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El irreverente
La mañana ya había sido extraña. Todo empezó muy temprano, unos minutos después de las ocho. El sol, apenas arriba, hacía más intenso el verde de la pradera al llegar a la entrada de la estancia presidencial de Anchorena, ubicada en el departamento de Colonia, a unos 210 kilómetros de Montevideo. Presentamos los documentos y pasamos la primera barrera. Cuando estacionamos el auto frente a la segunda, sentimos dos bocinazos a nuestra espalda. Una camioneta Mitsubishi 4x4 blanca pretendía seguir su paso. El chofer hizo un movimiento rápido y se ubicó a nuestro lado. “¡Seguime que yo te llevo!”, gritó Mujica desde el volante, luego de bajar la ventanilla. En el asiento del acompañante estaba Lucía. Se acabaron los controles. Pusimos primera y a seguir al presidente.
Unos dos kilómetros después llegamos a la casa principal, una mansión de estilo colonial construida a principios del siglo XX por un millonario argentino, Aarón de Anchorena, y donada al Estado uruguayo para exclusivo uso presidencial. Mujica se bajó de la camioneta junto a su esposa y descubrimos que había una tercera integrante entre los pasajeros: la perra Manuela. El presidente y la primera dama llevaban pantalones y calzados deportivos y buzos un tanto descoloridos. Él se había puesto un gorro con visera y lentes de sol, por lo que no era fácil reconocerlo. Los lentes, marca Ray-Ban, los había dejado olvidados Raúl Sendic hijo, en ese momento presidente de la empresa petrolera estatal Ancap, y Mujica se apoderó de ellos.
Unas pocas palabras sirvieron de bienvenida y ya surgió la propuesta: “Vamos a dar una vuelta”, nos dijo. Y allá subimos a la camioneta. Nosotros éramos tres —una de nuestras parejas se sumó a la visita—; ellos eran dos y Manuela. Todos de excursión con el presidente como chofer y guía. Anduvimos por los bosques de robles, nos cruzamos con manadas de ciervos y hasta bajamos a una playa sobre el Río de la Plata desde la que se ve Buenos Aires. Una mañana particular, sin duda.
Pero faltaba mucho más. Al llegar a la casa principal, nos ofrecieron un recorrido por las instalaciones y lo único que estaba ocupado era la cocina. El tour incluyó los cuatro dormitorios, el living, una zona destinada a trofeos de caza —incluida una cabeza de jíbaro—, otra en la que había recuerdos de viajes a distintas partes del mundo y un enorme salón con una mesa para veinte personas y estufa de leña. Todo muy antiguo y lujoso. “Hasta parece un museo”, comentó Mujica. “En este rincón, por ejemplo, se sentaban los milicos a chupar whisky mientras yo estaba en los aljibes y en esta otra silla se sentó Bush hace tres años”, explicó señalando algunos lugares de la gigantesca mesa.
“Nosotros no dormimos acá”, dijo Lucía, y comenzó a caminar hacia una construcción al costado de la casa principal, destinada originalmente para los caseros. “Esa es la que usamos. Le dicen el hotelito porque es también para huéspedes”.
Hasta ahí fuimos, los cinco, con Manuela indicando el camino. Su cucha, hecha de una frazada vieja y agujereada, estaba al costado de la puerta de entrada. En el living comedor, la estufa de leña estaba encendida y la mesa tendida. Almorzamos un guiso de lentejas, con dos botellas de vino. Y vinieron las ganas de ir al baño. Al cerrar la puerta y pararse frente al inodoro, llegó la sorpresa mayor: la ropa interior del presidente y la de su esposa colgaban en una de las ventanas.
Así fue desde el punto de vista protocolar Mujica presidente. Esos episodios, como el de Anchorena, ocurrían todo el tiempo y se transformaron en leyendas que todavía circulan por distintas partes del mundo. “¡El protocolo, la liturgia del poder y todas esas estupideces me chupan un huevo!”, resumió en una de las tantas charlas que tuvimos.
De esa forma se manejó en Uruguay y en el exterior. Irreverente. Faltándoles el respeto a casi todas las convenciones y volviendo locos a los funcionarios encargados de trabajar en cada uno de los aspectos asociados al jefe de Estado.
En la Torre Ejecutiva, los que se ocupan del protocolo se encuentran en un sector del piso 10, uno por debajo de donde está la oficina del presidente. Son unos veinte empleados que trabajan en esos temas y, al promediar el mandato de Mujica, estaban todos peleados. No tenían mucho para hacer, y lo poco que sí hacían no se cumplía como había sido planificado.
“Es muy difícil trabajar con Mujica. No le gusta cumplir ningún libreto y hasta se enoja si le vas a plantear las cosas más mínimas. No lo aguantamos más. Hay varios acá que están deseando que se vaya”, confesó un funcionario que trabaja hace más de veinte años en la Presidencia. Y muchos sentían lo mismo que él. Durante el quinquenio que tuvieron que coordinar sus actividades les sobraba el tiempo y eso siempre dificulta la convivencia laboral.
Al próximo viaje a Estados Unidos va gente de protocolo. Eso me lo tengo que bancar aunque los dejaría acá sin problema. Está claro que no soy un tipo muy preocupado por el protocolo, ¿no? Los tengo en la Torre abajo de mi escritorio y están al pedo todo el día. No les doy ni pelota. Igual me tengo que comer mucho protocolo. Empecé a ver a la monarquía con otros ojos. Al príncipe de España me lo encuentro en todos lados. Es como el perejil, está en todas las comidas. Está bravo aguantar eso. La cosa que más me desespera de los protocolos es la plata que tiran los Estados al pedo. Hasta en Bolivia lo viví. En el fondo, te agreden con esas cosas.
No solo los funcionarios de protocolo tenían problemas. Los presidentes están cubiertos por una estructura que funciona como los engranajes de un reloj. Los hombres pasan, pero esos armazones quedan y están hechos para respetarse. El que termina se los quita de encima, como si fuera una camisa, y se los vuelve a poner el que empieza. Se explican en la importancia de la investidura, en la necesidad de mantener la seguridad personal y en el respeto y el cuidado a la institución. Mujica resolvió desarmar todos esos engranajes y dejarlos durante cinco años desordenados y tirados por el piso. Nada funcionaba de la misma forma. Ni Anchorena ni la Torre Ejecutiva ni la seguridad ni el transporte ni las comunicaciones ni nada.
No dejaba que le abrieran las puertas de los lugares a los que iba o del auto que lo trasladaba. Sus choferes evitaban las formalidades por temor a los rezongos. Tampoco circulaba por la ciudad en un auto identificado como el del presidente. Y siempre se sentaba adelante, al costado del conductor. Eso cuando no se le ocurría conducir su propio Volkswagen Fusca celeste por Montevideo. Y a veces ni siquiera avisaba a la guardia sobre sus salidas.
Una mañana de invierno de 2012 nos convocó a uno de los caminos cercanos a su casa. “Los espero en la subida”, nos dijo. Llegamos cinco minutos antes de la hora prevista y vimos a lo lejos el Fusca estacionado al costado del camino. Parecía abandonado, pero cuando nos detuvimos a su izquierda Mujica se incorporó, bajó la ventanilla y asomó la cabeza. “Vamos a la casa de un amigo a cuatro cuadras”, nos informó y lo seguimos. Nos bajamos en un galpón y, después de que pidió permiso a los dueños de casa, estuvimos una hora hablando de cuestiones de su gobierno. Le había pedido la renuncia a un ministro y nos quería explicar las razones. Su teléfono celular sonó cuatro veces. A la cuarta atendió y gritó: “¡Ya voy. Déjenme un poco tranquilo!”. Era su guardia personal que estaba tratando de localizarlo. “Los cagué. Los tengo locos”, comentó con una sonrisa. De todos modos, ciertas veces se preocupaba por los que hacían esas tareas.
Cuando voy en el auto oficial, no dejo que me abran la puerta del auto y no me siento nunca atrás. Si nos la vienen a dar, no quiero que se la den solo al chofer. Tenés que participar con él. Ando con un auto de Presidencia, pero con una chapa atorranta que encontraron en un basurero de por ahí. Los milicos ya saben cuál es la chapa y chau. Lo que quiero es pasar desapercibido por la calle. No me gusta armar escándalo. Toda esa parafernalia alrededor del presidente que se la metan en el orto. No va conmigo.
Montevideo tiene un caserón antiguo y lujoso de dos manzanas, ubicado en el barrio residencial Prado, que está destinado a la vivienda del presidente. Hasta la llegada de Tabaré Vázquez al poder, los cuatro mandatarios anteriores lo habían ocupado. Vázquez optó por vivir en su casa, también en el Prado, y destinó la mansión presidencial de las calles Suárez y Reyes a oficina. Mujica hizo lo mismo. O casi.
Él prefirió usar su chacra en las afueras de Montevideo como oficina secundaria. Fueron muy pocas las veces que se trasladó a la residencia presidencial de Suárez y jamás durmió ahí. Figuras y gobernantes extranjeros, ministros de su gabinete, periodistas de Uruguay y del exterior, legisladores, todos ellos pasaron en algún momento por su casa. Nosotros también. Decenas de veces. Algunas conversamos alrededor de la mesa de la cocina, donde él pasa gran parte del día; otras en el pequeño living, al costado del fuego. Pero la mayoría de los encuentros ocurrieron afuera, entre los árboles, donde hizo colocar una mesa grande de madera con su nombre marcado a fuego que le regaló un amigo paraguayo y que emplea como lugar de recibimiento y reuniones.
Una noche calurosa de domingo, en noviembre, nos esperó sentado en el aljibe frente a la puerta. Había salido a disfrutar del fresco primaveral. Como casi siempre en su casa, llevaba ropa muy informal y no se había puesto los dientes postizos. Nos recibió con un vaso de whisky para cada uno. Nos sentamos sobre el aljibe a conversar por más de una hora. Los caracoles circulaban con cierta dificultad entre nosotros. Al promediar la conversación, apoyó el vaso sobre el borde. Cuando lo tomó nuevamente, se dio cuenta de que un caracol flotaba entre el líquido ámbar y los hielos. Lo agarró de la caparazón, lo tiró bien lejos y siguió tomando como si nada. Ni un chiste hizo. Nosotros tampoco, porque era él el locatario.
Nunca dejó entrar personal de servicio a su casa. Ni para limpiar ni para cocinar. Tampoco permitía que le cocinaran en Anchorena, salvo cuando recibía invitados. Y eso se notaba en la chacra de Rincón del Cerro cada vez que su esposa viajaba al exterior o al interior del país. Él limpiaba, pero solo lo básico. La que cocinaba era Lucía, aunque Mujica se hacía cargo de algunas tareas, como la comida de la perra.
Saber cocinar bien es saber cocinar con lo que hay. En Anchorena nos cocinamos la vieja y yo y lavamos los platos y todo. Es un problema de cabeza. No quiero sirvientes que me hagan la comida y limpien. A los tipos que están destinados para el presidente les costó en pila entender eso cuando yo llegué. Antes cocinaban para toda la familia del presidente. Ahora solo cocinan cuando vienen invitados.
Alguna cosa en la cocina hago, como salsa de tomate, pero en especial le cocino a Manuela. Come buena carne picada frita, con cebolla. Si no le das eso te mira como diciendo: “¡Qué me das, pelotudo!”. A mí me tiene en un puño. Hace lo que quiere conmigo. A veces me levanto de madrugada y lo primero que hago es prepararle la comida.
Tampoco respetó como presidente las rutinas que le sugerían para cuidar su seguridad personal. Nunca lo hizo. Se movía con muy poca gente alrededor. Almorzaba en distintos bares de Montevideo sin más compañía que su chofer Daniel Carabajal o, en algunas oportunidades, integrantes del gobierno.
Siempre estuvo al alcance de una foto, un abrazo, una mano o un golpe. “No hay que andar con tanto cuidado porque si te la quieren dar, te la van a dar”, decía. “Si algo aprendí con los tupas es que por más seguridad que pongas nunca estás seguro”.
—¿Andás armado? —le preguntamos cuando ya era presidente.
—Sí, en mi casa tengo más de un fierro y a veces, cuando es necesario porque voy a andar solo, salgo calzado —nos confesó—. Me podrán venir a limpiar, pero seguro que me llevo a alguno.
Al exterior siempre viajó con al menos una persona encargada de la seguridad y del revólver. Las delegaciones que lo acompañaron en sus misiones a otros países eran pequeñas y, muchas veces, el edecán militar también era el responsable de cubrir las espaldas del presidente y de portar el arma. Casi todos cumplían doble función. Su médica personal, Raquel Pannone, hacía por ejemplo de secretaria y de fotógrafa, sacándole cientos de fotos que pedían desde periodistas y diplomáticos de otros países hasta transeúntes asombrados.
Los viajes más cercanos los hizo en dos pequeños aviones de la Fuerza Aérea Uruguaya de más de cuarenta años, en los que caben menos de treinta personas. Aviones a hélice que cuando quedaban estacionados en los aeropuertos en medio de las grandes cumbres internacionales encarnaban un severo contraste. “Es lo que hay, valor”, decía.
Mujica no entraba parado en el baño. Orinar ahí era una odisea. Los aviones se movían como si fueran de juguete y el espacio era muy reducido hasta para comer. Además, los viajes se volvían interminables debido a la velocidad promedio. Mujica se descalzaba y caminaba por el estrecho pasillo o subía sus pies y los apoyaba en el asiento delantero.
Al velorio de Hugo Chávez lo llevó la presidenta argentina Cristina Fernández en su avión. No lo podía creer. “Hasta una peluquería tenía adentro”, nos contó después Mujica. Cama de dos plazas, un enorme placar para la ropa, baño con ducha, living, de todo. “Ese sí que es un país en serio”, ironizó.
Los viajes largos los hacía en aviones de línea. Trataba de evitar las esperas y conexiones pero no siempre lo logró. Ocupaba algunos asientos de la primera clase pero en la mitad del viaje se aburría y caminaba por la clase turística. Los pasajeros lo miraban asombrado. Se sacaban fotos, lo abrazaban, comentaban.
Afuera del país no cambiaba su estilo alejado del protocolo y las formalidades. Por el contrario, mantenía cada una de sus costumbres y eso llamaba la atención de sus anfitriones. Así circuló por los principales medios internacionales y nunca pasó inadvertido. Lo distinto vende y él lo supo desde siempre. En Uruguay ya era reincidente y no sorprendía, pero el mundo lo estaba conociendo.
De visita en Suecia, provocó un operativo de magnitud cinematográfica en el Palacio Real, luego de dejar olvidado sobre una mesa del salón principal un regalo para el rey. Mujica mantuvo una breve reunión con los monarcas suecos y se retiró de la antigua mansión sin percatarse de entregar el obsequio. Una informalidad típica de él, pero que movilizó al grupo antibombas de ese país. Enviaron decenas de policías y especialistas, cerraron el perímetro del palacio e ingresaron con robots, encargados de manipular y abrir al extraño paquete. La tensión terminó en risas, cuando descubrieron que lo que permanecía oculto era una piedra amatista con el nombre de Uruguay grabado.
En otro Palacio Real, el de Bélgica, mostró su faceta más rebelde. Allí lo estaban esperando junto a la puerta los encargados de protocolo cuando fue de visita. Los ministros se habían adelantado unos pasos a su llegada. “Sabemos que su presidente no usa corbata pero aquí es necesaria para poder entrar, así que nos tomamos el atrevimiento de esperarlo con una de regalo”, anunció la funcionaria encargada.
“¡Avisen que no entro nada! Nos vamos, muchachos”, gritó Mujica, que escuchaba a unos metros de distancia, y giró su cuerpo en la dirección contraria a la entrada. Tuvieron que convencerlo de que no suspendiera la reunión. “Está bien, pero corbata no me pongo ni en pedo”, insistió ante la sorpresa de los funcionarios belgas.
También era diferente en la intimidad de esos viajes. Cuando voló a China en mayo de 2013, por ejemplo, le dieron una residencia reservada para jefes de Estado, a todo lujo. El dormitorio tenía más de treinta metros cuadrados y un baño con un enorme yacusi. El Turco Hernández fue quien viajó como su guardaespaldas en esa oportunidad. Cuando llegó a la habitación en Pekín, le ordenó la ropa, le colgó los trajes y luego se dio un baño de inmersión. Cuando se estaba yendo a dormir al cuarto contiguo, se llevó una sorpresa.
—Pará, pará. ¿A dónde mierda vas? —A dormir. Tengo un cuarto preparado acá al costado.
—Ah, sí. Mirá que bien. En mi cama caben como ochenta personas así que vas a dormir conmigo. Esta cama debe tener un lindo colchón, que seguro nos aguanta a los dos.
No solo el Turco compartió el dormitorio con el presidente. También el Flaco Haller y Daniel Carabajal, que viajaron a otros países en las mismas circunstancias. Dormían a su lado, escuchaban sus ronquidos y sus repetidas caminatas nocturnas al baño, pero no había forma de tenerlo controlado.
En un viaje a Madrid en 2013, se levantó a las 03:30 de la madrugada en la casa del embajador uruguayo y resolvió hacer un poco de gimnasia. Venía de China y tenía los horarios totalmente alterados. En el subsuelo de la residencia hay un espacio destinado a un sauna, aparatos de gimnasia y una bicicleta fija. El Turco reaccionó entre sueños y lo siguió. También el embajador uruguayo en España, Francisco Bustillo, que todavía estaba revisando la agenda para el otro día. “¡Déjenme solooo! ¡Parecen milicos, que hay que ordenarles las cosas!”, gritó Mujica desde la bicicleta. A la media hora subió para acostarse nuevamente, mucho más distendido.
Tampoco prestaba mucha atención a su vestimenta en el exterior. Rara vez hacía combinar el saco con la camisa y el pantalón. En los ratos libres se ponía ropa deportiva y así recibía a los medios. Más de una vez mandó “a cagar” a sus asesores que le pedían que se cambiara un buzo o una camisa. Cuando su amigo de la oposición, el Guapo Larrañaga, le pidió que por lo menos en sus viajes no llevara un espantoso saco a cuadros que había usado en sus tres primeros años de gobierno, Mujica respondió: “Agradecé que me lo pongo”. Así andaba, ese era su sello. Cuanto más distinto a todos los que lo habían antecedido y a lo que hacían sus colegas de otros países, mejor. Supo hacer de eso un culto.
A veces se produce un apartheid entre la sociedad y los gobernantes. La forma de vivir parece una pavada pero no lo es. Por ahí también viene el descrédito de los políticos. La gente piensa que los que llegan a presidente son todos iguales y termina habiendo un descreimiento brutal en la política. Es un problema serio y por eso trato de combatirlo. Ojo, yo tengo una manera de ser, pero no le reprocho a nadie que no viva como yo. Tengo amigos que tienen guita en pila y los aprecio mucho. Tampoco quiero imponerles a los demás mi forma de vivir. Pero la política te separa del común de la gente. Me votarán o no me votarán, pero el grueso de la gente en la calle me respeta y me quiere. Eso es porque no les refriego la Presidencia por el hocico.
Lo que yo siempre digo es: “Tratá de vivir como piensas porque si no pensarás como vives”. Eso se aplica siempre. La cantidad de discursos que la gente se arma para justificarse es increíble. Con la pajería del poder y la puta que lo parió todo se justifica y terminás en una casita de marfil rodeado de una cohorte de alcahuetes que lo único que hacen es lambetear al jerarca poderoso. Es peligrosísimo. Eso lo hemos visto por todos lados.
Quizá por eso tomó distancia de los demás presidentes que lo antecedieron en Uruguay. Se sentía sapo de otro pozo y rara vez participaba en actividades con ellos. “No soy del club”, decía y lo atribuía a “un tema de clases” sociales. Para él, no ser masón, no ser profesional universitario y ser un expresidiario no es impedimento para llegar a presidente pero sí para integrar el grupo de los ex.
Soy un irreverente nato. Me junto con los expresidentes y no me siento para nada en sintonía. Me miran raro. Ellos saben que no pertenezco a ese mundo. No pertenezco ahora ni voy a pertenecer nunca. Soy una excepción a la regla.
Sí, una excepción pero planificada y con justificación: desacralizar el poder. El objetivo de Mujica siempre fue colocar al presidente como un ciudadano más. Por eso intentó eliminar la distancia entre el jefe de Estado y la vida cotidiana de su ciudad y de su país. Y así también se hizo famoso en el mundo. Reivindicando la sobriedad y la República.
La historia de la República es la lucha por la libertad después de que empezó la etapa del sometimiento, hace bastante poco en la historia de la humanidad. Como la República viene con el marco del capitalismo, es la lucha por la libertad, por la igualdad de oportunidades, pero con el egoísmo como motor. Es para sacar a los reyes y a los dueños. Pero en el concepto de República se nos meten a contrapelo temas de la sociedad de clases que no tienen nada que ver con lo republicano. La definición de los republicanos es que nadie es más que nadie. Los presidentes, hasta ahora, se domesticaron a aceptar ese contrabando feudal que viene de la monarquía. Por eso aceptaron toda la parafernalia que se armaba alrededor de ellos. El círculo, la alfombra roja, la pleitesía, todo eso no es la República. La República es igualdad y la deciden las mayorías, a las que nos debemos en cuerpo y alma. Los gobernantes deben vivir con sobriedad, como la inmensa mayoría del pueblo que los votó. El presidente es un ciudadano como cualquier otro. Para sacar la mierda de mi casa necesito que venga el albañil y me ponga la taza. Y no soy diferente al plomero o al albañil. ¡Qué joder! No voy a arreglar nada con esto, pero a mí no me van a domesticar.
Y no son cuestiones oportunistas, son cosas recontrapensadas. Le he dado muchas vueltas a esto y creo que esa será una de mis principales herencias. El presidente es un viejo que se va a morir de un ataque en la mitad del campo como cualquier otro y la gente tiene que darse cuenta de eso.
El tema siempre fue recurrente en las conversaciones con Mujica. Cada semana aparecía una noticia sobre su forma distinta de ejercer el poder y él la justificaba recurriendo a contrastar monarquía y república. Los expresidentes uruguayos contemplaban en silencio las salidas de libreto. En privado, algunos las relativizaban. “Es la cáscara. No tiene ningún contenido. No se arregla ni cambia nada con esto”, nos dijo en reserva uno de ellos. Confirmó, además, que Mujica es visto como “el diferente”. Lo ven así Julio María Sanguinetti y Jorge Batlle del Partido Colorado, Luis Alberto Lacalle del Partido Nacional y también su compañero Tabaré Vázquez, del Frente Amplio.
Más allá de eso, él hablaba en forma frecuente con Lacalle, Sanguinetti y Vázquez durante su período de gobierno. De todos escuchó consejos pero no siguió casi ninguno. El más cercano, por razones obvias, fue Vázquez. Pero también uno de los más distintos. “Se maneja como un monarca”, decía Mujica ante los reclamos de Vázquez, pero ese es un capítulo aparte.
Sos el presidente y pensás que estás en una categoría superior. Un conde, un marqués, un monarca. ¡No jodááás! Para mí es terrible eso.
“Mantener la distancia” fue lo que le recomendó Lacalle los primeros días. “El presidente tiene que tener un aura de misterio a su alrededor”, le dijo. También le sugirió que dispusiera de una pieza para poder “guardar todos los regalos”.
“Ni pelota le di”, nos confesó Mujica. Eso no quiere decir que no lo escuchara. A Lacalle lo considera un “tipo oscuro y retorcido”, pero un gran político, que siempre tiene algo que enseñar.
Con Batlle no habló demasiado durante los años de presidente. Alguna conversación telefónica sobre temas menores y unos pocos encuentros insignificantes. Irónico si se tiene en cuenta que ambos compartieron un estilo descontracturado, una lengua muy larga e ideas extravagantes.
A Sanguinetti lo respeta, y también lo escucha. Recibía sus llamados en forma frecuente. La mayoría eran recomendaciones en temas internacionales, aunque también le aconsejó dormir siesta. Mujica tomaba nota y alguna sugerencia siempre terminaba en acción. Aunque públicamente lo cuestionó con dureza y lo acusó de destruir los valores más importantes de la sociedad uruguaya, en el mano a mano nada de eso ocurría.
Es un capo, un encantador de serpientes. Conmigo se porta bárbaro. Trata de no chocar nunca. Es muy amable. Terminó su partido y ya está de vuelta en una cantidad de cosas. Pero comparte con Lacalle todo aquello de los regalos, el misterio y la liturgia. Tiene guardadas hasta en el garaje pinturas que le han regalado como presidente. Nosotros nos quedamos con muy poca cosa. La mayoría de los regalos los volví a regalar.
Todos ellos se creen el cargo. Podrán decir que yo soy un viejo vejiga pero no entendieron lo que está pasando. Muchas veces me parece que reducen el pensamiento a negro o blanco.
Es cierto que Mujica nunca terminó de creerse el cargo y tal vez ese fue uno de sus principales problemas. Y también una de sus virtudes. Un presidente tiene que serlo y parecerlo, dicen. Él lo fue en todo momento. Nunca dejó de ocuparse de sus tareas. Pero no lo parecía casi nunca. Eso le dio proyección y credibilidad. También le trajo problemas, a él y a sus asesores. No es fácil establecer la agenda de un presidente que parece no serlo. Tampoco se puede controlar el contenido de sus discursos ni sus silencios. Lo que provocó admiración para algunos significó desconfianza para otros.
Sigo yendo a los boliches de mi barrio y tengo los amigos que tenía antes. La mayoría de la gente me dice “Pepe”, ni siquiera me dicen presidente. Y me tutean. Por suerte. No quiero saber nada con eso de señor presidente. Algunos dicen que eso no ayuda, pero que se vayan a cagar. Soy así. Si no me tienen confianza, los entiendo.
La irreverencia y el fastidio con tradiciones y formalidades tienen un origen poco conocido: el anarquismo. Mujica es, en esencia, un anarco convencido. Después de años de conocerlo, tratarlo y profundizar en sus ideas no caben dudas al respecto. Un anarco con poder. Una contradicción difícil de entender, pero cierta. Un presidente que vive el poder con cierta culpa y que cuestiona algunos de sus mecanismos, pero que le encanta ejercerlo. Una paradoja caminante que genera desorden y hasta disfruta haciéndolo.
De la misma forma que esquiva cada vez que puede la ceremonia, tampoco se siente muy afecto a la Constitución y a las leyes. En algunos casos las entiende como meras formalidades, por más que es consciente de que son las que regulan su trabajo como político. Jamás se le ocurrió desde la Presidencia eliminarlas, pero a veces optó por darles una importancia relativa.
El concepto de lo político por encima de lo jurídico tiene una explicación fundada en Mujica. No es un simple capricho ni un desprecio hacia el estado de derecho y la democracia. Mujica cree que la democracia es, como decía Winston Churchill, “la peor forma de gobierno, con la excepción de todas las otras que se han probado”.
Argumenta con mucha convicción que la Constitución y las leyes son convenciones sociales surgidas de la política y que no merecen un respeto absoluto. Siempre recuerda que durante su mandato, los abogados le decían: “Usted, presidente, primero díganos qué quiere y después nosotros buscamos las leyes que lo justifiquen. Todo se acomoda”. Todavía bromea con eso. No siente mucha simpatía por los abogados que trabajan con el poder. Los ve serviciales al gobernante de turno. Por eso cree que lo político estuvo encima de lo jurídico a lo largo de toda la historia de la humanidad y también ahora. Los hombres siempre crearon y adaptaron las leyes según sus subjetividades.
El abogado escucha lo que vos le pedís y después arregla las leyes de acuerdo con eso. Siempre va a estar a favor del cliente. Toda la vida fue así. El derecho positivo surgió para justificar lo que querían los gobernantes de turno. Está muy bien el estado de derecho porque lo otro sería la monarquía y que el rey haga lo que le parezca. Pero el gran asunto es que al estado de derecho hay que ponerle un poco más de sentido común. No me vengan con que es perfecto, incuestionable y está encima de todo, porque eso es mentira. Y lo es porque lo interpretan hombres opinables, subjetivos y que no pueden ser conscientes de su pertenencia de clase.
Es evidente que semejante pensamiento tiene sus consecuencias, tanto en la oposición, que nunca le perdonó haber justificado actos políticos por encima de lo jurídico, como en el Poder Judicial, que declaró inconstitucionales algunas de sus leyes importantes. La Suprema Corte de Justicia derribó tres normas centrales del gobierno de Mujica, especialmente el impuesto que puso a los poseedores de más de 2000 hectáreas de campo.
No soy jurista. El gran problema es que los abogados me llevan para un lado y para el otro. Te convencen de cualquier cosa. Es brutal. Después me trancan en la Suprema Corte y ellos me argumentan para el otro lado. Ahora, las trabas siempre son jurídicas. El problema es que no se hace un curso de presidente. No hay. El Uruguay ha logrado hacer un sistema jurídico brutalmente preventivo. Nosotros tenemos una democracia preventiva en cuanto a pensar todas las variables de las deformaciones humanas. Por eso no se puede hacer nada. ¡Hay unas dificultades para hacer cualquier cosa que no tienen gollete! Siempre está la Constitución o alguna ley para trancar.
Cuando terminaba su gobierno, Mujica tuvo un incidente con los jueces que terminó por afirmar su fastidio con la Justicia. Fue por un tema de dinero, de esos que siempre lo irritaron. Los magistrados exigieron un aumento salarial debido a que los ministros del Poder Ejecutivo habían tenido un incremento. Y el gobierno se lo negó. Como en Uruguay el sueldo de los jueces está atado al de los secretarios de Estado, la decisión final la tomaron los tribunales. El presidente estaba indignado y se sentía solo. La soledad de la oveja negra.
La Justicia me tiene desencantado. Ahí se manifiesta la lucha de clases también. La Justicia no es comparable en el sentido de que decide lo que le piden o por qué le pagan. Pero defiende la de ella y a veces tiene poco de justicia. Tiene fallas humanas importantes. Y para colmo, los jueces son los únicos que levantan centros y van a cabecear para su bolsillo. Igual no podés dejarle la Justicia al Poder Ejecutivo. Ya la humanidad sufrió mucho por eso.
Ahora, no me vengan con la vieja vendada y todo eso como símbolo de la Justicia. Está con los ojos muy abiertos y tiene la sensibilidad en el bolsillo. ¿Dónde se vio que 400 jueces reclamen por sus sueldos y se asuman como juez y parte? A mí me mata eso. Veo que nadie se preocupa por lo general. En todos los ámbitos está lo chiquito y eso es difícil. Son los tipos que tienen que laudar por el país. Han mantenido instituciones que son insostenibles y después me vienen a decir que la ley ante todo. Ni ellos se lo creen.
El pasado de Mujica también tiene mucho que ver en todo esto. Es comprensible que una persona que estuvo más de diez años deseando un colchón y un inodoro reste importancia a las formalidades. Que alguien que dependía de otro para abrir una puerta o ver el cielo ahora prefiera que nadie haga esa tarea por él. Que un expresidiario que soportó la parte más fructífera de su vida en un calabozo diminuto, sin un juicio previo, no tenga mucha confianza en las leyes y la justicia.
Ya desde la época de tupamaro y clandestino registró que las convenciones están para esquivarse y que mandan mucho más las personas que los articulados preestablecidos. Una vez, al hablar sobre su forma de ser tan poco políticamente correcta, recordó una anécdota de la época de la guerrilla que seguro estuvo muy presente en sus pensamientos, al menos durante los primeros años de reclusión. Allí también se fueron forjando las fronteras difusas de lo que iba a venir después.
Acá siempre se negoció por abajo de la mesa, así que no me vengan con formalidades. Les voy a contar una que me sirvió para entender cómo son las cosas. Allá por principios de los 70, me reuní con Sendic y con el Ñato, que estaban presos, y yo estaba afuera. La idiosincrasia del Uruguay sirvió mucho para eso. Llegué a tener una reunión adentro del Batallón Florida siendo clandestino. Y Sendic también, cuando todavía no había caído. Sendic entró en el Florida y negociaba y se iba. Y los milicos cumplían la palabra. Andá a explicar esas cosas en el exterior.
Entre los milicos que estaban negociando estaba Armando Méndez y algunos capitanes. Pero un día les batieron a los jefes y se pudrió todo. A los milicos los cagaron los políticos. Habíamos avanzado mucho en la negociación. Yo negociaba desde afuera. Había un monte de eucaliptus al lado del Batallón 13 y dormía en ese monte. Todo esto fue después de la fuga del Abuso de Punta Carretas. Hicimos una especie de congreso de noche en el monte. Ahí dijimos que aceptábamos la rendición pero que ellos se comprometían a nacionalizar algunas estancias y nosotros las íbamos a trabajar. Era una propuesta del Bebe. A los negociadores los mandaron a la mierda los milicos de más arriba y los políticos. A Legnani, que era el que estaba al frente del Batallón Florida, lo barrieron. El general Esteban Cristi fue el que barrió con todo.
El Bebe decía que una derrota, si lográbamos esto, era muy buena. Era muy negociador. Aprendí mucho con él. Una de las propuestas de los milicos era que el Bebe fingiera una caída espectacular y los mandó a cagar. Nosotros le decíamos que se fuera del país. Lo queríamos mantener porque era una especie de símbolo. Son todas cosas por las que atravesábamos y que explican mucho lo de hoy. Pero no podíamos pensar lo que vendría después. Yo andaba en bicicleta con un sobre de nailon y me acostaba en cualquier lado, a la intemperie. Vestía un mameluco de la construcción.
Pasaron los años y aumentaron las responsabilidades, aunque los lugares y la dinámica no cambiaron demasiado. Incluso, como presidente, Mujica siempre anduvo por cualquier lado, sin avisar ni pedir permiso. Su filosofía era, también como lección del pasado, no repetir todos los días la misma rutina. Pero nada más. Después, exponerse lo máximo posible a la gente.
Muchas de las charlas que mantuvimos con él siendo presidente ocurrieron en uno de nuestros domicilios, en el barrio céntrico Parque Rodó. Llegaba alrededor de las ocho de la noche y se quedaba hasta la madrugada. Hablábamos de todo un poco, sin agenda. Se distendía entre botellas de vino, algunos cigarros y comida. Especialmente dulce. El Chajá y el Massini, dos postres típicos uruguayos, son su perdición. Pero también le gusta la comida casera, que siempre le provoca anécdotas jugosas sobre su pasado.
Más de diez veces lo tuvimos de visita. El mecanismo era muy sencillo. Tocaba el timbre su chofer y después bajaba él. A veces se cruzaba con alguien del edificio, que quedaba sorprendido, y Mujica le hacía alguna broma para distender. Afuera esperaba su custodia durante unas cuantas horas. Eran cuatro individuos de particular dentro de un auto estacionado en la esquina. En más de una oportunidad, los vecinos llamaron a la policía porque los veían como sospechosos.
La intimidad y la confianza le quedaban bien al presidente. Detrás del personaje mediático y del mito, se dibujaba la misma persona, con los mismos intereses y reflexiones mucho más depuradas. Un ser auténtico. Alguien inteligente, que hace pensar, que provoca desde su lugar de oveja negra.
A poco menos de un año de terminar su mandato, le preguntamos si había cambiado su concepción del poder después de ser presidente. Reflexionó unos segundos antes de contestar. Se lo tomó en serio.
La percepción del poder en la Presidencia es más o menos la misma. Yo no soy un guacho tierno y tengo claro cómo se manejan estas cosas. Por algo llegué. Pero se multiplican algunos asuntos jodidos. La miseria humana, la vanidad y el afán de poder estúpido. ¿De qué poder me hablás? A veces no sabés por qué pelean. Y los celos son un problema también. Pero el poder también muestra a la gente tal cual es.
Insistió sobre el tema. Hablamos de Lacalle. Le contamos que una vez nos dijo que hay dos clases de políticos: los herbívoros y los carnívoros. Lacalle dice que los que llegan a los lugares más importantes son los carnívoros y que los herbívoros quedan por el camino. “Es muy inteligente, Lacalle. Es una definición muy acertada”, nos dijo Mujica. “Está claro que me gusta la carne, ¿no?”, sonrió con un gesto pícaro, de esos típicos de él.
Tomó su abrigo, apuró el resto del vino que había en su copa y se acercó a la puerta. Después de saludarnos, dijo:
—Che, qué presidente de mierda que tienen.
—No parece ser lo que piensa la mayoría de la gente. Ni acá ni afuera.
—Ta bien. Pero no soy un señor presidente.
—Sos presidente. Ni mejor ni peor, distinto.
—La verdad que a veces me rompe los huevos ser presidente.
—Demasiado tarde, ¿no? Vos solito te metiste en el baile.
—Sí, es cierto. Soy contradictorio pero la vida es contradictoria. Lo que sí es seguro es que en todo lo que hago soy apasionado. Eso es una cuestión de temperamento. Pobre del que venga después de mí.