XVIII

No habíamos perdido tiempo. Después de una breve descripción de lo ocurrido a mis compañeros, nos encontrábamos en el coche de camino a Venecia. En este momento disponíamos de casi dos días para descubrir quién iba a ser la siguiente víctima e intentar impedir su muerte. El peso de las agujas del reloj volvió a caer sobre nosotros.

—No me puedo creer que nos estén utilizando.

—A mí me parece lógico Eduardo. Ellos nos utilizan y nosotros nos aprovechamos de la información que nos proporcionan. Se llama «Quid Pro Quo» y es muy frecuente en este tipo de situaciones.

—Lo sé Emma pero es que no lo entiendo. Si Vicente dice que Tom debía de ser del gobierno…

—¿Estás seguro Vicente?

—¡Claro que no estoy seguro! Ya os he dicho que es la impresión que me dio aunque no tengo mucha experiencia en el tema.

Eduardo no dejaba de refunfuñar.

—No lo entiendo, si son del gobierno ¿Por qué tenemos que actuar a escondidas? ¿Por qué no podemos colaborar directamente con ellos?

—Ya os dije que quien estuvo conmigo, no estaba de acuerdo en que siguiéramos el caso. Simplemente seguía órdenes y al principio no parecía nada contento.

—Sí, ya. Hablaste con Tom que sigue órdenes de Tom que a su vez…

—¡Relájate Eduardo! Vicente sólo nos ha contado lo que ocurrió. No podemos pedirle más.

—Ya sé que él no tiene la culpa de nada; es que no lo entiendo.

—Al menos sabemos a dónde vamos.

—…

De Milano a Venecia, había casi trescientos kilómetros. Mis compañeros siguieron haciendo conjeturas sobre Tom durante todo el trayecto mientras yo me limité a permanecer en silencio sentado en la parte de atrás. Únicamente pensaba en la fuerza de las casualidades y la planificación de las mismas. El destino tenía una forma muy curiosa de manifestarse pero ¿somos nosotros quienes marcamos nuestro destino? Quizás sólo seamos una insignificante pieza de un domino que siempre finaliza con el inevitable encaro con la muerte.

Acabábamos de pasar Padova y un cartel en la autovía indicaba veintiocho kilómetros hasta Venecia. Hacía mucho tiempo que deseaba visitar esta ciudad. Ya había estado en Roma, Nápoles y Florencia aunque bajo otras circunstancias. Los motivos que me trajeron hasta aquí eran tan tristes como siniestros y sólo conllevarían a oscurecer la brillantez de Venecia. Ciudad de artistas y mercaderes. Reyes y plebeyos, todos conviviendo bajo el mismo techo de majestuosidad que en tantos textos había sido reflejada.

¿Por qué estábamos aquí? ¿Por qué «Zeus» eligió una ruta tan singular? Uno de los terroristas había muerto pero a pesar de ello su plan parecía seguir en marcha. ¿Nos utilizaba como a unos simples títeres? ¿Formábamos parte de su plan?, ¿o simplemente nos habíamos colado en una mal orquestada pantomima?

—Vicente. Ya falta poco por llegar. ¿Tienes alguna idea que nos indique por dónde empezar?

—No se Eduardo. Como el dinero no es problema, busquemos un hotel lo más céntrico posible.

—De acuerdo; eso está hecho.

—¡Ah! Y que tenga Internet por favor. Me gustaría documentarme sobre algunas cosas.

—¿Crees que conseguiremos averiguar la identidad del siguiente objetivo?

—No lo sé… Creo que las víctimas tienen más en común que el pecado que representan.

—¿Cómo?

—Lo que oyes. Piensa en todos los asesinatos. Las víctimas fueron sorprendidas pero existen indicios de que «Zeus» y ellos tenían una relación más compleja que un simple encuentro fortuito.

—A mi también se me pasó por la cabeza. De hecho, me resulto muy raro que Philippe hubiera llegado mucho antes y que no lo hubiera asesinado de inmediato. Significa que Samir llevaba con él desde el principio y sólo hay dos posibles explicaciones.

—Te escuchamos.

—La primera podría ser que Samir lo mantuviera vivo usándolo como rehén.

—Si era el cuarto día ¿por qué esperar tanto para matarle? ¿Por qué arriesgarse a ser capturado?

—¡Exacto! La segunda explicación sería que ya se conocían. Samir no fue un intruso sino un invitado.

—Eso mismo pienso yo Eduardo.

Emma no pronunciaba ni una palabra. Me fijé en el retrovisor y enseguida me di cuenta de que se había puesto roja y respiraba con dificultad. Sus manos temblaban al volante y noté que el coche iba cada vez más rápido.

—¿Te encuentras bien Emma?

—¡Lo cierto es que no! Si todo lo que decís es verdad, significaría que mi padre también conocía a esos asesinos y no sólo eso; también formaba parte de su plan.

—No quiero ser desagradable pero un millón de euros no caen del cielo. ¿No te parece? Es un dato que resulta bastante obvio y creía que ya te lo habrías imaginado.

—Debí hacerlo pero… no quería.

*

Dejamos el coche en el aparcamiento de la plaza de Roma, entre la estación del ferrocarril y la estación marítima. Caminamos hacia un muelle próximo al gran canal, donde cogimos una lancha taxi. Pronto atravesábamos las mansas aguas dirigiéndonos hacia el corazón de la ciudad milenaria. Las fachadas de los edificios pegados al agua, creaban un halo de romanticismo, misterioso y excitante. Las pequeñas ventanas de madera, con la pintura desconchada por la humedad y el oxido devorando sus envejecidas bisagras, ocultaron generaciones de miradas curiosas y caricias de noches apasionadas. Tejados rojizos, mustios por el paso del tiempo, ensombrecidos por unas pocas torretas que parecían campanarios de arquitectura románica. Palos de madera emergían de las aguas por las orillas, algunos pintados de color blanco y negro mientras otros no. La arquitectura y el modo de vida que transcurría ante mis ojos, permanecía intacta desde hace más de quinientos años y sus estrechas calles, conducían a un sinfín de laberintos que siempre despertaban sentimientos de caballerosidad y romanticismo.

No podía excluir a la hermosa Emma de este indescriptible cuadro con múltiples colores. El día nublado, ocultaba la cálida luz del sol pero a pesar de todo, ella brillaba entre las pequeñas olas del canal provocadas por góndolas y autobuses flotantes que surcaban las aguas incesantemente. Una tímida sonrisa apareció en mi boca pero Emma no se daba cuenta de la forma en que la miraba. ¿Y cómo iba a hacerlo? Al fin y al cabo… sólo era un pobre cura de pueblo.

No tardamos en llegar al fin del gran canal y apareció ante nosotros el Palacio Ducal. Supongo que la palabra palacio se quedaba corta para describir una maravilla de tal esplendor. Se dice que según la posición del sol va cambiando de color blanco a un color rosáceo y que ese efecto luminoso, llega a reflejarse en el agua, creando un espectáculo natural que al fundirse con su entorno resulta indescriptible.

—Bueno chicos, ya hemos llegado. Opino que lo primero que hay que hacer es buscar un hotel donde alojarnos y luego echaremos un vistazo por los alrededores. ¿Qué me decís?

—A mi me parece bien ¿y a ti Eduardo?

—Claro… ¿Por qué no?

—Ahora que lo pienso, yo buscaré el hotel. Vosotros dos será mejor que empecéis con la investigación. Si surge algún imprevisto hablamos por teléfono.

—¿Y qué hacemos con las maletas?

—Pues… que cada uno cargue con la suya.

—Buena observación Vicente; lo dicho, os llamaré.

Emma se alejaba arrastrando su maleta mientras nosotros aún bajábamos las nuestras del taxi. Menos mal que ahora las fabrican con ruedas porque si esto hubiera ocurrido hace veinte años, nos hubiéramos lastimado la espalda cargando con ellas.

—Te has dado cuenta que a «Zeus» le gustan las localidades con contenido histórico.

—Ya me había dado cuenta Eduardo pero también piensa en esto ¿Qué ciudad del viejo continente no tiene algún que otro legado histórico?

—Tienes razón.

—Si lo piensas, no somos conscientes de toda la historia que nos rodea. Vivimos en casas centenarias y compramos en mercados protegidos por antiguos pero obsoletos muros romanos. Comemos en restaurantes con vistas a palacios y algunas veces incluso dentro de ellos pero siempre sin darnos cuenta de importancia de los lugares que frecuentamos.

*

Las palomas de la plaza de San Marcos, permanecían impasibles al paso de los visitantes. Sólo de vez en cuando se abalanzaban sobre las personas reclamando alguna migaja de pan desesperadamente. De la misma manera fluye la vida entre nosotros. Caminamos día tras día entre rutinarios sucesos hasta que de repente un día todo cambia por un acto de desesperación.

—Vamos Vicente. Piensa en el siguiente paso. Yo puedo sacar conclusiones sobre hechos consumados pero no soy muy bueno interpretando señales.

—Me temo que nos encontramos en un callejón sin salida. No se me ocurre nada. Imagínate por un momento que no tuviéramos que realizar ninguna interpretación ni sacar conclusiones de objetos e inscripciones ¿cuál sería el siguiente paso más lógico?

—De acuerdo. Olvidémonos de pecados, Dante y todo lo demás.

—¡Lo olvidamos!

—Según las pistas dejadas por «Zeus» y contrastadas con Tom, hemos llegado a la ciudad correcta.

—Hasta aquí bien.

—Falta averiguar la identidad de la siguiente víctima y donde vive.

—¿Y cómo llegamos a esa conclusión?

Eduardo agachó la cabeza y empezó a rascarse el pelo con la mano izquierda. Sacó su bolígrafo del bolsillo y empezó a caminar haciendo círculos a mi alrededor. No sólo empezó a marearme sino que también espantaba a las palomas que merodeaban cerca de nosotros.

—¡Un momento! Tom, ya había deducido que el siguiente asesinato ocurriría aquí. Es muy probable que tenga otras fuentes de información pero aún así, llega a las mismas conclusiones que nosotros.

—Todos los caminos conducen a Roma.

—¡Exacto!

—Cuando hablamos, me dijo que nos utilizaban para contrastar información.

—Muy bien Vicente. Lo que significa que ahora nosotros podemos hacer lo mismo.

—¡Claro! Debemos seguirle. Él nos conducirá hacia el siguiente objetivo de «Zeus» y de esa manera quizás podamos evitar el asesinato.

—Ahora sólo nos falta encontrar a Tom.

—Me temo que no va a ser una tarea fácil.

—Vamos Vicente, piensa. ¿Cuál fue la última pista que te reveló Tom?

—Me dijo que Neptuno y Marte se encontraban en el palacio Ducal. Justo donde nosotros estamos.

—Sabiendo eso, es más que probable que se acerque a contemplar la pista que ha descifrado y que con tanta generosidad te ha entregado.

—¡Cierto! El orgullo.

—Sólo es una posibilidad pero en este momento es lo único que se me ocurre.

Seguimos paseando por la plaza esperando que Emma volviera. Nos acercamos al puente de los suspiros que se encontraba muy cerca de donde estábamos. No sería tarea fácil echarle un vistazo ya que el único acceso al puente era desde el interior del palacio Ducal y conducía a la antigua prisión de la ciudad. Quizás podríamos verlo de refilón en alguna esquina.

—A veces Vicente, envidio tu pasión por la historia. Debe de ser muy bonito poder relacionar objetos y lugares tan hermosos con situaciones y vivencias de personas. Por ejemplo ¿cuántas parejas enamoradas se habrán besado por primera vez en este puente y suspiraron de emoción?

—¡Hombre! No quiero fastidiarte el momento pero el puente de los suspiros no se llama así por esa razón.

—¿No? ¿Por qué se llama así entonces?

—Por aquí pasaban los prisioneros del estado veneciano tras un juicio… mmm… rápido y suspiraban porque era la última vez que contemplarían el cielo azul ya que el edificio que está justo enfrente de nosotros es la antigua prisión. No se trataba de un suspiro romántico sino más bien de amargura.

—Eso me pasa por hablar.

—Otra historia interesante es que aquí habían encarcelado el famoso Casanova.

—Creía que había muerto en la República Checa.

—¡Y así fue! Consiguió escaparse junto con un monje.

—¿Por qué fue encarcelado?

—Le cogieron practicando una orgía junto a personas influyentes de esa época. Bueno, influyentes y espirituales, tú ya me entiendes.

—Te entiendo. Jajaja.

Eduardo empezó a reírse de una forma muy pícara. No estaba acostumbrado a verle tan relajado y hablando de cosas sin ninguna relación con el trabajo. Detrás de la fachada de tipo duro, se escondía un hombre ilusionado por la vida y además bastante gracioso.

—Ring, ring…

—Es Emma, veamos que ha conseguido… ¡Dime!

Dejamos atrás el puente de los suspiros y nos dirigimos de vuelta a la plaza.

—Nos está esperando justo en el lugar que nos separamos.

—Mejor. Así no perderemos tiempo buscándola.

El día acababa y yo veía a Emma tan guapa como siempre. Daba la sensación de que ni el ajetreo de los trayectos en coche ni el mal sufrido durante estos días, mermaba el brillo de su rostro. Me temo que me estaba enamorando y eso sí que entraba en serio conflicto con mis creencias.

—¿Por qué me miras de esa manera Vicente?

—No es nada… sólo pensaba…

—¡Te has vuelto a vestir la sotana!

—La verdad es que la única ropa de calle que tenía me la he dejado en la lavandería del hotel en Milano.

—No te preocupes tanto Vicente, jajaja. Te sienta muy bien.

—Bueno parejita. ¿Qué hacemos ahora?

El comentario de Eduardo me sonrojó y se me pusieron los pelos de punta. Entonces, Emma me cogió del brazo, lo que me hizo sentir aún más incomodo.

—Qué os parece si nos acercamos a esa cafetería en la plaza y nos tomamos un refresco.

—A mí me parece una idea estupenda. Así te contamos lo que se nos ha ocurrido. Por cierto ¿el hotel está lejos de aquí?

—No mucho ¿Por qué?

—Por las maletas; ya está bien de seguir paseándolas. Así sabremos si debemos arrastrarlas durante mucho más tiempo por la ciudad.

—No te preocupes, se encuentra muy cerca de aquí y os aseguro que os va a encantar.

Nos sentamos en la cafetería y Eduardo se dispuso a explicarle nuestras conclusiones y lo que pensábamos hacer. Mientras, yo volví a distraerme con la gente que paseaba por la plaza. Parecía que no tenían fin, cuando unos se iban otros llegaban y me imagino que así sería durante todo el día. Desde mi posición podía contemplar el campanario de la plaza que en cierto modo me recordaba a un enorme faro. Su estructura de ladrillo y su color anaranjado hacía que destacase aún más el color blanco del arqueado campanario que se sentaba sobre la torre. El tejado de forma piramidal y de color verde esmeralda parecía iluminar las almas de los fieles que venían a visitarlo y por encima de todos nosotros, un Arcángel Gabriel dorado vigilaba a los visitantes.

La oscura noche, iluminada por las luces de la plaza y los farolillos de las góndolas, me hipnotizaba y poco a poco sentía el cansancio del largo día extendiéndose por mi cuerpo. El arrullo de las palomas ya no era tan intenso como lo era durante el día y las bulliciosas risas de la gente se transformaban en discretos cuchicheos. Todos notábamos el cansancio así que decidimos que ya era hora de ir al hotel. El día de mañana se nos presentaba complicado, con una larga vigilancia esperando a que Tom acudiera a una cita que él desconocía. Seguro que habíamos llegado a una conclusión lógica pero eso no significaba que fuese a aparecer. Una vez más, esperábamos tener suerte y que el orgullo tentase a nuestro desapacible colaborador.