XIII
Desayunamos a las siete de la mañana y no teníamos ni un minuto que perder. El Banco Independiente de Suiza abría sus puertas a las ocho en punto y nosotros debíamos llegar lo antes posible. Un precipitado sorbo de café me quemó la lengua y el amargo recuerdo de la inesperada aparición del agente Pierre, me fastidió aún más el día.
—¿Qué pensáis que ocurre con el hombre de negro?
Emma se revolvió en su silla sintiéndose inquieta.
—Creo que sigue las mismas pistas que nosotros.
—¿Crees que él también está asociando las víctimas con la obra de Dante Alighieri?
—Lo dudo mucho. Ni siquiera yo sé muy bien como he llegado a esa conclusión. Lo más probable es que esté siguiendo otra clase de pistas y que le conduzcan hacia las mismas conclusiones.
—¿Tú qué opinas Eduardo?
—Opino que no es una mala señal. Ahora sabemos con más seguridad que no nos estamos equivocando. Los servicios secretos no son famosos por cometer muchos errores.
—¡Pero sí por provocarlos!
—¿Por qué dices eso Emma?
—Por nada… ¿No es lo que piensa la gente?
Aún no tenía muy claro de si era una buena o mala señal, pero lo que si sabía con seguridad es que si nos volvíamos a cruzar con el hombre de negro, él no debía darse cuenta de que seguíamos en el caso o mejor dicho, en su caso…
Salimos del hotel y fuimos directos al banco. Cuando llegamos, nos encontramos con las puertas cerradas y la impaciencia comenzó a invadirnos. Igual que un niño clama desesperadamente por la atención de sus padres, nosotros necesitábamos respuestas. La gente, comenzaba perezosamente a acudir a sus puestos de trabajo y la fresca mañana, se alargaba paulatinamente. Un rato más tarde, que a mí me pareció una eternidad, abrieron las puertas y sin que nos diéramos cuenta ya estábamos sentados en la mesa de otro trajeado banquero, portador de una adormilada sonrisa.
—¿En qué puedo ayudaros?
El banquero, un hombre de unos cincuenta años con perilla negra y gafas de pasta blancas, encorvado sobre su mesa y revisando unos documentos con un bolígrafo tipo «BIC», se dirigió a nosotros directamente en español.
—¿Cómo es posible que usted…?
—Un colega mío me llamo ayer y me aviso de su inminente visita.
—Entiendo… Me llamo…
—Por favor señorita Bardy; muéstreme los documentos que trae y también su carnet de identidad.
Emma abrió un pequeño bolso de color marrón que había traído y sacó lo que el banquero le pidió. En su mesa no vi ningún cartel con nombre y al fijarme a mí alrededor, me di cuenta de que ninguna otra mesa estaba ocupada. Los clientes aún esperaban a ser atendidos y los guardias de seguridad apostados en las esquinas, nos observaban disimuladamente. Todo parecía estar organizado para que nuestra visita fuera los más breve y discreta posible.
—Todo en orden señorita Bardy. Por favor acompáñeme.
—¿Pueden mis compañeros venir con nosotros?
—No es lo habitual pero dadas las circunstancias, no tengo ningún inconveniente.
Al fondo de la sala principal, una puerta de madera robusta con un frondoso árbol tallado a mano en la superficie, conducía a unas oficinas situadas en un piso superior. Entramos en lo que aparentemente era una sala de reuniones que se podría considerar bastante común si no fuera por su extravagante decoración. Jarrones chinos de apariencia antigua que sin duda se trataban de piezas originales. Espléndidos cuadros de paisajes occidentales, ocupaban la mayor parte de las paredes y una mesa hecha de cristal, de una sola pieza, ocupaba el centro de la sala. Las sillas que la rodeaban, también de una sola pieza de cristal, las cubría una lujosa tela color crema que disimulaba la existencia de unos finísimos cojines. Una verdadera obra de arte pero no estaba muy seguro de si serían muy cómodas.
—Me han informado de todo lo ocurrido y supongo que lo que realmente desea es cerrar su cuenta con nosotros.
Emma, que aún no se había sentado, se sorprendió.
—Yo no estoy tan segura…
—Señorita Bardy; no se trata de una simple suposición.
El banquero, dejó entender que su dinero, no era bien recibido en su banco. Una actitud realmente extraña.
—¿Puedo saber el por qué?
—¡Me temo que no! Pero estoy dispuesto a contestar a otro tipo de preguntas. Por favor, no perdamos más tiempo.
Emma se sentó y fuimos invitados a sentarnos junto a ella.
—No comprendo. La cuenta de mi padre…
—Su padre abrió una cuenta de seguridad tipo L. Él era el único que podía acceder a ella en vida pero tras su muerte… sus instrucciones fueron muy claras. ¡Qué usted sea la beneficiaria!
—¿Y Philippe Maire?
—En este momento disfruta de unas vacaciones. Según tengo entendido, hoy debe regresar y mañana volverá a ocupar su despacho y por favor, no me pregunten por su dirección puesto que ya la conocen.
Respuestas claras y concisas a preguntas que casi ni se habían formulado. Todo perfectamente orquestado y sin dejar cabos sueltos. Querían ayudarnos pero de una forma fría e indirecta sin que se tratase como un asunto fuera de lo común. Nos habíamos quedado sin palabras.
—¡Muy bien! Por vuestro silencio debo suponer que no tenéis más preguntas. Por favor señorita, firme aquí y mi… ayudante os acompañara hacia la salida.
El ayudante del banquero, que más bien parecía un matón, custodiaba un maletín de cuero que entregó a Emma en la puerta y con la clara intención de no dejarnos volver a entrar. Mientras nos alejábamos, no dejaba de vigilarnos y tras unos segundos, regresó dentro y cerró la puerta.
—¿Debo entender que ahora mismo tenemos un maletín con un millón de euros?
—Sí Vicente pero te agradecería que no lo gritaras a los cuatro vientos.
—Perdóname Eduardo, no me he dado cuenta.
—Vamos al coche; rápido. Debemos ir a casa de Philippe y advertirle de lo que pueda suceder.
—De acuerdo Emma pero que hacemos con el dinero.
—Lo dejaremos en el coche. Seguro que no pasa nada.
Entramos en el coche y no tardamos en llegar a nuestro destino. Otra vez empezamos a buscar un sitio para aparcar y rodeamos la plaza. Yo estaba sentado en la parte de atrás y no dejaba de intentar imaginarme los acontecimientos que nos seguirían. ¿Qué pasará cuando nos acerquemos a Philippe y le expliquemos lo que ocurre? ¿Existirá algún vínculo entre él y «Zeus»? ¿Nos tomará por locos?
—Aléjate de la plaza Emma… Rápido.
Eduardo se removió en su asiento, intentando esconderse de alguien.
—Yo también me he dado cuenta Eduardo.
Me quité el cinturón de seguridad y me asome entre los dos asientos.
—¿Qué ocurre?
—Debemos alejarnos de inmediato. Fíjate en los tipos de la esquina.
—¡Van vestidos de negro!
—En efecto… Y seguro que hay más en otros puntos clave.
—Eso quiere decir que él…
—¡Sí! Seguro que merodea cerca de aquí.
Emma se paró en una zona donde no se permitía estacionar.
—Intentad averiguar la manera de ponernos en contacto con Philippe. Yo os esperaré aquí. Si hay algún problema, hablamos por el móvil.
—De acuerdo.
Rápidamente, nos dirigimos hacia la plaza, intentando esquivar a los hombres de negro. Eduardo tenía razón. La plaza, con sus limitados puntos de acceso, estaba muy bien vigilada. No teníamos ninguna posibilidad de acercarnos a la casa sin que se dieran cuenta. Desgraciadamente, sólo podíamos esperar al desenlace de los acontecimientos, perdiendo toda esperanza de intervenir.
—No me mires así Vicente. Vayamos al bar del otro día y esperemos. Deberíamos alegrarnos ya que con todos los agentes protegiendo la zona, «Zeus» no podrá cobrarse esta víctima.
—Lo cierto es que esa idea me tranquiliza…
*
Ring, Ring…
—¡Sí! Soy Eduardo… Un momento… Vicente, es Emma…
Llevábamos más de dos horas esperando y no había sucedido nada. Sabíamos que hoy Philippe regresaba de sus vacaciones y ya era casi la una. ¿Estaríamos todos equivocados?
—¿Qué dice Emma?
—Sólo preguntaba si había ocurrido algo.
—¿Y?
—… Y que está dando vueltas con el coche esperando que la llamemos si la necesitamos…
El tiempo pasaba; no parábamos de tomar café, luego té, después refrescos y unas patatas para picar. El nerviosismo hacía que mi pierna se moviera de arriba debajo de manera impulsiva mientras Eduardo, no parecía inmutarse. Sólo distinguía un ligero punto de inquietud en él, cada vez que sacaba su bolígrafo y le daba vueltas como de costumbre.
Eran casi las cinco de la tarde cuando el camarero, con el que Emma habló ayer, entró a trabajar. Enseguida nos reconoció, dejó su macuto en una esquina bajo la barra y se acerco a nosotros; movía las manos y la boca sin parar pero no entendíamos lo que nos quería decir.
—Perdona… no entendemos lo que nos dices…
El camarero, sudando de nerviosismo, cada vez hablaba más rápido y con el dedo índice nos hacía señales sobre la mesa. El ruido de las tazas vacías traqueteándose y de unos cubiertos que se cayeron al suelo, nos incomodó. Pensamos que lo que sucedía no era nada bueno y que inevitablemente, acabaríamos llamando la atención de los hombres de negro. Al darse cuenta de la complicación, Eduardo cogió el teléfono y se lo puso en el oído.
—Supongo que le has puesto con Emma.
—En efecto…
—Muy bien pensado Eduardo. Los dos hombres de la esquina, ya empezaban a fijarse en nosotros.
—Quizás ya nos hayan visto desde hace tiempo… quien sabe… yo me preocuparía y vigilaría a todas las personas que se encuentran en el parque y nosotros llevamos aquí más de seis horas seguidas.
El camarero, con la cara palidecida y las manos templando, se sentó en nuestra mesa y le pasó el teléfono a Eduardo. Cogió un refresco de Cola que tenía delante de mí y se lo bebió de un sólo trago.
—¡Dime Emma!
Durante unos segundos, Eduardo no dejaba de asentir con la cabeza. Los signos de preocupación en su rostro, resultaban muy fáciles de distinguir. Decepcionado, colgó y se guardó el teléfono.
—¿Qué ocurre?
—El camarero dice que vio a Philippe entrar en su casa ayer alrededor las nueve de la noche.
—¿Está seguro?
—Dice que es un hombre… difícil de confundir…
—¿Entonces?
—Pues… es posible que «Zeus» ya haya actuado…
—¡Debemos entrar en su casa!
—Eso es difícil…
En ese momento el camarero se levantó bruscamente y levantó la mano señalando el edificio de Philippe. Eduardo me cogió del hombro y sin darme cuenta, yo también me giré. En el tercer piso del número siete, un enorme hombre intentaba agarrarse en la cornisa de la ventana para no caerse. Los fragmentos de cristal de la ventana rota junto con algunos trozos de madera, se precipitaban al vacío creando un chirriante sonido tras alcanzar el suelo. Las palomas del parque, asustadas por el inesperado ajetreo, se alejaban del lugar tras una fuerte sacudida de sus alas. Los ocasionales peatones, se quedaban atónitos observando el grotesco espectáculo y tan sólo unos pocos se alejaban corriendo. Sólo los hombres de negro se acercaban hacia la casa a toda prisa. Todo sucedía lentamente y a la vez con mucha rapidez, sin dejarnos tiempo a reaccionar.
—Llama a Emma…
Eduardo hablaba con ella cuando nos dimos cuenta de que Philippe estaba cayendo al vacío mientras la sombra del agresor, desaparecía tras las descolgadas cortinas. El obeso cuerpo no tardó mucho en alcanzar el frío suelo, disgregándose en pedazos de carne y salpicaduras de sangre que se entremezclaban con los desperdigados sesos. La deformidad del cuerpo sin vida, impactó a todo aquél que se encontraba cerca y los hombres de negro, desviaban su mirada hacia el suelo dejando notar su decepción y vergüenza. Una mujer y su anciana madre, no dejaban de llorar y unos preocupados padres, intentaban alejar a su joven y curioso hijo. Quise dirigirme hacia el lugar del cuerpo pero Eduardo me cogió del brazo con firmeza impidiéndome acercarme.
—Fíjate quien viene por nuestra derecha.
—¡Es Pierre! El genuino hombre de negro…
—Emma ha aparcado justo enfrente.
—Pero… debemos averiguar si sigue vivo… debemos conseguir la siguiente pista…
—Te aseguro que ha muerto y ahora no es el momento para buscar pistas.
—Tanto esfuerzo… y volvemos a fracasar…
Durante la confusión, los secuaces de Pierre, habían tirado abajo la puerta del edificio y sin duda ya estarían rebuscando por el apartamento. La gente seguía acercándose horrorizada pero aún no se escuchaban sirenas de ambulancias o policías… ¡Era muy extraño!
—¡Regarder, Señor! ¡Regarder!
El camarero señalaba con su mano el tejado de los edificios. Enseguida vimos a «Zeus» corriendo y rompiendo las tejas mientras tras él, los hombres de negro le pisaban los talones. Se dirigía hacia el Oeste y tropiezo tras tropiezo, conseguía esquivar los disparos de sus perseguidores. Eduardo dejó un billete de cincuenta francos sobre la mesa y también se dirigió hacia el final del parque donde acababa la hilera de edificios.
—¿No dijiste que no debíamos acercarnos?
—No nos vamos a acercar… sólo veamos hacia donde se dirigen…
¡Maldito asesino! Esta vez había presenciado la ejecución de su repugnante obra. Esta vez… sentí un profundo odio hacia él.
—Fíjate Vicente… el canalla está saltando encima del toldo rojo.
Realizó un salto al toldo de otro bar que se encontraba casi al final de la calle. Rebotó y se dio un fuerte golpe con el hombro en el suelo.
—Que Dios me perdone pero… ojalá que se haya matado.
—No creo que tengamos tanta suerte Vicente.
Sus perseguidores se detuvieron y no parecían tener muy claro si iban a saltar tras él. Uno de ellos, se decidió a hacerlo pero desafortunadamente, se enganchó en una de las farolas, golpeándose y cayéndose malamente sobre el duro suelo. Por nuestro lado pasaron corriendo cinco hombres más con sus armas en las manos y los policías del pequeño cuartel, agarraban sus gorras mientras intentaban averiguar lo que estaba sucediendo. Sorprendentemente, «Zeus» se levantó del suelo prácticamente ileso y se abalanzó sobre un motorista que casualmente pasaba por ahí. Le golpeó con fuerza tirando la moto al suelo, volvió a levantarla y aceleró con empeño alejándose del lugar.
—¡Vamos Vicente! Emma está justo allí.
Por suerte nuestra compañera se había percatado de todo lo ocurrido y nos esperaba con el motor en marcha.
—¿Viste la moto negra?
—Sí. Mírala… va por ahí…
—Hay que ir tras ella. «Zeus» es quien conduce.
—Maldito bastardo.
Emma pisó a fondo el acelerador y salió a toda velocidad. Hicimos un trombo de cuarenta y cinco grados, adelantemos dos coches y giramos a la derecha.
—No le pierdas de vista.
—¡Eso intento!
Un camión de reparto bloqueaba la carretera tras sufrir un pinchazo y «Zeus», sin desacelerar, subió por la acera y giró a la izquierda.
—Fíjate, ha entrado en ese parque.
—¿Qué hago ahora?
Por una callejuela situada a dos edificios más adelante, tres todoterrenos aparecieron de repente y se metieron violentamente en el parque tras el asesino.
—Haz lo mismo que ellos. Qué importa un coche más.
—De acuerdo…
Me agarraba con fuerza en el reposacabezas de Eduardo mientras las bruscas maniobras de Emma ejercían una fuerte presión a mis hombros y cadera. Mi corazón palpitaba con tanta fuerza que sentía mi pecho a punto de explotar. La mezcla de emociones que experimentaba entre preocupación, miedo y enfado resultaba demasiado intensa. Por la ventanilla veía los destrozos causados por los coches que nos precedían. Mucha gente se había tirado al suelo y unos pocos se protegían tras unos árboles. Un anciano seguía leyendo su periódico sentado en un banco de piedra, ignorando lo que ocurría a su alrededor. Unas servilletas volaban por los aires, un par de bicicletas sin dueño fueron atropelladas y a pesar del ruido del motor, el desenfrenado llanto de un bebe se oyó a nuestro paso. Los angustiados padres levantaban las manos en forma de protesta mientras su anciana abuela consolaba al neonato. Otra inesperada maniobra tensó mis músculos y sentí una fuerte presión en mis pulmones obligándome resoplar.
—¡Ten cuidado! Hay un niño en el suelo justo delante de nosotros.
—Tranquilo Vicente. No es un niño, sino una pieza de ajedrez gigante.
Era cierto. Mientras pasábamos por encima de la pieza con el coche partiéndola en dos, unos viejos se alejaban de nosotros portando dos alfiles y una torre.
—Mira Emma. Están saliendo del parque.
—Sigo pegada a sus traseros Eduardo.
—¡Pero ten cuidado con ese carrito de flores!
—¡Ay Dios mío!
El propietario del carrito se abalanzó hacia la verja exterior consiguiendo evitar el atropello pero había tirado sus flores por todo el suelo.
—¿Pero de dónde ha salido?
Las sirenas ya empezaron a sonar a nuestro alrededor. Emma se despistó un momento y se rozó con la verja de la salida abollando ligeramente el coche.
—Síguelos por allí.
Giramos a la izquierda, sobrepasamos otro pequeño parque y giramos otra vez a la izquierda. Frente a nosotros había una gran avenida y por los lados, edificios y un gran centro comercial. Al fondo, una barrera policial bloqueaba la carretera eliminando cualquier posibilidad del asesino a escapar.
—Detente ahora mismo Emma.
Ella, al percatarse de lo que ocurría, se apartó y se paró detrás de otro coche que estaba inmovilizado. Seguidamente salimos fuera para poder ver mejor el desenlace de lo sucedido.
—¿Veis algo?
—No estoy muy seguro pero parece ser que «Zeus» está en el suelo gravemente herido.
El caos se había apropiado de la gran avenida. Coches parados por todas partes, la gente desconcertada no sabía si acercarse o alejarse del lugar y una ambulancia, a malas penas conseguía aproximarse.
—Parece que todo ha acabado.
—¿Porqué estas tan seguro Eduardo?
—¿Tú qué crees Vicente? Ya han detenido al asesino.
—Pero «Zeus» no es un sólo hombre.
Mis últimas palabras dejaron a mis compañeros con un mal sabor de boca. Emma observaba con una mirada satisfactoria la detención del asesino de su padre, haciendo oídos sordos a mis palabras pero yo no dejaba de pensar en que aún no habíamos acabado. Ya no disponíamos de pistas ni de pautas a seguir. Habían detenido a un eslabón pero la cadena no estaba rota.
—Volvamos al hotel.
—Primero hay que esperar a que se deshaga todo este lío. No hay manera de mover el coche.
Sólo podíamos esperar. A pesar de conocer la identidad de la cuarta víctima, donde vivía y cuando se cometería el asesinato, no fuimos capaces se salvarla. El destino jugaba con nosotros de una manera burda y cruel. ¿Cómo salvaríamos a la quinta víctima ahora que no teníamos nada? A lo mejor estábamos mirando hacia la dirección equivocada y el agente Pierre Zeitoun se encontraba detrás de todo.
Un Mercedes de color negro se paró delante de nosotros con la ventanilla bajada. No sé porqué pero mi mirada se dirigió automáticamente hacia él.
—¡Fijaos quien va en ese coche!
—¡Es Pierre!
—Ya no hace falta tomar precauciones. Todo ha terminado para nosotros.
Llevaba puestas unas gafas de sol, grandes y negras que le cubrían casi toda la parte superior de la cara. Giró su cabeza hacia nosotros y justo cuando parecía que nos iba a mirar, subió la ventanilla y el coche continuó su camino hacia el lugar de los hechos.
—¡Menudo inútil! Si yo tuviera a mi disposición los medios de los que este tipo dispone, seguramente Philippe aún seguiría vivo.
—Yo no estaría tan segura Eduardo.
—Pues yo sí estoy seguro… mirad, por ahí se ha hecho un hueco por donde podamos salir y volver al hotel. Descansaremos y mañana…
—… mañana regresamos a casa…
—Sí Vicente. Me temo que el resto de la historia tendremos que verla por la tele… si es que informan.
Emma se sentía satisfecha, Eduardo no paraba de refunfuñar y yo no dejaba de pensar en las siguientes tres víctimas. En esta historia, sólo nosotros habíamos concluido nuestro papel.