XVII

«Toc, toc, toc».

—Ya es hora de levantarse.

«Toc, toc, toc».

—Vamos Vicente; despierta.

«Toc, toc, toc».

Me dolía mucho la cabeza y no sabía qué hora era. Eduardo no dejaba de golpear la puerta con demasiado ahínco por lo que deduje que sería bastante tarde.

«Toc, toc, toc».

—Ya vale; no des más golpes que la cabeza me va a explotar.

—De acuerdo. Te esperamos abajo. Tómate esto, te ayudará.

Por debajo de la puerta me deslizaron una caja aplastada de pastillas. Debían ser para el dolor de cabeza y ahora más que nunca me hacían falta.

Después de una ducha templada y un buen afeitado, cogí mi única ropa de calle, la coloque en una cesta que había en el cuarto de baño y rellené un formulario para que el servicio de lavandería del hotel me la lavara. Las instrucciones del «benefactor» eran claras; debía acudir al encuentro con ropa de faena que claramente significaba que debía volver a vestir la sotana.

*

—Ya era hora Vicente.

—¿Por qué tanta prisa? No son más que las diez.

—Debemos coger el metro e ir al Duomo.

—No hemos quedado en que iría solo.

—Y así será. Nosotros sólo iremos a tomar un café contigo, ojear la catedral y volveremos al hotel.

A pesar de la aclaración de Eduardo sabía que permanecerían por los alrededores vigilándome en vez de regresar al hotel. No quería discutir con ellos aunque no estaba de acuerdo con la decisión que habían tomado… la cabeza me dolía demasiado para manifestar matutinas discrepancias.

—Por lo que veo no tengo otra alternativa así que ya veremos lo que ocurre.

Nos dirigimos hacia la estación central y cogimos el metro. Tardamos menos de diez minutos en llegar a nuestra parada y eso que el metro estaba abarrotado. La gente entraba y salía sin parar mientras nosotros nos acercábamos hacia la salida. El contraste entre la luz artificial y los cálidos rayos de sol, me cegó durante un breve instante. Alcé la palma de mi mano y un leve cosquilleo recorrió mi cuerpo.

Me quedé estupefacto. El estilo gótico de la catedral inspiraba un profundo respeto hacia lo divino. La fachada principal tenía el aspecto de una casa con tejado pero de dimensiones extraordinarias. Seis torres atravesaban la fachada, como si de brazos se tratase, que con sus terminaciones de aguja daba la sensación de que los dedos del hombre intentaban tocar el cielo. Cinco puertas bajo sus ventanales recibían, desde hace siglos, los fieles de todo el mundo y la plaza del Duomo abrazaba el conjunto de tan inestimable belleza. Los pájaros, frutas, bestias e insectos esculpidos en la puerta principal, parecían seres vivos procedentes de un relato de leyendas y formaban parte de este lugar desde tiempos remotos.

—Demos una vuelta a su alrededor antes de entrar.

Mis compañeros asintieron y el dolor de cabeza desaparecía por momentos. Ya no me sentía un extraño en mi ropaje. Era increíble lo bien que estaba conservada; se notaba que el gobierno italiano atesoraba con pasión su historia.

—Vamos Vicente, entremos y concluyamos nuestra visita. A lo mejor al informador se le ocurrió lo mismo y no me gustaría que nos viese.

—Vayamos pues.

El interior de la catedral te dejaba con la boca abierta. ¡Todo era tan hermoso! Las enormes columnas que sujetaban esos inalcanzables arcos y las flores blancas dibujadas en el suelo imperecedero ofrecían una sensación de paz y tranquilidad. Las estatuas de nuestro alrededor cobraban vida en tan majestuoso lugar y pasaban a formar parte del vaivén de la gente entremezclándose con la multitud.

—Subimos al tejado, damos un breve paseo y nos vamos.

—¿Podemos subir al tejado?

—¡Sí! Y ya que estamos aquí; no veo por qué perder la oportunidad.

—La verdad es que a mí también me apetece echar un vistazo. ¿Y a ti Emma?

—Claro… ¿Por qué no?

Para subir, había dos opciones; por las escaleras o por un ascensor que habían instalado no hace mucho. Ambas opciones resultaban bastante desagradables para mí. El cansancio, la resaca y mi claustrofobia, no formaban una buena combinación. Sopesé las opciones y deduje que en el ascensor sólo tenía que morderme los labios durante un minuto o menos mientras por las estrechas escaleras debía enfrentarme a todo lo anterior. Escoger la primera opción parecía la elección más lógica.

—No te preocupes Vicente, yo te ayudaré a subir en el ascensor.

Emma me cogió de la mano mientras yo apretaba con fuerza la mandíbula. Cerré los ojos e intenté no temblar al entrar.

—Sólo un momento más; ya casi hemos llegado.

—Gracias Emma.

Las vistas eran maravillosas. Mereció la pena el ratito de penuria. La ciudad entera yacía bajo nuestros pies y el inmenso cielo azul, nos elevaba por encima de lo mundano. El Duomo de Milano, era una de las poquísimas catedrales que te brindan la oportunidad de pasear por su tejado y contemplar los imparables siglos de historia y cultura que nos rodeaba.

—Lamento aguarte la fiesta pero debemos marcharnos.

—¡Sí! Ya podemos bajar.

—Sólo tienes que hacer un pequeño esfuerzo más en el ascensor.

—Te lo agradezco. No lo hubiera conseguido sin ti.

—Jajaja. Tampoco es para tanto.

Era casi la hora de comer. El momento perfecto para tomarnos el café que mis compañeros habían planeado y de paso comer un aperitivo. Nos alejamos de la plaza que al estar abarrotada de gente, sería imposible encontrar un sitio donde sentarse.

—Busquemos un sitio por aquí cerca. Pronto serán las tres de la tarde.

Sólo nos habíamos alejado dos calles de la plaza y encontramos un sitio muy pintoresco para sentarnos.

—Vicente ¿estás nervioso?

—Supongo que sí. El problema es que no sé exactamente lo que tengo que hacer.

—No te preocupes. Seguramente el contacto lo tiene todo previsto. Hasta el momento no ha dejado nada al azar.

—Espero que esta vez no sea diferente.

*

Diez minutos antes de la hora prevista, me levanté y me dirigí de vuelta a la plaza donde tenía que encontrarme con nuestro «benefactor». Ya nos había ayudado en ocasiones anteriores y quizás el encuentro de hoy fuera el definitivo. El problema era ¿A dónde debía dirigirme exactamente? Pensaba dar otra vuelta alrededor de la catedral y después visitaría su interior una vez más.

Hacía un día soleado y el termómetro marcaba los treinta grados centígrados. Pasear con la sotana negra, se volvía más agobiante durante estas horas del día. Eran ya las tres en punto o como se especificaba en la nota, las quince horas. Nadie se me acercaba y tampoco sabía lo que hacer, lo mejor sería entrar dentro de la catedral y echar un vistazo.

En la entrada, me detuve unos segundos para volver a mirar esos pájaros y bichos que tanto me llamaron la atención anteriormente. Las estatuas de la entrada me vigilaban y cuando me dispuse a entrar, un mendigo, vestido con un chándal con capucha que le cubría la cara, se me acercó.

—Por favor Padre… ¿me da una moneda? Una limosna por favor y que Dios le bendiga.

—Claro hijo mío. Espera un minuto.

Saqué una moneda de dos euros y se la di. No solía ofrecer dinero a los más necesitados sino un bocadillo y un refresco pero esta vez no tenía tiempo de darle algo de comer.

—Muchas gracias Padre.

Entré en la catedral y me volví a fijar en los enormes arcos que cruzaban el techo soportando el tremendo peso de la piedra. Mi mirada bajaba lentamente centrándose en los pasillos laterales buscando algún indicio que me indicase el camino a seguir. De repente, me quedé pensando, volví a salir a la calle rápidamente y me acerqué al mendigo.

—Me has hablado en perfecto español. ¿Cómo sabias que no soy italiano?

—Por la forma que viste Padre. Es mi trabajo saber distinguir detalles en la gente.

—¡Claro! Perdóname hijo mío. No pretendía importunarte.

—No se preocupe Padre Gómez.

Mi sangre se congeló y se me puso la piel de gallina.

—¿Cómo? ¿Cómo sabes mi nombre?

—Porqué no me invita a comer y charlamos. Sea un buen cristiano.

—¿Eres el contacto?

—Vayamos a comer Padre… aunque usted… ya haya comido.

Si sabía eso, seguro que también sabía que Eduardo y Emma estaban cerca de aquí. Bueno, supongo que no importaba, se había puesto en contacto conmigo lo que significaba que no se había molestado por no haber seguido las reglas.

—Conozco un sitio cerca de aquí donde disfrutaremos de suficiente intimidad.

—¿Cómo te llamas?

—Llámame Tom.

—De acuerdo Tom. Tengo muchas preguntas…

—… Me lo imagino pero deberás esperar unos minutos más.

No tardamos en llegar a un restaurante apartado del bullicio y de apariencia discreta. En otras circunstancias ni me habría fijado en él. Entramos dentro y el camarero nos acompañó a una mesa que al parecer la había reservado para la ocasión. Enseguida me di cuenta de que nada era lo que parecía a primera vista.

—Para empezar Padre Gómez, me gustaría que constara que yo no estoy de acuerdo con que os ayudemos.

—Ahora sí que estoy confundido.

—Es muy simple, sólo sigo órdenes.

—Entonces, tú no eres…

—Yo soy Tom. Nada más.

—¿Cómo se llama quien te da las órdenes?

—También se llama Tom.

—No lo entiendo pero supongo que me debo conformar con la respuesta.

—En efecto. Ahora déjeme a mí hacer las preguntas.

—Por supuesto ¿Qué quiere saber?

—Para empezar ¿Cómo conocíais la identidad de la cuarta víctima?

—¿Te refieres a Philippe?

—Déjese de sentimentalismos y detalles sin importancia. ¿Quiere respuestas, o no?

—¡De acuerdo! ¡De acuerdo!

—Entonces, conteste a la pregunta.

—Emma encontró un extracto de un banco suizo. Luego fuimos preguntando de banco en banco.

—¿Eso os condujo a la víctima?

—Eso y un poco de suerte.

Tom se quedó pensativo. Se notaba que mis respuestas no le agradaban demasiado y actuaba con desinterés y frialdad.

—Ahora usted Tom. ¿Por qué nos ayudáis?

—Para contrastar información. Mi jefe piensa que si las pistas que nosotros seguimos coinciden con vuestras conclusiones, significa que vamos por buen camino.

—¿Sólo eso?

—Para usted debería bastar. ¿Acaso no sigue la pista del asesino? ¿No tiene en sus manos toda la información necesaria para continuar interfiriendo en nuestra investigación?

Tenía razón. No importaba los motivos por los que nos ayudaban sino el hecho de que lo estaban haciendo. La incómoda silla de madera, se me clavaba en la espalda y me apretaba el trasero. El interrogador con la indumentaria de mendigo, zarandeaba un pequeño salero de un lado a otro poniéndome aún más nervioso.

—Entonces Padre, dígame. ¿A qué ciudad nos conducen ahora?

—Pensaba que usted me lo diría.

—¿Cómo contrastaríamos información si yo hiciera eso?

Me eché hacia atrás bastante disgustado. Enseguida entendí que sólo éramos una herramienta, un instrumento para conseguir un fin y a pesar de eso, debíamos estar agradecidos. Necesitaba desconectar durante unos segundos. El camarero, sin que nosotros hubiéramos pedido nada, trajo un montón de comida y la colocó sutilmente frente a nosotros. Pan con ajo, macarrones con salsa de tomate y pimientos verdes, unas bolas blancas muy raras y algunas cosas más. Tom dejó el salero y con un tenedor empezó a remover la comida de su plato sin ni siquiera probarla. Levanté la cabeza y me fijé en unas banderas que colgaban en la pared junto a unas lucecitas de diversos colores. Habría dos, o quizás tres decenas de banderas pero no reconocía ninguna.

—¿Tiene más preguntas Padre?

Miré fijamente a nuestro odioso benefactor con cierta apatía. No quise contestarle y me puse a ojear el local haciéndome el pensativo. Las mesas eran pequeñitas y acogedoras. Las sillas, de madera y muy incomodas, igual que la mía. Tom siguió removiendo la comida haciéndola cada vez menos apetecible. Se reclinó hacia atrás, soltó el tenedor sobre la mesa y cruzó sus brazos.

—No soy un hombre muy paciente Padre.

—Deme sólo un minuto. Si quiere mi respuesta tendrá que esperar.

—De acuerdo pero ya le he avisado que la paciencia no es una de mis virtudes.

Me volví a fijar en las banderas que colgaban de las paredes, desviando la vista de las ventanas de madera, cubiertas con unas cutres cortinas blancas de ganchillo. De repente me percaté de que no se trataba de banderas de festivales sino emblemas de ciudades. En la parte inferior de cada una se distinguía con facilidad el nombre de la ciudad que representaban. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?

—Discúlpeme Tom. ¿Puedo echar un vistazo?

—Claro… por eso estoy aquí. Para que usted haga turismo…

Torino, Roma, Bari, Prato, Florencia, Verona y muchas más ciudades pero la que enseguida atrajo mi atención era la bandera de Venecia. Una bandera roja con la representación de un león alado. Parecía demasiado obvio.

—¡Venecia!

—¿Cómo dice Padre?

—Venecia es la siguiente ciudad.

—No juegue a las adivinanzas conmigo. Ya le he dicho que sólo contrastaré la información; no se la proporcionaré.

—La servilleta roja con un león envuelto en ella. Es la bandera de Venecia; no era casualidad.

—¿Y el mensaje?

—De momento no lo sé pero seguro que una vez que lo busque en Internet encontraré la relación.

Volví a sentarme a la mesa con mucha más confianza.

—Parece usted muy seguro.

—Tan seguro que apostaría mi vida.

—Lo malo es que la vida que está en juego no es precisamente la suya.

Me quedé callado. Me había pasado un poco con mi anterior comentario aunque al parecer eso atrajo la atención de Tom.

—Tiene usted razón. No quise decir eso.

—Tranquilo Padre… Tranquilo. Le ahorrare la molestia de buscar en internet.

Tom dejó de mirarme de forma retorcida, rascó su frente con inquietud y arrastró su silla hasta quedarse pegado a mí.

—Siendo un amante de la historia, es posible que haya oído hablar de la escalinata de los gigantes en el palacio Ducal de la plaza de San Marcos, en Venecia.

—Es posible pero en este momento no recuerdo nada al respecto.

—Refrescando su memoria, dicha escalinata recibe su nombre por las dos esculturas que dominan el acceso al segundo piso del palacio. Dos gigantescas esculturas de Marte y Neptuno; una en cada lado.

—¡Entonces no me equivoco, la ciudad es Venecia!

Tom volvió a alejarse de mí lado colocando la silla en su sitio. Con una servilleta de tela se limpió las manos y entonces me miró de una forma muy curiosa. Una irónica sonrisa se le escapó de los labios revelando cierto grado de satisfacción.

—Eso es todo Padre. Recuerde que invita usted aunque por otro lado… la cuenta ya está pagada.

—¡Tom!

—No se preocupe. Seguro que nos volvemos a ver.

Sólo se había alejado unos pocos pasos, cuando de pronto se detuvo bruscamente y se giró hacia mí una vez más.

—Es curioso Padre…

—¿El qué?

—Es curioso como lo antiguo se une con el presente y marca un futuro, ¿no le parece?

Dicho esto, volvió a sonreír y se marchó. No intenté seguirle aunque tampoco hubiera servido de mucho. Sus últimas palabras me desconcertaron ¿se trataba de una pista más a seguir? O simplemente se le había ocurrido en forma de comentario. Por lo menos ya sabía quién nos proporcionaba la ayuda y cuál era su propósito sin mencionar el hecho que la siguiente ciudad había sido confirmada. Debíamos viajar a Venecia.