CAPÍTULO 20
De cómo hallar una iglesia románica «más allá de las montañas»
«Saint-Martin». Yo estaba obsesionado con el topónimo de Saint-Martin. Había iniciado la búsqueda de iglesias románicas francesas con ese nombre, con la esperanza de poder documentar la presencia de alguna serpiente pintada o esculpida. Pero pronto me desanimé, por cuanto era incontable el número de templos dedicados al santo y, por si fuera poco, resultaba casi imposible obtener datos acerca de las composiciones artísticas que figuraban en sus capiteles, retablos y muros. Era una empresa titánica, que hubiera exigido una visita personal a cada monumento, lo cual nos llevaría sin duda meses y meses.
—Prueba con Internet —me sugirió Isabelle—. ¿Quieres que te ayude?
—Te lo agradezco, pero creo que Internet no es la solución. En primer lugar, porque sigue sin darme datos suficientes sobre la multitud de iglesias de Saint-Martin que existen y, en segundo lugar, porque esa información no siempre resulta fiable.
—Entonces, ¿qué propones?
—En principio, no nos queda otra salida que seguir investigando de forma indefinida. Perspectiva nada halagüeña, por cierto. Pero creo que no hemos enfocado bien este CAPÍTULO de nuestra búsqueda.
—¿Por qué lo dices?
—En su carta, frey Claude de Thévenet nos habla de Saint-Martin, pero nos ofrece otro dato que, hasta ahora, a pesar de la raquítica información que poseemos, hemos descuidado: él nos dice «más allá de las montañas»…
—Bien. Tienes razón.
—Hay que profundizar en esa pista. Pensar y decidir qué es lo que significa esa expresión para un freile tolosano de las postrimerías del siglo XVIII…
—Sigue, por favor.
—Vamos a ver… La iglesia que buscamos no puede estar en la zona de Toulouse, eso parece obvio, a pesar de que, no creas, también hay más de una con el nombre de Saint-Martin. Las simples colinas que nos separan de las regiones o comarcas más próximas tampoco parecen suficientes para una mención tan expresa como la del caballero hospitalario. Sin duda, estamos hablando de montes más altos, de montañas dignas de ese nombre.
—Por lo que deduzco, tú ya te has formado una opinión al respecto, ¿no es así?
—Espera. Sigamos la misma lógica deductiva hasta el final. ¿Cuáles son las grandes montañas de nuestro entorno, aquellas que habrá que cruzar algún día para llegar a la iglesia que buscamos?
—Hombre, grandes como tú dices, sólo veo dos: el Macizo Central al nordeste y los Pirineos al sur…
—Exacto. Pero sigue, sigue: di lo que tenías en mente…
—Pues que el Macizo Central está mucho más lejos —concluyó Isabelle—. Un tolosano cualquiera, entonces como ahora, si se refiere a una cordillera importante sin mencionar su nombre, seguro que está pensando en los Pirineos.
—¡Sí, señora! Ahí quería yo que llegaras… ¡Los Pirineos! Las montañas de que habla nuestro amigo hospitalario en su carta tienen que ser los Pirineos. Otra cosa me parece improbable…
—¿Y bien?
—Pues que hay que buscar iglesias con el nombre de Saint-Martin al sur de los Pirineos, «más allá de las montañas».
—Es decir, en España…
—Pues sí, concretamente en Aragón y Cataluña. Más lejos me resultaría igualmente increíble.
—¿Y por dónde quieres empezar?
—Por Cataluña, en este caso únicamente por una razón de orden práctico: si seguimos la línea recta desde Toulouse hacia el sur, nos encontramos en Cataluña. Y si la iglesia románica que estamos buscando no estuviera allí, habría que pensar en seguir después hacia el este y entrar en Aragón. De una forma u otra, tengo trabajo para tiempo…
—Podemos repartirnos las zonas.
—Así lo haremos, Isabelle. Mira: empezaremos de nuevo consultando los fondos de nuestra Bibliothéque d’Étude et du Patrimoine, en la Rué de Périgord, donde ya me consideran un usuario preferente y me saludan como a un viejo amigo. Dudo que otros clientes les hayan solicitado tantas guías artísticas de Francia… Y, en el caso de que allí no exista mucha información acerca del románico en Cataluña, como mucho me temo, habrá que pensar en ir a Barcelona.
—Estupendo. Sólo tengo que hacer la maleta…
—Sí, sí, pero esto no se solventa en un fin de semana.
—Bueno, no importa. Al contrario… Todavía no habíamos decidido dónde pasar las vacaciones de verano, ¿no es cierto?
—De todas formas, deja primero que establezca desde aquí una somera aproximación al número de iglesias románicas catalanas bajo la advocación de san Martín. Te advierto que no soy optimista…
Resuelto el plan, me disponía ya a ponerme de nuevo manos a la obra cuando mi compañera no pudo menos que confesar por fin la sospecha que a buen seguro corroía sus entrañas.
—Oye, Julien, no te lo tomes a mal, pero ¿puedo hacerte una pregunta? —me dijo con un tiento extraordinario.
—Mujer, qué cosas tienes… —le respondí sorprendido—. ¿Cómo me va a importar?
—¿Y si las famosas «montañas» del freile hospitalario no son los Pirineos? ¿Y si el buen hombre estaba pensando en alguna prominencia más modesta, más cercana a Toulouse?
—Eso ni mentarlo, Isabelle. Yo, ahora, ni lo pienso.
—Pero…
—Te diré la razón: no me lo puedo permitir. De lo contrario, me hundo en la miseria…
Llegó un jueves de comienzos del mes de mayo. Recuerdo bien la fecha porque era exactamente el día siguiente a una Tosca memorable en el Théatre du Capitole, con una espléndida escenografía y un reparto de lujo como ya quisiéramos todos los días en nuestras representaciones líricas locales. Y lo recuerdo asimismo porque, aquella noche de la ópera, mi querida pareja llevaba un vestido de crépe negro que mostraba un escote realmente vertiginoso, con tres finos tirantes cruzados en la espalda y un cinturón de raso con una lazada por delante. Estaba preciosa… En fin, aquella tarde lluviosa del día siguiente yo no tenía noticias que explicar a mis lectores de Le Monde, de modo que lo aproveché para terminar mis primeros cálculos numéricos. A continuación, como un niño con zapatos nuevos, corrí a esperar a Isabelle a la salida del priorato hospitalario. Casi sin darle tiempo a saludarnos, le espeté:
—Por fin. Lo he conseguido. He terminado mi primer recuento. ¿Sabes cuántas iglesias románicas existen en Cataluña situadas bajo la advocación de san Martín?
—Yo qué sé… ¿Veinte? ¿Cuarenta?
—Frío, frío…
—Ay, no sé, Julien. ¿Sesenta? ¿Setenta?
—Exactamente, 147…
—Uf, Julien, esto nos supera —mi compañera casi se hunde al oír la cifra—. Nuestro amigo hospitalario podía haber optado por una iglesia con un nombre menos corriente, ¿no te parece?
—Sí, francamente. Creo que estamos casi muertos…
—Cierto, porque ahora sólo nos queda el minúsculo detalle de adivinar en cuál de esas 147 iglesias existe alguna escultura o pintura con una serpiente del paraíso y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Esto suponiendo, claro está, que la figura esté en un lugar más o menos visible…
—Veo que has captado la magnitud de nuestra empresa.
—Y eso suponiendo, también, que el lugar de «más allá de las montañas» esté en Cataluña, claro.
—Isabelle, esto sí que no. No vuelvas a las andadas. En nuestra empresa común, el derrotismo para minar la moral de la tropa se paga con penas muy graves…
—Tengo una curiosidad —cambió de registro mi compañera, al tiempo que nos sentábamos en una terraza de la plaza Wilson a tomar un refresco—. ¿Se puede saber cómo has contado las iglesias?
—Una por una. Tengo la lista completa.
—¿Cómo dices?
—Yo soy muy terco, por descontado, pero los catalanes están locos con su románico. Existe una colección de libros, Catalunya Románica, dedicada al tema de forma monográfica, con veintiocho volúmenes de gran formato, magníficamente ilustrados, y con un total de más de doce mil páginas. Me lo dijo una bibliotecaria de la Rué de Périgord que se compadeció de mí y me adelantó que es muy posible que esa colección no esté en ningún centro público de Toulouse.
—O sea, que nos vamos a Barcelona… ¿O tú ya has estado allí sin invitarme?
—Todavía no. Gracias a Péire Berteaux, mi amigo documentalista de La Dépéche, tuve conocimiento de la existencia de un curioso personaje que vive en Revel y que está chalado por el arte románico en todas sus facetas y en todos los países: el hombre tiene en su vieja mansión familiar una biblioteca especializada que da pavor y, como no podía ser menos, estaba suscrito a la colección catalana. Hoy he pasado el día entero en su casa y, consultando los índices del último volumen, me he fabricado una modesta lista con el nombre y la comarca de todas y cada una de las iglesias de «Sant Martí». La tengo a tu disposición…
—¡Virgen santa! ¿Y qué vas a hacer ahora?
—Pues no lo sé, todavía. Lo primero era dar el parte a la dirección, que es lo que acabo de hacer en tu presencia. Pero ahora tengo que pensar…
Y pensé, desde luego que lo hice. ¿Cómo reducir la lista de las 147 iglesias catalanas hasta un número razonable que permitiera llegar a visitarlas una por una? ¿Cómo saber cuáles de esas 147 iglesias tenían en su interior algún tipo de figuración de la serpiente del Edén? Una vía posible nos estaba vedada: la de acudir a Cataluña y preguntarlo directamente a un especialista en la materia. Y ello por dos razones: en primer lugar, porque nuestro requerimiento sería demasiado genérico y vago como para obtener una respuesta precisa, segura y satisfactoria, suponiendo que hubiera alguien que estuviera en condiciones de podérnosla ofrecer; y en segundo lugar, mucho más importante todavía, a Isabelle y a mí no nos interesaba en absoluto levantar la liebre acerca de nuestra búsqueda, no fuera el caso de que acabásemos teniendo que recorrer a medios semejantes a los que utilizamos en la cripta de la abadía de Saint-Gilles para llegar hasta el cráneo. Menudo embrollo…
Pensando, pensando, me hice la siguiente reflexión: no es nada probable que nuestro freile hospitalario quisiera someternos a una carrera de obstáculos, con un recorrido inextricable. Simplemente, quiso poner a buen recaudo el testamento de Sicart de Montjoi, pero dejando una puerta abierta a la posteridad para que tuviera oportunidad de recuperarlo.
Si este razonamiento es exacto, seguí pensando, cuando Claude de Thévenet escribió en la carta el nombre del lugar en el que se halla ese papel, no pretendió embarullarnos con 147 posibilidades en Cataluña o no sé cuántas en Aragón o incluso en Francia. Por el contrario, más bien pienso que, cuando escribió «Saint-Martin» (así, en francés, lo cual no deja de mantener vigentes algunas dudas), se limitó a designar ese lugar que, a pesar de esas mismas dudas, se encuentra «más allá de las montañas». No un lugar entre varias decenas, sino un lugar que, por una razón u otra, le resultaba conocido o incluso próximo y que, en su pensamiento, era simplemente «Saint-Martin».
Siguiendo el hilo de este razonamiento (que, como siempre, tenía el inconveniente de desechar otras vías posibles, incluida tal vez la verdadera), lo más razonable sería reducir la búsqueda a los cuatro o cinco, o diez, «Saint-Martin» más obvios, en este caso en Cataluña. De modo que lo más pertinente, rápido y práctico sería identificar las iglesias románicas catalanas más significativas e importantes que se hallaran bajo la advocación del santo. El resultado nos daría un abanico de lugares a visitar al alcance de la mano (y al alcance, también, de nuestras posibilidades y de nuestro tiempo disponible). Y si no hubiera forma de encontrar en esos templos la serpiente y el árbol del conocimiento, o bien, existiendo esas figuras, no hubiera rastro alguno del testamento, siempre nos quedaría la oportunidad de abrir el abanico o de efectuar un replanteamiento de la cuestión.
Cansado de comerme el tarro una y otra vez, transmití a Isabelle y a José Maldonado mis razonamientos tan profundos y, afortunadamente, no les parecieron nada descabellados, o al menos así me lo dijeron. Sin embargo, cuando ella y yo quedamos a solas otra vez, comprendí enseguida que Isabelle quería seguir hablando conmigo del asunto.
—Es probable que tengas razón —me dijo con un semblante serio—. Por ejemplo: yo opino, igual que tú, que frey Claude de Thévenet no pretendió someternos a una carrera de obstáculos interminable. De todas formas, si estamos en lo cierto, ¿por qué no fue más explícito y no nos indicó el lugar con toda precisión?
—Tengo dos teorías acerca de ese aspecto concreto. Una, que tal vez te parecerá poco sólida pero yo no la descartaría en absoluto: por distracción. Por pura y simple distracción.
—No sé… No estoy segura… ¿Y la otra?
—Porque, para él, «Saint-Martin» era un lugar obvio, evidente, que no ofrecía lugar a dudas.
—Muy bien, me resulta más convincente. En este caso…
—En este caso, estamos perdidos, porque aun habiéndome convertido en un auténtico especialista en la materia, no se me ocurre cuál puede ser el lugar que se destaque tan claramente del resto.
—Yo tengo uno… —soltó de repente Isabelle, y yo pensé en ese momento preciso que aquella mujer no dejaría jamás de sorprenderme.
—¿Cómo dices? —pregunté estupefacto.
—Pues sí. Es un lugar que puede entrar o no, según se mire, en el abanico reducido de iglesias que intentas confeccionar.
—¿Ah, sí?
—Sí. Fíjate: no se encuentra en la Cataluña actual, ni siquiera en la Cataluña de finales del siglo XVIII, la época de nuestro amigo hospitalario.
—¿Entonces?
—Pero en cambio es indiscutiblemente un monasterio catalán. En la época de Claude de Thévenet tan sólo hacía un siglo y medio que había pasado a manos francesas, tras el Tratado de los Pirineos…
—Te refieres a alguna iglesia situada en el departamento de los Pirineos orientales, la Cataluña francesa… ¡Claro, ahora lo entiendo! ¡Te estás refiriendo a Saint-Martin-du-Canigou, es decir, a Sant Martí del Canigó!
—¿No te parece un monasterio singular, un lugar que «se destaca claramente del resto», como decías hace un momento?
—Pues sí, desde luego. Pero existe un inconveniente: no está «más allá de las montañas»…
—No está al otro lado de los Pirineos, tienes toda la razón. Pero resulta que entre aquellos parajes y Toulouse, al sureste, está el macizo de Les Corbiéres.
—Isabelle, dijimos que sólo consideraríamos grandes sistemas montañosos. Además, puede decirse que Les Corbiéres forman parte del sistema pirenaico.
—Bueno, algunos discuten esa adscripción…
—Pero, mujer, no vamos a entrar ahora en esos distingos…
—De acuerdo, pero no me quedo tranquila del todo con esa reducción a los «grandes sistemas montañosos». ¿Por qué no podría ser «más allá de Les Corbiéres»?
—Esta discusión ya la tuvimos, ¿no crees?
—Ya lo sé, Julien, ya lo sé… Perdona, pero es que, además, el monasterio del Canigó no tan sólo destaca claramente entre muchos «Saint-Martin» posibles, sino que posee un importante patrimonio románico, lo bastante notable como para contener en cualquier rincón las figuras que estamos buscando.
—Vamos a ver, te propongo un pacto. No nos apartemos del criterio que ya acordamos en su día. De otro modo, la empresa es tan descomunal que no habrá días suficientes en toda nuestra vida como para recorrer tantas iglesias. A cambio, incluimos Sant Martí del Canigó en eso que llamamos «el abanico reducido». ¿Qué te parece?
—De acuerdo. —Isabelle vaciló entonces un instante—. Pero tengo otras dudas…
—¡No, por favor, más dudas no! Con las que ya tenemos, es más que suficiente, ¿no crees? —supliqué.
—Bueno, pero por lo menos puedo expresarlas, ¿no? —se mosqueó ligeramente Isabelle.
—Adelante, adelante…
—Tres cosas, sólo para que conste, nada más, y si quieres después las dejamos a un lado. Primera: el papel no habla de ninguna «iglesia». Podría ser un castillo o una antigua encomienda hospitalaria. Basta con que lleve el nombre de Saint-Martin.
—Segunda duda…
—El papel no habla de arte «románico». Es evidente que existen figuraciones monstruosas o bíblicas en la escultura gótica…
—Bien. Tercera duda…
—Puede que el monumento que buscamos estuviera en pie cuando frey Claude de Thévenet escribió su carta y que, tras el paso de dos siglos, se encuentre actualmente en ruinas… —Isabelle se detuvo un momento y concluyó—: Y eso es todo…
—Las tres dudas me parecen razonables —acerté a replicar—. Es verdad lo que dices y, no creas, algo había pensado ya acerca de todo esto. Como resulta cierto, asimismo, que las tres podrían dejar de considerarse con argumentos relativamente convincentes. Por ejemplo, en el caso de las dos primeras podría replicarte con algo tan tonto como que me extrañaría muchísimo que no se tratara de una iglesia y que, puestos a hablar de bestiario y de escenas bíblicas, el románico se lleva con mucho la palma. En cuanto al tercero, podría decirte que si pensamos en iglesias derruidas no habrá forma humana de encontrar el testamento. Pero…
—Pero ¿qué? —se sorprendió Isabelle ante ese giro inesperado.
—Creo que hay un único argumento de fondo, ma petite. Con palabras tan vagas como las de la carta, nuestro espectro es tan infinitamente desmesurado que no hay más remedio que acotar el terreno. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos reducido la gama de posibilidades con criterios relativamente fundados, sabiendo que cada opción descartada entraña un riesgo de apartarnos del camino verdadero. Pero no tenemos otra salida. Es muy posible que jamás hallemos lo que estamos buscando, pero de otro modo nos perderemos seguro por una selva inextricable, ¿no te parece?
Isabelle se quedó un rato pensativa. Al final me miró con un rastro de desolación estampado en la belleza serena de su rostro.
—De acuerdo, Julien, tienes razón. Ya no plantearé nuevas dudas, salvo, claro está, que se nos ocurra que hemos cometido un fallo garrafal. Sigamos adelante…
—¿Estás segura? Pase lo que pase, ¿ni un reproche, ni un lamento, nada de nada?
—Ni uno, corazón. Contigo al fin del mundo…