IV. —Tocando fondo

PARA cuando llegamos a nuestras respectivas casas, ya eran casi las diez de la noche. El tiempo al lado de Julio pasaba como relámpago. No sólo por lo mucho que estaba aprendiendo de él, si no por su carisma y su extraordinario sentido del humor... ¡hacía tanto tiempo que no reía tanto como lo había hecho esa tarde!

Supongo que la vida quiso ser amable conmigo, y darme una tregua antes de vapulearme de nuevo con uno de los episodios más amargos y traumáticos de esta historia.

Cuando entré en la casa y vi una botella de tequila tirada sobre la mesa del comedor, sentí un sacudón en el pecho.

—¡Valeria, Nicole, Bianca!, grité presintiendo algo malo.

—¡Tía ayúdanos! gritó Bianca desde la recámara de mi hermano.

No tengo palabras para describir lo que sentí, cuando vi a Gabriel tirado en la alfombra de su recámara, convulsionándose y arrojando espuma por la boca.

Nicole lloraba desgarradoramente, gritándole a su papito que no se muriera.

—¡Corre por el vecino!, ordené a Bianca... al del perro san Bernardo, ¡Dile que venga!, ¡apúrate!

Valeria estaba pidiendo una ambulancia por teléfono y Julio llegó casi de inmediato.

—¡Es una congestión alcohólica!.., afirmó.

—¡Este es el momento para internarlo en una clínica de rehabilitación! Dijo convencido.

—Adelante, contesté, ¿tú sabes en dónde hay una? Pregunté en medio de la locura, olvidándome de que estaba hablando con un experto en la materia de la enfermedad del alcoholismo.

Lo transportamos en una ambulancia y con la ayuda de un paramédico le controló un poco el efecto de la congestión por medio de una solución intravenosa.

El director del lugar, era uno del millón de amigos entrañables de Julio. Inmediatamente un médico calificado atendió a mi hermano y terminó por controlar la crisis completamente.

Julio y su amigo me explicaron que por las condiciones en que se encontraba Gabriel era prudente internarlo. Pero me advirtieron que no sería fácil mantenerlo allí sin su consentimiento. —La rehabilitación más eficaz de un alcohólico se da cuando ingresa aquí por voluntad propia, pero haremos lo posible. Dijo el director del lugar, dándome a firmar un formulario de admisión a la clínica, que posteriormente habría de firmar también Gabriel.

—¡Esto es lo único que puedes hacer por tu hermano Marian!, lo demás tienes que dejarlo a cargo de Dios. Afirmó Julio, mientras me envolvió en sus brazos; intentando reconfortarme.

Antes de partir, me permitieron entrar en la habitación donde Gabriel se encontraba profundamente dormido. Temblando todavía, tome su mano y en voz baja, le susurré lo mucho que lo amaba.

—Siempre fuiste mi héroe ¿sabes? —Recuerdo cuando lograste tener tu primera motocicleta. Aquella roja con franjas plateadas.— Trabajaste muy duro para comprártela y... yo me sentía ¡tan orgullosa y tan feliz, porque fui la primera persona que quisiste pasear en ella!

—Tú acababas de cumplir dieciocho años y yo apenas ajustaba los cinco.

—¡No te asustes!, ¡Estás con tu hermano! dijiste, cuando te apreté muy fuerte al sentir por primera vez la adrenalina de la velocidad. —Entonces me relajé y disfrute del paseo. Me sentía ¡tan segura y protegida por ti!

—Hoy me toca a mi venir a decirte lo mismo hermanito. —¡No te asustes!, ¡aquí está tu hermana!— Yo voy a cuidar a tus hijos mientras tú te pones bien...yo sé que vas a ponerte bien. —Y volverás a ser el hombre sano y fuerte que yo admiro y necesito tanto.

Lo besé en la frente y lo persigné antes de salir, sintiendo el corazón destrozado; pero también la esperanza de que éste fuera el inicio en la recuperación de mi hermano.

¡Aquellos días fueron extremadamente difíciles para mí! y ¡sobre todo para mis sobrinas!, pues encima de todo la temporada del año en que estábamos, maximizaba aún más su tristeza... —Sería la primer navidad sin su madre, su padre y su hermano.

¡No sé que habría sido de nosotras sin el apoyo de Julio! Ese ángel que teníamos por vecino se ganó el corazón de todas inmediatamente.

Igual se le encontraba metido en nuestra cocina preparando hot cakes, que consolando y explicando a cada una de mis sobrinas la enfermedad de su papá... ¡con un cariño y una delicadeza admirables!

Ambos estábamos muy preocupados por Nicole, ella acompañaba a Gabriel cuando sobrevino la congestión. No quería comer y se veía muy deprimida.

Julio me pidió permiso para subir a su recámara y hablar con ella. Le indiqué el camino y preferí no entrar con él.

Me senté en la alfombra del pasillo, a un lado de su puerta. Con la impotencia y la angustia de ver a mi chiquita ¡tan triste y apagada!

—Mis hot cakes y yo ¡estamos muy preocupados porque es la primera vez que nos desprecian! ¡Señorita!, Así que, ¡vengo por una buena explicación!... ¿acaso fue mucha mantequilla?, o ¿la mermelada de frambuesa, hubiera sido mejor que la miel de maple?

—¡Sólo no tengo hambre!, tus hot cakes y tu no deben preocuparse. Le contestó con la voz más desanimada que jamás le había escuchado.

—Entonces, ¿quieres contarme lo que te pasa?

—¡Extraño a mi papá Julio! ¿Qué va a pasar si no regresa? ¡Yo le dije que ya no bebiera tanto!, ¡te lo juro! Pero no me hizo caso, quise arrebatarle la botella, pero me dio miedo que se enojara conmigo. ¡Yo tuve la culpa de que se pusiera así! —¡Si mi papá se muere yo voy a tener la culpa! ¿Por qué no le quite la estúpida botella?

Al escuchar las palabras y el llanto estremecedor de mi chiquita, me levanté de inmediato con la intención de ir a tranquilizarla, pero comprendí que yo misma estaba fuera de control y volví a mi lugar.

Julio la abrazó y le permitió llorar por un buen rato. —Luego que el llanto cedió, comenzó a contarle un cuento.

—Había una vez un hermoso castillo, en la cima de una enorme montaña. Un rey muy bueno y noble vivía en él; junto a su esposa y su preciosa hija... la princesita Suset. ¡Eran una familia ejemplar!, ¡se amaban profundamente!

—Hasta que una terrible enfermedad llamada tosferina, atacó al rey. La característica principal de esa enfermedad es que el rey tosía y tosía y cada vez tosía más. —¡Tosía tanto!, que ya casi no podía jugar con su hija, ni comer, ni dormir..., incluso dejó de sonreír.— Alguien les avisó que el elixir que podría curarlo, sólo se podía hallar en un poblado muy lejano y únicamente le sería entregado al enfermo. Nadie más podía ir por él.

—Pero el rey se sentía ¡tan débil y tan mal!, que no era capaz de emprender el camino hasta su cura. —Suset estaba muy preocupada por su papá, y pensaba que sería capaz de hacer cualquier cosa con tal de verlo bien otra vez. Prometió a las estrellas y a la luna no comer más golosina por el resto de su vida si el rey mejoraba... pero eso no sucedía. Su papá tosía y tosía sin parar.— Una mañana Suset salió al jardín y cortó las flores más hermosas que encontró. Pensó que... si adornaba la habitación del rey con todos esos colores y aromas, él podría animarse un poco y hasta volvería a sonreír.

—Así que pasó ¡horas seleccionando las más bellas y las más aromáticas! y, mientras su papá se revolcaba en la cama impulsado por la fuerza de la tos, Suset colocó flores por toda la habitación, especialmente sobre la cama a los pies de su papá. —Cuando terminó ¡lo abrazó feliz!— ¡Mira cuantas flores papá!, ¡todas son para ti!, ¡ellas y yo sólo queremos verte sonreír! pero el rey la alejó de él bruscamente..., y furioso le dijo.

—¡Niña tonta!, ¡lo que tú quieres es matarme!, ¡el polen de estas flores me está poniendo peor!, ¡sácalas de aquí!

Suset obedeció y se puso muy triste. ¡Tanto!, que también dejó de jugar, de comer y de sonreír, así como su papá. —Ella creía que esa tos había hecho que su papá ya no la amara más.— Y, mientras el rey tosía y tosía, ella lloraba y lloraba.

—Hasta que un hada apareció en los sueños de Suset y le iluminó la mente y el corazón con estas palabras...— Tu papá tose porque tiene tosferina, no porque no te ame. —

El elixir para su enfermedad está esperando por él, pero tú no puedes hacer nada para apresurar ese momento. —Lo único que puedes y debes hacer es volver a jugar y a sonreír tú.— De todas formas él no dejará de toser por tu tristeza..., y es muy probable que, de ver tu felicidad; le recuerde sus propias ganas de ser feliz y encuentre en tu ejemplo las fuerzas para ir en busca del elixir que necesita.

—Suset despertó convencida de que la mejor manera que tenía de ayudar a su papá era volver a sonreír. —Y aunque al principio le costó trabajo, con el tiempo logró sentirse bien e incluso feliz, aunque su papá continuara tosiendo.

—¡El papá de Suset se parece mucho al mío!, sólo que él bebe, en lugar de toser. —dijo cuando comprendió que había terminado el cuento.

—¡Sí!, porque tu papá también está enfermo, solo que su enfermedad se llama alcoholismo. Es por eso que no puede dejar de beber y nadie puede causar, ni controlar, ni curar este padecimiento... sólo él mismo.

—El lugar en el que está ahorita, es como ese camino complicado que debe recorrer para encontrar el elixir que lo aliviará, pero nadie puede asegurarnos que las fuerzas le alcancen para llegar hasta ahí. —Sin embargo, independientemente de lo que suceda, tú deberías pensar en hacer la misma elección que Suset, ¡volver a sonreír!

—¡Lo intentaré!, pero aun así espero que mi papito encuentre pronto su elixir.

—¡Me parece muy bien señorita! y ahora... ¡arriba corazones!, dijo Julio despojando a Nicole de las cobijas.

—¡Vamos a ponerle a esta casa algo de espíritu navideño!

—¡Yo sé dónde está guardado el árbol y las esferas!, dijo Nicole recobrando algo de entusiasmo.

—Pues, ¡manos a la obra!, dijo Julio, cargando a mi sobrina en hombros.

Bianca y Valeria se unieron a la misión, y yo me encargué de que la casa se penetrara con olor a frutas. Era el momento perfecto para hacer el ponche inolvidable que preparaba mi abuela.

Por un rato logramos relajarnos y pasar un buen momento, entre los ladridos de Chepe correteando esferas y las ocurrencias de Julio.

Mi hermano se encontraba estable y su proceso de desintoxicación estaba comenzando. Mis sobrinas estaban más animadas con todo lo que Julio les había compartido acerca de la enfermedad familiar del alcoholismo. Y yo, me sentía muy apoyada por su presencia en nuestras vidas.

El teléfono de la casa sonó interrumpiendo las adulaciones que le estaban haciendo a mi exquisito ponche.

—¡Es Beto tía!, dijo sobresaltada Valeria, —¡Ya sabe donde esta Adrián!

Tomé el teléfono de inmediato y anoté los pocos datos que Beto pudo darme. Para ser precisa... aquella hoja sólo contenía el nombre del antro donde trabajaba, un tal «Huesitos”. Según Beto, él me ayudaría a dar con mi sobrino.

—¡Tengo que ir por él!, anuncié decidida.

—¡Tijuana no es una ciudad ni chica ni fácil Marian!, sugirió Julio.

—¡Me imagino!, pero no tengo otra opción, así sea debajo de las piedras lo voy a encontrar.

Julio intervino nuevamente, pero esta vez para ofrecerme comprar mi boleto de avión por medio de la agencia de viajes de un familiar suyo, asegurándome obtener un muy buen descuento. Acepté agradecida, ya que la situación económica en la que nos encontrábamos tampoco estaba en su mejor momento.

A día siguiente Julio apareció con boleto en mano. Pero al revisarlo, me encontré con una sorpresa.

—¡Caray!, ¡creo que se equivocaron!, este boleto está a nombre de Julio Allende. —Le dije desconcertada.

—¡Perdón!, ¡este es el tuyo!, dijo intercambiando ese boleto por el que sostenía en la otra mano. —Lo mire aun más desconcertada.

—¡No me mires así!, a ver dime, ¿qué voy a hacer con tus sobrinas si te roban en Tijuana? ¡No te puedo dejar ir sola!

—¿Por qué haces todo esto Julio?

—¡Está bien, diré la verdad!, es que, allá hay un restaurante llamado la Tía Juana, que prepara las mejores enchiladas verdes que jamás haya probado, y... —No lo sé, Marian..., interrumpió la broma,— Sólo sé que quiero apoyarte en esto ¡si tu lo aceptas! —Después de tantos años recibiendo ayuda emocional, todavía me aparece el síndrome de la Cruz Roja de vez en cuando. Sonrió travieso.

—¡Gracias Julio!, ¡eres un ángel! dije al tiempo que me abalancé sobre su cuello hecha un mar de lágrimas. —¡Claro que acepto!, de hecho... ¡me moría por pedírtelo!

Esa misma tarde volamos en busca de Adrián. Yo estaba hecha un manojo de nervios, no sólo por el motivo de mi viaje, sino también por el miedo que desde siempre me provocaron los aviones. Julio en complicidad con la azafata trataron de tranquilizarme pero todo era inútil.

—¿Qué es lo peor que puede pasar? ¿Que el avión se caiga y nos muramos?, pregunto mi ángel... tan oportuno como siempre. Tan sólo me limité a lanzarle una mirada fulminante.

—¿Sabes? dijo, ¡he sido tan afortunado al aprender a vivir plenamente en los últimos años! y confió de tal manera en la sabiduría de mi Poder Superior, que no temo a la muerte en absoluto. —Me resisto a pensar que el amor infinito que Dios me tiene se termine en el momento de mi muerte humana.— ¡Estoy seguro que cuando eso suceda, despertaré en otro lugar mucho mejor que éste!, y me regocija pensar que será en su presencia.

—Para mí la muerte... no es otra cosa que, el regreso a casa. A mi lugar de origen..., a donde realmente pertenezco.

—Tú sabes que yo viajo muy continuo. Y en una ocasión el avión en el que viajaba cayó en una bolsa de aire, provocando una turbulencia espantosa. La mayoría de los pasajeros gritaron instintivamente y yo tan sólo pensé, Señor, si este es el momento y la forma que has elegido para llamarme a casa...adelante, ¡estoy listo!

Me quede atónita, pero a la vez extrañamente serena con las palabras de Julio.

—Siempre que sientas temor, “razona tu miedo”, eso siempre funciona,

—¡Fíjate!, me explicó. —Yo le tenía pánico a la obscuridad desde que era un niño, hasta que un día... razoné que la obscuridad no hace nada.— Mi temor radicaba más bien, en pensar que alguien pudiera estar escondido en esa obscuridad para agredirme. O en que pudiera tropezar con algún objeto, pero no en la obscuridad por sí misma.

—Esto disminuyó mi miedo a un cincuenta por ciento y la otra mitad se la entregué a Dios. —De esta manera, vencí ése y muchos miedos más.

La forma en que ese hombre vivía la vida, contagiaba de paz y fortaleza a cualquiera.

El resto del vuelo lo viví muchísimo más relajada y divertida de como lo inicié.

¿Dónde estuviste todo este tiempo?, pensaba mientras él hablaba. No sólo comencé a admirar su sabiduría y su calidad humana, sino que... además estaba reconociendo lo atractivo que era. De pronto me descubrí con ganas de rozar su mano, de sentirlo aun más cerca y me asusté. Julio era maravilloso, pero de alguna manera lo percibía ¡tan grande!, ¡tan superior!, ¡tan inalcanzable!, que de inmediato bloqueé cualquier pensamiento romántico en torno a él.

Llegamos a Tijuana de noche, directamente al hotel que la agencia de viajes nos había reservado. Y después de instalarnos cada uno en su habitación, nos encontramos para cenar y para planear la estrategia más adecuada que nos llevara hasta mi sobrino.

Eran casi las once de la noche cuando tomamos el taxi que nos transportó hasta “El Kumbala”, así se llamaba el lugar donde trabajaba “el huesitos”, con quien habríamos de ser muy sutiles y astutos. Me advirtió Beto, ya que él también era parte de la mafia de narcomenudeo que lideraba un tal Ruperto, quien era el vocalista de la banda con quienes estaba mi sobrino.

Y por ningún motivo debíamos parecerle sospechosos o no sólo perderíamos la pista de Adrián, sino además nos estaríamos buscando serios problemas...

Julio y yo acordamos que nos haríamos pasar por dueños de un antro y que estábamos interesados en contratar a la banda de Ruperto. Ambos llevábamos puestas chaquetas de piel y un piercings sobrepuesto en la nariz y el oído, que Nicole nos proporcionó de su inmensa colección de chucherías.

A la voz de tres, entramos en aquella atmósfera nebulosa y ensordecedora. Decenas de niños y niñas vestidos en su mayoría de negro, convulsionaban en cámara lenta al ritmo de aquel estruendoso rock metalero.

A nuestro paso tropezamos con una parejita que prácticamente estaban teniendo sexo a la vista de todos y el olor a marihuana era inconfundible e intenso.

—¡Ese de la batería debe ser el huesitos!, le dije a Julio literalmente a gritos, ¡Mira su camiseta!

Era un muchacho alto y muy delgado, con una camiseta negra estampada de esqueleto.

No fue fácil, pero conseguimos una mesa cerca del grupo y esperamos pacientes el primer receso de la banda.

Julio se acercó al huesitos y lo trajo hasta nuestra mesa. Seguimos nuestro plan al pie de la letra y cuando sentimos que el muchacho entró en confianza, mencionarnos que alguien nos había recomendado también escuchar a la banda de Ruperto.

—¿Sabes dónde podemos encontrarlo? pregunte al fin.

Me miro un tanto extrañado, pero luego me dio el nombre del lugar donde ese sujeto se presentaba.

—¡Está muy cerca de aquí!, —Les voy a hacer un croquis... espérenme aquí; voy por papel y pluma,— nos dijo.

Apreté fuerte la mano de Julio y emocionada le grite al oído, ¡lo tenemos!

Él sonrió y respondió al apretón de mi mano, avisándome que necesitaba ir al baño.

El huesitos regresó a la mesa y comenzó a trazar líneas sobre una servilleta, al tiempo que me llevé las manos a la cara instintivamente y el aro de juguete que tenía en la nariz, cayó imprudente justo sobre la servilleta.

No sé qué expresión adoptó mi cara, pero debió ser tan obvia como la falsedad del piercing que el huesitos tomó entre sus manos. Y de un jalón arrancó el que me quedaba en el oído derecho.

—¿Quién carajos eres?

Preguntó furioso, al tiempo que hizo una seña a otro tipo que, en menos de un segundo me estaba tomando del brazo y amenazándome al oído, si hacia algún aspaviento.

Desesperada busqué con la mirada a Julio, mientras me conducían por el centro del lugar. Sólo recuerdo que empezamos a bajar una estrecha escalera, hasta llegar a un cuartucho mal oliente y alejado de todo el ruido.

Había una mesa rectangular de madera y algunas sillas blancas percudidas de plástico. Una grabadora y colillas de cigarro tiradas por todo el piso. En un rincón, estaba un sofá cama medio roto en el que caí desplomada a punta de groserías y empujones... una vez que me habían manoseado por todas partes, en busca de algún arma ¡supongo!

—¿Crees que soy idiota? —Nunca me tragué su cuento, pero quería ver hasta dónde llegaban ¡muñequita!, dijo el huesitos sacando una navaja apuntando en mi dirección.

¿Para qué quieres a Ruperto? ¿Eres policía? ¡Habla!, gritó acercándose cada vez a mí.

—¡No soy policía!, contesté aterrada.

—Entonces ¿quién eres? insistió, barriéndome toda con la mirada embrutecida y la navaja jugueteando entre los botones de mi blusa.

—¡Tal vez te crea! porque ¡estás muy bonita para ser policía!, pero entonces ¿qué estás buscando?

Bajó el tono de voz y comenzó a respirar tan cerca de mí... como si yo fuera el aire En ese momento le tronó los dedos al sujeto que me había llevado hasta ahí y le ordenó que fuera a ver lo que había pasado con mi acompañante y a asegurarse que la banda volviera a escena.

—¡Diles que yo tengo otro instrumento que tocar!, le dijo, humedeciéndose los labios con su lengua perforada y desabrochándose la bragueta del pantalón.

En ese instante viví el miedo más atroz que jamás había sentido. Estaba frente a un drogadicto enardecido en todos los sentidos y no podía predecir si mis fuerzas alcanzarían para defenderme.

—No por favor, supliqué en cuanto sentí sus manos por debajo de mi blusa; y su asquerosa saliva mojándome el cuello. —¡Dios mío! ¡Ayúdame! repetía sin parar en mi mente y entonces se apagó de pronto la luz verdosa que alumbraba el cuartucho y se escucharon muchísimos gritos. ¡Julio no tiene miedo a la obscuridad! pensé convencida de su participación en aquel apagón y con todo el coraje de que fui capaz empujé violentamente al huesitos y corrí calculando la dirección de la puerta.

Subí a tropezones la escalera con las manos aferradas al pasamanos... oía los insultos y los pasos de mi agresor detrás mío, pero nunca me detuve; salvo para patearlo con el tacón de mi bota, cuando pescó mi pierna. No sé en qué parte lo lastimé, pero me dio tiempo suficiente para llegar hasta el punto donde dio inicio aquella pesadilla.

—¡Policía!

Gritaban, entre empujones y desmanes. En ese momento se reactivaron las luces y me vi en medio de aquel desastre. Hombres uniformados, sometían brutalmente a los muchachos y vi volar varias botellas y vasos por todo el lugar.

De pronto me alcanzó una mano y me jaló con fuerza en medio de dos adolecentes histéricas. Era la mano de Julio, que esquivando todo tipo de obstáculos; me sacó de ese manicomio y me subió a toda prisa a un taxi que ya nos estaba esperando afuera.

—¿Estás bien? me preguntó angustiado... tomando mi cara entre sus manos y revisándome de los pies a la cabeza.

—¡Estoy bien! contesté con las ganas de llorar contenidas.

Hasta que no pude más y comencé a sollozar recostada en su pecho. Julio me contuvo con fuerza, al tiempo que besaba mi cabeza y me pedía perdón por haberme dejado sola.

Más tarde me explicó que cuando salió del baño alcanzó a ver cuando me pararon de la mesa y me alejaron custodiada. Lo único que se le ocurrió fue salir del lugar y asegurarse de que no hubiera otra salida. Buscó el apoyo de un taxista que llamó de inmediato a una patrulla y... efectivamente fue él quien manipuló los interruptores de luz para ganarle tiempo al tiempo.

Don Pedro, el chofer del taxi, fue otro ángel que Dios mandó. Le explicamos el motivo por el que estábamos ahí y casualmente conocía muy bien a la banda de Ruperto y a mi sobrino, ya que su ruta fluctuaba entre un antro y otro los fines de semana y los había transportado en más de una ocasión a distintos hoteluchos.

Describió perfectamente a Adrián y nos prometió ayudarnos a investigar esa misma noche dónde se estaba hospedando en ese momento.

—¡No es conveniente que vayan ahorita señorita!, ¡Ya deben haber alertado al tal Ruperto de que lo andan buscando!, ¡Déjelo en mis manos!, ofreció heroicamente Don Pedro.

Intercambiamos teléfonos y llegué a la habitación del hotel ¡prácticamente sostenida por Julio! Todo mi cuerpo temblaba... no sabía bien a bien si era por el frío o por el tremendo susto que había pasado. Vestida como estaba, me metí en la cama, mientras él me arropaba... pero el temblor no cedía.

A Julio no le quedó más remedio que sentarse al lado mío y abrazarme para transmitirme su calor. ¡No supe en qué momento nos quedamos dormidos!, pero despertar con él... a mi lado aquella mañana; ¡fue uno de los instantes más lindos que conservo en la memoria!

En ese momento entendí, que estaba enamorada de él. ¡Ya no podía negármelo! y eso me asustaba ¡tanto o más de lo que me entusiasmaba!

Supongo que a él le ocurría algo muy parecido... pero no lo confesó, si no hasta tiempo después.

El celular de Julio comenzó a sonar despertándolo bruscamente. Era Don Pedro con buenas noticias.

Adrián había tenido problemas con Ruperto y éste lo corrió de la banda. Según le comentó uno de los integrantes... y ahora trabajaba como mesero en una cafetería que se encontraba justo a unas pocas cuadras del hotel donde nosotros estábamos.

¡El alma me voy al cuerpo!, y como alguna vez escuché decir a Julio... “Comprobé que Dios existe y que además le caigo bien”

Durante el desayuno, mi gurú personal me hizo reflexionar sobre la posibilidad de que Adrián no quisiera regresar conmigo a casa.

—¡Después de todo lo que debe haber pasado con esos delincuentes!, ¡Seguro querrá volver con su familia!, objeté. —Julio sonrió consecuente y tomo mi mano.

—¡Esperemos que así sea Marian!, —Es sólo que me queda claro que tu sobrino es el que juega el rol de conducta inadecuada en su familia.— Y por experiencia propia, te digo que somos muy soberbios y difíciles de persuadir. —Debemos ser muy cautelosos y no formarnos grandes expectativas acerca de su reacción para no sentirnos frustrados después.

—¡Eso es todo!, dijo sin que pudiera volverlo contradecir... ¡como siempre tenía razón!

Cuando estuve frente a Adrián, me le fui encima lloriqueando por la emoción de volverlo a ver sano y salvo, mientras que él hizo todo lo que pudo por auto controlarse. Y, aunque su mirada se cristalizó, se limitó a darme un apretón de manos y preguntarme muy serio...

—¿Qué estás haciendo aquí tía?

—¡Vine por ti!, le contesté... con ese tono que los codependientes que nos sentimos súper héroes solemos usar.

Pero entonces recordé las sugerencias de Julio, acerca de ser cautelosa y desvié la tensión, preguntándole acerca de la aventura que seguro había vivido en los últimos días. Pero no quiso bajar la guardia en ningún momento y se limitó a decir que todo estaba bien.

Le conté lo que había pasado con su padre y la esperanza que teníamos en que al fin comenzara a recuperarse de su alcoholismo.

Sonrió sarcástico y dijo...

—¡Yo ya no creo en los Santos Reyes tía!, desde que tengo uso de razón, ¡todos en casa esperaron ese milagro, que nunca sucedió!, ¡yo estoy harto de ese cuento... la verdad!

—Con estar lejos de ese circo me basta y así me quiero quedar, ¡lejos! no pienso regresar. —Así que lamento mucho que hayas tenido que venir hasta acá para oír esto, pero así son las cosas, concluyó poniéndose de pie.

Quise suplicarle a Julio su intervención con la mirada desesperada, pero él no intento decir siquiera una palabra.

—¡Tengo que seguir trabajando!, ¡salúdame a las ardillas! como siempre se refería a sus hermanas... fue todo lo que dijo antes de alejarse.

Salimos de la cafetería en silencio y así permanecimos durante varios minutos. Me sentía ¡tan triste y tan ofuscada! Estaba resentida con mi hermano por su irresponsabilidad como padre, con mi cuñada por haberse muerto, por la frialdad y la rebeldía de Adrián e incluso con Julio... por no haber hecho uso de toda su preparación para ayudarme a convencer a Adrián de volver a casa.

Estaba resentida con todo y con todos. Y lo único que quería era llorar a solas. No soportaba el silencio de Julio, ni el ruido de los carros, ni la sonrisa de los guías turísticos que salían al encuentro.

—¡Quiero irme al hotel!, ¡Me siento muy cansada!, ¿me disculpas? —Dije cortante.

—¡Claro!, ¡yo caminaré un rato más!, contestó con su ánimo inamovible.

Quería estar sola, pero también quería su consuelo. Entré en uno de esos episodios contradictorios que nos aquejan especialmente a las mujeres; en donde ni yo misma entendía lo que realmente quería. Pero me enojaba que Julio no lo adivinara y no es que no lo adivinara... Ese hombre sabía tanto de la condición humana y sus vericuetos, como yo de idiomas. Pero la diferencia es que, él no se enganchaba emocionalmente... ¡y eso lo admiraba! Pero también lo detestaba, ahora que se trataba de mí.

—Se puede saber ¿por qué no dijiste nada? —¡Tú que sabes tanto de la enfermedad del alcohólico y de la familia!,— y qué das conferencias por todo el mundo para ayudar a la gente. —¿Por qué te quedaste callado? exploté sin querer evitarlo al ver su aparente indiferencia.

—¡Cuando estés más tranquila platicamos fue todo lo que dijo, antes de darme un beso en la frente y dar la media vuelta!

Esa actitud me hizo sentir aun más molesta... Caminé hasta el hotel con los nudillos apretados y la garganta contraída. Julio había mencionado en aquella conferencia que los codependientes vivíamos queriendo cambiar la conducta de otro u otros seres humanos. Y que detrás de nuestras buenas intenciones y los innumerables esfuerzos por ayudar a los demás... se escondía el deseo de sentirnos aceptados y amados por otros. “Cuando tú brindas ayuda y apoyo a alguien por amor... el resultado de paz y gozo dentro de ti será evidente, aun cuando no recibas ni las gracias por lo que hiciste”. Pero... “Cuando actúas impulsado bajo la trampa de la codependencia...padecerás una sensación de mayor soledad e incluso te descubrirás resentido, al no sentirte retribuido como lo esperabas”.

Aceptar que mi codependencia tenía más participación que el amor en mis acciones... me dolía mucho. Sentirme la buena de mi familia, la incondicional, me había dado un cierto estatus y una aparente sensación de valía...y ahora me sentía despojada de lo único que me había sostenido por años. Abrir la conciencia de mi propia enfermedad emocional y mis defectos era el camino más liberador, pero también el más difícil de transitar.

Lloré no sé por cuánto tiempo, hasta que me quedé profundamente dormida. Varias horas después... alguien tocó mi puerta con insistencia y me levanté aturdida.

—¡Adrián!, exclamé despabilándome al instante.

—¡Vámonos a casa!, me dijo con las manos metidas en los bolsillos de su pantalón y con el rostro y los ojos enrojecidos. Evidentemente no fui la única que había derramado varias lágrimas aquella tarde.

Nos abrazamos fuerte y con un cigarrillo en mano respectivamente, comenzamos una charla maravillosa sentada en la alfombra de mi habitación.

Julio no se mantuvo al margen por indiferencia esa mañana, si no por su larga experiencia en el contacto con adolecentes de conducta inadecuada.

Él sabía que ese no era el momento propicio para abordar a mi sobrino. Así que una vez que la tía loca desapareció de la escena, Julio regresó a la cafetería y, pese al rechazo inicial que le mostró Adrián, no se dio por vencido hasta lograr hablar con él.

—Yo también he odiado a mi padre ¿sabes? —¡Si yo te contara de cuantas formas lo maté en mi cabeza!, no me creerías.— ¿Tú ya mataste al tuyo? Estas fueron las palabras mágicas que le entregaron la atención de mi sobrino y permaneció en silencio...escuchando a Julio a pesar de sus resistencias. —¡Y cómo no lo iba a odiar! ¡Era tanto o más borracho que el tuyo! Prosiguió.— Imagínate que una madrugada me despertó a punta de bofetadas y maldiciones porque se le metió en la cabeza que ¡yo me había tomado su botella de brandy! Sonrió irónico —Yo tenía diez años amigo y también un papá auténticamente loco.

—Mi mamá no metió las manos. —Sabía que de hacerlo...la siguiente víctima sería ella y el miedo llega a entumecemos hasta la conciencia. Pero me defendió mi hermana Cecilia, que en ese entonces, tenía ocho años.

—¡Yo quebré la botella sin querer papacito! ¡No le pegues a Julio!, le dijo valiente, poniéndole las manitas al frente en espera del castigo. —No le pegó en las manos, pero se desahogó destrozando su muñeca favorita.

—¡Fue sin querer! le dijo con ese sarcasmo cruel que suelen usan los borrachos.

—Yo quería consolar a mi hermana ¿sabes? pero mi rabia y mi impotencia no me dejaron. Saqué unas tijeras del buró y despedacé mi almohada ante los ojos atónitos de mis dos hermanos.

—Esa fue la primera vez que deseé vehementemente que un rayo partiera en dos a ese hombre que tenía por padre.

—Luego venia la culpa y el remordimiento. —Después de todo crecí obligado a repasar a diario los diez mandamientos.— “Honrarás a tu padre y a tu madre”... durante años temí el friego del infierno, ¡Segurito mi alma se iba a condenar! pensaba, pero... a pesar de mi miedo, no podía dejar de sentir ¡tanta furia en contra de mis padres! —Me purgaba la cobardía de mi mamá.

—Cuando cumplí catorce años, la amenacé y le dije que era momento de escoger entre su marido o su hijo. Se limitó a llorar y llorar y nunca me dio una respuesta. —¡Menos mal!, bromeó,— ¡Por que de seguro lo iba a escoger a él! —¡Y yo no tenía a donde ir! Así que por esa ocasión, su silencio me convino.

Adrián no pudo evitar sonreírse, en medio de la tragicomedia que le estaban contando.

Entonces fue que Julio aprovechó para comenzar a hablar de la enfermedad del alcoholismo y de la codependencia. Y, por supuesto de la existencia de los programas de doce pasos, como AA. y Al-anon.

¡Fue tan preciso! y a la vez usó un lenguaje ¡tan sencillo!, que Adrián pudo captar fácilmente ese mensaje que nunca antes había escuchado.

—¡Si mi padre me dio lodo Adrián!, es porque a él le dieron estiércol.

—¿Entiendes?

—Cuando fui adulto y me interesé por conocer su historia, me di cuenta de que ¡ese hombre, no tenía otra cosa que ofrecernos! Tan solo la pequeñez y la amargura que gestó durante su infancia.

—Mi padre provenía de una familia extremadamente humilde. —Fue el mayor de seis hermanos y mi abuelo decidió que por esa razón tenía que matarse trabajando junto con él para mantener a la familia. Y se lo llevó a Estados Unidos, ¡por supuesto viajaron como ilegales!

—Precisamente llegaron a esta ciudad para encontrarse con “el pollero” que los transportaría a California. Durante varias horas permanecieron escondidos en la parte trasera de una camioneta vieja, junto a hombres y mujeres que como mi abuelo perseguían el sueño americano. —Iban cubiertos de costales de arena, que apenas y los dejaban respirar.— Pero era la única opción para no ser descubiertos por los agentes de migración.

—Durante los primeros días pasaron más hambre que la que vivían en su propio país. —Luego les dieron trabajo y un cuartucho para dormir en un viñedo en las afueras de San Diego.— Mi abuelo no bebía alcohol, pero tenía otras disfunciones igual o más graves que el propio alcoholismo. —Era neurótico hasta más no poder y además adicto al juego.

—Mi papá tenía que estar en pie a las cuatro de la mañana, si no quería ser despertado a jalones e insultos. —Su único descanso durante el día, era para comer algo rápido y la jornada terminaba hasta que el sol empezara a dormir.— Luego venía la hora de las apuestas, mi abuelo y otros ilegales se encerraban en otro cuarto a jugar baraja. —Hasta que una tarde, los gritos habituales que se escuchaban desde ese remedo de casino, excedieron de lo normal.

—Mi abuelo le estaba reclamando violentamente a su compañero de juego, por estar haciendo trampa...hasta que se le fue encima a golpes, sin siquiera sospechar lo que le esperaba.

—Mi padre, siendo apenas un niño... fue testigo tras una ventana de la puñalada letal que mató a mi abuelo.

—Quedó sólo en aquel país con tan solo once años de edad. —Sobrevivió como pudo hasta que al fin fue deportado varios meses después. No le quedó otra que asumir por completo el papel de adulto y seguir trabajando como campesino para ayudar a mantener la casa. Pero, ¿cuánto dinero podía llevar a casa un niño de once años?

—Así que mi abuela comenzó a salir por las noches y a regresar por las mañanas para ganar con su cuerpo el sustento de sus hijos. Hasta que un día se embarazó de mi tío Carlos. —Dicen que es hijo de un mariachi, ¡porque canta a todo dar! Bromeó nuevamente.

—Esta historia que mi padre contaba en pausas durante sus borracheras, nunca me tocó el corazón. —Hasta que fui yo mismo a pedirle que me la relatara completa... cuando estaba desahuciado en la cama de un hospital.

—Para ese entonces, yo ya tenía un par de años asistiendo a mis reuniones de Al-anon. —Y por primera vez en toda mi vida, me permití sentir compasión y amor por ese hombre que me dio la oportunidad de existir y que... a su manera, me enseñó también cosas buenas de la vida. ¡Gracias a él soy amante de la buena música y la literatura!— En sus episodios de sobriedad, le gustaba cultivarse y aprender, a pesar de haber cursado sólo la mitad de la primaria.

—Me heredó también el amor por la naturaleza y por los animales. Y... aunque te parezca absurdo, también agradezco a su alcoholismo, porque me dio la oportunidad de entrar a un programa de recuperación que, no sólo me ayudó a superar el daño que esta enfermedad nos causó a mí y a mi familia; sino que además me ha dado herramientas valiosísimas para enfrentar valiente y optimista muchas otras situaciones difíciles. —Logré perdonar a mis padres, a la vida y a mí mismo.

—Gracias a todo lo vivido y lo aprendido, —¡Hoy me gusta la persona que soy!, ¡Me siento cómodo bajo mi propia piel!, ¡Vivo la vida intensamente! y ¡ya no tengo problemas con nadie!— Me encanta haber logrado desprenderme emocionalmente y con amor, de toda mi familia y de toda la gente en general.

—¡Hoy vivo, y dejo vivir Adrián!, —Sé poner límites sanos en todas mis relaciones y respeto la manera en que cada quien decide conducirse.— ¡Y algo más!...aprendí a no juzgar a nadie. —Ahora sé que cada ser humano tiene razones suficientes para ser como es.

—¡Ahora mismo entiendo tus razones para actuar como lo haces! No puedo pedirte que sientas los mejores y más nobles sentimientos por tu padre... después de todo lo que has pasado. —¿Tan sólo porque un desconocido te vino a compartir su historia?— ¡Sería tan ilógico! como pedirte que corrieras una carrera de treinta kilómetros, después de que un tren te pasó por encima.

—¡Yo tan solo te pido que levantes un dedo para pedir ayuda! y comenzar a recuperarte de los estragos de ser hijo de un alcohólico. —¡Si yo pude, tú también!

—Considera darle a tu padre una oportunidad... —No por él, si no por ti.— ¡Aferrarse al odio y al resentimiento es algo tan estúpido!, como tomarse un veneno esperando que le haga efecto al otro. —¡Estoy seguro que tú eres mucho más inteligente que esto! Y, ¡Piensa que puedes vivir huyendo de todo y de todos, pero nunca de ti mismo! Concluyó Julio, avisándole que nuestro vuelo partiría de regreso a Guadalajara la mañana siguiente y que nos encantaría hacerlo en su compañía. Le dio el nombre del hotel donde estábamos hospedados. Y luego de estrecharle la mano amigablemente, se fue.

En menos de una hora, mi sobrino dio las gracias al dueño de la cafetería y recogió sus pocas pertenencias para ir a buscarme.

¡Ese viaje fue toda una aventura!, pero afortunadamente...todos resultamos ilesos y aprendimos ¡grandes lecciones! Me sentía tranquila, el objetivo de traer a Adrián de vuelta a casa se había cumplido.