IV

AQUELLA noche Paulos estuvo siguiendo al cometa en su viaje. Asomaba por el Nordeste, y se remontaba por encima de la luna nueva, describiendo una larga curva, dirigiéndose hacia el Sur. Más de dos horas tardó en pasar de orto a ocaso, ante la mirada admirativa de Paulos. Era como un gigantesco diamante, y la cola la abría poco, tirando a azulada, larga, y desprendiéndose de ella de vez en cuando luces como estrellas fugaces, que caían más allá de los montes. Imaginaba al rey David, pesaroso de su huida, recordándolo en su terraza, mientras contemplaba el cometa. Quizá sacasen de la cama en Camelot a Arturo, para que lo viese. En la ciudad suya, serían todos los que habrían salido a contemplar el cometa, que tan influyente, según Paulos Expectante, el nuevo astrólogo, venía. María habría volado al más alto de los cipreses, cuidando de no despertar los ruiseñores, y se preguntaría qué caminos sentirían en aquel momento sobre su piel los pasos de Paulos. ¿Cómo no había pedido a Milán las palomas mensajeras de los Visconti? Paulos quería tener al mismo tiempo en su mente las mentes de todos, obedientes a su discurrir, diciendo las palabras que imaginaba. Todo sucedía en su presencia, siendo Paulos el único posible nudo de cien hilos diversos, hilos que se hacían uno solo en él, al que daba vida, como sangre en vena, el soñar suyo. Esto era posible mientras, en otro lugar, no hubiese otro soñador, ese soñador contrario que había imaginado más de una vez, cada uno moviendo las piezas de sus sueños como sobre el tablero las suyas los jugadores de ajedrez. Paulos mismo, muchas veces tenía dentro de sí mismo un soñador contrario, destructor de sus planes, entenebrecedor de sus imaginaciones. No, no era un demoníaco negador. El duelo se entablaba entre una creación y otra creación.

Paulos veía pasar un jinete por el puente, y escuchaba el ruido de los cascos del caballo en las piedras de la calzada romana.

—Es don Félix de Hircania, quien pasaba una temporada en Nápoles, abandonando sus deberes familiares, por culpa de una morena que se llama donna Fiammetta, y su mujer legítima mandó un criado griego, muy en secreto, con un espejo, que dejó en el dormitorio de la Fiammetta, y cuando los amantes se fueron a contemplar, mejilla contra mejilla, en vez de la amorosa pareja apareció en el espejo la que ya dije, legítima de don Félix, amamantando a un niño, que era el principillo que naciera cuando ya don Félix andaba por Nápoles dándole gusto al cuerpo. Donna Fiammetta, con súbito arrepentimiento, se fue para una abadía muy rigurosa, con monjas de cuatro apellidos, que duermen en columpio, y la que se cae se rompe algo, y la mandan a su casa, diciendo que la suspendieron en reválida. Y don Félix compró el mejor caballo del reame, que era el del inquisidor de los Simples, esos que como les dé la herejía la sostienen tercos, y en público, que en su tontez no saben salir del asunto. Y es en ese caballo en el que puede decirse que vuela a Hircania, donde lo esperan felices y paternales días.

—Eso imaginaban don Félix y los que lo conocen, pero a la salida del puente le salió de entre los negrillos uno con espada, le acertó en el cuello, y don Félix cayó al suelo sin decir ni un ay.

—Yo lo veo entrando en Hircania, por el camino que va entre rosales.

—Muerto está, relincha el caballo, salen de la taberna unos bebedores de sábado con linternas…

Paulos transigía.

—Sería un asesino a sueldo de los barones de Caleta Gattinara, hermanos de donna Fiammetta, todos tuertos…

Paulos ya imaginaba la familia, queriendo lavar a Fiammetta de la mancha con que la dejaba Félix el traidor, que se había hecho pasar por soltero. Sí, todos tuertos, con la cabeza siempre baja para que se les notase menos.

—No. Era la masajista de donna Fiammetta, que se había aficionado al cuerpo de la napolitana, y ahora con la entrada en la abadía se le había acabado el gusto del sobeo, además de perder el sueldo. Con masajear a toda la aristocracia napolitana se había musculado, y no había quién resistiese su estocada.

Y si Paulos aceptaba la muerte, se disponía a contar el entierro de don Félix, y acudían sus parientes de Hircania a hacerse cargo del cuerpo, que el consulado de la ciudad cuidara de guardar, vestido como iba, en una barrica de ron de Jamaica, salía el soñador contrario diciendo que los bebedores de sábado, y daba los nombres, leía la lista de testigos, que pasaban levantando las linternas para que se les viese el rostro, cuando se acercaron a verle el suyo a don Félix retrocedieron siete pasos, que se lo hallaron comido de la lepra, o azul de la nueva peste…

Y así durante varios días con sus noches se estaban batiendo uno contra otro las imaginaciones suyas, hasta que le salía un nuevo personaje, y abandonaba a don Félix de Hircania en el bosque de las historias del tiempo pasado.

Otra era la dificultad lógica, que Paulos, montado su invención, quería que todo cuadrase, más y mejor aun que en la vida real, y a veces no daba salido de un asunto, se le embrollaron los pasos de la función, por si la entrevista era en un salón, o un encuentro en una esquina, en la calle, y si la mujer estaba en la ventana, o entraba en un portal, como huyendo de algo. Se impacientaba, y en una cita de amor, cuyos datos no encajaban, terminaba por dar muerte repentina a la prójima, o moría él, o quedaba manco, y se retiraba, triste, que esta figura le salía muy bien.

Pero, mal que bien, con su contrario interior, que era un inventor más desgarrado y cruel, con humor negro, terminaba concertándose en un punto, aquel que correspondía a sus apetitos, que era uno solo, el apetito de Paulos, y por ende su veracidad humana. Lo peor sería encontrarse con un soñador lejano, que manejase invenciones contrarias, que tomasen cuerpo frente a las suyas, con terceras personas que desconocía, y otros intereses. ¿Se le habría ocurrido a alguien que había un rey, un túzaro sombrío y esquelético, que afirmaba no descansar hasta que fuesen suyas todas las ciudades con puente? Si lo soñaba otro que no fuese él, ¿cómo podría Paulos llevarlo a la llanura surcada por un gran río, y ponerlo en el medio y medio de una gran polvareda, si el otro lo estaba soñando en el puerto de la Selva, comiendo unas castañas crudas, que sacaba del erizo, hábil con los dos pies, un criado suyo, jorobeta?

—¿Crees que se darán estas coincidencias?… —le preguntaba al cráneo del pointer Mistral.

El caballo se aburría de la charla de Paulos con el pointer Mistral, y se pasaba el día cuando tosiendo, cuando estornudando, y no dormía, porque le faltaba el olor de la bodega de su amo, y la falta de sueño le quitaba el apetito. Amurriado, se frotaba contra lo que quedaba de la cancilla del atrio. Si Paulos lo soltase, el caballo se iría solo, con su trote corto, a su cuadra, al lado de la bodega donde su amo trasegaba los tintos. Paulos golpeó la barrica que para recoger el agua de lluvia tenía Fagildo en la gotera del porche de la ermita, como recordaba haber visto golpear las suyas al bodeguero, y el caballo levantó las orejas y enarcó la cola, por el reflejo del recuerdo. ¡Hay vidas que solamente consisten en algo como esto!

El rey acaparador de ciudades con puente, aceptando lo de aparecer en el llano surcado por un ancho río con una gran polvareda, no había decidido aún si la nube de polvo lo precedía, hija de un viento aliado suyo, o lo seguía, levantada por la impaciente caballería. Exigía, eso sí, que el polvo fuese dorado, y que desde cualquier parte del escenario se viese bien su cabeza. Paulos, escondido tras una cortina en el salón de consejos, lo escuchaba discutir con los generales.

—¡Nada de mapas, Belisario! ¿Cómo se sabe si una tierra es dura o blanda? ¡Pisándola! El mapa no da si en el prado a la izquierda se hunden los caballos hasta el corvejón. Esto se averigua por las descubiertas. Se llega al campo de batalla con dos días de anticipación, se le echa una ojeada desde la colina más avanzada, y en la noche se mandan dos patrullas a pisar el terreno. La ciencia militar consiste en las descubiertas y en el flanqueo.

—El río es muy ancho y profundo.

—¿No tenemos los puentes desmontados de las ciudades conquistadas, las piedras numeradas?

Invitó a Belisario a beber de su jarrilla de blanco, y después lo hizo él, a ruidosos sorbos, con mucho sosiego.

—¡No se impacienten los estrategas! ¡Buenas noches!

Y habiéndole llenado el ayudante de nuevo la jarrilla, se fue con ella en la mano a banderas, porque en tiempo de guerra le gustaba dormir allí, en un catre, debajo de la panoplia gótica.

Paulos corría en la noche, envuelto en su capa, en medio de un gran temporal de lluvia y de viento. Dejaba un atajo por otro, evitaba las centinelas de las encrucijadas, atravesó a nado dos ríos, vio el mar, se desprendió como de los brazos de un pulpo de un canto de sirena que le llegaba de unas rocas próximas, y al fin, al amanecer se encontró ante la casa del inglés de los puzzles.

—Las piedras —le explicaba Paulos— están correctamente numeradas, por hiladas, y si las colocan los canteros por orden, sale un puente. Yo vengo a pedirle, mister Grig, que usted haga que, en vez de un puente, a los canteros del rey les salga el laberinto.

—¡Laberinto no hubo ni hay más que uno! ¡Yo lo he reconstruido con madera de cajas de cerillas!

—¿Cuántos días necesitaría para cambiar la numeración de las piedras?

—Para lograr el laberinto, entiéndeme bien, con mayúsculas, el LABERINTO, dos años.

—¡Es cuestión de días!

Mister Grig paseaba la pilosa mano derecha por el rostro, meditando.

—Puedo hacerte algo más sencillo, y para el vulgo muy espectacular.

—¿Qué cosa?

—Una torre, con una pista exterior, la torre maciza. La pista, en espiral, remata a una altura equivalente a los dos tercios de la longitud de los puentes. Es un juego que saqué del problema de la braquistócrona o curva de la bajada más corta, célebre desde mi paisano Newton y los hermanos Bernouilli. Ese rey enemigo tuyo se mete en la pista, cabalga, y cuando menos lo piensa, ha llegado a lo alto, y salta en el vacío. Para que el salto sea más impetuoso, puedo poner, donde termina la pista, un tapiz que imite un prado en el Yorkshire, cercado de madera. El rey cae, y tú y yo aplaudimos desde el tejado más próximo.

—¿Y la polvareda dorada?

—¡Eso facilita el engaño, que el rey va en ella, sin ver dónde pisa!

Si hubiese caído antes en ello Paulos, no le habría hecho falta solicitar a David ni a Arturo, ni acudir ahora al despacho de Julio César, con quien tenía audiencia aquella misma tarde.

Paulos de vez en cuando soñaba con bolsas llenas de oro, que las encontraba perdidas, o se las entregaban misteriosos amigos, que pasaban nocturnos, o le pedían escondite, que Paulos les concedía en la gran caja del reloj. Contando las monedas que cubrían los gastos del inglés de los puzzles, se quedó dormido sobre los helechos. Alguien por él seguía contando, porque percibía claramente el chinchar de las monedas, que el inglés aceptaba la ley por el canto, en la pequeña y cuadrada piedra de mármol. Mientras el sustituto suyo desconocido seguía contando el pago del inglés, Paulos salió para el Yorkshire a buscar dos vacas de allá, marrón y blanco, para dar más verosimilitud al prado del tapiz, que colocarían en lo alto de la torre.

El rey Asad de Tiro no sabía muy bien por qué le había venido aquel otoño el antojo de copar todas las ciudades con puente bajo su corona. Lo que le gustaba, en los otoños, era andar por las bodegas de su país vigilando cómo iba la hervidura del vino, y las salmueras de la cecina vacuna, con las primeras heladas. Por el San Glicinio —que vale por el San Martín nuestro—, Asad II asistía a la esmielga en las colmenas de la montaña, y a las ferias, en las que los propietarios de rebaños completaban los que iban a llevar a los pastos de invierno, a los pastizales del sur, o a los vecinos de la marina. Conocido su amor por el violín, acudían a las susodichas ferias violinistas magiares e italianos, a los que el rey subvencionaba conciertos. Algunos años, el rey Asad, que pasaba por inconstante, expulsaba a los violinistas y se quedaba con una bailarina, con la que se refugiaba en una sala de su palacio, bien guardadas las puertas, y todas las chimeneas encendidas. Asad, en paños menores, se distraía viendo a la bailarina mimar la danza de los siete velos, y cuando la niña se desprendía del último, el rey siempre rompía algo, los cristales de una ventana, o una jarra de vino, o una silla, lo que le producía un inmenso placer. La bailarina se echaba en los almohadones, rellenos con pelo de cola de zorro, pero el rey no le hacía caso, ni una mirada se le iba a aquel cuerpo hermoso, con la piel blanca, o dorada, o morenita, que toda su atención la ponía en seguir reduciendo a migas los trozos de la jarra rota, o mordiendo, con sus poderosos dientes, las patas de la silla chipendale, y escupiendo los trozos contra los espejos, que fracasaban ruidosos. Pero este otoño caminaba distraído, sin gusto por las obligaciones tradicionales, asqueando la miel, quedando a deber la bailarina, de la que no hacía caso, ni de las reclamaciones de la tía de esta, que ofrecía traer una sobrina más gordita, y lo más de su tiempo pasándolo en reuniones con los estrategas, quienes discutían la situación de las reservas, según el modelo de la batalla de Cannas, si en el centro, o en la izquierda, que era el ala fortalecida para el movimiento envolvente.

Atribuía Asad II Tirónida su obsesión por las ciudades con puente a un sueño que había tenido tras una cena con jabalí asado, y de postre ranas con higos, a la moda de Constantinopla, las últimas ranas de verano, cazadas cuando maduran los postreros higos, en el borde mismo del otoño. El rey soñó que salía de paseo, por aligerar el vientre, y quería hacerlo en la otra orilla de su río, que ya era del Imperio. Y anduvo media legua por la orilla propia, y no encontró lancha en que cruzar el río, y se dijo que si tuviese puente, no habría problema. Y desde ese día, a todas horas andaba con puentes en la chencha, imaginando que hacía uno aquí y otro más arriba, y otro en la confluencia con el Tigris. Mandaba pedir láminas de puentes, y todos le parecían buenos, con tal de que tuviesen por lo menos cinco arcos, lo mismo el de Orense que el de Verona, o uno de París.

—¡No los venden! —le dijo una tarde, en consejo, su ministro de Comunicaciones.

—¡Pues se imitan! —gritó Asad II.

—¡No hay cónquibus! —advirtió el ministro de Finanzas, frotando las yemas de los dedos pulgar e índice de la derecha.

—¡Pues me hago ladrón de puentes! —afirmó Asad, poniéndose la mitra persa, que le venía el derecho por parte de madre.

Por las mañanas, al despertar, que lo tenía muy malo —y ya su mujer, previsora, se echaba hacia una esquina del lecho, evitando las patadas, que Asad era muy militar y se metía en la cama con espuelas—, el rey intentaba quitarse del magín los puentes, que el sueño de ellos le cargaba más aparente y recio en las madrugadas, pero no podía. Como si fuesen dos Asad II, el uno soñando con puentes, y el otro queriendo volver a violinistas y bailarinas. Los soñadores contrarios, tesis que a veces dilucidaba Paulos.

Y fue así cómo el rey Asad salió a la guerra, y se aproximaba a la llanura cruzada por un río en la que iba a derrotar los ejércitos que defendían las ciudades con puente que caían al Sur, y además a ensayar a sus ingenieros en tender dos de los puentes ya conquistados, y desmontados piedra por piedra, numeradas estas y por orden alfabético las hiladas, formando un puente único por el que aparecería, envuelto en una polvareda dorada, ante David, Arturo y Julio César.

Paulos, a la salida del sol, sobre las colinas de levante veía como llamas en el cielo la cresta de la polvareda que precedía a Asad, que al fin se había decidido que así fuese, el rey tras el polvo de oro, asomando la cabeza, y en la tiara una especie de semáforo, que daba luz roja o luz verde según dos esclavos turcos de guardia tirasen de la cuerda de la derecha o de la cuerda de la izquierda.

La reina Zenobia quedaba en la solana desplumando una gallina, que la había de poner en pepitoria cuando regresase, con todos los puentes del mundo, el rey Asad.

—¡Mejor sería que le diese por pisar de nuevo el dormitorio! —comentaba la reina con sus íntimas, que iban a hacerle compañía en ausencia del rey.