CAPÍTULO 5
De una selecta reunión de periodistas y de una cita cultural
Unas pocas semanas antes, el director de mi diario me había llamado personalmente porque quería organizar un encuentro de todos los corresponsales de Le Monde en el Midi y había pensado en la zona de Toulouse. Se trataría de una reunión de un solo día —«para conocernos mejor y unificar nuestros criterios», me dijo— y me propuso que buscase un lugar situado en las afueras de la ciudad en el que pudiéramos estar tranquilos y, desde luego, comer lo mejor posible.
Yo estuve contentísimo con la cita y con el encargo. Y no me resultó nada difícil encontrar el lugar que mis jefes deseaban: un precioso hotelito situado en Saint-Félix-Lauragais, un pueblo encantador que se encuentra a unos cuarenta kilómetros de Toulouse, al pie de la autopista y del Canal du Midi. El hotel tenía diez habitaciones —por si alguno de los asistentes quería hospedarse allí— y había sido construido en un antiguo albergue que había desempeñado las funciones de báscula pública en una vieja bastide del siglo XIII. Por último, la cocina del hotel, así como su boutique de productos regionales, se había granjeado en pocos años una merecida reputación en toda la comarca.
De modo que, aquel lunes de finales de marzo de 1998, me desplacé de buena mañana hacia el lugar de la reunión. En aquella época del año, la comarca del Lauragués presentaba un aspecto realmente maravilloso. Sus suaves colinas ondulantes ofrecían toda la gama de colores de sus variados y fértiles cultivos: trigo, zahína, colza, soja, girasol y el célebre pastel. En los cambios de relieve y junto a los silenciosos cursos de agua, largas hileras de árboles ribereños dibujaban fantasmagóricas figuras entre la bruma y la humareda que ascendía de sus suelos de arcilla y de sílice, de tonos grises y cobrizos. Al fondo, hacia el sur, la impresionante cordillera de los Pirineos mostraba sus elevadas cumbres de un blanco impoluto…
Estaba contento. El día era estupendo, me apetecía que mis colegas vinieran a reunirse en mi terreno y mi vida había adquirido en la última semana nuevos y prometedores alicientes. Poco después de las once de la mañana, la veintena de convocados nos reunimos en una sala del hotel y empezaron los pequeños discursos de salutación. El director del diario, que había llegado el domingo por la noche al frente de una pequeña delegación parisina, me pasó la palabra para que diera la bienvenida a los asistentes y les situara brevemente en el contexto físico, cultural e incluso gastronómico que habíamos elegido para ellos. Así lo hice y, tras unas primeras palabras protocolarias, les dije más o menos lo que sigue:
—No quisiera ofender vuestros conocimientos si os digo que esta comarca ha ocupado un lugar destacado en la historia, por, al menos, tres hechos que me permito recordaros brevemente. En primer lugar, por ser un lugar en el que tuvieron una notable expansión, en los siglos XIII y XIV, las célebres bastides, unos nuevos burgos construidos en una naturaleza virgen y con un plan previo que determinaba con todo detalle su estructura urbanística. Este modelo se extendió después hacia la vertiente atlántica, hasta el punto de que, todavía hoy, podemos contar unas cuatrocientas bastides en la zona comprendida entre la región de Burdeos y la ciudad de Carcasona, una veintena de las cuales se encuentran en el Lauragués.
Mis compañeros parecían escucharme con toda atención, de modo que me animé a proseguir mi discurso:
—En segundo lugar, el Lauragués es conocido por la famosa producción del pastel, esa mítica planta que hizo su fortuna hace más o menos cuatro siglos, durante el Renacimiento, y que proveyó de un fabuloso colorante azul a toda Europa, hasta que el índigo o añil, llegado de las Antillas y de Asia, arruinó la riqueza de este Pays de Cocagne, una especie de tierra de Jauja que, con sus incalculables rentas, había propiciado la acumulación de enormes patrimonios y, en el caso de la Iglesia, la construcción de numerosos templos góticos. Unos templos que distinguiréis fácilmente por sus muros de ladrillo —un material muy caro en aquella época— y por sus clochers-murs, sus campanarios de espadaña.
Nueva pausa. El interés de mi auditorio parecía en aumento, de modo que me atreví a contarles por último algo que en aquellos días llamaba poderosamente mi atención.
—Y en tercer lugar, esta comarca es conocida por haber sido una fértil tierra de herejes en la Baja Edad Media, fortaleza y epicentro del catarismo occitano que se extendió de Agen a Béziers y de Albi hasta Foix. Y concretamente aquí, en este pueblo de Sant Félix que nos acoge esta mañana, tuvo lugar en 1167 un concilio cátaro a plena luz que atestiguó la importancia de ese movimiento cristiano disidente y que marcó la transformación de unas comunidades religiosas espontáneas y muy numerosas en verdaderas iglesias cristianas, administradas por un obispo elegido por la comunidad. Aquí se procedió a una nueva delimitación territorial de las iglesias de Tolosa y de Carcasona. Y aquí, como prueba de la hermandad que existía con las iglesias orientales, presidió la asamblea un obispo bogomilo de Constantinopla, Nicetas o Niquinta —según las fuentes—, quien confirió la ordenación episcopal a todos los obispos y, repartiendo de nuevo a todos los presentes el sacramento de su fe con el rito de la imposición de las manos, les dio la certeza de que su vínculo con los apóstoles —la llamada filiación apostólica—, que era más sólido y seguro en las iglesias de Oriente, no habría sufrido interrupción a lo largo de los siglos.
Envalentonado por las caras tan atentas y sugestionadas que tenía frente a mí, proseguí mi charla dándoles alguna información suplementaria y poniéndoles sobre aviso de una de las numerosísimas falsedades que se cuentan acerca del catarismo:
—Por cierto, a tres kilómetros de aquí se encuentra el pueblo de Les Cassés (los Cassers en occitano), donde en 1211, en plena cruzada albigense, las tropas de Simón de Montfort, tras conquistar la ciudadela, quemaron a unos sesenta buenos cristianos con «una inmensa alegría», según dicen los papeles. Y en el muro exterior de la iglesia parroquial de ese mismo pueblo podréis encontrar nueve estelas funerarias, discoidales, una de las cuales representa a un hombre orando con los brazos levantados. Por todo el Lauragués hallaréis otras estelas discoidales parecidas, en el Mas-Saintes-Puelles, por ejemplo, o más lejos, en Carcasona (hay diecisiete expuestas en su castillo), en Fanjeaux, en La Couvertoirade, o más lejos todavía, por ejemplo, una de muy reciente construcción al pie de la montaña de Montsegur. No hagáis caso de quienes os digan que esos u otros monolitos funerarios son monumentos cátaros. Es falso: son más tardíos en el tiempo histórico, los hay en lugares donde nunca hubo catarismo y sin duda no habrían sobrevivido a la Inquisición, que destruyó el más leve rastro de la Iglesia disidente. En realidad, para los cátaros, que pensaban que el cuerpo humano era obra de Satanás, los enterramientos no revestían ninguna importancia…
A estas alturas, algunos de mis amigos más próximos estaban estupefactos por mis conocimientos tan profundos sobre una materia que, según les constaba, jamás me había interesado verdaderamente. De modo que, para no revelar por completo la causa real de tan súbito interés por mi parte, me permití terminar con un comentario más frívolo y apetitoso:
—Por cierto, no olvidéis que estáis también en el meollo de la tierra del cassolet o cassoulet, un célebre plato muy energético y sabroso que consiste básicamente en un estofado de judías, pato, tocino y embutido, con diversas variantes según el lugar. Estoy seguro de que ya lo habréis probado alguna vez. En la mesa y en la boutique de este hotel, o si queréis en la cercana Castelnadaury (Castelnóu d’Arri en occitano), seguro que os pueden facilitar algunos cassolets realmente exquisitos…
Poco antes de la hora de comer, muchos de mis colegas agradecieron sinceramente mis palabras e incluso hubo alguno, como el corresponsal del periódico en Marsella, que me hizo una consulta:
—Perdona, Julien, todo eso de los herejes y del concilio de Sant Félix me ha resultado enormemente interesante. Lo digo muy en serio. Pero no he acabado de comprender eso de la filiación apostólica…
—Sí, significa que los bons homes y las bonas donas estaban convencidos de que se hallaban directamente unidos a los apóstoles de Cristo gracias al sacramento —el consolament, lo llamaban ellos— que se habían ido transmitiendo unos a otros a lo largo de los siglos. Hasta tal punto creían que era así que estaban convencidos de que, si algún día se rompía ese vínculo, por ejemplo, porque el último de ellos ya no fuera capaz de transmitir el consolament a ninguna otra persona, ese mismo día se acabaría la existencia de la Iglesia, por más que quedaran todavía muchas ovejas del rebaño esparcidas sin pastor…
—Interesante, realmente interesante…
Mientras estaba hablando con mi colega, y desde un rincón discreto de la sala, una mujer vestida con una blusa blanca y unos pantalones rojos me observaba con su penetrante mirada. Se trataba de Claudine Seurat, una tolosana que ahora ejercía las labores de corresponsal en Montpellier y con la que yo había tenido, años ha, una breve pero muy intensa historia. Pronto comprobé que seguía estando demasiado delgada, fibrosa como un puñado de sarmientos, pero su boca se ofrecía jugosa como siempre y sus ojos me observaban tan enormes y afilados como antaño. Llevaba recogido su pelo claro con aparente y calculada indiferencia y su cara presentaba algunas precoces arrugas que yo no recordaba.
—Julien, estás desconocido… —un beso rápido en los labios selló su saludo tan cordial.
—¿Lo dices acaso por mi aspecto o por mis cualidades oratorias? —le pregunté con una sonrisa que para mí resultaba embarazosa.
—No, sigues igual de bien, es extraordinario que no hayas cambiado en absoluto, y esas cualidades oratorias siempre las tuviste… Incluso recuerdo que siempre fuiste un hombre culto y meticuloso en tus informaciones. Tus crónicas lo siguen atestiguando casi todos los días…
—¿Entonces?
—No, lo digo por tus profundos conocimientos históricos. Nunca creí que todo eso del catarismo pudiera interesarte…
—Tienes razón, pero uno se descubre cada mañana con nuevos estímulos intelectuales que le dejan sorprendido. Ahora estoy en eso, mira tú…
—Curioso, realmente curioso, mon anden chouchou… —y su cariñoso cumplido estaba rebosante de malicia.
Procuré desprenderme y alejarme de ella con la mejor urbanidad posible, no fuera a ser que, bruja como sin duda seguía siendo, leyera en mi frente lo que me estaba pasando aquellos días. Después comí en la mesa presidencial y ello me puso a salvo de sus inquisitivas —¡qué adjetivo más apropiado!— preguntas. Por lo demás, el director de mi periódico y sus compañeros de la redacción de París estaban entusiasmados con el lugar, con la cocina y con mi presentación, y auguraron una sesión muy fructífera en la hora del café y a lo largo de la tarde.
Y así fue, en efecto: me sentí cómodo en el medio informativo en el que me ha tocado por suerte trabajar y todos mis colegas se mostraron en todo momento realmente encantadores. Al despedirnos, todo fueron abrazos y promesas de nuevas citas y correos y Claudine no se privó de besarme de nuevo y preguntarme:
—¿Estás bien? —me dijo en un tono que me pareció francamente sincero, ahora sin asomo de malicia.
—Sí, estoy bien y sigo solo, si esto es lo que querías saber… ¿Y tú?
—Ahora mismo tengo un hombre que me quiere e incluso estamos hablando de casarnos.
—No sabes cuánto me alegro, Claudine, de veras. Por cierto, tus últimas crónicas eran realmente estupendas. Cada vez escribes mejor…
—Eres muy amable, Julien. Que tengas mucha suerte…
—Lo mismo digo, Claudine, hasta la vista…
Al llegar a casa estaba rendido y satisfecho. Todo había salido a pedir de boca y ardía en deseos de contárselo con todo lujo de detalles a Isabelle, pero me encontraba en aquella situación delicada de decidir cuál era el momento y el pretexto más oportuno para volver a llamarla, no fuera a ser que se sintiera excesivamente agobiada por mi persecución. En esas estaba cuando, sin obedecer a tantos cálculos como estaba haciendo yo y sin duda enviada hacia mí directamente por el cielo, sonó el timbre del teléfono y escuché a continuación la alegre voz de mi querida arqueóloga:
—¡Julien! ¿Cómo estás? Te he llamado a mediodía y no estabas en casa…
—Podías haberme dejado un mensaje en el contestador o en el buzón de voz de mi móvil.
—Yo no me hablo con esos artilugios tan modernos de voz impersonal.
—¿Ah, no? Pues resultan tremendamente útiles…
—Ya lo sé. A lo mejor un día de estos, si tú me convences, cambio de parecer y me decido a entregarles mis mensajes.
—Estaría bien… ¿Qué se te ofrece, bona dona de Verfeil?
—Pues nada, quería saludarte y decirte que guardo muy buenos recuerdos de nuestra cena, nuestro paseo y nuestra charla del viernes pasado.
—Lo mismo me está pasando a mí, ¿por qué será? —repliqué yo con un grado superior de picardía.
—Pues, no sé, será que congeniamos bien, ¿no?
—Eso seguro, Isabelle, eso seguro…
—Quería hablarte de otro asunto…
—¿Crees que ha llegado el momento de dar a publicidad a vuestro hallazgo?
—No, no es eso, todavía no, pero ya no falta mucho. En realidad quería invitarte a que me acompañaras el jueves a una conferencia —y se reía con ganas.
—¿Por qué te ríes? ¿Eso te produce hilaridad? —contesté desconcertado.
—Cuando sepas de qué se trata la charla…
—No, Isabelle, más cátaros no, por favor…
—Pero si tú ya eres un forofo…
—Ya lo sé, pero tu campaña me tiene extenuado.
—Querría que conocieras a una persona, me refiero a la conferenciante…
—¿Y quién es?
—¿Te suena el nombre de Anne Brenon?
—Claro que me suena: acabo de comprar dos libros suyos y ya he leído otro.
—Ah, estupendo, entonces ya sabes perfectamente de quién se trata. El próximo jueves da una conferencia en la Salle du Sénechal, en la Rué Rémusat, y yo quisiera que fuéramos los dos. Así seguimos hablando y tú profundizas tus conocimientos…
—¡Qué no haría yo por ti, amiga mía…!
—Entonces, ¿quedamos el jueves, a eso de las seis, en la plaza del Capitolio?
—Allí estaré sin falta.
—Ok. Je t’embrasse, Julien.
—Y yo a ti, Isabelle, hasta el jueves…
Ese día me presenté a la cita con una camisa azul de cuadros que siempre me había gustado y con una rosa roja en la mano para mi acompañante. Ella, que me dio las gracias con una amorosa mirada, iba con vaqueros, una blusa blanca y una chaqueta beis. Casi tan alta como yo, elegante como siempre, olía a primavera y a fruta y se había pintado levemente los labios de un color sonrosado. Era nuestro tercer encuentro y, sin embargo, parecíamos ya dos viejos amigos, prestos a compartir mil confidencias. Aun así, yo seguía sin poder conciliar los escasos recuerdos de nuestro instituto con aquella mujer que había irrumpido luminosamente en mi grisura y en mi pertinaz monotonía. Quejumbroso, me habría gustado sumar lo que debiera haber conservado de aquellos años juveniles y lo que había descubierto acerca de ella los últimos días, pero eso resultaba imposible. Para mí apenas parecía aplicable aquella sentencia de Richter que asevera que la memoria es el único país del que no podemos ser expulsados. De modo que no tenía más remedio que contentarme pensando que, a fin de cuentas, aquellos borrosos tiempos que no conseguía alumbrar suficientemente en mi memoria le habían dado a Isabelle el maravilloso pretexto para buscarme y presentarse de nuevo en mi vida…
Fuimos andando a la sala de conferencias. Por el camino hablamos de nuevo de los trabajos de excavación y de rehabilitación del hotel Saint-Jean. Se acercaba la hora de la verdad. E Isabelle lo sabía:
—Estos dos últimos días hemos completado la limpieza de las pinturas y hemos terminado el estudio de la galería. Realmente, sólo nos queda abrir los dos sarcófagos, de modo que creo que ya no podemos retrasar la noticia por más tiempo. La semana que viene pediremos hora a monsieur Le Maire y a la junta de obras y, al día siguiente de que nos concedan la entrevista, tú deberías publicar la noticia…
—A Dominique Baudis, el alcalde, le va a dar un infarto, ya verás…
—Tienes que escribir, Julien, y tienes que pactar la publicación de tu crónica en la prensa de aquí…
—Lo sé, Isabelle, lo sé. Esperaba que me dieras luz verde. Mañana mismo te redacto un borrador y te lo mando. Tenemos que pactar el contenido… Y luego llamaré a…, no sé, supongo que a los de La Dépéche du Midi. ¿A quién, si no? De una cosa estoy seguro: no hablaré con los de Le Quotidien de Toulouse, eso sí que no. No estoy dispuesto a darle cancha a un periódico tan sensacionalista como ese ni a un director con tan pocos escrúpulos. Por cierto: esos sí pagarían lo que fuera por tener la noticia en exclusiva…
—No sé, Julien, eso es cosa tuya. Lo dejo en tus manos…
—Tranquila, mujer, no te fallaré. Además, con lo que he aprendido estos días y con lo que voy a aprender dentro de un rato, estoy en condiciones de publicar un libro entero sobre el pobre Raimundo y sobre los bons homes…
—Muy bien, Julien, lo has hecho muy bien. Nunca me agradecerás lo bastante todo lo que llegarás a saber por mi culpa…
«Nunca, desde luego. Nunca te agradeceré lo bastante que hayas vuelto del pasado, ma petite» pensé para mis adentros, mientras le devolvía la mejor de mis sonrisas.
Cuando llegamos a la Salle du Sénechal, y faltando diez minutos para la hora anunciada, nos sorprendió el enorme gentío que había por allí, hasta el extremo de que tuvimos que sentarnos en una de las últimas filas. No dudé ni un instante de la capacidad de atracción de Anne Brenon, pero era evidente que el tema del catarismo se había puesto terriblemente de moda. ¡Si toda esa gente hubiera sabido que existía alguna posibilidad de que los huesos del conde Raimundo el Viejo estuvieran a nuestro alcance! Fue entonces cuando se produjo un caso de telepatía con Isabelle que me alborozó sobremanera:
—¿Sabes lo que pensaba, Julien? ¿Qué pasará cuando toda esta gente sepa que tal vez podamos encontrar los huesos de Raimundo?
—Yo estaba pensando lo mismo, Isabelle, ¡yo estaba pensando lo mismo!
—Menuda responsabilidad la nuestra. ¿Y si después todo resulta falso?
—Por favor, mujer, no vuelvas a las andadas. Y no me seas cenizo, te lo ruego. Sólo hay que ser prudentes al lanzar la noticia, nada más…
—Sí, sí, a ti te parece muy fácil…
Nos callamos porque se hizo el silencio y Anne Brenon se sentó a la mesa del escenario de la sala. Y yo me repantigué cómodamente en mi butaca con mi bloc y con mi pluma, dispuesto a que esa mujer de ademanes suaves y aspecto tranquilo aclarara mis dudas en torno a asuntos tan ásperos y complejos como el dualismo, la cosmogonía de los cátaros y su concepción escatológica. Ni más ni menos…