CAPÍTULO 7
De cómo Isabelle ingresó inconsciente en un hospital de Toulouse
A las nueve de la mañana llamé sin demora. Ella se alegró visiblemente al comprobar que era yo. Y yo, desde luego, me alegré de que se alegrara de aquella manera.
—¿Todo marcha bien?
—Perfecto, Julien, ya te lo dije. Estoy mucho mejor.
—¿No te arrepientes de habérmelo contado?
—En absoluto. Todo lo contrario… Me gusta hablar contigo y contarte mis cosas, incluso las menos lustrosas…
—Pues nada, Isabelle, no te molesto más. Ya puedes regresar a tus huesos, a tus piedras y a tu polvo… Yo me dispongo ahora a trabajar para ti. En cuanto tenga un borrador de las dos crónicas, una para Toulouse, otra para París, te las mando por correo electrónico.
—Estupendo. Ya te diré algo…
—Un beso, querida.
—Un beso, Julien…
Siempre con la mejor intención del mundo —yo, en esa historia, me estaba portando como un auténtico caballero—, invité a Isabelle a comer algo en mi casa. Nada serio: unos biscotes, un surtido de quesos y patés y una botella de un excelente tinto del domaine de Ribonnet. Así no perderíamos tiempo y podríamos repasar los borradores y dejarlos terminados.
—Es curioso, pero no me imaginaba que tuvieras un apartamento como este… —dijo mi amiga en cuanto puso los pies en mi casa.
—¿Ah, no? —pregunté yo, sin saber por dónde irían los tiros.
—No me sorprenden tantos libros, claro está, ni el gusto moderno del interiorismo. Ni siquiera me sorprenden estos colores un poco chillones para mi gusto en algunas paredes. Pero esperaba un poco más de desorden y un ambiente distinto, francamente…
Yo alucinaba, sin saber a qué carta quedarme, pero ella parecía no haberse dado cuenta de mi desconcierto. Así que husmeó un rato más por mi apartamento y añadió:
—No sé, esperaba ver unos teletipos escupiendo noticias de rabiosa actualidad, media docena de pantallas de televisión, un mapamundi colgado en la pared con banderitas de los lugares del mundo a los que te has tenido que desplazar por tu arriesgada labor de corresponsal, un casco de guerra abollado o, mejor dicho, tal vez un viejo salacot blanco y un cinturón marrón, canana con cartuchera y trinchera, algo así… —y se tronchaba de risa, la muy condenada.
—Pero ¿qué dices? ¿Te has vuelto loca? Tú has visto mucho cine, Isabelle… —respondí, con un leve mosqueo, para qué voy a negarlo—. Si yo prácticamente no me he movido nunca de esta maldita ciudad. Lamento defraudarte…
—¿Pero no eras tú un brillante corresponsal de prensa, curtido en mil batallas?
—Brillante no sé, pero curtido en mil batallas te juro que sí: los conflictos de las petroquímicas, las huelgas de los funcionarios, las protestas vecinales, las polémicas entre nuestros políticos, etc.
—Falta épica, Julien, lo siento, falta épica…
—¿Y tú? Tú sí deberías llevar salacot y cartucheras… —como siempre, yo utilizaba el ataque como la mejor defensa: me estaba vengando de sus risas—. ¿No eres arqueóloga? ¿Acaso la estela de Indiana Jones no alcanzó a nuestros arqueólogos tolosanos?
—Noto en tus palabras un ligero tono revanchista. Por lo visto, he metido el dedo en la llaga —seguía riéndose ella.
—No se puede ir por el mundo de esa manera, Isabelle, denostando vilmente la heroica labor de los corresponsales de provincias…
Fue entonces cuando la abracé, para que no siguiera riéndose de aquella forma tan desaforada, o para decirle cuánto me gustaba que estuviera feliz, o por un simple impulso irrefrenable, qué sé yo… Ella se dejó, tan sólo levemente sorprendida, y aún tardó unos breves y maravillosos momentos en soltarse, después de besarme cariñosamente.
Mientras comíamos, le di pruebas de mis evidentes progresos en la dura disciplina que un día me impuso:
—Por cierto, Isabelle, ya lo sé todo sobre la alimentación de los bons homes…
—A ver, cuenta, cuenta…
—Para empezar, tenían totalmente prohibido comer carne, y si alguien incumplía esta norma, perdía los beneficios del bautismo recibido. Es decir, estaba obligado a hacer penitencia y a recibir de nuevo el sacramento del consolament.
—¿Y eso por qué?
—Lo sabes perfectamente, bona dona. Se basaban en el ejemplo de Cristo, pues no consta en los Evangelios que comiera carne ni una sola vez, en varias prescripciones que figuran en otros libros del Nuevo Testamento y en el estricto rechazo a todo lo que proviniera de la copulación y de la generación, que son obras diabólicas…
—Ya ves, Julien, qué vida tan dura, pobres… De modo que no comían…
—… ni carne, ni huevos, ni leche, ni queso…
—¿Ni pescado…?
—No me vas a pillar, no temas… Pescado sí comían, porque en aquella época se creía que los peces nacían del simple movimiento de las aguas. De modo que su dieta resultaba bastante equilibrada.
—¡Exacto, Julien, exacto! —proclamó entusiasmada. Y a renglón seguido—: Ahora una pregunta: cuando los cátaros iban por esos mundos de Dios, predicando, y comiendo únicamente en su escudilla o en su puchero, para estar seguros de no contaminarse en las casas donde les esperaban y acogían, ¿qué alimentos llevaban consigo? ¿Sabes eso también?
—Claro que sí. Pues solían llevar algún empastat, es decir, una empanada con pescado cocido, anguilas o un poco de salmón, por ejemplo. Y hogazas de pan, trigo candeal, algo de fruta, nueces y avellanas…
—¿Y el vino, Julien?
—Les estaba permitido, pero lo tomaban con moderación y, a decir verdad, bastante aguado…
—Ahora otra pregunta, mon chéri, esta vez definitivamente para nota. ¿Para qué querían los cátaros las hogazas de pan? ¿Tan sólo como mero alimento?
—Pues no, Isabelle, no sólo como mero alimento. Una de las ceremonias más características del catarismo es la del…, ¿cómo se llama? Espera, espera, ya lo tengo: el «pan de la santa oración». Antes de tomar alimento, los bons homes procedían siempre a la fracción ritual del pan con la recitación del Pater noster. Y sé cómo lo hacían: el buen cristiano de mayor edad tomaba el pan, lo partía con su cuchillo y lo daba a comer al resto de los comensales, por estricto orden de antigüedad en la fe. El receptor del pan decía: Benedicite, senher, y el que se lo entregaba respondía: Deus vos benedicat. Al final, todos recogían cuidadosamente las migajas…
—¿Algo que ver, acaso, con la eucaristía católica?
—En tanto en cuanto se hacía como un memorial de la última cena de Jesús, desde luego que sí. Pero para ellos no había presencia alguna, ni real ni simbólica, del cuerpo y la sangre de Cristo en el pan y en el vino de su mesa: por eso, por la inexistencia de la transubstanciación, los cátaros se burlaban con tanto descaro del sacramento de los católicos… Espera, aquí tengo una cita que lo deja muy claro: «Si el cuerpo de Cristo hubiera sido tan grande como esta montaña, decían, hace mucho tiempo ya que los curas se lo habrían zampado por completo…».
—¡Bravo, Julien! ¡Ya eres un experto! Te felicito… Mira lo contenta que estoy que, cuando algún día te lleve a casa de mi madre —yo levanté la cabeza con sumo interés y una sonrisa burlona—, le pediremos que cocine para ti un plato que sería genuinamente cátaro y que en occitano lleva el nombre de anguila amb alhada. Es un manjar medieval que se come con salsa de alhada, un antecedente del alioli que puede rebajarse con miga de pan, o con salsa de almendras. Te vas a chupar los dedos, ya verás…
—¿Y tú? ¿Eres también una buena cocinera como, por lo visto, lo es tu madre?
—¡Ojalá! ¡Qué más quisiera! Pero cocinar exige una dedicación y una paciencia que yo nunca le he prestado…
—Bueno, algún defecto tenías que tener. No podías ser perfecta…
—Pues no, ya ves… Siento defraudarte, Julien…
Por fin, tomando ya café y el consiguiente chupito, encontramos el momento de repasar los famosos borradores. Isabelle propuso un par de correcciones sin mayor importancia. Luego pactamos un título para la prensa de Toulouse: «Importantes hallazgos arquitectónicos en el hotel Saint-Jean», precedido por el antetítulo de «Una galería y dos sarcófagos medievales», y la mención del asunto de Raimundo el Viejo tan sólo en un despiece. Así nos ajustábamos a la realidad de las cosas y evitábamos una expectativa sin mesura. Bueno, al menos ese era nuestro propósito…
Isabelle pareció contenta con la información, pero seguía preocupada por lo que acontecería después y por la presión que caería sobre sus espaldas.
—Por cierto, vamos a tener que esperar unos días más. Por lo visto, el alcalde se encuentra de viaje por Centroamérica y no es probable que pueda recibirnos antes de una semana.
—¿Y qué haréis mientras tanto?
—Seguiremos investigando en otros puntos del edificio. Habíamos terminado prácticamente con la nueva galería (excepto, claro está, la apertura de los sarcófagos), pero nos quedaban otras zonas de menor interés del antiguo priorato hospitalario.
—¡Ojalá podáis resistir la presión y evitar que se filtre la noticia!
—Pues sí, ojalá sea así, no hay otro remedio. Qué le vamos a hacer…
A la mañana siguiente, Isabelle me invitó a visitar el priorato a la hora de comer, mientras los trabajadores de la obra y los miembros de su equipo de investigación estaban ausentes.
Incluso de día, todo el recinto se hallaba iluminado por unos potentes focos que alumbraban únicamente el techo y el suelo, con el objeto de no dañar las pinturas murales, que habían estado durmiendo siete u ocho siglos en la oscuridad más absoluta. No sé si sería por mi implicación personal en el asunto, por la hermosa y docta cicerone que conducía mis pasos o por la importancia objetiva de cuanto estaba viendo, pero lo cierto es que sentí la vibración del lugar y comprendí el entusiasmo de sus descubridores.
Las pinturas eran realmente maravillosas y habían confirmado la significación funeraria del lugar: la representación del alma del difunto, inscrita en una gloria oval, era elevada a los cielos por dos ángeles, bajo la protección de dos santos intercesores, uno de los cuales era el apóstol Santiago (una invocación nada sorprendente en un establecimiento hospitalario que se hallaba en una de las principales etapas del camino compostelano). A mitad de camino entre el mundo de los hombres y el mundo divino, unos ángeles figurados en busto entre los modillones de la cornisa anunciaban una composición hoy desaparecida, pero cuyas trazas sugerían un remate bastante elaborado. Por su parte, los dos sarcófagos, con sus enormes losas tapaderas y su altura y su volumen nada desdeñables, causaban una enorme impresión.
Precisamente estábamos enfrascados contemplando la escultura de la mujer yacente —con su cuerpo desmesuradamente plano, su cabeza en alto relieve, su peinado à la saint Louis y sus arcaizantes y ricas vestiduras— cuando alguien irrumpió en el recinto por sorpresa.
—¡Ah, Philippe, qué susto nos has dado! —le dijo una Isabelle sobresaltada y sonriente.
—Lo siento, Isabelle, no se me ocurrió pensar que pudiera haber alguien aquí adentro…
—Mira, Julien, te presento a Philippe Moisant, el otro arqueólogo de nuestro equipo. Este es Julien Dutron, el periodista amigo de quien hablamos hace unas semanas. El será quien canalice la información de nuestro hallazgo.
—En… encantado de conocerte, Julien. No me pierdo ni una sola de tus crónicas para Le Monde…
—Eres muy amable, Philippe. Te felicito por tu parte de responsabilidad en el descubrimiento de esta galería…
—¿A que… a que es magnífica? —observó Philippe con legítimo orgullo.
Era un hombre bajito y apocado, más bien tímido y unos años más joven que Isabelle. Parecía tener un incipiente tartamudeo, o tal vez esa leve vacilación no era otra cosa que una muestra de su falta de despejo. Un amplio mechón de pelo oscuro cubría su frente y, coronando unas altas mejillas anodinas, casi alcanzaba a ocultar por completo una mirada un tanto esquiva.
Isabelle y yo seguimos recorriendo el lugar, mientras Philippe Moisant se marchaba a sus asuntos. Pero aquello empezaba a llenarse ya de gente. Por ejemplo, el arquitecto director de las obras de restauración, un tipo rubio y guaperas, algo más joven que nosotros, que le dio un par de sonoros besos a Isabelle y me saludó con un envidiable desparpajo.
—¿Y tú quién eres? —me soltó con un leve deje en su acento que de momento no supe ubicar.
Isabelle se me adelantó:
—Julien Dutron, el corresponsal de Le Monde… ¿Te acuerdas? Tú mismo dijiste que…
—Ah, claro, Isa, claro… Es que nunca nos habíamos visto… Por cierto, Julien, me gustó tu crónica del otro día sobre la recuperación de las riberas del Garona —era evidente que todo Toulouse leía mis artículos. Aquello era estupendo…
—Pues, muchas gracias, lo hago lo mejor que puedo…
—Que no, que no, que lo digo de verdad… Bueno, os dejo, tengo un poco de prisa…
Yo, que debía de tener mi sensibilidad a flor de piel, no pude callarme después un comentario quisquilloso en privado:
—¿O sea, que «Isa»?… Cuánta familiaridad, ¿no?…
—¿Te refieres a Anthony? Venga, Julien, no me seas susceptible, por favor. Pero además, ¡qué tontería! Anthony me mira casi como si yo fuera su madre…
—Humm… —refunfuñé sólo un instante. Después olvidé muy pronto mi leve ataque de celos—. ¿Anthony? ¿Y ese acento tan raro? ¿Acaso es inglés?
—Es norteamericano… Bueno, hace muchos años ya que vive en Toulouse.
Anthony Hurt no fue el último, todavía. Saludé a otra mujer, mayor, una restauradora de pinturas, y a un hombre encantador de pelo canoso, historiador y archivero, de nombre José Maldonado, hijo de un exiliado español. Realmente, aquello era un equipo plural, diverso y variopinto.
—José te gustaría —me dijo Isabelle cuando él se despidió—. Es un hombre cultísimo, licenciado en no sé cuántas disciplinas humanísticas. Sabe mucho más que yo. En realidad, de entre todos nosotros es quien mejor conoce la historia de los hospitalarios y de los condes de Tolosa… Está que no duerme sólo con pensar que el sarcófago pueda contener los restos de Raimundo…
Después de las presentaciones, Isabelle me dio aquel día una clase magistral. Abriendo su enorme y mítica carpeta llena de planos, informes y fotografías, me fue comparando los papeles con la realidad que teníamos delante. Todo parecía sumamente elaborado, documentado y solvente. Con una base tan concienzuda, la hipótesis favorable a los presuntos restos de Raimundo iba cobrando cuerpo ante mis ojos. Sin duda alguna, aquella mujer de pelo negro y sonrisa seductora merecía que el senher coms le diera la razón…
Y, lo que son las cosas, en las primeras horas del día siguiente ocurrió lo inesperado. Serían, más o menos, las ocho de la mañana. Yo había terminado el aseo de mi habitación y estaba preparando mis tostadas y mi café con leche de todas las mañanas, cuando sonó el teléfono y escuché una voz desconocida y angustiada.
—Julien, ¿eres tú? Soy Martine, la prima de Isabelle que vive con ella.
—¿Martine…? Ah, sí, claro, encantado de oírte…
—Siento molestarte a estas horas, pero me acaban de llamar desde el hospital de La Grave para decirme que han ingresado a Isabelle en urgencias.
—¿Cómo dices? ¿En el hospital? Pero ¿qué ha sucedido?
—No lo sé muy bien, sólo se han referido a una contusión craneal. Por lo visto no es grave. Yo salgo para allá ahora mismo. Pero antes pensé que te gustaría saberlo…
—¡Claro que sí! Muchísimas gracias, Martine. Yo también voy en seguida. Nos encontraremos en el vestíbulo de urgencias.
Salí zumbando. Martine había dicho que el asunto no parecía grave, pero no pude menos que pensar que, por favor, no, por nada del mundo, que no le pasara nada terrible a aquella hermosa mujer que ocupaba mis pensamientos todo el día. ¿Una contusión craneal? ¿Se habría caído? Pero ¿dónde?, ¿cuándo?… Demasiadas preguntas sin respuesta.
Por suerte, y también para nuestro mayor asombro, Isabelle en persona nos lo contó a Martine y a mí tan sólo al cabo de una hora. Los médicos le habían efectuado una exploración a fondo y no había nada que temer: simplemente, había recibido en la parte trasera de la cabeza un golpe seco que la había dejado sin sentido durante un tiempo difícil de precisar. Ahora, transcurrido un lapso prudencial, la habían trasladado ya a una habitación y parecía encontrarse perfectamente, sólo con algunos restos de dolor cerca de la nuca.
—Pues todo ha sucedido en el priorato hospitalario. Yo no tenía previsto acudir hoy al hotel Saint-Jean, puesto que a las ocho en punto de la mañana tenía que reunirme en la universidad con un químico que ha analizado algunas muestras de la galería. Pero anoche había olvidado mi famosa carpeta allí dentro, de modo que tomé la decisión de madrugar para recoger todos mis papeles muy temprano, para no llegar tarde a la cita.
—Habla despacito, Isabelle, no te excites… —la interrumpíamos Martine y yo, que en realidad nos moríamos por saber hasta dónde nos iba a llevar aquella historia.
—De modo que esta mañana me he presentado sobre las siete y cuarto en el antiguo priorato —ella proseguía imperturbable—, pero cuál no ha sido mi sorpresa al darme cuenta, poco antes de entrar en la galería, de que en el interior se oían ruidos y algunas voces más o menos apagadas. Había luz, también, pero no la de los focos, sino procedente de algunas linternas. Realmente, aquello era muy raro…
Martine y yo nos mirábamos sin decir palabra, sobrecogidos por un relato tan prometedor.
—Así es que he seguido adelante y he entrado en la galería. Inmediatamente, una luz se ha dirigido hacia mis ojos y me ha dejado completamente deslumbrada, pero ha sido suficiente para ver a tres o cuatro hombres cuya fisonomía no podría describir, pero que iban vestidos con un mono de faena, todos excepto uno de ellos, que iba más acicalado y sostenía, creo, una cámara fotográfica. Sólo he podido verle la cara un instante, pero sé que me ha resultado familiar. Por su parte, los, digamos, mozos u operarios, visiblemente azorados y sorprendidos, tenían aperos en las manos, algo así como unos picos o tal vez una tranca de hierro, no sé… Lo cierto es que no me han dado tiempo a ver nada más: a los pocos segundos de haber entrado en la galería, he recibido un fuerte golpe en la cabeza, cerca de la nuca, y he quedado sin sentido. Según parece, me ha encontrado tendida en el suelo Philippe Moisant, mi compañero arqueólogo de la investigación, que habrá sido el primero en llegar tras la fuga de mis agresores. Él ha sido quien ha llamado inmediatamente a una ambulancia, que me ha traído hasta aquí… Y esto es todo lo que sé…
—¡Cielos! Podían haberte hecho mucho daño —dijo Martine en un suspiro.
—Ya ves, al final no habrá sido nada de importancia…
Sin pérdida de tiempo, el modesto ordenador de mi cabeza se había disparado ya, mientras Isabelle terminaba su relato. ¿Qué significaba todo aquello? Varias palabras aparecían en mi mente como si estuvieran escritas en un color rojo llamativo: madrugada, linternas, operarios, aperos, fotógrafo, contrariedad, sorpresa… y un golpe seco en la nuca de la intrusa, de aquella mujer que se había presentado sin que nadie la estuviera esperando.
Primera conclusión detectivesca, por lo demás obvia: quienes habían entrado en la galería no estaban autorizados a estar allí, habían irrumpido en la misma de una forma manifiestamente ilícita y no habían tenido tiempo de terminar su labor, fuese la que fuese. Isabelle les había sorprendido en plena faena y había corrido por ello un grave peligro… Esas personas desconocidas no tenían escrúpulos y no habían reparado en usar la violencia para evitar ser reconocidas y poder largarse de inmediato. ¿Pero qué buscaban, exactamente? ¿Qué hacían allí, de madrugada? ¿Cómo consiguieron entrar?
En esas reflexiones estaba cuando entró en la habitación Philippe Moisant, con su revoltoso mechón sobre la frente. Se encontraba visiblemente desazonado y venía a preguntar por el estado de salud de Isabelle. Se tranquilizó al saber que no había sucedido nada grave. Apenas le estábamos contando lo que había ocurrido cuando se presentaron dos agentes de policía vestidos de paisano que nos echaron miserablemente de la habitación, porque deseaban interrogar a solas a la víctima de la agresión. Estuvieron dentro casi una hora, preguntando y tomando notas sin cesar. Después se fueron sin decir esa boca es mía.
Isabelle parecía fatigada y finalmente acabó por dormirse. De modo que Martine y yo nos despedimos de Philippe dándole las gracias por su reacción y su interés y nos fuimos un rato a la cafetería, a tomarnos ese café con leche que el susto nos había escamoteado a los dos. Después yo hablé por teléfono con el jefe de policía, al que conocía sobradamente por mi oficio, y me dijo que ellos no pensaban emitir comunicado alguno acerca de aquel incidente, en parte por sus leves efectos y en parte porque les convenía ganar algunas horas útiles para la investigación, que ya se había puesto en marcha. Y así fue, en efecto, puesto que, a juzgar por el mutismo de la prensa del día siguiente, yo había sido el único periodista que se había enterado del percance.
Por la tarde, ya en su domicilio, Isabelle, Martine y yo estuvimos dándole vueltas al asunto. Así, y no precisamente por la puerta grande, había logrado yo colarme por fin en su casa, un objetivo que, debo confesarlo, figuraba por entonces como algo preferente para mí. Se trataba de un ático no muy grande, con parqué en el suelo y las paredes pintadas con tonos luminosos y claros, y decorado con el exquisito gusto que yo ya suponía en su dueña. Los tres llegamos pronto a una conclusión que se nos antojaba evidente: alguien estaba interesado o bien en robar algo de la galería —¿y qué podía ser «algo», si no los presuntos restos del conde tolosano?—, o bien en sacar algún tipo de información —la cámara fotográfica ratificaba esa razonable presunción—, con el objetivo de explotarla después del modo que se considerase pertinente.
Rápidamente pensamos en algún grupo organizado de ladrones de tesoros vinculados al mundo de las antigüedades de lujo o en el posible interés de algún medio informativo sin escrúpulos que estuviera dispuesto a publicar la primicia antes de lo que habían previsto los descubridores de la galería. Pero, claro, en ambos casos tenía que haber lógicamente un traidor: alguien tenía que haber puesto en antecedentes a los ladrones o a los compradores acerca de una información cuyo secreto había sido tan celosamente guardado hasta entonces. Y ese «alguien», que sin duda habría cobrado una pasta gansa por dar la voz, podía haber facilitado asimismo a aquellos desaprensivos el acceso al lugar de los hechos…
A la mañana siguiente, Isabelle y yo acudimos a la comisaría, puesto que así se lo había pedido a ella el agente que llevaba la investigación. Con la mayor discreción, le mostraron un gran número de fotografías, pero al principio la aproximación parecía demasiado burda para dar algún resultado positivo. Al rato, y tras haber cotejado con los policías nuestras respectivas sospechas, la búsqueda se hizo mucho más precisa y acabó en el repaso de un montón de caras presuntamente honorables que jamás habrían sospechado que pudieran hallarse en los oscuros archivos de la policía.
Sin embargo, la búsqueda no dio ese día el resultado apetecido. Habría que seguir investigando…