I. —Un viaje inesperado

HE meneado este café por casi treinta minutos y la historia de mi buena amiga Lucía no parece cambiar desde los últimos años. Me digo en silencio, mientras doy un sorbo más a mi taza medio vacía. Ella era prácticamente la única amiga contemporánea que tenía y también la más querida.

Por alguna extraña razón, siempre he afianzado mejores relaciones interpersonales con personas mayores a mí que inexplicablemente buscan en mí consejos, y de vez en cuando un hombro para llorar. Desde niña, fui muy extraña; siempre manifesté más interés por estar presente en las pláticas de los adultos que por jugar con los hijos de las señoras que frecuentemente visitaban a mi madre; curiosamente para pedirle apoyo y consuelo en sus problemas. Supongo que inconscientemente quise parecerme a ella en ese aspecto.

Siempre admiré su belleza, su buen gusto para vestir y decorar nuestra casa. Su carácter sociable y amable para con la gente. Recuerdo que los festivales escolares eran todo un acontecimiento para mí, pues significaban la oportunidad de presumir a mi madre frente a toda la escuela. Al verla entrar por la puerta principal del colegio, jaloneaba discretamente a la compañera que me precedía en la larga fila de las niñas de tercero de primaria, para señalarle orgullosa que aquella señora rubia, que fácilmente podría ser confundida con una artista de cine; era mi mamá.

Sólo había algo que me hiciera admirarla aún más que sus grandes ojos verdes y su porte de diva. Era su don de gentes. Nunca vi a nadie salir de la casa de mi madre con la misma tristeza y desesperanza en los ojos con la que había entrado. Algo especial y enigmático poseía Martha, que al hablarles a sus discípulas, transformaba sus penas y sus conflictos en fortaleza y fe.

—¿Qué tanto miras a ese muchacho amiga? No me digas que ahora justo antes de casarte descubriste que te gusta cambiar pañales. Preguntó sarcástica Lucía, aburrida ella misma de escucharse contar una y otra vez su eterna historia de compras y viajes alrededor del mundo con su nuevo amante millonario.

—No sé por qué me provocan tristeza los adolecentes, contesté con la mirada clavada en una mesa de tres chicos que no podrían tener más de dieciséis o diecisiete años. Uno de ellos manoteaba y gesticulaba con verdaderos aires de grandeza frente a sus amigos. No sé de qué hablaban, pero cualquiera que friera el tema; ese chico sentía tener el mundo a sus pies y a sus receptores en el bolsillo.

—¿Qué pasará cuando llegue a casa?, pensé en voz alta.

—¿De qué hablas?, son casi las nueve de la noche. Llegará a cenar, a ver televisión y a dormir; igual que todo el mundo. Contestó Lucía frunciendo el ceño y meneando la cabeza como lo hacemos normalmente al contestar preguntas que nos parecen tontas.

Y en verdad era una pregunta tonta, pero algo que ni yo misma sabía explicar se movió dentro de mí en aquel momento. Tal vez era sólo el reflejo de la adolecente interior tan lastimada que vivía aún en mí a mis casi veintinueve años. Y que pude aliviar hasta el día en que cuatro maravillosos seres reaparecieron en mi vida, entre otras cosas, para obligarme a hurgar entre los escombros más penosos de mi historia familiar.

—En fin, no malgastes tu turno con tus reflexiones raras sobre adolecentes. Mejor cuéntame ¿cómo van los preparativos de tu boda con el insoportable abogado Guillén?

—Qué mala eres Lucía, Álvaro no te ha hecho nada para que lo odies tanto.

—A mi no, pero si abrieras los ojos, te darías cuenta de todo lo que sí te hace a ti amiga.

—¿En verdad quieres casarte con él Marian?

Evadí su pregunta, argumentando lo tarde que era.

Me despedí de Lucía con el abrazo fuerte y cálido de siempre. Nuestras diferencias de opinión y los opuestísimos estilos de vida nunca interfirieron en el cariño y la confianza que nació entre nosotras desde que éramos niñas.

En verdad éramos muy distintas, pero ahora comprendo que justo en esas diferencias radicó el éxito de nuestra amistad. Pese a no estar casi nunca de acuerdo la una con la otra, nos aceptábamos y nos apoyábamos incondicionalmente. Cómplices y compañeras casi inseparables.

Para ella la vida era un juego divertido que yo no sabía jugar. Los problemas decía; si tienen solución, ¡para qué te preocupas! y, si no tienen solución, ¿para qué te preocupas?

Pasó mucho tiempo antes de que yo pudiera reconocer la sabiduría escondida en las palabras de mi tan frívola pero encantadora amiga.

—¡Dios mío!, ¡cinco llamadas perdidas! me percaté al subir al auto y escuchar el aviso del descenso de batería en mi celular.

—Álvaro debe estar histérico..., pensé, mientras marcaba su número en el teléfono, pero no pude hablar más que con una grabadora.

—Hola amor, perdona que me reporte hasta ahora. Dejé por descuido el celular encerrado en el auto. Te mando un beso.

No era de extrañar que el buzón de mensajes estuviera activado. Mi novio solía expresar su enojo con el silencio. Y, si había algo que lo molestara de verdad, era sentir que perdía el control sobre mí.

Nunca estuve segura de que lo que me unía a aquel hombre fuese realmente amor, pero los vínculos que me ataban a Álvaro eran muy fuertes y mi autoestima demasiado baja para atreverme a cuestionarlos. Lo preocupante del asunto, era que a pesar de mis dudas, llevábamos más de tres años de noviazgo y estábamos a punto de casarnos.

Sus celos y su posesividad eran bastante incómodos, pero de alguna forma había aprendido a sobrellevarlos.

—Preocúpate el día en que te ignoren, decía mi madre, que siempre encontraba alguna justificación a los errores de mi novio; con tal de persuadirme cada vez que intentaba decidirme a finalizar aquella relación que a veces me asfixiaba.

Siempre me costó entender la adoración que mi mamá tenía por Álvaro, ya que ninguno de mis noviazgos anteriores fue de su agrado.

Decía haber encontrado en él, al hijo que sentía perdido en mi hermano Gabriel, con quien rompió toda relación cinco años atrás; luego de un terrible desencuentro entre ellos el mismo día en que enterramos el cuerpo de mi papá.

Camino a casa, mis pensamientos parecían un rompecabezas desarmado sin saber por dónde comenzar a unir. La boda estaba a solo tres meses de distancia y lo único que tenía listo era el vestido de novia que mi madre se empeño en comprar, pese a mi opinión.

Pero ponerse a discutir con Martha Jiménez, viuda de Toledo, era una batalla perdida de antemano; además de reconocer en el fondo que la más ilusionada con aquel evento, a final de cuentas era ella.

Falta recoger las invitaciones, elegir el banquete y las flores de la iglesia; repasaba en silencio mientras el semáforo estaba en rojo.

¿De verdad quieres casarte con Álvaro? irrumpió abruptamente en mis pensamientos la pregunta que me había hecho Lucía minutos antes

Era una pregunta que no podía o no quería contestar. De pronto me asaltó un inesperado ataque de ansiedad, sentí una opresión asfixiante en el pecho y unas ganas inmensas de llorar; me sentía profundamente confundida y asustada ante mi actitud. Se supone que una novia enamorada debe estar radiante y feliz por tan memorable acontecimiento, pero yo no lo estaba y no podía seguir pretendiendo que no me daba cuenta.

A casi tres cuadras de mi casa, doblé el volante bruscamente en dirección contraria y me dirigí al departamento de Álvaro. Estacioné el auto como pude y saludé al conserje del edificio con tan solo un gesto porque la voz no me respondió.

Toqué a la puerta de Álvaro mientras respiraba tan profundo como la ansiedad me lo permitía.

—¿Quién?

—¡Marian!

—No te esperaba, ¿de dónde vienes? cuestionó en tono molesto una vez que me abrió la puerta.

—Necesito que hablemos, repliqué sin titubeos.

—¡Claro princesa!,

Contestó cambiando radicalmente la rigidez de su voz, al sentirse desconcertado por mi actitud.

Y como un volcán sofocado, comencé a arrojar enormes fumarolas de palabras temblorosas y ambiguas, que parecían sin sentido; pero que después de varias lágrimas, formulé en una sola frase.

—¡No te cases conmigo!

—Vengo a decirte que no te cases conmigo. Yo no estoy preparada para ser la mujer que tú necesitas. Estoy llena de dudas, de inseguridad, de miedos; no podré hacerte feliz Álvaro, ¡mírame!, ¡estoy hecha un desastre! Ni siquiera fui capaz de defender mi derecho a elegir un maldito vestido de novia. A tres meses de la boda no están listos los pendientes más importantes, ¡soy un desorden total!, No soy la mujer organizada y fuerte que tú esperas encontrar en mí.

Y así recite por varios minutos la innumerable lista de defectos que no me hacían acreedora a merecerlo como mi esposo, por la cobardía de no atreverme a enumerar los suyos y a confesar que la que no estaba segura de querer casarse era yo.

—¿Ya terminaste?

Me preguntó con una sonrisa y ese aire de invulnerabilidad que lo caracterizaba.

Asentí limpiándome las lágrimas y agachando el rostro, como quien espera resignada la lectura de la sentencia.

—Lo único que sucede es que estás un poco nerviosa,

Declaró mientras cruzaba la pierna y entrelazaba las manos detrás de su nuca.

—Ya había pensado que sería una buena idea pedirle a Ruth que te ayudara con los preparativos pendientes. Tu sabes que es una mujer muy eficiente y aunque resentiré un poco su ausencia en la oficina; tu adorable futuro esposo está dispuesto a prescindir de su asistente por unos días en lo que te ayuda con lo que te haga falta, ¡asunto arreglado!

Concluyó minimizando mis palabras como de costumbre. Y sugiriendo que lo que yo realmente necesitaba era un buen masaje para relajar la tensión.

Para ese momento ya estaba junto a mí, acariciándome con toda la libido de la que era capaz. Sin un rastro de ternura, ni delicadeza. Detestaba esa forma suya de tocarme. Permanecí inmóvil, mientras brotaban un par de lágrimas más.

—Tú no entiendes...susurré.

—¡Claro que entiendo! futura Señora de Guillen.

Respondió desde algún punto de mi espalda, que para ese momento ya estaba semidesnuda.

—¡Mi celular está sonando!

Advertí aliviada al tener el pretexto perfecto para alejarme de sus manos, sin presentir si quiera que estuviera a punto de recibir una noticia que cambiaría drásticamente el rumbo de mi vida.

—¡Es mi hermano!, anuncié sorprendida —

Gabriel y yo manteníamos contacto telefónico de vez en cuando sin que mi madre lo supiera. Él se había mudado con su familia a Guadalajara desde hacía mucho tiempo y, aunque la diferencia de edad era muy grande entre nosotros, habíamos crecido muy unidos y nos llevamos bien. Siempre fue muy cariñoso conmigo y en las memorias de mi niñez; Gabriel siempre fue mi héroe y mi defensor ante las rabietas de mamá.

Su voz era apenas perceptible y no precisamente por una falla de calidad en el servicio telefónico, sino por la terrible noticia que iba a anunciarme. Angélica, su esposa; acababa de morir en un accidente automovilístico.

—¡No tengo a nadie más a quien recurrir Marian!, ¡Mis hijos y yo nos estamos volviendo locos!, necesito tu ayuda.

Esas fueron las únicas palabras que logré entender entre los sollozos y los jadeos de mi hermano.

—¡No sé cómo!, pero mañana mismo estoy contigo.

Alcancé a decirle antes de que la batería de mi teléfono me traicionara definitivamente.

—Tengo que irme, Gabriel me necesita.

Me acomodé la blusa y tomé mi bolso mientras le explique rápidamente a Álvaro los pormenores de la llamada.

Y salí de aquel departamento en trance, sin poner la más mínima atención a los comentarios de mi novio, que se quedó hablando sólo a mitad del pasillo.

—¡Luego te llamo! Grité mientras las puertas del ascensor se cerraban.

Mi madre, que para esa hora ya estaba casi dormida, recibió la noticia con una ligereza que apenas y pude creer.

Aquella mujer solidaria y bondadosa que tanto admiré, se había convertido con el paso de los años en un ser amargo y resentido, sin que yo pudiera entender el por qué.

—¡Lo siento mucho!, siempre es triste la muerte de una persona joven.

Dijo apenas, sin que su voz reflejara un atisbo de aflicción.

—¡Sobre todo si se trata de la esposa de tu hijo, la madre de tus cuatro nietos!

Repliqué agitada, intentando provocar otra reacción en mamá, que parecía estar escuchando el deceso de la mujer de un desconocido. Pero su orgullo era más fuerte.

Profundamente desconcertada por su actitud, me limité a avisarle que al día siguiente partiría a Guadalajara para acompañar y ayudar a Gabriel y a mis sobrinos en lo que pudiera. Pensé invitarla a participar en la misión, pero asumí que no se mostraría interesada en lo absoluto.

—¿Cuándo piensas regresar?, preguntó intrigada.

—No lo sé. Respondí con la mirada clavada en la fotografía de mi padre, que de seguir vivo; estaría tanto o más triste que yo por la situación de mi hermano y la dureza de mamá.

Arribé a la ciudad de Guadalajara una tarde de septiembre. Jamás imaginé que la distancia entre el último abrazo que le di a mi hermano cinco años atrás, volvería a darse en las mismas condiciones de pérdida y dolor por la muerte de un ser querido. Tome un taxi que me llevó directamente a la funeraria, donde se despedía el cuerpo de mi cuñada.

Al entrar al lugar, comencé a sentir que las piernas se me doblaban, ¿Cómo consolaría a mi hermano? ¿Qué palabras se les puede decir a cuatro niños que acaban de quedar huérfanos?

—¡Tía Marian!

Gritó de pronto, una niña de grandes ojos cafés y cabello castaño; envuelto en un enorme moño blanco que robó mi corazón desde el primer momento en que la vi.

Corrió a mi encuentro y estalló en llanto abrazada a mi cintura, detonando en mí la más profunda compasión.

Era la pequeña Nicole, la última vez que la tuve entre mis brazos, tenía apenas tres añitos.

La estreché tan fuerte como pude. Una vez que caí de rodillas para verla frente a frente y no desde la altura imponente con que los adultos solemos mirar a los niños.

—¡Pero cómo has crecido muñeca!, ¡eres tan hermosa!

—¡Tú estás más bonita que en la foto!

Respondió limpiando sus lágrimas con la manga de su abrigo azul marino.

—Mi papá está junto a mi mami, ¡ven!

Ordenó amablemente, tomando mis manos para ayudarme a ponerme en pie y dirigirme hasta mi hermano, que se encontraba desplomado en un sillón junto al féretro de su esposa.

—¡Papi! Exclamó Nicole, señalándome con su dedito y una débil sonrisa.

Gabriel al mirarme, se reincorporó con las pocas fuerzas que le quedaban y se aproximo a mí.

Lucía tan avejentado, tan acabado. Era verdad que me llevaba muchos años, pero aquella imagen no correspondía a la de un hombre de 40 años.

Permanecimos abrazados durante varios minutos. Las palabras sobraban. Dejamos que las lágrimas y el silencio lo dijeran todo.

No era un reencuentro feliz, ni un momento de fiesta. El terrible sopor en que mi hermano se encontraba, lo desplomó de nuevo en aquel sillón, sin emitir ni una sola palabra; excepto...

—¡Gracias!, sabía que podía contar contigo.

Y después de acariciar su cabello y besar su frente, me dispuse a buscar entre la gente a mis otros tres sobrinos.

Cinco años se dicen fáciles, pero a la edad en la que dejé de verlos; el tiempo produce grandes cambios.

En el otro extremo de la sala de velación, vi un grupo de adolecentes reunidas. Al acercarme, fue fácil reconocer a Valeria. No sólo por la carita enrojecida, sino por el inconfundible color esmeralda de sus ojos.

—¡Val!, pronuncié extendiendo mis brazos

—¿Tía Marian?, preguntó confundida.

—¡Sí mi reina!, ¡ven acá!

—¡Gracias por venir!, mi papá va a necesitarte mucho.

—Lo sé Val, por eso estoy aquí. Dialogamos en medio de un fuerte abrazo.

A Bianca la encontré en un rincón de la terraza, con las piernas encogidas y la cabeza hundida entre las rodillas. La cabellera lacia y rubia de mi sobrina era inolvidable.

Permanecí sentada junto a ella un largo tiempo, acariciando su hermosa melena y secando de vez en cuando las inevitables lágrimas que corrían por su pálido rostro.

A Adrián lo reconocí envuelto en humo de tabaco; custodiado por dos jovencitos de cabello largo y piercings por todos lados.

—¡Hola!, dije en voz baja. Soy tu tía Marian.

A lo que contestó, simbolizando amor y paz con una mano y ofreciéndome un cigarro con la otra.

Tomé el cigarro y me abalancé contra él en un sentido abrazo, que no respondió pero tampoco rechazó.

Uno de sus acompañantes se apresuró a encender mi cigarrillo, que por cierto me supo a gloria. Había dejado de fumar hacía más de un año; más por las críticas de Álvaro, que por convicción propia. Pero en ese momento, ni mi salud, ni mi novio, me importaron.

Así mismo pasó de largo, la impresión de ver a mi sobrino convertido en todo un hombrecito con cigarro en mano y arete en la oreja izquierda; cuando el último recuerdo que tenía de él era la maceta favorita de mamá despanzurrada en el patio trasero de la casa tras el balonazo de Adrián; cuando tenía aproximadamente u años.

Corrió desencajado buscando mi ayuda, para que su abuela no se diera cuenta del estropicio. Estaba tan angustiado, que no tuve más remedio que echarme la culpa cuando mamá se dio cuenta y comenzó a pegar de gritos. Pero Adrián se Sintió tan culpable, que al día siguiente, insistió para que sus papás lo llevaran a hablar con su abuela Martha y sin titubeos confesó su pecado; entregando en una bolsita de plástico un montón de monedas que ahorró durante meses con la intención de comprar su propia grabadora, pero que ahora, cabalmente destinaria para pagarle a su abuelita la maceta rota.

Adrián y sus amigos me contaron lo sucedido con el accidente.

Había ocurrido cuando mi cuñada se trasladaba a su trabajo el día anterior, un tráiler que conducía con exceso de velocidad coleteó contra su auto, sacándola de su carril; propiciando que se impactara contra otro vehículo que corría a su derecha. El carro de Angélica dio algunas volteretas hasta detenerse contra un muro de contención. Ese último impacto fue del lado del conductor.

Alcanzó a llegar con pulso al hospital, pero totalmente inconsciente. Los médicos hicieron todo lo posible, sin embargo; los derrames internos que se produjeron eran demasiado severos. Mi cuñada murió esa misma tarde, sin que nadie pudiera convencer al destino de reconsiderar su curso. Su cuerpo fue cremado un par de horas después de mi llegada.

La historia de Angélica fue trágica desde su nacimiento. Su madre murió durante el proceso del parto y a su padre nunca lo conoció.

Su abuela Fanny fue la única familia con la que contó y que por su avanzada edad y estado de salud no pudo asistir a despedir a su nieta. Así que la gente reunida en aquel funeral además de nosotros, eran sólo los amigos y compañeros de trabajo y escuela de Gabriel y sus hijos.

Las cenizas fueron depositadas junto a las de su madre, en una iglesia cercana al centro de la ciudad. El sermón del sacerdote conmovió aún más los corazones de todos los presentes. “Estar ausente del cuerpo no es más que estar en la presencia de Dios”, proclamó con tal seguridad aquel hombre de rostro amable y voz serena.

Yo anhelaba tanto sentir esa presencia. Era católica de cuna. Mi madre siempre había sido una mujer extremadamente religiosa. Crecí entre curas y monjas, pero mi fe se basaba más en doctrinas impuestas y un tanto incongruentes; que nunca me atreví a cuestionar... Como muchas otras cosas en mi vida por miedo a la reacción de los demás; específicamente de mi madre.

Pero mi espíritu estaba hambriento de un maná que no saciaba la iglesia, ni las creencias con las que crecí. Yo sabía muy dentro de mí, que Dios traspasaba por mucho, los conceptos en que me lo habían presentado. Y no estaba equivocada, mi camino hacia la espiritualidad estaba por comenzar sin que yo lo sospechara.

Nos dirigimos a casa de Gabriel una vez que terminó la misa. Nadie pronunciaba palabra, salvo Nicole que, dentro de su tristeza, hizo un espacio para invitarme a dormir en su cama y advertirme que Chepe, su perrito; ladraría un poco al yerme en su casa, pero que no me mordería bajo ninguna circunstancia.

Y así fue, Chepe se alborotó por completo en cuanto me percibió dentro de su territorio. Nicole lo tomó en brazos para tranquilizarlo y de inmediato le explicó que yo sería su tía Marian de ahora en adelante.

—¡Voy a preparar algo de cenar!, anuncié señalando la ruta la que supuse sería la cocina.

No era momento para protocolos, ni para pretender ser tratada como a una visita. Así que de inmediato me tomé la libertad de investigar por mí misma los vericuetos de aquella casa.

Valeria se alistó de inmediato junto conmigo en la preparación de los alimentos sin que yo se lo pidiera; pero las lágrimas, apenas y le daban tregua...

—¡Yo me encargo Val!, le dije frotándole la espalda.

Pero siguió adelante untando la mostaza en las tapas del pan.

Reunidos todos en el comedor, Valeria interrumpió el silencio preguntando...

—¿Cómo está la abuela Martha?

—¿Todavía nos odia? agregó sarcásticamente Adrián, antes de dar un sorbo a la taza de su café.

—¡Adrián!, replicó molesto Gabriel.

—La abuela está bien, les manda sus condolencias. Le hubiera gustado mucho venir conmigo, pero últimamente ha estado un poco enferma y...

—¡No hace falta que te esfuerces en mentir Marian!, me interrumpió Gabriel, todo lo que tenga que ver conmigo y con mi familia a ella le importa un carajo.

¡A eso me refería papá!, pero por lo visto aquí el único con derecho de expresarse eres tú, como siempre.

Reclamó desafiante Adrián, levantándose de la mesa y arrojando bruscamente la servilleta sobre su plato; antes de pronunciar despectivamente las buenas noches.

—Bianca, ¡no has comido nada!, señalé preocupada.

—¡No tengo hambre!, yo también me voy a dormir, buenas noches.

—Le pedí a mi tía Marian que durmiera conmigo, pero tal vez quieras que te acompañe esta noche para que no te sientas tan solito papi. Sugirió la enternecedora Nicole.

—No te preocupes princesita, estaré bien. Prefiero que acompañes a tu tía Marian. Le contestó Gabriel con los ojos vidriosos.

—Anda, ve a lavarte ‘os dientes y acuéstate ya.

—¡Enseguida te alcanzo Nicole! Agregué.

Valeria abandonó la mesa enseguida, no sin antes levantar todos los platos, y darnos el beso de las buenas noches a su papá y a mí.

—¡No sé qué voy a hacer sin ella, Marian! Dijo Gabriel antes de llevarse la cara a las manos y estallar en llanto.

¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?, no es justo. ¡Yo no soy capaz de sacar adelante a mis hijos sólo! ¡Soy un desastre!, debí morirme yo ¿entiendes?

—¡No digas eso por favor!, claro que serás capaz de salir adelante. Tus hijos te necesitan ahora más que nunca y...

—¡Tu no entiendes hermana!

Me interrumpió, mientras caminaba de ida y vuelta a la cocina con una botella de tequila en la mano.

—¡Yo no sirvo para nada!, no he sabido ser un buen hijo, ni un buen esposo, ni un buen padre, ni si quiera un buen hermano. ¡Mírate!, en cuanto te llamé viniste a apoyarme y yo ni siquiera sé nada de tu vida; si me has necesitado, si te he hecho falta. ¡Soy una basura!, concluyó mientras llenaba la mitad del vaso con aquel líquido amarillento.

—¡Estás destrozado hermano!, por eso hablas así, pero en algo tienes razón. Yo te necesito mucho, al igual que tus hijos, tienes que sacar las fuerzas para continuar. Yo voy a ayudarte en lo que pueda, no estás sólo en esto ¿entiendes? vamos a dormir. Indiqué... —Tienes que tratar de descansar.

—Ve tú, quiero estar solo un momento, por favor.

A la mañana siguiente, me percaté de que no había revisado mi teléfono para nada. Más de veinte llamadas pérdidas de Álvaro y un par más de mi madre.

Arropé un poco más a la pequeña Nicole que aún estaba dormida y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno, pero Valeria se me había adelantado.

Después de darnos el beso de los buenos días, me ofrecí a ayudar con la preparación del jugo de naranja; mientras ella terminaba de freír algunos trozos más de tocino.

Intente recordar cómo me sentí la primera vez que abrí mis ojos a un nuevo día, después del funeral en que despedí a mi padre de este mundo. Pensaba en qué palabras me hubiera gustado escuchar, pero no encontré ninguna. Así que renuncié a la absurda idea de intentar aminorar el sentimiento de dolor que debía estar enfrentando Val, al igual que todos los integrantes de esa familia.

No había palabras, no había medicamento, no había nada que aliviara aquella terrible pérdida. Lo sabía por experiencia propia, así que me limité a hablar acerca de lo dulces que lucían las naranjas y lo mucho que había disfrutado dormir estrechada al cuerpecito cálido de Nicole.

—¡Está vibrando algo!

Avisó Valeria volteando a ver la danza de mi celular sobre la mesa de la cocina.

—¡Es el mío! Dije limpiándome las manos con el primer secador que encontré a mi paso.

—¿Bueno?...cariño ¿cómo estás?

Es todo lo que alcancé a decir antes de que Álvaro me interrumpiera prácticamente a gritos.

Salí de la cocina avergonzada, como si mi sobrina pudiera escuchar la educada forma en que mi novio me estaba saludando.

Abrí la puerta de la casa sin reparar en mis pies descalzos, ni la pijama que llevaba puesta y caminé sobre la acera de la calle recorriendo no sé cuántas veces la longitud de la casa de mi hermano; mientras escuchaba los regaños de Álvaro como si él fuera mi papá y yo una niña de cinco años.

Estaba fuera de sí, por el sinnúmero de llamadas que no le contesté el día anterior. Me llamó desconsiderada, inconsciente, irresponsable y muchos otros adjetivos más con los que usualmente me calificaba; argumentando el inmenso amor y preocupación que sentía por mí.

Estaba tan acalorado, que no me dejaba hablar, así que no tuve más remedio que levantar la voz para ser escuchada de alguna forma, pero de nada me sirvió explicarle mis motivos. Intenté decirle lo difícil de la situación por la que mi hermano y sus hijos estaban atravesando, y lo impotente que me sentía al no saber cómo podía ayudarlos.

—¡Mi amor, entiéndeme!, no tenía cabeza para pensar en nada más. Gabriel está destrozado.

Pero ninguna razón le bastaba.

No sé cuánto duró aquella llamada, ni cuántos intentos hice por aminorar el enojo de Álvaro, hasta que definitivamente me dejó hablando sola.

—Álvaro, mi amor, ¿bueno?, ¿Bueno?

Frustrada y desencajada, me senté a llorar sobre el borde de la banqueta. No podía creer que aquel hombre tan egoísta y posesivo fuera mi futuro esposo. Si él supiera cómo me sentía y lo mucho que necesitaba su apoyo para tener la fortaleza y el tino para poder ayudar a mi hermano y a esos cuatro chicos que acababan de quedarse sin su madre...pensaba mientras intentaba controlarme para volver al interior de la casa con mi mejor cara.

—No hay peor sordo que el que no quiere oír. Mientras tus razones sean válidas para ti misma, no tienes por qué desgastarte en convencer a nadie.

Me enseñó algún día un loco pero sabio amigo mío.

Dijo de pronto un tipo, que no supe de donde salió, pero que estaba parado justo frente a mí, ofreciéndome un gajo de mandarina que llevaba en la mano.

—¿Perdón? pregunté desconcertada y molesta ante el comentario impertinente de aquel desconocido, mientras me ponía de pie.

—¡Soy el nuevo vecino!, dijo señalando la casa contigua.

—Estaba usted hablando tan fuerte mientras yo regaba mi jardinera, que no pude evitar escucharla. Julio Allende, para servirle vecina. Dijo mientras hacia una ridícula reverencia.

—¡Porque, supongo que usted vive aquí! Preguntó sarcástico mirándome de arriba abajo.

Hasta ese momento me percaté de mis fachas y, tras un ¡buenos días! tajante entré apresurada a la casa.

—¡Que tipo más idiota! mascullé entre dientes.

—¿Quién?

Preguntó con los ojos admirados Bianca, que venía bajando las escaleras.

Era una buena pregunta, no sabía quién me había parecido mas idiota, si mi novio o el igualado del vecino.

—¡Nadie nena!, contesté abrazando a mi sobrina.

—¿Cómo amaneciste? ¿Cómo te sientes?

Qué preguntas más tontas pensé entre mi, pero ya las había hecho.

—No sé tía, supongo que no muy bien.

Los primeros días tras la muerte de Angélica fueron terriblemente difíciles, el silencio de todos era interrumpido solo por los gemidos y los sollozos desgarradores de alguno de los miembros de esa familia. Pero casi nadie hablaba con nadie.

Excepto Valeria...para dar indicaciones a sus hermanos. Era impactante ver a aquella jovencita de dieciocho años con un sentido de responsabilidad tanto o mucho más agudo que el de un adulto. Llevaba las riendas de aquella casa y de sus hermanos casi por completo.

Bianca era en cambio, la niña obediente que ejecutaba las órdenes sin chistar y sólo hablaba para avisar cuando había terminado sus cometidos.

Adrián, ese sí que se temía. Cuando abría la boca, lo hacía solo para agredir a sus hermanas y para rebelarse contra la actitud autoritaria de Valeria.

—¡Tú no eres mi mamá! ¡Métetelo en la cabeza! ¡Si no te aguantaba antes, ahora menos!

Le gritaba encolerizado muchas frases como ésta, varias veces al día.

Nicole, refunfuñaba un poco. Pero con tal de que su hermana mayor no se enojara o se pusiera triste, hacía su parte en las labores domésticas.

Aquel escenario me tenía perpleja. Por una parte, no me sentía con derecho de intervenir en las disputas de los chicos y su forma de vida; pero por otro era la única adulta de la casa, ya que Gabriel estaba fuera la mayor parte del día.

Mi presencia en esta casa a fin de cuentas será temporal, pensé, así que preferí llevar la fiesta en paz y no convertirme en la tía odiosa que apareció de la noche a la mañana en sus vidas.

Decidí limitarme a cocinar cuando Valeria se descuidaba y a acompañarlos discretamente para que no se sintieran invadidos por mi presencia.

Entendí que esa era la forma más prudente de apoyar a mis queridos y extraños sobrinos. Y digo extraños, porque no me parecía normal el comportamiento que observaba en cada uno de ellos.

La tristeza y el desconcierto por la muerte de su madre eran comprensibles, pero su forma de relacionarse entre sí y sus tan distintos roles dentro de aquel hogar parecían establecidos desde hacía mucho tiempo.

Habían pasado ya dos semanas desde el desafortunado deceso de mi cuñada y, la insistencia de mi madre y de Álvaro por mi regreso me hicieron caer en cuenta de que era hora de volver a mi realidad.

Mi boda estaba encima y mi trabajo en la editorial donde desde hacía más de dos años traducía libros de distintos idiomas al español no podía esperar más.

Así que tomé el teléfono para llamar a la agencia de viajes y reservar mis boletos de avión para regresar a la ciudad de México al día siguiente.

Sin imaginar que en las próximas horas dos eventos cambiarían definitivamente la fecha de mí retorno a la que hasta ese momento era mi vida.