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«YA HA PASADO EL TIEMPO DE LOS REGALOS»

Pasaron unos cuantos meses después del rodaje del South Bank Show. Paddy seguía batallando por desatascar el tercer volumen de su trilogía. Creyó que quizá conseguiría superar aquel bloqueo haciendo otra visita a Rumanía y Bulgaria. Iba a hacer parte del viaje en solitario y, más tarde, cuando llegara a Sofía, Joan y Janetta Parladé se reunirían con él.

Paddy estaba ya muy familiarizado con la destrucción que el comunismo había causado en el este de Europa. En sus anteriores viajes a Transilvania había visto carreteras que conducían a ninguna parte, hambre y los detritus provocados por la colectivización. También había podido contemplar eso que Dervla Murphy describía como «los pueblos feos, empobrecidos y deprimidos [...] las antiguas moradas de los campesinos, aquellas viviendas sólidas y robustas, habían sido reemplazadas por espantosas hileras de bloques construidos con materiales baratos, en los que ahora vivían los trabajadores del campo».1 No obstante y a pesar de estas penosas transformaciones, las últimas dos visitas de Paddy le habían ayudado a consolidar sus recuerdos y le habían servido de inspiración a la hora de escribir Entre los bosques y el agua.

Pero esta vez algo fue mal, muy mal. Cuando Paddy llegó a Sofía, Joan y Janetta quedaron consternadas al percibir lo deprimido que estaba. Apenas pronunció una palabra y no les explicó dónde había estado ni lo que había hecho. Alquilaron un coche y partieron los tres juntos para explorar Bulgaria, pero las cosas no mejoraron. A excepción de una fugaz visita a Sofía hecha en 1985, Paddy no había estado en Bulgaria desde antes de la guerra y lo que vio lo dejó «totalmente devastado», en palabras de Janetta. Rudolf Fischer señaló que los cambios que se habían producido en Bulgaria eran muy similares a los que se habían dado en Rumanía. Pero —siempre según Janetta— Paddy parecía estar abatido y desorientado. «Todo el tiempo iba diciendo: “En cuanto pasemos la próxima esquina, vamos a ver esto y aquello”, y luego nada de lo que él recordaba existía ya. Casi todo lo que él conservaba en su memoria era turco, pero todos los edificios turcos y los vestigios de aquella cultura habían sido destruidos». En cierto momento del viaje, llegaron a un lugar, y Paddy aseguró que esta vez lo que él recordaba seguiría estando allí e intacto. Y, en efecto, «había cuatro horrendos bloques de edificios en medio de la nada, era imposible comprender para qué se habían construido». La agricultura aún no estaba masivamente mecanizada, y a Paddy le reconfortó ver que aún había muchos caballos y carretas, y que la gente trabajaba los campos con sus hoces. Joan se burlaba de él, le acusaba de ser un Rip Van Winkle. «Me decía que era como si alguien fuera a Inglaterra y allí esperara ver a gente ataviada con guardapolvos y tocando la gaita, o sorbiendo la bebida con pajitas». Siguieron viajando. Tenían la esperanza de que, tarde o temprano, algo consiguiera estimular la memoria de Paddy o evocar alguna imagen sugerente que pudiera ayudarle. Pero el monótono gris de todos aquellos horrores construidos con hormigón armado parecía surtir el efecto opuesto. Janetta lo explicaba así: «Parecía que sus propios recuerdos se iban borrando conforme observábamos [...] Todo había sido un tremendo error».2

En febrero de 1990, Paddy tuvo otra oportunidad de visitar Rumanía cuando el Daily Telegraph le encargó que escribiera algo sobre la nueva república, nacida después de Ceauşescu. La revolución de diciembre había empezado en Timişoara, cuando miles de manifestantes se lanzaron a las calles para enfrentarse a las fuerzas de seguridad rumanas. La insurrección se extendió hasta Bucarest. Y el día de Navidad de 1989, después de intentar infructuosamente escapar del país en helicóptero, el matrimonio Ceauşescu fue juzgado y sentenciado a muerte por un tribunal que había sido convocado a toda prisa. Los fusilaron de inmediato. Paddy llegó al país el 22 de febrero, allí lo esperaban Alec Russell, el corresponsal del Telegraph en Bucarest, y Clare Arron, la fotógrafa que iba a acompañarle durante el viaje. Habían pasado solo seis semanas desde la caída de lo que había sido el régimen más salvaje de toda Europa oriental. El futuro se presentaba incierto y el presente fluctuaba de forma permanente. Russell describe aquellos días como una época «en la que cada momento se vivía en presente y no en pasado».3 A Russell le impresionó lo buen oyente que era Paddy, y el hecho de que estuviera siempre abierto a cualquier idea o nueva percepción que se le ofreciera cuando, en cambio, siempre se mostraba modesto y más bien tímido a la hora de expresar sus propias ideas. Sin embargo, Alexis Catargi, Bishi, una antigua amiga de Paddy de Bucarest, dijo unas cuantas semanas más tarde que, cuando ella lo vio, le pareció que estaba muy triste y deprimido.

Paddy y Clare Arron dejaron a Russell en Bucarest, y emprendieron una gira por el país viajando en un coche de alquiler. No era fácil encontrar gasolina, ni comida o lugares en los que alojarse, pero Paddy estaba preparado. En la maleta tenía varias botellas de whisky con las que de vez en cuando rellenaba una petaca que llevaba en el bolsillo de su abrigo. También había traído tabletas de chocolate. Pensaba dárselas a los niños pero, al ver que en las tiendas muy a menudo lo único que había en existencia eran grandes hogazas de pan, tuvieron que comerse aquel chocolate para acompañar ese pan.

Visitaron Timişoara, donde contemplaron la plaza de la catedral con su bosque de cruces y velas. En Cluj tuvieron una larga conversación con Doina Cornea, una mujer que había plantado cara al régimen y había sufrido toda clase de abusos en manos de la Securitate: «Sus entrevistas con el fiscal del Estado —escribió Paddy— debieron de haberse parecido mucho a las de Juana de Arco con Cauchon».4

Poco después de entrar en Moldavia, y en una carretera que estaba helada, Clare perdió el control del coche. El vehículo se salió del camino y fueron a topar contra un árbol. «No te preocupes —le dijo Paddy para tranquilizarla—, si el conductor hubiera sido yo, esto nos habría sucedido mucho antes».5 Transcurrió un rato y los dos empezaron a pensar que se verían obligados a pasar la noche en el coche; para entonces en su interior hacía un frío tremendo. Pero por fin fueron rescatados por un profesor de Matemáticas que los condujo hasta Suceava, organizó las cosas para que les arreglaran el coche, y a la mañana siguiente les ofreció un desayuno. Aquella noche asistieron a un concierto que daban unos músicos moldavos, del norte de Bucovina, una región que la Unión Soviética se había anexionado en 1944. Esta era la primera vez en que se les había permitido cruzar la frontera, y tanto el público como ellos lloraron cuando cantaron sus canciones tradicionales todos juntos. Paddy también conocía muchas de aquellas canciones, y también lloró. «En momentos como este —escribió más tarde—, uno no puede evitar sentir que las cosas van a mejorar».6

Antony Beevor fue una de las personas que visitó Kardamyli aquel verano. Beevor se encontraba preparando un libro sobre la batalla de Creta y la campaña de resistencia posterior. La publicación estaba prevista para coincidir con el quincuagésimo aniversario de la batalla, en mayo de 1991. Beevor era el primer historiador que iba a ofrecer una visión global de lo que había sido la resistencia cretense. En consecuencia, Paddy y Xan revisaron las galeradas con un cuidado extremo. Joan, y también Xan, le pidieron a Paddy que, por favor, no corrigiera el texto en exceso. Pero Paddy no supo resistirse, y propuso cambios en todos aquellos pasajes que, a su modo de ver, presentaban a los cretenses bajo una luz desfavorable. En una página del texto que narraba algún horrendo detalle, escribió en uno de los márgenes: «Ay, señor [...] Cuánto desearía que esta ropa sucia se quedara en familia...».7, *

Pasaron aún dos años antes de que Paddy tuviera, por fin, un atisbo del punto de vista alemán sobre sus actuaciones en Creta, y sobre la Operación Kreipe. Gabriella Bullock, hija de Billy Moss, estaba revisando algunos viejos papeles de su padre cuando entre ellos encontró una carta escrita en alemán, fechada el 27 de septiembre de 1950. La misiva había sido escrita por un tal doctor Ludwig Beutin, que acababa de leer Mal encuentro a la luz de la luna. Y aquel médico ratificaba algunos de los detalles que Billy había comentado tan solo de pasada, y que se referían al general: la impaciencia del alto mando cuando le obligaban a detenerse en la carretera, y su escasa popularidad. De hecho, esta última era tan escasa que cuando fue secuestrado «hubo bromas de toda clase y muchas unidades fueron acusadas de haberlo secuestrado ellas mismas [...] y se bebió mucho raki a vuestra salud». A Paddy le resultó fascinante este punto de vista procedente del otro lado, y lamentó no haber tenido noticias de todo ello en su momento, años atrás. Con la ayuda del doctor Beutin y sus contactos, podrían haber conocido mucho más sobre lo que fueron los últimos días de la ocupación. Pero Beutin había fallecido en 1956 y ahora ya era demasiado tarde.

«Paddy se encuentra en buena forma —le escribió Joan a Janetta a principios de 1991—. Está tremendamente ocupado, en cualquier cosa, menos en su libro. No me atrevo ni a hacer mención de él, pero mucho me temo que aún sigue totalmente bloqueado. Es triste y resulta preocupante».8 Hubo un momento glorioso en el que pareció como si el bloqueo se hubiera roto. Durante unos días Paddy se encerró en el estudio y trabajó febrilmente horas y horas, de día y de noche, hasta que por fin emergió de sus aposentos enarbolando una gavilla de papel. «Sabía que se podía hacer», le dijo, exultante, a Joan. Y cuando ella estaba ya a punto de felicitarlo calurosamente, él añadió: «¡Sabía que P. G. Wodehouse era traducible al griego!».9 Había pasado aquellos días traduciendo «La carrera del Gran Sermón», de El inimitable Jeeves.

Para entonces, cada año parecía traer consigo la muerte de algún amigo, aunque 1991 fue particularmente duro, porque supieron que Graham Eyres Monsell estaba desarrollando Alzheimer, una noticia que sumió a Joan en la desesperación. Por aquella misma época, Xan Fielding se encontraba en los últimos estadios de un cáncer. Aún sacó suficientes fuerzas de flaqueza como para hacer una última visita a Creta, a tiempo de llegar a la celebración del cincuenta aniversario de la invasión alemana en mayo de 1991. Este era un aniversario particularmente significativo, porque fue la primera vez que los veteranos se reunieron, tanto del lado de los aliados como de los del Eje, para conmemorar de modo conjunto la muerte de los suyos. La noche anterior al servicio religioso, que tuvo lugar en Heraklion, el primer ministro griego Konstantinos Mitsotakis (un cretense que había servido en la resistencia, y que había sido capturado por los alemanes) ofreció una cena cerca de La Canea. El huésped de honor del ágape era el canciller alemán Helmut Kohl y Mitsotakis estaba sentado frente a él en una de las dos largas mesas que se habían dispuesto para la ocasión. En un momento dado de la cena, Mitsotakis le dijo al canciller que el hombre sentado justo detrás de él era Patrick Leigh Fermor, el secuestrador del general Kreipe. El afable Kohl se dio la vuelta al instante para saludarle. Y Paddy, tomado por sorpresa, exclamó: «Ah! Herr Reichskanzler!». Alemania no había sido un Reich desde la caída de Hitler, pero el Bundeskanzler estalló en carcajadas, y le dio a Paddy un par de golpecitos campechanos en la espalda.10

Una vez finalizadas las ceremonias públicas, Paddy y Joan, junto con Xan y Magouche, se fueron a las montañas del oeste de la isla para visitar a sus amigos. Hacía muchos años que Xan no había estado allí y, según Paddy, parecía estar «tremendamente en forma y contento —dejando a un lado que la quimio le ha dejado totalmente pelado—, y la visita fue un éxito glorioso».11 Pero Xan sabía que ya no volvería más a Creta. Murió en París, el 19 de agosto, y parte de sus cenizas se esparcieron en las Montañas Blancas. Paddy y Xan se habían conocido en los momentos más intensos y peligrosos de sus vidas, y el vínculo que se creó entre ellos durante aquellos días pasados en las cuevas de Creta occidental fue la base de una complicidad y una amistad extraordinarias. Aunque los dos pasaron la mayor parte de las décadas posteriores en diferentes países, siempre vivieron de modo paralelo y jamás se perdieron de vista el uno al otro.

En el mes de julio, Paddy recibió un doctorado honoris causa de la Universidad de Kent. La investidura tuvo lugar en la catedral de Canterbury, y a Paddy le entusiasmó la ropa que le hicieron vestir para la ocasión: una casaca escarlata y un sombrero negro igual a los que llevan los personajes de Holbein. Los elogios que hicieron de su persona y de sus logros durante la ceremonia fueron reconfortantes. «Tengo que conseguir una copia de ese texto para cuando me sienta deprimido», le escribió luego a Debo.12 También le ofrecieron un honor aún más importante. George Jellicoe había encabezado una campaña para que fuera nombrado caballero. Y poco después le preguntaron si estaría dispuesto a aceptar el título de knight bachelor por los servicios prestados a las relaciones anglogriegas. Con muchas reticencias y considerable pesar, Paddy declinó la oferta. Joan siempre se había burlado de los títulos y él sabía que, llegado el caso, ella detestaría ser llamada lady Fermor.

El mes siguiente se publicó Tres cartas desde los Andes, un pequeño volumen en el que Paddy había reunido tres cartas escritas a Joan en aquel viaje que hizo a Perú en 1978 junto con Robin Fedden. Jock Murray tenía la esperanza de que la publicación de un nuevo libro suyo, aunque fuera un texto breve, le animaría a retomar la escritura del tercer volumen del viaje a Constantinopla. Pero no fue así. Tres cartas desde los Andes fue recibido con una cortés ronda de aplausos, pero no era el libro que su público había estado esperando de él.

En las entrevistas que Paddy ofreció entonces, siempre proclamaba su firme intención de aplicarse a terminar el tercer libro de la trilogía; lo iba a hacer tan pronto como pudiera vaciar un poco su mesa de trabajo. Pero la verdad es que aceptaba cualquier clase de encargo y artículo periodístico, además de cualquier sugerencia para escribir, ya fuera un prólogo o un obituario. De este modo, la tarea de ponerse con su libro siempre quedaba pospuesta frente a compromisos mucho más urgentes. «Hoy Paddy cumple setenta y siete años —le escribió Joan a Michael Stewart el 11 de febrero del año siguiente—, pero, al contrario que yo, no se siente en absoluto intimidado ante su mortalidad y aún piensa escribir al menos tres libros más;* supongo que cada uno de ellos le tomará unos diez años».13

Jock Murray murió durante el siguiente verano y Paddy se encargó de hacer el discurso durante el servicio religioso que tuvo lugar para honrar su memoria. Paddy era consciente de lo que había perdido, pues a cualquier autor le sería imposible encontrar un editor mejor, más leal y riguroso. Y no solo eso, sino que con la muerte de Jock perdía también a quien había sido su «comadrona» literaria. Jock había conseguido extraerle los libros, uno a uno, mediante una hábil combinación de estímulos, zalamerías, amenazas, e incluso artimañas y engaños. A Paddy le quedó la amargura de saber que le había fallado. Jock era un viejo amigo y él no había podido hacerle el regalo de aquel prometido tercer volumen. Ahora que él se había ido, el libro pareció hundirse aún más en las sombras de lo imposible.

En noviembre de 1993 murió Graham Eyres Monsell, dejando el grueso de sus propiedades y también Mill House de Dumbleton a Joan. La totalidad de la propiedad acabaría por regresar a manos de los sobrinos y sobrinas de Graham y Joan. Pero mientras Paddy y Joan estuvieran vivos, dispondrían de una casa en Inglaterra. Y además, de una casa en la que había una estupenda cocinera llamada Rita Walker para ocuparse de ambos. Las habitaciones de Mill House eran espaciosas y aireadas, y tenían enormes ventanales que daban al jardín de las colinas Malvern. A lo largo de los años, Graham había logrado tener una colección de discos magnífica. Y también había comprado muchos libros y pinturas contemporáneas, particularmente de Robin Ironside. Joan iba a encargarse de hacer algunas reparaciones básicas y de modernizar un poco el lugar. Ella misma admitía que las habitaciones necesitaban una decoración un poco más alegre, pero al final no tuvo ánimos para cambiar nada.

Dos años más tarde, cuando Colin Thrubon les visitó en Kardamyli, Joan le confesó que ya nunca le preguntaba a Paddy sobre el tercer libro de Constantinopla. «Se siente muy desdichado al respecto».14 Colin y Paddy iban a nadar juntos durante muchas horas, y en uno de aquellos paseos marítimos Paddy reconoció lo mal que se sentía por ser incapaz de terminar el libro. Estaba tan desesperado que incluso había consultado a un psiquiatra, aunque no creía que aquella consulta le hubiera reportado demasiado beneficio.

También estaba inquieto por la salud de Joan. Siempre había tenido los ojos delicados, y ahora, para leer, tenía que ponerse un parche sobre uno de ellos. Cuando anochecía, se echaba en uno de los sofás y allí leía a la luz de las lámparas, siempre con un par de gatos ronroneando a su lado como mínimo. Joan también empezaba a tener problemas con el sentido del equilibrio y Paddy siempre le rogaba que fuera con mucho cuidado al andar por aquellos suelos irregulares de losas de piedra.

Después de que Lela abriera su taberna del pueblo, Paddy y Joan encontraron otra pareja que durante varios años les funcionó muy bien como ayuda para la casa. La mujer era una buena cocinera y su marido se ocupaba de mantener el jardín. Pero de repente, casi de la noche a la mañana, la mujer pareció sufrir un cambio de personalidad debida, según dijeron, a la conmoción sufrida cuando tuvo noticias de que su hijo iba a convertirse en un monje de Monte Athos.

La cuestión es que la pareja se fue de la casa, y Joan tuvo dificultades para encontrar nueva ayuda. Durante una época se las arregló con ayudas esporádicas. Con el tiempo, una de las mujeres que la ayudaban a tiempo parcial iba a convertirse en la persona que tomaría a su cargo la totalidad de la casa. Se trataba de Elpida Beloyannis. Cuando Paddy y Joan habían llegado al pueblo por primera vez en 1960, quien dirigía el pequeño hostal de Kardamyli era Eleftheria Beloyannis, abuela de Elpida. Además, su padre había sido el alcalde del pueblo y un buen amigo de Paddy. Elpida tenía dos hijos pequeños y muy poca experiencia como cocinera, pero era lista y rápida para aprender, y muy pronto había asimilado los principios de la cocina que Joan le enseñó. El resto lo aprendió ella sola leyendo los libros de cocina que Joan tenía en la casa.

Janetta y Jaime Parladé raras veces viajaban hasta Kardamyli, aunque Paddy y Joan sí les visitaban con frecuencia en España. Nico y Barbara Ghiko ya habían muerto (Nico, en septiembre de 1994). Magouche Fielding era ahora la única persona del grupo de antiguos amigos que viajaba con regularidad a Kardamyli. Pero en el libro de invitados empezaron a aparecer los nombres de amigos más jóvenes. Estaba Joachim Voigt, que en un principio había sido amigo de Graham, y con el que Paddy hablaba sobre traducción y música. El poeta Hamish Robinson, con el que la conversación versaba a menudo sobre literatura francesa. William Blacker, con el que Paddy jamás se cansaba de hablar de Rumanía. Y luego estaba Olivia Stewart, entonces una productora cinematográfica y la hija más joven de sus amigos Michael y Damaris. Olivia tenía una particular afinidad con Joan, y se hallaba en la casa de Kardamyli la mañana del 4 de junio de 2003, un día que había empezado como cualquier otro.

«Fui a ver a Joan, que estaba terminando de desayunar —le explicó luego Paddy a Lyndall—; tenía nueve gatitos repartidos por la cama [...] a veces brincaban y le tumbaban las piezas del tablero de ajedrez sobre el que estaba intentando resolver un problema. Vino Olivia y los tres hicimos planes para la comida de mediodía...». Paddy se retiró luego a su estudio, pero poco después «Elpida irrumpió en la habitación con el rostro bañado en lágrimas. “Kyria Ioanna...”, dijo. Así que corrí hacia la habitación de Joan, y allí estaba, muerta en la cama. Se había caído en el cuarto de baño, y en la caída se golpeó la cabeza. La muerte fue inmediata. Los días que siguieron fueron una mezcla de shock e incredulidad».

Olivia y Paddy acompañaron los restos de Joan de vuelta a Inglaterra, donde el 12 de junio fue enterrada en Dumbleton, al lado de su hermano Graham. Paddy tan solo comenzó a vislumbrar la magnitud de su pérdida cuando regresó a Kardamyli, unos meses más tarde, a primeros de septiembre. Se pasaba horas echado en la cama de su mujer, contemplando el arco blanco que enmarca la ventana y el olivo que hay debajo de su habitación. Pasó mucho tiempo antes de que se habituara a la soledad. «Constantemente me digo a mí mismo: tengo que escribir a Joan, o tengo que decirle algo a Joan. Luego, de repente, recuerdo que ya no puedo hacerlo, y entonces ya nada parece tener ningún sentido. Pero después hago memoria de todos los años felices que pasamos juntos y de la inmerecida suerte que he tenido. Y las lágrimas adquieren un sentimiento un poco diferente...».15

Hacia finales de aquel año tan triste, se publicó una selección de textos de Paddy. Paddy le dedicó el volumen a Joan, y lo llamó Words of Mercury, una referencia a las últimas líneas de Trabajos de amor perdidos: «Las palabras de Mercurio son ásperas después de las canciones de Apolo».

Joan era irreemplazable, pero los amigos de Paddy no cesaban de llegar para ayudarle a sobrellevar la vida. Aunque viviera en Roma, Olivia iba muy a menudo a Kardamyli. Hacía compañía a Paddy y además dirigía la logística de la casa. Y también «le ayudaba a batallar con las constantes correcciones de los muchos artículos, prólogos y obituarios. Paddy me había convencido de pasarlos a mi ordenador...».16 Cuando viajaba hasta Londres, Magouche lo alojaba en su casa, o bien, otras veces, se quedaba en casa de su médico, el doctor Christian Carritt. Christian había cuidado de Paddy y de Joan durante años, y ahora pasaba días enteros haciéndole a él de chófer, haciendo la ronda de los diversos especialistas que tenía que visitar. En los últimos años, Joachim Voigt, Olivia o bien Hamish Robinson se turnaban para acompañarlo en el largo viaje entre Atenas y Londres.

A Paddy ya se le había ofrecido un título nobiliario con anterioridad. La segunda vez no lo rechazó. Cuando su nombre apareció en la «New Year Honours List» de 2004, el señor Mark Edwards de Witney, Oxfordshire, escribió una carta al Daily Telegraph, para manifestar que, si bien en principio él no ponía ninguna objeción a que se nombrara caballero a Paddy, opinaba que aquel título debía haber estado condicionado a que «finalizara la obra maestra que empezó con El tiempo de los regalos y Entre los bosques y el agua».17 Paddy fue nombrado caballero el 11 de febrero, día en que cumplía ochenta y nueve años. Muy en especial, le emocionó que la reina le deseara un muy feliz cumpleaños.

En mayo de 2007, a los noventa y dos años, Paddy se embarcó en la que sería la última de sus expediciones. El grupo, que iba a visitar Macedonia occidental y Albania, estaba formado por Pamela Egremont, Paddy, Patrick Fairweather, que había sido director de la Fundación Butrint durante ocho años, y su esposa Maria. Todos los miembros del grupo se dieron cuenta de que las horas de viaje en coche cansaban mucho a Paddy. Y de que tuvo que poner mucho empeño para recuperarse de ellas y poder dar la vuelta alrededor de la tumba de Filipo de Macedonia en Vergina, o bien pasear por la recientemente restaurada acrópolis de Butrint, o para entrar en el bote que les iba a llevar al cercano fuerte de Ali Pasha. Pero en todas aquellas ocasiones hizo el esfuerzo, y siempre siguió mostrando la misma curiosidad y el mismo entusiasmo por todo lo que veía. En Metsovo «se puso a hablar en valaco con el camarero de una taberna. El hombre parecía un tanto azorado. Puede que fuera tímido, o quizá que el valaco de Paddy estuviera ya algo oxidado...».18 En otra taberna, un griego de mediana edad se acercó a su mesa y le preguntó si él era realmente el Patrick Leigh Fermor a quien había admirado toda la vida y que tanto había hecho por Grecia.

La verdad es que Paddy seguía haciendo aún mucho por varias personas. Mandaba dinero a viejos amigos que estaban enfermos o que pasaban por dificultades, o bien alentaba a los jóvenes escritores. Cuando Imogen Grundon escribió la biografía de John Pendlebury, aquel inglés que había creado la primera red de la resistencia cretense —justo antes de la invasión alemana— y que había muerto en la batalla de Heraklion, Paddy expresó una gran admiración por el libro y aceptó escribir el prólogo. Había pasado mucho tiempo de todo aquello, pero aquel era un tema no demasiado conocido, y el hecho de que Paddy lo promoviera y mostrara interés llamó la atención sobre él. Otro de los escritores a quien animó y ayudó fue William Blacker. A comienzos de la década de 1990, Blacker vivió en lo más profundo de la Rumanía rural, y Paddy le alentó para que hablara de sus experiencias en un libro. Cuando el libro, Along the Enchanted Way, estuvo terminado, Paddy escribió un apasionado y sincero elogio de él en el Sunday Telegraph. «Definitivamente, aquella crítica tuvo un gran impacto —contaba Blacker—, parece que la leyó mucha gente, y de ella salieron toda suerte de bendiciones».19

La idea del último de sus libros, In Tearing Haste, surgió cuando Debo Devonshire se puso a organizar el archivo Mitford, un archivo en el que se iba a guardar toda la correspondencia de su familia. Desde la muerte de Andrew, acontecida en mayo de 2004, Debo había abandonado Chatsworth para instalarse a vivir en Edensor, un pueblo cercano. A finales de 2006, Paddy estuvo allí, celebrando la llegada del Año Nuevo con sus viejos amigos Robert Kee y sir Nicholas Henderson. Por aquel entonces, Nico Henderson encontró que estaba «muy abatido y en baja forma», pero percibió que se animó de forma notoria cuando Debo trajo las antiguas cartas que él le había enviado y juntos empezaron a leerlas. Entonces Henderson sugirió que aquella correspondencia entre Debo y Paddy podría convertirse en un libro. Valía la pena intentarlo, muy en especial porque así Paddy tendría una nueva tarea a la que dedicarse, una tarea que, además, le resultaría alegre.20

Charlotte Mosley había editado las cartas de las hermanas Mitford, y Debo le pidió que también se ocupara de editar esta correspondencia. En julio de 2007, Charlotte se presentó en Kardamyli con el texto mecanografiado. Tras finalizar la visita, Charlotte le escribió a Debo. «Creo que el libro le ha dado una nueva ilusión para vivir. Siente que se le aprecia, y le distrae de pensar en el famoso tercer volumen de la trilogía, un libro que, parece claro, nunca va a ver la luz. Lee en voz alta fragmentos de sus propias cartas (y algunas veces de las tuyas) y se muere de risa...».21 Cuando, en 2008, se publicó el libro, las críticas valoraron enormemente aquella alegre correspondencia y el mundo de glamour perdido que evocaba. El Observer incluso llegó a decir que «el resultado de la selección es, seguramente, una de las correspondencias más importantes del siglo XX».22 Paddy disfrutó mucho de las fiestas y los eventos que tuvieron lugar en torno a la publicación, durante los cuales él y Debo leían en voz alta partes del libro. Pero, por encima de todo, lo que más disfrutó fue el libro en sí mismo. Y de vez en cuando llamaba por teléfono a Debo para decirle: «¿Sabes? He estado leyendo nuestro libro y es muy, pero que muy bueno».23

Hacía tiempo que Paddy se notaba la voz cada vez más ajena y ronca. A finales de marzo de 2011, prácticamente se le había vuelto inaudible y tenía dificultades para respirar. Lo llevaron al hospital Genimastas de Atenas, y el 4 de mayo le extirparon un gran tumor canceroso de la garganta. Olivia voló a Atenas desde Roma y, durante los ocho días que Paddy pasó en el hospital, Elpida apenas abandonó su habitación.

Decidió rechazar cualquier clase de tratamiento y los doctores estuvieron de acuerdo con él, pues ello habría supuesto una prueba en exceso dura para un anciano de noventa y seis años. Regresó a Kardamyli, y los médicos creyeron que aún le quedaban unos cuantos meses de vida. De hecho, solo fueron semanas, pero fueron buenas. Tras pasar aquellos días en el hospital, estuvo encantado de regresar a su casa y las bellezas de aquel hogar que él y Joan habían creado. Phillippa Jellicoe se lo llevó de paseo en coche para visitar los pueblos de los alrededores y, cuando también llegó William Blacker, aún recuperó las suficientes energías como para abordar de nuevo el último volumen de la trilogía. Olivia contaba que «me llamó por teléfono dos noches antes de que le llevaran de nuevo al hospital, estaba excitado y se sentía optimista».24

Pero el tumor había vuelto a crecer a gran velocidad. Y el 1 de junio tuvo que volver de nuevo a Atenas y al hospital de Genimastas, donde el cirujano se vio obligado a hacerle una traqueotomía para que pudiera respirar. A partir de ese momento ya no pudo hablar más, y ya muy poco se podía hacer. En esos momentos, su único pensamiento fue volver a Inglaterra, deseaba ver a Magouche y a Debo una vez más. El 9 de junio abandonó Grecia por última vez. Olivia se ocupó de coordinar los esfuerzos de varios amigos. Elpida jamás se apartó de su lado, y entre unos y otros trataron de que el vuelo y el largo trayecto de regreso a Dumbleton se hicieran del modo más suave posible. Rita había encendido el fuego en el salón, y él estuvo contento de haber llegado por fin a casa. Pero el viaje había consumido las pocas energías que le restaban. Sereno y plenamente consciente, murió a la mañana siguiente.

En algún momento anterior a su muerte, Olivia le había preguntado qué clase de ceremonia le gustaría. Y Paddy decidió que quería las mismas lecturas que él había elegido para el servicio fúnebre de Joan. Una de ellas era del Evangelio apócrifo de Santiago, un fragmento que describe ese momento en que el tiempo se detiene. Otro era aquel pasaje, misteriosamente bello y críptico, de El jardín de Ciro, de sir Thomas Browne. Empieza diciendo: «Pero ahora en el cielo escasean las estrellas de cinco puntas, y ha llegado la hora de cerrar los cinco puertos de la sabiduría».

Paddy había sobrellevado la última fase de su enfermedad y la inevitable reducción de su universo con una suerte de asombrada melancolía. «Es muy extraño —le dijo a un amigo de Kardamyli, poco antes de la operación en la que le extirparon el tumor—. De súbito mi vida ha salido de mi cuerpo. Continúa siéndome familiar, pero al mismo tiempo me es claramente ajena, igual que sucedió antes y después de la guerra».25 Nunca hablaba de la muerte, aunque por supuesto pensaba en ella. En una breve biografía de Proust que se encontró en su dormitorio de Kardamyli, Paddy había escrito un mensaje. Lo hizo en mitad de la noche, en un momento en el que creyó que su fin estaba muy próximo. Pero por mucho que lamentara abandonar este mundo, lo que Paddy quiso expresar en el mensaje fue un sentimiento de profunda gratitud.

«Deseo toda clase de amor y bondades para todos los amigos —escribió—, y gracias a todos por haberme regalado una vida de inmensa felicidad».26