formas.
Con una mirada perdonavidas, Santos se aleja de la barra y se dirige al oscuro rincón. Sobre el tipo que se encuentra allí, un barbudo con una montaña de colillas en su cenicero, hay una especie de colgajo navideño, estrellas y dos bolas rojas que a duras penas se sostienen con un trozo de cinta adhesiva. Se lee «Merry Christmas».
—¿Eres Sarriá?
—¿Quién lo pregunta?
—Policía. ¿Es que no me has oído en la barra? —Santos observa mejor de cerca a ese tipo, que parece un poco ido—. No me hagas repetir la pregunta.
—Sí, soy yo. ¿Qué pasa ahora?
—¿Has visto a este tipo por aquí? —Santos muestra la foto.
—Puf, macho, ya se lo dije a los otros —Sarriá suelta una bocanada de humo que impacta con la cara del detective.
—Pues dímelo ahora a mí. Y cuidado o te tragas el cigarro.
Sarriá levanta las manos y posa el cigarrillo con cuidado en el cenicero.
—Tranquilo, hombre, sí, sé quién es. Venía por aquí algunas noches, sobre todo entre semana, muy tarde. A las once y pico, doce menos algo.
—Qué más.
—Pues nada, se tomaba algo.
—¿Por qué venía a esta mierda de bar?
—Oye, le gustaría, yo qué pijo…
—Cuidado —Santos eleva un dedo amenazador—. ¿Venía solo? ¿Hablaba con alguien?
—Más solo que la una, ya se lo dije a tus compañeros. Apenas abría la boca el condenao —bebe más, sus ojos hacen chiribitas—. Menos un viaje, estaba bebiendo en la barra y entonces una mujer llamó a la puerta…
—¿Cómo?
—Sí, llamó a la puerta con los nudillos. Toc, toc, toc. Cuando lo hizo un par de veces todo el bar se giró, y entonces el hombre este se levantó de su asiento, dijo que la conocía y se fue con ella a la puerta.
—¿Qué pasó después?
—Pues qué va a pasar. Se fue con ella.
—¿Y ya no volvió?
—No, no, qué va. Él sí que siguió viniendo. Algún parroquiano intentó tirarle de la lengua después, pero el pavo no soltaba prenda. No suelen venir muchas hembras por aquí, ¿sabes? Yo creo que era una querida. Eso les dije a los otros.
Y ahí es donde los otros, la policía auténtica, dejó el asunto. Fuga con querida. Un viudo no tiene queridas, en todo caso nuevo amor. La cosa parece clara: Ulises venía a La Taberna a hacer tiempo para encontrarse con esa mujer. Aquella vez, por la razón que fuese, ella pudo salir antes de donde quiera que estuviera y por eso vino a buscarlo. La pregunta del millón que ronda a Santos: ¿por qué este sitio? No es por el ambiente, no es por la calidad de la bebida, ni por el servicio ni la compañía. No le pilla cerca de casa, no es una zona agradable. Por tanto, ¿por qué aquí?, ¿qué hay en este barrio? ¿Acaso ella vive aquí?
—¿Cómo era ella?
—Ni idea —Sarriá coge otro cigarrillo de su cajetilla, con mucho, mucho tiento—. ¿Tú te crees que se ve un carajo con esos cristales llenos de mierda? La tía no entró.
De manera instintiva, Santos echa la mirada atrás, fijándose en una vieja puerta con varios carteles pegados y un color que, precisamente, no es transparente.
—Vale. ¿Qué hay aquí? Cerca, algo conocido, que atraiga a gente.
—¿Aquí? Poca cosa aparte de la estación de autobuses. Como no salgas y te des una vuelta... Aunque te advierto que hoy esto está todavía más muerto de lo normal. Ya sabes, está to quisque en sus casas haciendo como que quieren a sus familias.
A Santos no le parece mala idea lo de darse una vuelta, de hecho, es la única idea que se le ocurre. Mira su reloj, aún hay tiempo para todo lo que quiere hacer esta noche. Como suele decirse, la noche es joven. Se va del bar tras dejar cinco duros en la barra y sin decir palabra. Los cuatro tipos lo miran desde sus respectivos sitios con una mezcla de tirria y alivio. Esperan no volver a saber de él en sus vidas.
El detective sale al helor de la noche y camina tranquilo fijándose en los edificios que hay a ambos lados de la calzada. Tras unos minutos dando vueltas advierte que ese es el único bar abierto en toda la manzana, probablemente el que más tarde cierra a diario, y quizás sea esa la razón por la que Ulises se tenía que conformar con tan pobre lugar. Simplemente no había otro mejor donde esperar. Santos debe centrarse en la misteriosa mujer, siente que ella es la clave, la razón de todo el tinglado. Él la espera porque ella está cerca. No hay más.
La estación de autobuses tiene un tráfico normal. Autobuses llegan y autobuses parten, la gente baja, la gente sube. Nada sospechoso. Dentro hay un quiosco de prensa, una tiendecita de comestibles. Taxis en la puerta. Santos se acerca a dos taxistas que charlan entre el humo de sus cigarrillos y muestra la foto. A ninguno le suena de nada. Hace lo propio en las taquillas de la estación, incluso a algún autobusero. Nada de nada. El detective se desespera, se va quemando lentamente de frustración. El tiempo pasa, la cena se aproxima, el momento que tanto ha estado postergando se acerca. No sabe qué es peor, si no avanzar en el caso o tener que ir a hacer lo que debe hacer, una visita antes de la cena que no desea hacer para nada. Sí, esa cosa.
En esas se encuentra cuando, al doblar una esquina camino al coche, se topa con un luminoso letrero de neón que parpadea: «SALÓN DE JUEGOS», dice en grande. «Abierto toda la noche», dice en pequeño. En la puerta hay un tipo larguirucho, al menos metro noventa, vestido de uniforme gris con gorra de plato, pistola a la cadera y cara de perro acrecentada por un mostacho tupido. A juzgar por su arrugado rostro, su mirada y su tendencia a jorobarse, el tipo está cerca de la jubilación. Ese es el guardia de seguridad del salón, cuya función, en teoría, es conseguir que las cosas no se vayan de madre y, cuando hay alguna clase de altercado, ponerle solución de forma rápida y eficiente. A Santos no le gustan los guardias, como tampoco los porteros, una animadversión que viene de antiguo, de sus años en la policía, de un par de experiencias para nada gratificantes.
Santos pasa junto al guardia sexagenario y emite una especie de gruñido que simula un saludo. El guardia asiente, le invita con la mirada a coger la puerta y entrar. Se trata de una de las típicas salas de juego que se puede encontrar uno en cualquier rincón del país. Tragaperras en hilera con su taburete en frente, musiquita maquinera, campanitas, luces y cerezas, mesas de cartas, máquinas de tabaco, el humo del tabaco estancado en el techo, como si de una enorme nube tóxica que cubre el cielo se tratase. También hay una barra, obvio, tras la cual, un par de camareros charlan más que trabajan, sobre todo porque apenas hay clientes más allá de un par de jinetes de tragaperras.
—Avisad al encargado. Asunto policial —de nuevo Santos echando mano de su antigua placa.
—Ese soy yo —dice uno de los que hace las veces de camarero. Treinta y tantos, buena mandíbula, buena espalda.
—Estoy buscando a este hombre —el detective muestra la foto—. ¿Recuerdas haberlo visto por aquí?
—Pues la verdad es que no. Mira, Paula, échale un ojo a este señor. Paula tiene mejor memoria que yo —admite el tipo mientras la tal Paula, la camarera castaña y veinteañera que se encuentra tras la barra vaciando una bandeja, se aproxima—. ¿Qué ha hecho? No tiene cara de maleante.
—Eso no te importa —responde sin mirarle siquiera, mientras aproxima la foto a la chica.
—Mmmm, no sé. Viene un montón de gente cada día aquí —Paula se esfuerza, niega con la cabeza—. Ahora mismo no me suena.
—Ya. ¿Tenéis cámaras de seguridad?
—¿Cámaras? —el hombre ríe con gana. Se detiene al observar que el rostro del que dice ser policía parece una roca—. Qué más quisiera, nos ahorrarían más de un disgusto. Fijo que sí. Pero no, esto no es Las Vegas.
—¿Hay más camareros? ¿Más empleados? Necesito hablar con todos.
—Bueno, hoy me parece que no va a poder ser —el encargado se encoge de hombros, pone cara de circunstancias—. Nosotros cerramos en poco más de una hora, por ser la noche que es, ya me entiende. Y mañana no abrimos. Así que si se quiere pasar el viernes…
—El viernes, claro —Santos aprieta los dientes, se gira, de nuevo siente la frustración—. Maldito Ulises…
Entonces algo sucede. La llama prende, los resortes de la memoria se accionan.
—¿Cómo ha dicho? —pregunta la chica, que seguía atenta a toda la conversación, llevándose las manos a la cintura.
—¿Eh? Nada —Santos se da media vuelta, mesándose el bigote—. Ya volveré cuando…
—No, ese nombre…
—¿Qué nombre? ¿Ulises?
—¡Sí! —Paula chasquea sus dedos—. Menudo nombre, ¿eh?
—¿Conoces a alguien que se llame así?
—Bueno, conocer, conocer no, pero Pili, una chica que trabajó aquí hasta hace unas semanas, tuvo una historia con un tío que se llamaba así.
—Pili —Santos cruje su mandíbula—. Ok, sigue.
—Pues eso, tampoco hay mucho más. Era un tío al que estaba conociendo, ella decía que era muy buena gente, que la estaba ayudando a pasar una mala racha. Pero bueno, tampoco somos íntimas ni nada parecido. Desde que se despidió no he vuelto a saber de ella.
—¿Algo más?
—Si quiere saber más hable con Jesús, el guardia jurado que tenemos en la puerta —interviene ahora el encargado, que no había perdido detalle alguno. A su lado Paula dice que sí con la cabeza—. Se llevaba muy bien con Pili. Puede que le cuente más cosas. Yo, aparte de la dirección que nos dio, poco más puedo decirle.
—Apúntala en este papel —Santos le da al tipo una hoja que acaba de arrancar de una pequeña libreta que guarda en el bolsillo interior de su chaqueta—. Seguiré con el guardia.
Paula y el encargado, que ni siquiera ha llegado a decir su nombre, se quedan mirando al supuesto policía que se dirige hacia la puerta doblando la pequeña hojita de libreta y guardándosela el bolsillo. Dicen algo que llega a Santos en forma de cuchicheo inteligible, él sabe muy bien de qué va la cosa. Sequedad y falta de modales, vaya tío más desgraciado. Y lo cierto es que le importa bien poco.
Deja atrás el agotador y repetitivo ruido de las máquinas tragaperras y vuelve a la fría noche de diciembre. En la puerta del salón Jesús pisotea un Celtas mientras exhala la última bocanada de su bendito humo. En el movimiento le suena el tintineo de las esposas que tiene enganchadas al cinto. Santos las observa, al igual que el revólver corto que porta. Sabe que el guardia sabe cosas, así que intenta dejar sus prejuicios a un lado, no verlo como un guardia de seguridad, esa subespecie a la que por injustas razones tanta inquina tiene. Después de todo, ¿no es Santos peor que todos los guardias jurados que ha conocido juntos? Va reflexionando sobre todo eso cuando el guardia le da las buenas noches. Él no responde, pero se le queda mirando, a lo que el guardia le pregunta que qué se le ofrece. Entrecierra sus ojos, se sostienen las miradas. No es un duelo del oeste, pero ambos se encuentran alineados como en una película de Leone en la acera del salón de juegos. Clint Eastwood versus Lee Van Cleef.
—Policía. Me han dicho que conoces a Pili. La ex camarera.
—Te han dicho bien.
—¿Y qué sabes de ella?
—Algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—Las que me ha contado. Ni más ni menos.
—Ya —Santos traga saliva, bonita manera de empezar—. ¿Vamos a seguir así toda la noche?
—Depende de ti.
Santos suspira, no está enfocando bien el asunto. Necesita respuestas, necesita irse de allí con algo. Irse sin nada sería mala cosa, muy mala, la obsesión no cesaría, el sueño apenas vendría. No se lo puede permitir, debe cambiar la pose.
—Me han dicho que sois buenos amigos —vuelve Santos a la carga—. Que tenéis buena relación.
—Y la tenemos. Bueno, la teníamos —Jesús se rasca la cabeza apartando un poco la gorra—. Hace tiempo que no sé nada de ella.
—Desde que se despidió.
—Eso es.
—¿Sabes los motivos?
—Es una chica con muchos problemas. Sobre todo, por sus compañías.
—¿Ulises Carpe?
—No, hombre. Ese se supone que era bueno, quería ayudarla a salir de su pozo sin fondo… Eso decía ella.
—¿No te contó más?
—No mucho más. Nos llevábamos bien porque veía en mí algo así como un padre. El suyo desapareció cuando ella era una zagala, cogió la puerta y se largó. Eso me dijo. Bromeábamos y me decía papá, yo le decía que casi podría ser su abuelo.
—¿Tú también la ayudaste a salir de esos supuestos problemas?
—Le presté dinero, bueno, en realidad se lo di. No espero que me lo devuelva, ni quiero que lo haga.
—Entiendo —Santos saca la libretita y toma alguna nota—. ¿Has dicho que frecuentaba malas compañías?
—Sí, gente de la peor calaña. Alguna vez vinieron a recogerla, daba escalofríos nada más verlos. Esas pintas, esas miradas. Estaba seguro de que iban armados bajo los chaquetones. Eso se sabe. ¿Me entiendes? —Santos dice que sí con la cabeza—. No sé cómo decirte, pero ella parecía más bien una prisionera que una amiga. No se iba muy contenta. Todo lo contrario a cuando venía Ulises.
—¿Llegaste a conocerlo en persona?
—Sí, me lo presentó Pili una noche. Era algo mayor para ella, pero bueno. Quedaban casi a escondidas, él la esperaba algunas noches en un callejón ahí atrás. Y así iban, hasta que ella dijo que dejaba el trabajo y se largó.
—¿No has intentado contactar con ella?
—Claro que sí. La he llamado muchas veces, también he ido a su piso, aunque nunca estaba… Una vez me cogió el teléfono, hará ya dos semanas, me dijo que estaba bien, que no me preocupara, pero en su voz se veía que era mentira. No sé qué es lo que pasa, pero tiene que ver con esa gente. Y ese tipo, Ulises, ha tenido que verse enredado también.
—Ya veo.
—¿La vas a ayudar?
—Busco a Ulises. Lo que me interesa de ella es que me lleve hasta él.
—Qué bonito.
Jesús le dedica al detective una mueca de asco, Santos bufa, no se dedica a lo que se dedica porque sea bonito.
—Bueno. ¿Ya está? —pregunta Jesús.
—Ya está.
—Pues nada. Espero que tengas suerte. Pili lo merece… y ese Ulises también.
—La suerte no tiene nada que ver con los méritos.
—Bueno, supongo que tienes razón. Felices Pascuas.
Santos no dice nada, en vez de hablar dedica una mirada respetuosa al guardia jurado, un ademán cortés que ya era mucho más de lo que nadie había conseguido de él en mucho, mucho tiempo. Al final no ha sido para tanto, al revés, ha sido la charla más fructífera del día, probablemente de la semana, y la ha tenido con un guardia jurado. Eso debe significar algo. Puede que las cosas estén cambiando. Es un buen inicio para la noche.
Santos vuelve al coche y enseguida se planta en la avenida de La Fama, pasados la plaza de toros y el estadio de fútbol. Allí, en el edificio indicado en el trozo de papel que sujeta con las manos, se encuentra el piso de Pili. Se está haciendo tarde, se le está pegando el arroz como quien dice, pero siente que debe hacerlo, debe echar un vistazo. Debe probar.
Llama al timbre de abajo pero no le abren. Espera un minuto y vuelve a intentarlo sin éxito. Afortunadamente es una noche de trasiego, de ir y venir de familias en busca del lugar, del hogar, escogido para la gran cena del año. La puerta se abre, una pareja y un niño salen del edificio. Santos saluda con el mentón, la pareja dice un escueto y educado buenas noches. El detective pasa cerrándose la puerta tras él. Sube las aviejadas pero limpias escaleras, todo el lugar huele a lejía, y llega a la segunda planta. Toca la puerta varias veces. Ni un movimiento se siente.
Santos tiene dos opciones: la opción A es volver otro día, en otro momento más propicio; la opción B es intentar abrir la puerta con cuidado y entrar a echar un ojo. La primera no constituye delito alguno, la segunda es allanamiento de morada. Lo sabe muy bien, pero de todas formas se arriesga con la B.
Una ganzúa, un par de movimientos, un clic. No ha sido demasiado complicado. El detective entra y cierra la puerta con delicadeza. A tientas acierta con el interruptor de la luz. El piso no es gran cosa, pero al menos es cálido. No de temperatura, sino de calor hogareño. No es un piso grande, pero para una persona sobra y mucho. En el salón, cuadrado, hay un par de sofás y un televisor. En medio una mesita de café. Hay fotos por ahí, ella y la familia, es de suponer. Con sumo cuidado, y pretendiendo que nadie sepa jamás que ha estado allí, Santos comienza a fisgonear por cajones y estanterías. Sobre la tele hay una librería sin libros. En su lugar alguna estatuilla, algún marco con foto, un reloj digital sin pilas. En una de las paredes hay una especie de cómoda con varios cajones. Allí encuentra ropa de cama y de mesa, una caja de cubertería, incluso un par de vídeos VHS. Nada que le sirva. La cocina está toda en perfecto orden y limpieza, salvo por una finísima capa de polvo sobre la encimera que denota que esa casa lleva cerrada un tiempo. La nevera está prácticamente vacía a excepción de un cartón de leche caducada, fruta negra y un par de litros de cerveza. Ni rastro de árbol u otra decoración navideña. Dos semanas mínimo sin pisar el piso. Hay dos habitaciones, la pequeña tiene una cama de cuerpo y un armario de pino. En el armario poca ropa, la que no cabe en el armario del principal, piensa Santos, sandalias y bártulos de verano. En la mesita de noche solo una lámpara y un diccionario Sopena. En el dormitorio principal, presidido por una cama grande con la colcha ligeramente revuelta, hay dos mesitas de noche y un gran ropero enfrente. En el ropero solo hay ropa y cajas de zapatos. En la mesita de la izquierda bragas, sujetadores y calcetines, aspirinas y pastillas para dormir. En la de la derecha un cajón vacío y otro con un par de cajetillas de cerillas y una pila de octavillas. Santos coge las cerillas, pertenecen a la célebre discoteca Ditirambo, sale la dirección y el teléfono. Se la guarda y toma una de las octavillas. La lee para sus adentros: «¡Español, tu patria te necesita!»
La realidad que vive el pueblo es muy diferente de las promesas del rey Juan Carlos. Las palabras democracia, paz y prosperidad que tanto repiten en la radio, televisión y la prensa se convierten en aumento de precios, congelación de salarios, detenciones ilegales, apaleamientos y torturas. Un joven herido de bala en Madrid por expresar su opinión, una chica apaleada en Murcia por pedir derechos e igualdad. Eso es lo que pasa hoy en España, la realidad contra la que hay que luchar. «Si apalean, apalearemos. Si disparan, dispararemos. Si matan, mataremos. Únete. Movilízate. Lucha por tu país. F.A. Frente Antimarxista».
De pronto la tensión se multiplica, una gota de sudor que no se debe al calor, porque no lo hace en absoluto, cae por el cogote de Santos, un escalofrío la acompaña, revolviendo todo su cuerpo y colocándolo en posición de alerta. El caso, con apenas unas líneas, se complica hasta lo insospechado. Frente Antimarxista. Grupos de ultraderecha. ¿Terrorismo? El detective traga saliva, cierra los ojos un instante y dobla la octavilla. Se la mete en un bolsillo de la chaqueta, cierra el cajón y se larga del piso cuanto antes. Hay cosas con las que es mejor no meterse, hay historias a las que es mejor no apuntarse. No es miedo lo que siente, es incertidumbre, es algo que se le escapa de las manos, de la mente, es una liga en la que nunca ha jugado, ni siquiera cuando era policía. Lo positivo del asunto es que no tiene por qué hacer nada ahora mismo, de hecho, no tiene por qué hacer nada en ningún momento. Puede coger el folleto, hacer una bola con él y tirarlo a la primera papelera que encuentre. Pero por alguna maldita razón no va a hacerlo. No, porque si hiciera eso no sería él, estaría renegando de un código ético autoimpuesto, una forma de hacer las cosas, de ser, que le impide dejar algo a medias. Se dice de imbécil para arriba, sabe que se va a arrepentir y mucho, pero ya no podrá dejar de tirar de ese hilo, le lleve a donde le lleve.
Abandona la avenida de La Fama y vuelve al auto. Allí se para unos segundos para pensar en su próximo movimiento. Efectivamente, no es noche para ir por ahí molestando a la gente en busca de información de este grupo, de esos antimarxistas. Ya habrá tiempo para eso. Ahora hay un asunto más apremiante, un asunto postergado que precisa de una rápida solución. Esa cosa que le lleva rondando la cabeza durante todo el día. Debe ir a un sitio a finiquitar algo, un último lugar antes de volver a casa y, con suerte, llegar a tiempo para el postre, las caras largas de Concha y la bronca de la suegra. Pero eso dará igual si su conciencia está de una vez libre. Merecerá la pena si logra librarse del peso que lleva encima.
Arranca su 124 y vuelve al carril. Ahora apenas hay tráfico, apenas tampoco hay gente en las calles, un último rezagado, el borracho de turno, el vagabundo al que no le apetece ir a la casa de socorro… Poco más. Llega a la Gran Vía y aparca en doble fila. ¿Qué más da? Es Navidad. Su mano bucea en uno de los bolsillos de su pantalón y saca de él un llavero con dos llaves. Usa una en un portón y la otra, nueve pisos más arriba, previo paso por el ascensor, en la puerta de un apartamento. Nada más abrir obtiene un afectuoso recibimiento de parte de un chico de poco más de veinte años, alto y delgado, moreno, bien parecido, que viste vaqueros y holgada camisa blanca. El chico besa impulsivamente en los labios a Santos. El detective no le corresponde y da un pasito atrás, levanta las manos en signo de disculpa. No, hoy no ha venido para nada a eso.
—¿Qué tal? —el chico no puede reprimir una gran sonrisa—. Qué sorpresa, no me puedo creer que estés aquí hoy, esta noche.
Silencio. Santos no sabe cómo decir lo que va a decir. Lo quiere rápido, como arrancar una tirita. Ya se visualiza fuera de allí, con la tormenta pasada, el recuerdo escociendo y nada más.
—Pasa, pasa, no te quedes ahí —la sonrisa del muchacho es cada vez más amplia—. Llegas a tiempo, aún podemos compartir la cena…
—No he venido a cenar, Carlos.
—Vale, está bien. Pasa de todas formas.
Pero Santos no pasa de la zona del recibidor. Lo que le tiene que decir se lo puede decir ahí mismo, no va a esperar mucho más.
—He venido a hablar.
—Hablar, claro —Carlos asiente nervioso. Ya imagina por dónde van los tiros—. Mira, Santos, lo sé, y no es la primera vez que…
—Te aseguro que será la última.
—Vamos, deja el drama, ¿por qué dices eso? No podemos simplemente sentarnos y…
—No, Carlos. Ya no hay tiempo para eso. Ni para nada más entre nosotros.
Carlos niega y niega con la cabeza. Se mesa los cabellos, poco a poco se va poniendo más y más nervioso, y más rojo.
—Vamos a ver, no te entiendo, Santos, de verdad que no. ¿Por qué quieres tomar ese camino? ¿Por qué seguir mintiéndote?
—Sabías lo que había desde el principio. Nunca te prometí nada.
—Lo sé, pero…, pero lo nuestro es real, lo que ha ido creciendo entre nosotros es auténtico.
—¿Auténtico? —el tono de Santos sube—. Deja que te diga qué es auténtico: un hijo y una mujer embarazada. Eso es real.
—Pero tú no…
—¿Yo no qué? ¡No qué! No te atrevas a hablar de más, porque sé qué piensas. Y te equivocas —Santos levanta un dedo en señal de amenaza, pero se contiene, no le va a hacer nada, pero ese instinto no puede reprimirlo.
—Tú eres el que se está equivocando. Yo…, yo te quiero de verdad.
—Eso crees, pero no. Solo soy una fantasía, Carlos, la que te has montado en tu cabeza.
—¿De qué coño hablas? —Carlos también grita ahora—. ¿Fantasía? No puedes pretender que no hayan pasado cosas que han pasado. Por mucho que te empeñes no…
—Me tengo que ir —Santos le aparta la vista.
—¿Ah sí? ¿Ya está? ¿Te vas así? —Carlos le sigue, le agarra el brazo—. Tendrás los huevos de irte y dejarme así.
—Tengo una familia a la que atender —Santos se suelta, da la vuelta y coge puerta—. Si no lo entiendes, no es mi problema.
—¡No te vayas!
—Lo siento.
—Hijo de puta.
El detective aguanta el pomo de la puerta y lo aprieta con fuerza. Recuerda que el último que le llamó algo parecido necesitó varios puntos de sutura y unas cuantas sesiones de recuperación en el centro de salud. Pero éste no es aquel, la situación no se parece en nada, ahora es merecedor de cada palabra que salga de su boca, aunque nunca lo vaya a reconocer.
—Por favor, Santos, perdona, escúchame, solo escucha un minuto —el tono de Carlos es ahora suplicante, al igual que su rostro, sus lágrimas—. Perdóname, yo… —Santos se detiene justo bajo el umbral de la puerta, al menos le debe eso—. Sé lo que piensas, los prejuicios y todas las cosas que tenemos que aguantar. Mírame, lo sé muy bien, mejor que nadie. Pero no merezco esto.
—Lo siento, Carlos. No tengo más que decir.
—¡Desgraciado! Si cruzas esa puerta me voy directo a tu casa a decirle a tu mujer que…
Carlos no llega a terminar la frase. Una enorme mano apretando su tráquea se lo impide. Una fuerza invisible, avasalladora, irracional, arde dentro de Santos, una fuerza que no controla y que le hace apretar y apretar con más y más intensidad. El cuerpo de Carlos se levanta del suelo un palmo, su espalda golpea contra una de las paredes del pasillo de la entrada, sus ojos se vuelven más y más rojos. El aire no entra, el aire apenas sale. La mirada de Santos es negra e infinita como el infierno. La de Carlos horrorizada, desesperada. Es miedo. Ahí lo ve y entonces lo suelta. Hay muchas razones para hacerlo, elige una y lo suelta. Es incapaz de pensar, incapaz de ver, pero Santos lo suelta. La tensión por las nubes, una vena en el cuello a punto de estallar. Le habría matado allí mismo. Pero afortunadamente lo suelta.
—Si alguna vez te veo cerca de mi mujer o mis hijos, te mataré.
Carlos lo mira desde el suelo, tratando de recuperar el aliento, rezando porque ese animal salga de su casa cuanto antes. Ya no va a decir nada más, porque no puede y porque sería la mayor estupidez de su vida. Santos está ya en el rellano, pulsa el botón del ascensor y se medio gira hacia Carlos. Su mirada sigue en el suelo. Le dice que se acabó, le dice que lo acepte. Le dice adiós.
El sonido de un prolongado sollozo le acompaña cuando entra al ascensor, su pecho ya está más calmado, su cabeza comienza a aclararse con cada piso que baja. Respira hondo. Ya está hecho. Ya se está arrepintiendo de la forma en que ha ocurrido, pero se ha acabado. La cosa, al fin, se ha acabado. Nunca le dirá que a él también le duele la situación, que él también sufre con la idea de no verlo nunca más. Pero esta es la única forma; solo quebrando su corazón puede sentirse libre. Solo partiendo su relación en mil pedazos puede retomar su vida, esa vida que anhela y que se supone que debe tener.
Ahora sí que las calles están vacías, el tráfico es casi inexistente. Santos conduce sin prisa, aun siendo consciente de que llega tardísimo a la cena, aun sabiendo que le esperan malas caras y alguna recriminación en casa. Pero no le concede importancia a eso, por primera vez en mucho tiempo vuelve a respirar tranquilo. Algo araña su corazón, pero ese algo tendrá que llevarlo dentro consigo un tiempo, un duelo por una historia a la que ha querido ponerle fin. Ha sido su decisión y está contento con ella.
Minutos después llega a su calle de Espinardo, aparca justo en la puerta de su edificio y sale a la noche. El relente comienza a posarse sobre las carrocerías y cristales de los coches, en algún lugar cercano alguien toca una zambomba mientras un irregular coro canta La Marimorena. Un aroma a leña quemada inunda sus fosas, trayéndole recuerdos y vivencias pretéritas. Es el aroma de la Navidad.
Santos abre el portón, sube las escaleras y se detiene un instante ante su puerta, ya lleva las llaves en la mano, ya puede oír a Concha hablándole cariñosamente al bebé, el cual responde en su inteligible y preciosa lengua. También oye a su suegra gritarle algo a la tele. Todo está en su sitio, todo es tal y como lo espera. Ahí está su hogar, su dulce hogar.
Al fin se decide a abrir, llegándole un intenso aroma a asado de cordero y cocido con pelotas. Por el camino que le lleva al salón deja llaves y chaqueta, va de la oscuridad a la luz. Las luces del Nacimiento están encendidas, así como un par de velas rojas sobre el armario de la televisión. Concha y su madre se giran para lanzar la esperada mirada reprobatoria que el detective sabe que se ha ganado a pulso. Sus platos están a medio, el suyo intacto, frío. Santos encaja bien las miraditas, va directo a Pedro, que juega en su parque con unos peluches y mordisquea una manta. Lo toma en brazos y le dice alguna tontería. El bebé ríe y le da unos golpecitos con uno de los peluches que se ha llevado consigo. Se le engancha al cuello, Santos siente su calor, su necesidad de protección, su incondicional cariño. Si no fuese quien es y si no le estuvieran mirando quienes lo hacen, lloraría. Emocionado por dentro, revueltas las tripas, se decide al fin a hablar con los adultos.
—Lo sé. Se me ha hecho tarde.
—¿Tarde? ¿No me digas? —la que dice eso es su suegra, con una voz que chirría como una puerta vieja—. ¿Qué estabas, por ahí tomándotelas?
—No diga usted tonterías. Estaba trabajando.
—Trabajando en Nochebuena —la mujer niega con la cabeza—. Pues serás el único, majo.
—Alguien tiene que poner esa comida en la mesa.
—Anda, siéntate y no digas más burrás, que este caldo y estas pelotas me las he traído yo de mi casa. Será una miseria, pero con mi paguica me da pa alimentarme a mí y a unos cuantos.
Santos lanza un gruñido que debe significar algo así como touché, mientras el niño sigue jugando con el peluche y tirándole del cuello de la camisa.
—Date brío que ya casi estamos terminando —añade la suegra—. Por perderte, te has perdido hasta el mensaje del rey.
El detective la mira con gesto de me importa un carajo. Se pasa la mano por el bigotillo, le hace una carantoña al crío mientras Concha prosigue guardando silencio. Santos teme el momento en que se arranque a hablar.
—¿Ah, sí? ¿Y qué ha dicho? —pregunta Santos tratando de aliviar la situación, volviendo a dejar al bebé en su sitio y aproximándose a su silla en la mesa, justo al lado de Concha y frente a su suegra.
—¿Pues qué va a decir? Lo mismico de tos los años. Que si entrañables fiestas, que si orgullo de ser español, que si crisis y terrorismo…
—Ya… —responde Santos, aunque en realidad no ha escuchado una palabra de lo que le acaba de decir la suegra. Bastante tiene con lo que lleva encima, bastante tiene con buscar un furtivo y silencioso perdón de su esposa—. Qué se puede esperar.
La suegra sigue lanzando palabras al aire mientras Concha busca con la mirada a Santos. Clava sus ojos en los de él, haciéndole saber su estado de ánimo. Se acaricia la gran barriga, siente una buena contracción, cada vez son más fuertes, lleva así días. Los ojos de Santos piden misericordia, un descanso, una tregua. Él mismo coge el cazo y se echa una de las pelotas de la suegra en su plato de asado frío, bañándola a continuación de espeso caldo amarillo. Por debajo de la mesa Concha busca y encuentra la mano de su esposo, la toma, la aprieta con fuerza y le pega un suave tirón, haciendo que Santos se acerque un poco más a ella. Entonces abre la boca y, susurrando, procurando ser oída solamente por quien le interesa. Le dice que como vuelva a hacer algo así no volverá a ver a su hijo nunca más. Ni a ella. Esa noche es sagrada, y si quiere pasar más con ellos tendrá que llevar cuidado de no llegar tarde nunca más. El detective siente un escalofrío, el mero hecho de pensar en la pérdida de su familia le hiela la sangre. Él ya no dice nada, asiente, carraspea y se da prisa por coger una cucharada del plato y llevárselo a la boca. Las manos siguen entrelazadas, a escondidas, bajo el mantel de las ocasiones especiales. En la caja tonta, Laura Valenzuela presenta la actuación de Conchita Márquez Piquer. Se oye un aplauso enlatado, la cena prosigue al fin. El crío juega, la mujer suspira, la suegra da su opinión sobre lo que va saliendo en pantalla. Santos se va sintiendo reconfortado por segundos. Todo está, al fin, como debe estar.