CAPÍTULO 2
De cómo mi amiga y yo hicimos un trato
y los cátaros entraron en la escena
Caramba con mi vieja amiga de instituto… Isabelle Rougé estaba viviendo su momento de gloria, de eso no me cabía la menor duda. ¡El cadáver de Raimundo el Viejo, el conde de Tolosa excomulgado tantas veces! Si esa noticia fuera cierta, la ciudad de Toulouse, y con ella todo el Midi de Francia, se pondría patas arriba. ¡Menudo notición! ¿Y por qué extraña razón aquella mujer tan atractiva de ojos negros y melena oscura por encima de los hombros me lo contaba a mí, precisamente a mí?
Nos habíamos levantado de la cafetería y, sin apenas darnos cuenta, habíamos dejado atrás la plaza de Saint-Sernin y estábamos recorriendo la Rué du Taur en dirección a la plaza del Capitolio, el centro neurálgico de la ciudad. Los célebres ladrillos rojos de la hermosa capital tolosana empezaban a refulgir con ese brillo rosado del atardecer que le ha otorgado justa fama, y en los muelles del Garona las jóvenes parejas debían de estar retozando en la hierba con profundo arrebato. Isabelle me miraba de vez en cuando de reojo y se daba el gusto de medir, sin prisa alguna, el efecto que sus palabras habían causado en mi mente periodística, como si esperara de mí una reacción a la altura de la importancia del hipotético descubrimiento.
—¡Es realmente excepcional, Isabelle! ¿Tú sabes lo que darían mis colegas por esta primicia? ¿Y tú sabes cómo se va a poner nuestro alcalde novelista tan pronto como lo sepa? —le dije al fin, tras calibrar el asunto en sus auténticas dimensiones.
—Claro que lo sé, tonto, pero tú me has dado tu palabra de que guardarías mi secreto…
—Entonces, ¿por qué me has estado buscando? ¿Sólo para martirizarme? ¿O será porque el baile de fin de curso dejó en ti algunos buenos recuerdos que me afectan? —le arrojé, directo a la cara, con malicia.
—No insistas, Julien, no te lo voy a contar. Nada más llegar a la cafetería de nuestra cita de hoy, ya he visto que no te acordabas de aquel baile memorable…
—No sabes cuánto lo siento, Isabelle… Daría mi brazo por saber cómo me porté contigo aquella noche…
—Pues no te lo diré, no sufras… Si te parece, mejor volvamos a nuestro hombre…
—Eso, volvamos al viejo Raimundo…
—Pues nada, que quería hablar contigo de este asunto.
—Muy bien, ¿y por qué lo has hecho?
—Todos los miembros del equipo, juramentados en nuestro secreto, hemos estado discutiendo varios días acerca de cómo administrar un descubrimiento de semejante magnitud. Y yo les propuse que, puesto que era inevitable tener que dar a conocer nuestros hallazgos —y nuestras expectativas— a las autoridades y a la opinión pública, procurásemos al menos controlar la difusión de la noticia. De modo que decidimos revelarlo a los políticos y a la prensa al mismo tiempo, pero en este último caso a través de algún periodista de confianza, alguien con quien pudiéramos pactar el contenido de la información. Alguien, además, que nos garantice que la noticia se dará sin ninguna transacción económica de por medio: más de uno pagaría un pastón por una exclusiva como esta…
—Y aquí aparezco yo…
—En seguida salió tu nombre, sí, señor. Además, todos solemos leer tus crónicas en Le Monde y nos gusta tu forma de enfocar los asuntos.
—No sabes cuánto me complace, Isabelle. Pero, hoy por hoy, yo sólo escribo prácticamente para la prensa de París y no pretenderás que los tolosanos se enteren de todo este asunto por un periódico de la capital. Aparte, claro está, de que a mis compañeros de Le Monde tal vez la noticia no les resulte tan sensacional como lo es, sin duda alguna, para todos nosotros…
—Lo sé, lo sé, ya lo había pensado. De todas formas, creo que, con esa noticia bajo el brazo, es muy probable que el director de cualquier periódico de Toulouse te acepte como colaborador ocasional, sin perjuicio de que lo publiques al mismo tiempo en tu diario de París. Después el asunto ya correrá por todos los medios que sean oportunos…
—Muy bien pensado, en efecto. En fin, da gusto que me deis a mí solito la exclusiva…
—Tú y yo negociaremos contenidos y fechas de publicación, amigo. No lo olvides…
Como dos viejos colegas, Isabelle y yo seguimos andando un buen rato por las calles contiguas al Capitolio y, sin darnos cuenta, fuimos a dar frente a la entrada de la iglesia del convento de los Jacobinos, aquella que posee un techo en forma de palmera que nos trae locos, a propios y extraños, por su fascinante belleza…
—Supongo que un hombre cultivado como tú, querido Julien, no ignorará cuánto hicieron los jacobinos, es decir, los dominicos, para extirpar la herejía de los cátaros, ¿verdad?
—Siento decirte, Isabelle, que sólo conozco de este asunto aquello que ningún tolosano medianamente informado puede dejar de saber. Sé que el papa les encargó, a ellos fundamentalmente, el funcionamiento de los tribunales de la Inquisición y que ellos, desde luego, se aplicaron a la tarea con un envidiable entusiasmo. Y sé también que, con el paso del tiempo, consiguieron terminar con la herejía.
—Bueno, no está mal…
—Mira, Isabelle, te diré algo que vas a comprender muy bien. Cuando se habla de Toulouse, me refiero a los medios, a la televisión, a la propaganda turística, se habla tantísimo y tan exclusivamente de la aeronáutica y de los cátaros que, como una especie de reflejo defensivo, siempre he procurado guardar una cierta distancia con respecto a los dos temas. Y no creo ser el único en esta ciudad.
—Pues no sé qué será en materia de fabricación de aviones, la verdad, pero en lo que se refiere a los cátaros estás muy equivocado, amigo mío.
—¿Por qué?
—Porque incluso un hombre como tú, tan alejado aparentemente del medievo, te apasionarías hasta la locura con toda esa historia de herejes y de hogueras…
—No sé, tal vez si fueras tú quien lo contara…
—Alto ahí. Si quieres que te ofrezca nuestra primicia, tendrás que estudiar un poquito por tu cuenta y ponerte a la altura de lo que ya deberías conocer. ¿Crees que estarás en condiciones de asumir semejante compromiso?
—No sé, te juro que por lo menos lo voy a intentar. Y ahora que me acuerdo, en mis años de la universidad llegué a escribir un apreciable reportaje acerca del personaje ese, filonazi, ¿cómo se llamaba? Otto Rahn, ese joven alemán que estuvo por aquí y por los aledaños de Montsegur en los años treinta y escribió una interpretación muy particular del catarismo…
—De «filo» nada, querido. Nazi redomado: militó en las SS y colaboró con Himmler. Está comprobadísimo…
—Pues eso mismo, Isabelle… Sin falsa modestia, te diré incluso que el reportaje no estuvo nada mal, te lo aseguro…
—Bueno, tendrás que convenir conmigo, Julien Dutron, que algo así resulta muy insuficiente para comenzar. Tendrás que remontarte unos cuantos siglos atrás, cuando los condes y los cátaros eran de carne y hueso y corrían por las calles de nuestra ville rose y por los campos de casi todo el Languedoc.
—Por ti y por tu noticia, lo haré sin dudarlo, Isabelle. Ha sido un placer volver a verte, te lo digo de todo corazón.
—Bien, si no por mí, hazlo por lo menos por la primicia que te ofrezco. También a mí me ha gustado encontrarte de nuevo, tantos años después…
—Si quieres, un día de estos nos vamos a cenar. Te invito yo. Conozco un lugar muy tranquilo que…
—Bueno, bueno, aceptaré tu invitación, pero primero estudia un poco, indocumentado periodista.
—Te juro que lo haré. Por la primicia y por los viejos tiempos…
Nos dimos un par de besos y nos despedimos. Isabelle Rougé se alejó dejando tras de sí un perfume embriagador y una estela inmarcesible, como en las mejores novelas. Aquella chica era muy guapa, además de muy lista, y desde luego me daba sopas con honda en aspectos varios de mundología y, naturalmente, en materia de historia. No sabía muy bien qué relación guardaría con las brumas de mis años de instituto, pero yo estaba realmente encantado de tener una vieja amiga tan bella y tan inteligente. Así que no estaba dispuesto a defraudarla…
Aquella misma noche llegué a casa dispuesto a ser un alumno aventajado y un investigador tenaz. Por fin había encontrado un bello pretexto para entrar un poco a fondo en una asignatura pendiente para mí. Así pues, y en plan humilde, como debe ser en estos casos, cogí una enciclopedia y leí casi en voz alta:
El catarismo es un movimiento religioso cristiano, disidente de la Iglesia católica, que se desarrolló durante la Baja Edad Media (siglos X-XIV) por varios territorios de Europa, del Asia Menor al Atlántico y de Alemania hasta la isla de Sicilia, muy particularmente por los territorios de los Balcanes y por los condados y vizcondados que más tarde serían conocidos con el nombre común de Languedoc, en Occitania.
Primer problema, pues: la extensión territorial. Resulta que esa gente tan curiosa no estuvo tan sólo en mi país, que fue donde realmente arraigó más que en ningún otro lugar, sino un poco por toda Europa. Pero ¿dónde? Otra voz de la misma enciclopedia me enseñó muy pronto que también hubo cátaros —aunque recibieran nombres muy distintos y sostuvieran tesis y prácticas religiosas no siempre del todo coincidentes— en el reino de Francia, en los condados de Champaña y de Flandes, en el ducado de Borgoña, en Renania, en el norte de Italia, en Cataluña, etc. Y, sorpresa mayúscula, los hubo también, bastante antes que aquí, en la Europa oriental, en la zona de los Balcanes. Mira por dónde, y yo sin saberlo… Decidí profundizar en el asunto.
Otro abultado libro del estudio de mi casa me dio más información y atajó mis incipientes dudas. En efecto, las iglesias orientales fueron las más antiguas en el tiempo (desde la mitad del siglo X) y las últimas en desaparecer (hasta la invasión turca del siglo XV). La extensión de la «herejía» —herejía para la Iglesia católica, claro está— fue francamente espectacular en Bulgaria (que es donde surgió el denominado «bogomilismo», porque fueron seguidores de un pope que se llamaba Bogomilo, palabra que significa «amigo de Dios»), el Asia Menor, Rumania, Croacia y, finalmente, Bosnia y Herzegovina, donde llegó a ser una auténtica religión del Estado, garante de los señores feudales en sus derechos y aliada suya contra los ejércitos húngaros.
—¿Croacia? ¿Bosnia? ¿Herzegovina? —me dije a mí mismo, recordando esos países que estuvieron en guerra, muy pocos años antes: Croacia en 1991, Bosnia desde febrero de 1992 hasta el otoño de 1995. Mi instinto periodístico, que en aquel conflicto armado se había aguzado hasta el paroxismo, estaba en plena ebullición.
Resolví llamar a mi amigo Péire Berteaux, occitanista militante, periodista de La Dépéche du Midi y especializado en documentación: se trata de mi archivo particular, al que recurro cuando me falta un dato, una fecha, una breve síntesis sobre cualquier noticia de actualidad, próxima o remota.
—¿Péire? Hola, gordo, ¿cómo estás? —lo siento: yo le llamo así y él me llama flaco. En realidad, ni él es tan gordo, ni yo tan flaco, pero los apodos son así, no hay que darle vueltas.
—Pues, ya ves, dándole al teclado como un poseso. Más o menos como siempre…
—Quisiera hacerte algunas preguntas. Simple recordatorio para mi frágil memoria.
—Guerra de Bosnia, 1992. ¿Puedes darme algunos datos básicos sobre las mayorías religiosas de los ciudadanos de los países en conflicto?
—Muy fácil, pero sólo puedo ofrecerte números redondos. Si pides mayores concreciones, tendrás que esperar. Croacia: 75 por ciento, católicos. Bosnia: 50 por ciento, musulmanes. Serbia: 65 por ciento, ortodoxos. Todo más o menos.
—Perfecto. ¿Tú sabes a qué se deben esas mayorías?
—¡Huy! Sería largo de explicar. Habría que remontarse hasta la Edad Media…
—Exacto. Gracias. Nada más…
—¿Cómo que…? ¿Nada más?
—Nada más, Péire. O, bueno, dame sólo dos últimas cifras. Balance final de la guerra de Bosnia y de la limpieza étnica consiguiente, en número de muertos y desplazados.
—Casi 300.000 muertos, la mitad musulmanes, y más de dos millones y medio de refugiados y desplazados, musulmanes en sus dos tercios.
—Adeusiatz, gordo. Eres una mina…
—A mandar, Julien. Cuídate mucho…
Pensé que nunca lograría quitarme aquella guerra de encima. A continuación leí en uno de los libros de historia que estaba manejando:
Los krstjani de Bosnia, puesto que así se les llamaba simplemente, se mantuvieron hasta la llegada de los turcos a mediados del siglo XV. Pero, siendo como eran una minoría religiosa en el seno del gran imperio otomano, no fueron reconocidos y permanecieron atrapados en la tenaza entre la Iglesia latina y la Iglesia griega. Herejes a los ojos de todo el mundo, aquellos eslavos se negaron a adherirse tanto a Roma como a Constantinopla y, más o menos forzados, se pasaron al islam. Sus lejanos descendientes son todavía musulmanes y se hallan siempre expuestos a la venganza de sus vecinos católicos romanos, los croatas, u ortodoxos, los serbios.
Llegué a la conclusión de que pasan los siglos, pero hay cosas que siempre se repiten. Tal vez ahora comprendía un poquitín mejor todo lo que había sucedido en esa guerra tan reciente. Sorprendido por tan extrañas conexiones con nuestro propio mundo, abandoné las iglesias orientales del catarismo y me vine de nuevo a los territorios de la cristiandad occidental. Aquí, desde luego, también florecían las comunidades heréticas y supe que hubo cátaros en toda Europa, si bien arraigaron con mayor fuerza aquí mismo, más concretamente en el condado de Tolosa, el vizcondado de Carcasona, Béziers y Albi, el vizcondado de Narbona y el condado de Foix. En estos territorios, la herejía arrancó en el siglo XI y prosiguió hasta la tercera década del siglo XIV, unos trescientos años, más o menos… Perfecto.
Una breve e inoportuna llamada telefónica interrumpió mis pesquisas, y yo mismo me sorprendí de mi gesto de contrariedad. Después seguí adelante. ¿Dónde estábamos? Ah, sí, estaba a punto de hacerme una pregunta crucial: ¿y por qué «cátaros»? ¿Qué significa esta palabreja? Pues es muy sencillo: tradicionalmente se ha venido diciendo que procedía del griego kátharos, que quiere decir «puro», como si la palabra naciera con la época y con la aparición de ese fenómeno. Pero el libro que estaba consultando afirmaba que la raíz más probable era otra: al principio, en Renania, los grupos heréticos fueron conocidos bajo el nombre latino de cati, en alemán ketter y en francés oïl catiers, es decir, «adoradores del diablo en forma de gato», o sea, «brujos». A partir de esa designación, el canónigo Eckbert von Schónau, tomando la palabra del catálogo de herejías de san Agustín, pasó a llamarles cátaros en sus Sermones (1163).
O sea, que nada de «puros», se trataba de una denominación insultante, que los propios cátaros jamás utilizaron: ellos se llamaban a sí mismos, simplemente, «cristianos», porque se consideraban los auténticos seguidores de Jesucristo. Por cierto, los habitantes de esta zona, mis antepasados de aquellos siglos remotos que más o menos flirtearon con la herejía, les llamaban, más cariñosamente, bons homes y bonas donas.
Así que, enriquecidos mis conocimientos por estas primeras consultas, tomé la sabia decisión de que no iba a seguir haciéndole el juego a la Inquisición y que procuraría denominarles preferentemente como lo hicieron mis ancestros: los bons homes. Decidí también que se lo diría a Isabelle, por cuanto no estaba nada seguro de que ni siquiera ella, que sabía tanto acerca de esta materia, tuviera la percepción exacta de que, denominándoles normalmente con la palabra «cátaros», en realidad no hacíamos otra cosa que caer en la trampa semántica que se habían propuesto sus enemigos y perseguidores.
Eran las once de la noche. Mis vecinos habían apagado ya la televisión y los niños del piso de arriba, que siempre la arman cuando estoy escribiendo mis crónicas para Le Monde, hacía un buen rato que se habían retirado a descansar. De modo que, para no pegarme un atracón el primer día, resolví aclarar sólo dos puntos antes de meterme en la cama. ¿Por qué esa disidencia religiosa arraigó más aquí, precisamente? Cuestión interesante, desde luego, por lo menos para mí y mis convecinos. Y, de un modo más genérico, ¿por qué surgió esa herejía, qué necesidad tenía la gente de aquellos tiempos de apartarse de la doctrina oficial católica y abrazar una nueva religión, por muy cristiana que fuera?
Saqué una cerveza de la nevera y empecé por buscar respuestas a la última pregunta. Según parece, y eso ya lo sabía yo desde hacía muchos años, la Iglesia católica, desde que se convirtió en una religión oficial, se alejó en muchos aspectos de la pureza originaria del mensaje de Jesús a medida que se transformaba cada vez más en un poder terrenal. En la época que nos ocupa, y muy a pesar de los esfuerzos de regeneración de la llamada reforma gregoriana, la Iglesia de Roma vivía en la opulencia y la disipación, sus jerarcas se comportaban como auténticos señores feudales y sus clérigos eran por lo general muy ignorantes, sin despreciar el hecho de que abrumaban al pueblo con el cobro de la décima parte de sus cosechas y del producto de la industria. Por lo demás, recaían constantemente en dos pecados recurrentes: vivían muy a menudo en concubinato permanente y traficaban con los bienes sagrados. Su descrédito entre el pueblo era, en ocasiones, muy fuerte.
No hay que ser muy listo para llegar a la conclusión de que todo ello había dejado un inmenso terreno yermo por el que pudieran campar a sus anchas aquellas doctrinas que fueran capaces de preconizar un retorno a la autenticidad de la doctrina evangélica. Por ejemplo, unas personas que, además de predicar las Sagradas Escrituras, se ganaran su subsistencia con sus propias manos —es decir, trabajando— y vivieran en todo momento de acuerdo con lo que predicaban, que es exactamente lo que, por lo visto, hacían los bons homes. Al fin y al cabo, ese mismo propósito de regeneración, más o menos, animaba a otros hombres que permanecieron en el seno de la Iglesia, como Francisco de Asís o Domingo de Guzmán, cuando crearon sus órdenes religiosas en aquellos mismos siglos.
Ataqué poco después, pero ya de madrugada y con la segunda cerveza en la mano, el primer interrogante: ¿por qué en esta parte de Occitania? La respuesta era más compleja y para mí ya no resultaba tan obvia. En esa época, según tuve ocasión de leer, el feudalismo dominante se tradujo en una fragmentación del poder político y en la renuncia, por parte del poder real o público, al ejercicio de algunas de sus facultades soberanas en muchos territorios. Por si fuera poco, las tierras de Occitania estaban políticamente muy fraccionadas y no habían podido, o no habían sabido, vertebrarse en torno a un poder local fuerte, un emperador, como en Alemania, o un rey, como en Inglaterra, Francia, Aragón y Castilla.
Eran unos tiempos, asimismo, de desarrollo urbano, en los que se producía una tendencia a la concentración de población. Así pues, surgieron nuevos núcleos alrededor de alguna iglesia o de alguna fortificación y se produjo un crecimiento de los núcleos urbanos ya existentes, con la aparición de nuevos barrios o «burgos» en los que pronto se desarrolló una actividad artesanal y comercial muy dinámica. Unos tiempos de aumento demográfico, de intercambios económicos, de circulación de la moneda, de aparición de nuevos oficios, de relaciones mercantiles con tierras muy lejanas… Este cambio social y los contactos comerciales contribuyeron también a la propagación de nuevas ideas de todo tipo, en una sociedad muy permisiva y permeable, próspera, incluso refinada en las capas sociales más altas, aquellas en las que se extendió mayormente la labor de los trovadores y la práctica del llamado «amor cortés». Estos elementos, unidos a los temores que había despertado el paso del primer milenio en algunas capas religiosas cultivadas, propiciaron no sólo la aparición de la herejía, sino su arraigo en estas tierras occitanas…
Era una explicación compleja, ya se veía venir, pero plausible. Y el reloj de la pared, impertérrito, marcaba las tres de la madrugada. Finalmente, exhausto de tanto trabajar y muy satisfecho en mi interior por tan altos conocimientos adquiridos y por haber complacido los deseos de mi reciente y dulce musa —arqueóloga por más señas—, me tumbé en mi cama vacía y solitaria y me dormí profundamente.