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EL INSTITUTO BRITÁNICO, ATENAS

Joan Rayner era una mujer que de alguna manera siempre parecía algo distante, como si se hallara en un diálogo íntimo con su propio yo. Y esta actitud era invariable, daba igual que se encontrara en una fiesta llena de gente desconocida o bien relajada entre sus amigos más próximos. Alan Pryce-Jones, con quien estuvo comprometida durante una breve temporada, la describía como «rubia, con unos enormes ojos azules miopes. Su voz poseía un delicioso temblor; no, no era exactamente un temblor, sino más bien una leve ondulación [...] su conversación resultaba insólita, divertida y lúcida. Era una mujer que no perdía el tiempo en asuntos baladís».1 Solía vestir ropa sencilla pero bien cortada y, cuando no estaba obligada a presentarse con elegancia, le agradaba llevar camisetas de hombres y pantalones de montar. Tenía tres años más que Paddy y había viajado mucho. Era una lectora incansable y una fotógrafa muy buena.

Su madre, Sybil Eyres, había heredado una fortuna creada a partir de la manufactura de la lana. Al casarse con ella, su marido Bolton Monsell añadió su nombre al suyo, de tal modo que se convirtió en Bolton Eyres Monsell. Este hizo carrera política y con éxito. Fue chief whip de los conservadores [esto es, diputado jefe encargado de controlar la disciplina dentro de su propio partido], y primer lord del Almirantazgo. En 1935 se creó el título de primer vizconde Monsell para recompensar sus servicios.

Tanto Joan como sus hermanas Diana y Patricia tuvieron una educación convencional, pero Joan era, por naturaleza, una intelectual, al igual que lo era su hermano mayor Graham. Y siempre gravitó en la órbita de este último, cuyo círculo de amigos comprendía a escritores y músicos como John Betjeman, William Walton y Constant Lambert. En 1937, Joan se casó con un periodista y tipógrafo llamado John Rayner.* Rayner había sido una persona clave en la fundación del Daily Express, en la década de 1930, y el vigor y el estilo del diario se debieron en gran parte a él. El matrimonio no duró mucho tiempo. Joan sufrió un desagradable aborto involuntario, lo que generó aún más tensión en una relación que ya estaba a punto de explotar, y a la que la guerra le dio el coup de grâce. Joan se inscribió en un curso de entrenamiento para descifrar códigos secretos impartido por el Ministerio de Asuntos Exteriores y trabajó en Inglaterra hasta 1943. Fue destinada en misiones en Argel y Madrid, y más tarde, a principios de 1944, llegó a El Cairo. Para entonces Paddy se encontraba en Creta. La guerra había llevado a Egipto a un gran número de secretarias y descifradoras de códigos, y la mayoría de ellas tendían a buscar alojamiento en los barrios más occidentalizados de la capital. Sin embargo, Joan había optado por instalarse en el centro árabe y medieval de la ciudad. Allí compartía una casa antigua adosada a la mezquita de Ibn Tulun con el escritor Patrick Kinross, Eddie Gathorne-Hardy, David Balfour y el pintor Adrian Daintrey.

A principios de diciembre, estando Paddy en Creta, recibió una carta de Billy Moss. Fue la primera vez que supo de Joan y le llamaron la atención los términos en que Billy hablaba de ella. «Ha sucedido algo bueno materializado en un personaje llamado Joan Rainer [sic] —le escribía—, en los últimos tiempos la hemos visto bastante a menudo. Es una mujer que tiene un cerebro muy bien engrasado y que habla de corridas de toros y de poetas españoles. Creo que te gustaría».2 Joan también sabía de la existencia de Paddy. «Hablaban demasiado sobre él, y demasiado a menudo —recordaría más tarde—. Todos me contaban lo maravilloso que era, y cómo había secuestrado al general alemán y demás hazañas [...] así que yo estaba más bien determinada a no dejarme deslumbrar por él».3 Se conocieron en una fiesta que daba Marie

Riaz. Paddy sucumbió a sus encantos de forma casi inmediata. Joan trató por todos los medios de no dejarse deslumbrar en exceso, pero era una batalla perdida de antemano.

La embajada inglesa de Atenas acababa de ofrecer un puesto de trabajo a Joan. Y Paddy, por su parte, estaba más que dispuesto a regresar a Grecia y explorarla más a fondo. En aquel momento, aún estaba en funciones el gobierno de unidad nacional, pero la hostilidad existente entre las diversas fracciones políticas era tal que ya se empezaba a hablar de una posible guerra civil. El 1 de diciembre, una manifestación masiva convocada por los comunistas finalizó con graves enfrentamientos entre los manifestantes, la policía griega y unidades del ejército heleno, que estaba apoyado por tropas británicas. Hubo varios muertos, y dio pie a lo que se conoce como Dekemvriana: más de un mes de luchas enconadas entre las fuerzas comunistas y el gobierno griego, que seguía contando con el soporte del ejército británico. A principios de 1945 se acordó un alto el fuego y, un mes más tarde, el ELAS, el brazo armado de la resistencia comunista, fue desmovilizado. La amenaza de guerra civil había disminuido, pero desde luego no había desaparecido por completo.

A finales de enero de 1945 Paddy emprendió el largo regreso a Inglaterra. Disponía de dos meses de permiso, que pasó entre Londres y Weston, donde vivió con los Sitwell. Pidió autorización para visitar Rumanía, pero le fue denegada. A finales de marzo se le ordenó que se sumara a las recién creadas Fuerzas Aliadas Especiales de Reconocimiento Aéreo (SAARF, por sus siglas en inglés), que tenían su centro de operaciones en el campo de golf de Sunningdale. En aquel momento, la rendición de Alemania era ya inevitable. Y la tarea de las SAARF era tratar de rescatar a los miles de prisioneros de guerra que corrían el riesgo de ser trasladados y asesinados, o bien utilizados como moneda de cambio durante las negociaciones de la rendición en los días finales del Reich.

El plan consistía en lanzar a un grupo de tres paracaidistas junto con un equipo de radio. Los tres hombres vestirían ropa raída y vieja, y aterrizarían cerca del campo de prisioneros definido como objetivo. Una vez allí, se sumarían sigilosamente a uno de los equipos de trabajos forzados cuando estos salieran del campo, y de este modo conseguirían infiltrarse. Una vez dentro, se pondrían en contacto con el prisionero de guerra británico más veterano y luego establecerían un sistema de comunicación con las tropas aliadas que estaban avanzando. Planificarían cobertura por aire y el lanzamiento de una partida de armas, tras lo cual se harían con el control de la guarnición del campo o bien intentarían llegar a un acuerdo con el comandante que se encontrara a su cargo.

El grupo que dirigía Paddy se sumó a otro encabezado por Henry Coombe-Tennant, un hombre que más tarde se haría monje en la comunidad de Downside. Los dos equipos comenzaron por analizar las fotografías aéreas del campo que iba a ser su objetivo: Oflag IV-C, también conocido como Colditz. Aquella fortaleza se consideraba inexpugnable y tenía una reputación temible. En ella estaban confinados algunos de los prisioneros VIP «moneda de cambio», a los que los alemanes llamaban Prominente.* Mientras estaba dedicado a esta tarea, Paddy se enteró de que el coronel Miles Reid, condecorado con la Cruz Militar, había regresado a Inglaterra. El coronel había estado preso en Colditz y lo acababan de liberar como parte de un acuerdo de intercambio de prisioneros. Él y Paddy se conocían personalmente, pues se habían cruzado alguna vez durante la campaña de Grecia, cuando Reid dirigía la unidad de reconocimiento Phantom. Después de haber pedido permiso al brigadier J. S. (Crasher) Nichols, que era su comandante en las SAARF, Paddy tomó prestado un coche de la unidad y se dirigió hacia Haslemere, donde vivían Reid y su esposa.

A Reid la totalidad del plan le pareció una absoluta locura, incluso le horrorizó la mera idea de que alguien hubiera podido considerarlo un solo minuto. «¿Es que no habíamos oído hablar de lo inexpugnable que era la fortaleza? ¿Acaso no teníamos idea de la minuciosidad y el rigor de sus controles? ¿Y que los centinelas controlaban a los hombres que hacían trabajos forzados, uno por uno? ¿Ignorábamos los escrutinios constantes y que en el campo se pasaba lista cada dos por tres? El plan era imposible, no había ni la más remota posibilidad de que tuviera éxito [...] y, además, no solo no sería beneficioso, sino que con toda probabilidad causaría más daño que bien».4 Paddy condujo de regreso a Wentworth con el ánimo considerablemente decaído. Para colmo, el propio Reid llegó al día siguiente pidiendo ser recibido por el brigadier Nichols. Los dos hombres estuvieron encerrados en el despacho durante un buen rato, y ambos salieron de él furiosos. Crasher Nichols se mostró categórico: la misión era viable y el plan seguiría tal como estaba previsto. Pero Reid se salió con la suya, básicamente porque los propios acontecimientos desbordaron todas las previsiones. El 16 de abril, la avanzadilla del ejército de Patton liberó a los prisioneros de guerra de Colditz. Pero de todos modos allí ya no quedaba ninguno de los prisioneros catalogados como Prominente; los habían trasladado a todos antes de la llegada de los estadounidenses.

En aquel momento, Paddy tenía también otra tarea entre manos. Billy Moss había escrito un relato de la Operación Kreipe. Ahora estaba tratando de que el texto superara la prueba del censor y le había pedido ayuda a Paddy. Moss estaba en Londres, así que parecía un poco raro que delegara este cometido en su amigo. Pero quizá creyera que Paddy tenía mejores contactos que él, y a un nivel más alto, por lo que el proyecto podría correr mejor suerte si lo dejaba en sus manos. El texto no impresionó en exceso al censor de turno (del que se desconoce el nombre), que lo calificó como «un manuscrito de gusto bastante dudoso y sin valor literario o documental».5 Paddy, por su parte, era muy consciente de los defectos del manuscrito; muy en particular, creía que destilaba «una actitud condescendiente hacia los cretenses. De alguna manera insinúa que se trataba tan solo de un puñado de amables salvajes [...] Sin embargo, los editores se disponen a hacer algunas revisiones y cambios considerablemente drásticos, así que puede que al final el texto se convierta en lo que debería ser: el relato de un joven sin mayores pretensiones de una aventura emocionante».6

Se podría también cuestionar por qué fue Billy, y no Paddy, quien escribió la historia de la Operación Kreipe. Pero siempre se había acordado que las cosas se darían de esta manera. Moss iba a ser quien llevara la bitácora de a bordo durante la misión y, de hecho, fue el único que dispuso del tiempo necesario para estar tomando notas diarias. Dado que tenía que custodiar al general, Billy pasó muchos días de ocio forzoso. Y estuvo escondido en las cuevas de las montañas junto con un puñado de cretenses con los que apenas podía sostener una conversación básica, pues él no hablaba griego. En cambio, Paddy trabajaba a tiempo completo, intentando establecer contacto con El Cairo, tratando de evitar los encuentros con el enemigo y organizando el transporte del grupo hasta aquella playa aislada. También había otras razones para que él no escribiera aquel relato. Paddy había pasado la mayor parte de la guerra junto a la resistencia cretense. Para bien o para mal se había convertido en un importante personaje de su historia. Un libro suyo hubiera causado un enorme impacto en la isla. Y, por mucho que se hubiera empeñado en ser justo con todos a quienes había tratado en esa época, hubiera resultado casi inevitable ofender a alguien. Y, por último, un libro firmado por él podría haber tenido repercusiones desagradables si algún malintencionado sacaba a relucir el dramático accidente a resultas del cual murió Tsangarakis. En lo que a Paddy se refería, era un riesgo que no merecía la pena correr.

Una vez se canceló la Operación Colditz, Paddy y Henry CoombeTennant, ambos aún con las insignias de la SAARF en los uniformes, fueron destinados a Lüneburger Heide, en Alemania. Y allí les estacionaron en Hamburgo, ciudad en ruinas que había sido fuertemente bombardeada. Esta vez formaban parte de un equipo de trabajo cuya misión era buscar y perseguir criminales de guerra e inspeccionar los tribunales locales que se habían organizado para regular las denuncias y administrar justicia. Tenían órdenes de no confraternizar con los alemanes, y se les instruyó para que rastrearan y encontraran a los llamados Werwolfen, grupos de jóvenes nazis fanáticos que utilizaban tácticas de guerrilla, como colocar alambres tensados de un lado a otro de la calle con el objetivo de decapitar a los motoristas.

Un día, yendo en coche con dos de sus compañeros por la zona de Itzehoe, en Holstein, Paddy vio el rótulo de la carretera que señalaba el camino al Schloss Rantzau. Se desviaron del camino para visitar el lugar, donde Paddy esperaba poder conseguir noticias de su viejo amigo Josias, que se había mostrado tan amable con él en Bucarest. Al igual que los demás castillos y mansiones de la región, la propiedad estaba repleta de refugiados procedentes de Hamburgo, pero Paddy hizo indagaciones y acabó por encontrar a un pariente de Josias. No le pudo dar buenas noticias. Su amigo había sido apresado por los rusos cuando estos invadieron Bucarest en agosto de 1944, y nadie sabía lo que había sido de él. Más adelante, Paddy descubrió que lo habían deportado a la URSS, donde murió en cautividad unos cinco años después del fin de la guerra. Su amante, Marcelle Catargi, se había suicidado.

Después de salir de Alemania, Paddy pasó tres semanas en Dinamarca y regresó a casa cargado con cuatro pistolas deportivas. «Alguien se había hecho con ellas como parte de un botín, y me las regaló» (probablemente era una manera de decir que ese alguien era él mismo). Llegó a Londres a tiempo para celebrar la victoria en el Día de Europa: el 8 de marzo de 1945.

En una época en la que cualquier hombre en edad militar se definía por lo que había hecho o dejado de hacer durante la guerra, resultaba obvio que las celebradas aventuras de Paddy le reportarían un gran éxito social. Una de las personas que lo acogió bajo sus alas fue lady Cunard. Emerald Cunard vivía en una lujosa suite del hotel Dorchester y allí llevaba una vida social fastuosa. Por sus salones pasaban políticos, generales, soldados condecorados, músicos y escritores. En ellos Paddy conoció a Ann Rothermere, más tarde Ann Fleming, con la que de inmediato se estableció un vínculo de amistad y simpatía mutua. Y también al escritor y crítico Peter Quennell, que iba a publicar algunos de sus primeros trabajos en Cornhill Magazine. Sin embargo, el lugar que más frecuentaba Paddy era el Gargoyle, un club que había conseguido permanecer intacto durante la guerra. Tenía una minúscula pista de baile y en sus muros colgaban dibujos de Matisse. Paddy y Xan Fielding, que ya había regresado de sus estancias en Camboya, Nepal y Tíbet, se reunían allí muy a menudo.

Aquella primavera, Billy Moss y Sophie Tarnowska se habían casado en El Cairo. Paddy lamentó perderse el acontecimiento, pero estaba contento de que Joan sí hubiera podido asistir al enlace. Poco después de esta boda, Joan salió de viaje con la intención de pasar una larga temporada en Líbano, Siria e Irak. Viajaba con su amigo, el artista Dick Wyndham. Puede que eso no hiciera muy feliz a Paddy, pero Joan iba y venía a su antojo.

Regresó a Inglaterra aquel verano. Y una vez en casa, invitó a Paddy a que pasara una temporada en la mansión que su familia tenía en Dumbleton, Worcestershire. Dumbleton Hall es una gran casa de estilo neojacobino, situada en el linde de las colinas Malvern. La propiedad fue diseñada por Humphry Repton en 1837, y está adornada con múltiples chimeneas, torreones y cúpulas. Sybil, la madre de Joan, se mostró acogedora, pero era una mujer penosamente tímida, todo lo contrario de su marido, que era autoritario e irradiaba seguridad en sí mismo. Entre los otros huéspedes de la casa había dos de las amigas más antiguas de Joan. Lady Dorothy (Coote) Lygon era también amiga de Evelyn Waugh y este se había inspirado en ella para el personaje de lady Cordelia Flyte en Retorno a Brideshead. Era una mujer algo regordeta y con aires de búho sabio que más tarde estaría varios años ejerciendo de profesora en Atenas. Coote había debutado en sociedad el mismo año en que lo había hecho Joan, al igual que Wilhelmine (Billa) Harrod (de soltera Creswell), que pertenecía a la misma generación. Billa, que estaba felizmente casada con el economista Roy Harrod, dedicaría gran parte de su vida a la conservación y preservación de las iglesias antiguas de East Anglia. Pero por aquel entonces era más conocida por haber inspirado al personaje de Fanny, la narradora del libro de Nancy Mitford A la caza del amor.

Tanto Billa como Coote dieron su aprobación a Paddy. Graham Eyres Monsell, el hermano de Joan, era más difícil de impresionar, pero también por este lado hubo éxito. Graham era un muchacho alto, elegante y un pianista notable. Al igual que Paddy, había servido en el Cuerpo de Inteligencia. Había estado en acción en África y en Italia, y había abandonado el ejército con el rango de teniente coronel. Graham adoraba a Joan y ambos hermanos compartían un profundo resentimiento hacia su padre. A Joan le había denegado la posibilidad de recibir una educación apropiada y a Graham le había prohibido estudiar piano profesionalmente. En el cerebro del lord Monsell no cabía la idea de un pianista varón, «solo los mariquitas tocaban el piano»,7 y creía que la homosexualidad de Graham estaba, de alguna manera, vinculada con su amor por la música. El hermano de Joan sufría a menudo ataques agudos de depresión, y cuando esto sucedía se confiaba a su hermana. En una ocasión, Billa Harrod dijo que nunca había visto a unos hermanos que estuvieran tan compenetrados y cercanos.

A principios de septiembre, Joan partió hacia Atenas para incorporarse a su puesto de trabajo en la embajada. Iba a ser la secretaria de Osbert Lancaster, por aquel entonces agregado de prensa de la embajada. Los dos se habían conocido a través de John Rayner. Este había encargado a Lancaster unos dibujos para una serie de historietas ilustradas del Daily Express, que se publicaron, con escasas interrupciones, desde 1939 hasta 1981. Paddy tenía muchas ganas de reunirse con Joan en Atenas, y empezó a buscar un trabajo que le permitiera instalarse en Grecia.

Londres estaba lleno de hombres que acababan de ser desmovilizados y, al igual que él, todos andaban a la caza de trabajo. Ciertamente, el expediente militar de Paddy durante la guerra era envidiable, lo que mejoraba sus perspectivas. Pero también es cierto que ya había cumplido los treinta años, nunca había asistido a la universidad y jamás había tenido un empleo fijo. Supo que sir Louis Greig buscaba un tutor para el joven rey Faisal de Irak, y escribió postulándose para el puesto, pero después decidió no seguir insistiendo. Poco después se enteró de que en Atenas había quedado vacante una plaza de director adjunto para el Instituto Británico de Estudios Superiores. Este era un instituto que había sido creado el año anterior por Maurice Cardiff, y estaba bajo los auspicios del British Council.

Paddy fue entrevistado por el coronel Kenneth Johnstone, del Council. Los métodos del coronel resultaban más bien desconcertantes, y Paddy solo supo que había sido aceptado cuando, en un momento dado, el militar se puso de pie, le estrechó la mano y le dijo: «No te preocupes, hijo, todo irá espléndidamente bien».8

Pese a que antes de su retirada los alemanes habían destruido los muelles y embarcaderos del puerto de El Pireo, la ciudad de Atenas no había sufrido demasiados daños durante la guerra. Los que sí se habían visto gravemente afectados fueron sus habitantes, que habían vivido en un estado permanente casi de inanición desde 1941. Uno de los resultados de esta carencia de víveres era que casi todos los atenienses criaban pollos, incluso los que vivían en bloques de apartamentos en el centro de la ciudad. Los cacareos de los gallos, sumados a los gritos de los vendedores callejeros, las radios estridentes y la cacofonía metálica de los viejos tranvías, hacían de Atenas una ciudad muy ruidosa. De hecho, Osbert Lancaster estaba convencido de que era, con mucho, la más ruidosa de Europa. En 1946, la mayoría de sus habitantes aún vivía en casas modestas de dos pisos, de tal modo que la vista de la Acrópolis aún dominaba por completo la ciudad. En las zonas más pobres, bajo el monte Himeto, las paredes de las casas estaban cubiertas de lemas comunistas pintados en color rojo.

El superior inmediato de Paddy en el Instituto Británico era Rex Warner, un caballero invariablemente afable y un especialista en griego que además era considerado como uno de los novelistas más prometedores de su generación. Maurice Cardiff tenía recuerdos muy precisos de Paddy y Rex estando juntos. «A medianoche se organizaban competiciones en la taberna. Les dábamos a los dos algunas rimas que fueran difíciles y, a partir de ellas, ambos creaban sonetos en cosa de pocos minutos. Los poemas tenían una calidad pasable, aunque los de Rex eran mejores, estaban escritos de forma más perfecta y su métrica era correcta».9 Como director del Instituto Británico Warner rendía cuentas a Steven Runciman, a quien Paddy había conocido en Sofía en 1934, y que ahora era el representante del British Council. Alto, puntilloso y un lingüista brillante, Runciman por aquel entonces estaba trabajando en la Historia de las Cruzadas, que le haría famoso. Sin embargo, su pasatiempo fundamental era coleccionar escándalos e historias. «Los chismes sobre la realeza están muy bien —dijo una vez—, y los chismes sobre los políticos son aún mejores, pero, querido mío, nada puede competir con los chismes sobre el Vaticano».10

Trabajaban todos en el mismo edificio, situado en la calle Ermou. Runciman conservaba un recuerdo vívido de Paddy en aquel tiempo. «Daba mucho lustre a la oficina —explicaba Runciman—, pero ninguno de los que estábamos allí sabía demasiado bien qué hacer con él». Cardiff aseguraba que Paddy faltaba al trabajo muy a menudo y que cuando estaba en las oficinas parecía que siempre estuviera en plena fiesta. Se repantigaba en la silla, con los pies encima de la mesa, y desde allí se dedicaba a entretener a una multitud de visitantes cretenses. La estancia siempre estaba cubierta por el denso humo azul de los cigarrillos y llena de voces, gritos, canciones cretenses y risas alborotadas cuyos ecos se esparcían por el pasillo. La ocupación alemana prácticamente había acabado con la economía de Creta, y por aquel entonces había muy poco empleo en la isla. Paddy encontró pequeños trabajos en el Instituto, tanto para Manoli Paterakis como para George Psychoundakis. A menudo los dos pasaban la noche en el suelo de la habitación que él tenía alquilada en el hotel Grande Bretagne, y no eran los únicos. Más adelante, sucedió lo mismo con el apartamento que Paddy alquiló en el barrio de Kolonaki.

Esta forma de actuar no despertaba las simpatías de todos. «Había una parte insensible en Paddy —opinaba Cardiff—. Era muy presuntuoso, y un tanto sabelotodo. El ruido que generaba y sus excesos de entusiasmo podían resultar agotadores».11 También Steven Runciman tenía reservas con respecto a Paddy. Aunque, a decir de Cardiff, su resentimiento se debía a que Paddy conocía a más personajes de la realeza griega que él. En cualquier caso, Runciman percibía que Paddy era una de esas personas que turban la paz de una oficina. «Todas las chicas estaban enamoradas de él —contaba—. Acostumbraba a pedirles dinero y lamento decir que no siempre lo devolvía. En alguna ocasión tuve que ocuparme yo del asunto y resolver algunas de estas pequeñas irregularidades cometidas por él...».12

Uno de los amigos más íntimos de Paddy en aquella época era George Katsimbalis. Lo había conocido en Atenas, cuando él tenía su primer puesto de trabajo en tiempos de guerra. Entre sus otros muchos proyectos literarios, Katsimbalis editaba la Anglo-Hellenic Review, una revista literaria que se publicaba al amparo del Instituo Británico. Él y Paddy se veían casi a diario. Se reunían en Psara, en lo alto de las escalinatas de Anaphiotika, o bien en la taberna Platanos, que estaba en el barrio de Plaka, por aquel entonces aún libre de turistas. Katsimbalis «era un experto en tres lenguas, y prácticamente no existía ningún poema escrito en griego, francés o inglés [...] que no fuera capaz de recitar de memoria, sin vacilar un segundo y, desde luego, sin cometer un solo error. Se sabía páginas enteras de memoria». También era un narrador brillante de historias. Se trataba más bien de historias reales y vividas, que de numeritos festivos. «Cada vez que las narraba revelaba nuevas facetas de ellas, porque en cada ocasión se trataba de una experiencia real que extraía de las memorias que tenía en reserva: un depósito profundo y en constante estado de renovación».13

Katsimbalis era el alma de un grupo de amigos. Entre ellos estaban el jefe de Joan, Osbert Lancaster, y Monty Woodhouse, consejero para asuntos griegos, así como el pintor Nico Ghika que, junto con Yanni Tsaroukis y Yanni Moralis, estaba construyendo una nueva visión de lo que era Grecia. El grupo también incluía a George Seferis, un diplomático apacible y lúcido, y además el mejor poeta de su generación. Uno de los temas más recurrentes de su obra era el dolor causado por el exilio, y hacía uso de antiguos mitos para iluminar tanto el pasado de Grecia como su incierto futuro. Lawrence Durrell había publicado poemas de Seferis en Personal Landscape y tradujo su trabajo al inglés en colaboración con Rex Warner.

Las elecciones al Parlamento que tuvieron lugar en marzo de 1946 fueron las primeras en diez años. Pero el Partido Comunista y los partidos políticos de izquierda las boicotearon. El resultado fue la victoria de los monárquicos y, en el plebiscito que después tuvo lugar el 1 de septiembre, más de un 60% de griegos votaron a favor del retorno del rey. Aunque el Partido Comunista Griego (KKE) era un partido legal, algunos de sus miembros más conocidos fueron atacados de modo violento, muy en particular en el Peloponeso. Los agresores eran grupos de hombres armados pertenecientes a la extrema derecha, que tenían agravios y cuentas pendientes con ellos desde la época de la ocupación y ahora se tomaban la revancha. Los comunistas empezaron entonces a reagruparse en las regiones de Epiro y Tesalia, aunque en aquel momento su plan no iba más allá de defenderse y consolidar su fuerza y poder. «La mayoría de las versiones y los análisis contemporáneos —escribió Monty Woodhouse— coinciden en describir el proceso que llevó a la guerra civil como un proceso de deterioro que se dio de modo gradual, y que entró en su fase más grave a finales de aquel mismo año».14

Pocos días después de que tuvieran lugar las elecciones, el embajador británico, sir Rex Leeper, fue sustituido por sir Clifford Norton. Norton había sido embajador en Polonia y tenía una idea muy clara de la potencial amenaza que implicaba la Unión Soviética. En los años que siguieron Norton fue una figura clave para conseguir que Gran Bretaña mantuviera su ayuda a Grecia en tanto la guerra civil hacía estragos en el país. Noel Evelyn, su esposa, a la que siempre se llamó Peter, era una apasionada coleccionista de arte contemporáneo. Y su estela atrajo a dos jóvenes y prometedores pintores: Lucian Freud y (en mayo de 1946) John Craxton, que en años posteriores iba a diseñar las portadas de casi todos los libros de Paddy.

Craxton se convirtió en uno de los grandes amigos de Paddy y estuvo en condiciones de aclararle a lady Norton que se equivocaba con respecto a su sexualidad. Lady Norton había oído decir que la habitación de Paddy estaba siempre llena de jóvenes —cosa cierta, pues este era incapaz de negar alojamiento a cualquier cretense que llegara a Atenas en busca de trabajo— y, en consecuencia, ella y muchos otros habían llegado a conclusiones erróneas. Sea como fuere, Craxton decidió que deseaba vivir una temporada en Grecia, y fue Paddy quien le sugirió la isla de Poros, que estaba frente a Lemonodassos.

Otra de las personas que visitaron Grecia aquel año fue Maurice Bowra, un académico especialista en cultura clásica, poeta y coadjutor del Wadham College durante más de treinta años. Cyril Connolly dijo de él que era «una persona tallada en un material mucho más duro y noble que el utilizado para cualquier otra persona».15 Bowra llegaba a Grecia en calidad de presidente del Comité Asesor de Humanidades del British Council, y también como conferenciante, por lo que le presentaron a todo el equipo que trabajaba en el Instituto Británico. Aunque Bowra devino uno de los más devotos admiradores de Joan, en lo que se refiere a Paddy no tenía las cosas tan claras. En un informe que escribió sobre la labor que se llevaba a cabo en el British Council de Grecia, escribió lo siguiente: «El señor P. Lee-Fermore [sic] es un inadaptado. Un hombre en posesión de muchas y muy excelentes cualidades pero en absoluto adecuado para el trabajo de oficina. Dadas las experiencias que vivió en Creta, tiene tratos con gente griega muy poco usual, lo que supone una gran baza en su favor. Sería mejor darle un empleo cuyas tareas implicaran viajar y establecer contactos, algo para lo que está admirablemente dotado».16

Con esto en mente, Steven Runciman propuso que Maurice Cardiff y Paddy (más Joan, que se sumó al grupo) visitaran el British Council recientemente establecido en Salónica y que, partiendo de allí, visitaran algunas de las ciudades más importantes de la región. La labor que llevarían a cabo no era estrictamente política. Debían limitarse a hablar y establecer contacto con la gente, tomar el pulso a los sentimientos probritánicos y también mantener los ojos abiertos a cualquier señal que corroborara un resurgimiento de los comunistas.

Emprendieron rumbo al norte en coche. Durante el viaje Paddy explicó historias de su participación en la campaña griega de 1940 y de la revolución venizelista de 1935. Maurice no estaba muy seguro de que todo aquello fuera cierto, pero en un pueblo cercano a la frontera de Albania se les acercó un hombre y abrazó a Paddy diciéndole: «¿Te acuerdas de cuando llegaron los alemanes y el cura izó la bandera blanca por su cuenta? ¿Y de cuando nosotros obligamos al viejo bastardo a que la retirara de inmediato?».

«Sentía pasión por las palabras —continuaba Cardiff—. Un día cruzamos uno de los pasos del macizo del Pindo y nos topamos con algunos campesinos valacos que apacentaban sus rebaños [...] Paddy había aprendido algo de rumano durante sus viajes y entonces lo usó con buena fortuna con aquellos valacos. Habló con ellos de esto y aquello, y además mantuvo un prolongado regateo tras el que consiguió un magnífico abrigo de piel negra de cordero».17 Cuando regresaron a Atenas, lo celebraron yendo a tomar una copa al bar del hotel Grande Bretagne. Allí se reunieron con un grupo de amigos, entre los cuales estaban Nico Ghika y Tiggy (hipocorístico de Antígona), su primera mujer. Cardiff recordaba que durante esa velada Joan contó la anécdota de aquel abrigo de piel de cordero, y le pidió a Paddy que fuera a buscarlo para mostrarlo. Él regresó al poco rato llevando la prenda colgada del brazo. Llegó frente a la mesa del bar y, adoptando aires byronianos, se tiró el abrigo sobre los hombros. El ostentoso gesto se llevó por delante todas las bebidas que había en la mesa, que fueron a parar al regazo de Tiggy.

En la oficina seguía sin haber tareas para Paddy, así que se presentó voluntario para dar una serie de conferencias por toda Grecia. El objetivo de la gira era presentar las glorias de la cultura británica al público griego. Hablarles, por ejemplo, de lord Byron o de la hermandad de los prerrafaelitas. Runciman aceptó su oferta; debió de parecerle que esta era una excusa tan buena como cualquier otra para sacárselo de encima.

Osbert Lancaster estaba entonces a punto de dejar su puesto de la embajada, así que, una vez más, Joan tenía libertad para acompañar a Paddy. Las primeras conferencias tuvieron lugar frente a unos auditorios semivacíos. El público asistente solía consistir en un puñado de estudiantes y una o dos mujeres mayores que escuchaban respetuosamente. Pero todo esto cambió cuando llegaron a Corfú. La persona que dirigía las oficinas del British Council de la isla era una mujer extraordinaria llamada Maria Aspiotti. Maria alojó a Paddy y a Joan en su propia casa durante un par de días, y anunció que el mayor Leigh Fermor, el héroe que había capturado al general alemán, iba a dar una conferencia. A Paddy casi le dio un soponcio cuando supo que el lugar alquilado para el evento era un cine enorme. Pero la noche de la conferencia la sala estaba llena a reventar y el público le recibió gritando con entusiasmo: «¡Kreipe! ¡Kreipe!». Tal como Maria Aspiotti había sospechado, la única historia que la audiencia quería escuchar de los labios de Paddy era una que no tenía nada que ver con los prerrafaelitas.

Aquella noche, Paddy se sentó a una mesa sobre la que tenía una jarra de agua y un vaso, aparentemente lleno también de agua, del que iba bebiendo pequeños sorbos mientras explicaba la historia. Cuando el nivel del líquido del vaso había ya bajado bastante tomó la jarra y vertió agua en él. El líquido transparente que quedaba en el fondo del vaso tomó de inmediato un color lechoso y de la sala surgió un rugido general de aprobación. Lo que Paddy había estado bebiendo durante toda la conferencia era ouzo puro. La conferencia fue un éxito grandioso y, a partir de entonces, Paddy ya no habló más de cultura británica. Aquellas eran épocas en las que la prensa comunista hacía todo lo que estaba en su mano para fomentar los sentimientos antibritánicos entre la población. Las conferencias que Paddy dio sobre la Operación Kreipe fueron en extremo útiles para contrarrestar los intentos de los comunistas. Tal y como le dijo un oficial estadounidense a Maurice Cardiff: «Él es el mejor elemento propagandístico que tienen ustedes».18

La gira se hizo más confortable y más divertida cuando Xan Fielding se reunió con Paddy y Joan en el Peloponeso. Xan había llegado a Grecia como parte de un equipo de observadores internacionales cuya labor era revisar los registros electorales y supervisar las elecciones. Una vez finalizado el trabajo, tenía por delante una larga temporada de vacaciones, y además se las apañó para que le prestaran un jeep del ejército.

Viajaron los tres juntos hasta Kalamata. Era pleno verano y el calor era extremo. Se sentaron a la mesa de una taberna frente a la orilla del mar. «Las losas de la orilla [...] emitían calor como una olla sin tapa. En una repentina y silenciosa decisión, nos metimos en el mar unos pocos metros, llevando con nosotros la mesa de hierro, y luego las tres sillas, en las que nos sentamos, con la refrescante agua por encima de nuestras cinturas, en torno a la mesa cuidadosamente puesta, que ahora parecía levitar mágicamente a ocho centímetros del agua».19 El camarero que les atendía no lo dudó un instante y se metió también en el agua para servirles su pescado a la plancha. Sus vecinos de mesa, encantados con el espectáculo, les enviaron jarra tras jarra de retsina.

Cuando llegaron a Creta, recibieron el trato de héroes. Paddy y Xan dieron conferencias, primero en Heraklion y luego en La Canea. En ambas ciudades los cines que fueron escenario de sus charlas estaban llenos a rebosar. Todo el mundo quería estrecharles la mano. La parte del viaje que resultó más esforzada, al menos en lo físico, fue el triunfal viaje a caballo que hicieron a través de los pueblos de las Montañas Blancas y de Amari, cuando regresaban, por etapas, de vuelta a Heraklion. Aquella parte del viaje fue agotadora. Hasta tal punto que Joan, viajera incansable, capaz de soportar el calor, el frío y toda clase de incomodidades, más la mala comida y las pulgas, esta vez casi se desmoronó, abrumada por el peso de la excesiva hospitalidad cretense.

Fueron días y más días de festejos y bebidas. Todos y cada uno de los habitantes de cada pueblo nos ofrecían comida. Tan pronto terminábamos de tomar el café en una de las casas ya nos veíamos obligados a empezar de nuevo, bebiendo sikoudia en la siguiente. Y en cada casa mataban sus mejores corderos y sus mejores pollos para nosotros, de tal modo que nos era imposible rechazarlos, pues hubiera sido hacerles un feo. Y las familias con las que no habíamos compartido mesa, se quedaban de pie en la carretera ofreciéndonos bandejas llenas de raki y meze (normalmente se trataba de trocitos de la cabeza de cordero). Y teníamos que ir parando y bebiendo con todos. Está de más decir que no dormimos nada. Por las noches había bailes, liras, canciones y todo ello animado con bebida sin interrupción. Explosiones de alegría por todas partes. Cada vez que nuestra caravana llegaba a un pueblo nuevo, se organizaba tal jaleo que parecía que hubiera una batalla en marcha. Fue un viaje de lo más glorioso. Y era absolutamente conmovedor contemplar el afecto que los cretenses sentían por Paddy y Xan...20

Los periódicos comunistas hicieron todo lo que pudieron para arruinar aquella gira triunfal. Según ellos, las conferencias no eran más que un ejercicio propagandístico, una cobertura que servía para ocultar el hecho de que tanto Paddy como Xan trabajaban como espías al servicio de los ingleses. Salió a colación la muerte de Yanni Tzangarakis, y se dijo que solo ahora se sabía la verdad. Paddy, y no los alemanes, había sido quien mató a Yanni. Y, con toda probabilidad, lo había asesinado porque este conocía «todos los secretos de los ingleses». Estando en la isla, Paddy decidió visitar de nuevo a Kanaki. Una vez más, quería tratar de explicarle cómo habían sucedido las cosas. Así que se separó de Joan y Xan diciéndoles que se reuniría con ellos más adelante en la Villa Ariadne, en Cnossos, que en ese momento estaba de nuevo en manos de la British School of Archaeology. Después tomó un taxi y le pidió al conductor que le esperara en la carretera de Rétino. Él, entretanto, fue andando hasta Photineou y de allí emprendió el camino hacia la casa de Kanaki, que estaba algo más arriba, en la ladera de la montaña. Llamó a la puerta de la casa y entró. «Kanaki estaba de pie frente a mí, y me dijo: “Mihali, ¿qué buscas aquí? Tú y yo no somos amigos”. Tenía una pistola en el cinturón y dos dedos apoyados en la culata. Mala cosa, así que abandoné la casa, muy triste».21

Pasaron unos cuantos días en Santorini y luego partieron hacia Rodas. Lawrence Durrell y su segunda mujer, Eve Cohen, vivían en la isla. Se habían instalado en una casa pequeña, Villa Cleobolus, casi oculta en el interior de un jardín enmarañado y salvaje que también contenía un cementerio turco. «Fue una estancia sorprendente y estupenda, dedicada a la charla, a la música y a diversos festejos —escribiría más tarde Paddy—. En compañía de Lawrence siempre sucedían cosas raras. Una tarde fuimos a visitar las ruinas de la antigua Camirus, bebimos mucho y con el vino se nos despertó la curiosidad. Acabamos todos a cuatro patas, recorriendo los conductos subterráneos de la vieja ciudad. Estaban llenos de murciélagos, y salimos de aquel laberinto cubiertos de excrementos y telarañas».22

Dado que tenían la ropa sucia y llena de sietes, parecía buena idea quitársela. Caminaron desnudos por entre las ruinas, y llegaron a una piedra que parecía un altar para sacrificios. Allí compusieron un cuadro viviente, que Joan fotografió: Paddy estaba desnudo y tirado encima del altar, Larry sostenía el pene de la víctima que se había prestado al sacrificio, mientras un cejijunto Xan blandía un enorme cuchillo. Después, aún desnudos, caminaron por encima de uno de los muros, que encerraba un espacio con una serie de columnas dóricas de casi cuatro metros de altura y que alguna vez habían servido de soporte a un techo. Alguien desafió a Xan; no se atrevería a saltar hasta la parte superior de la columna más cercana, que estaba más o menos a dos metros del muro. Xan no se lo pensó dos veces. Dio un brinco tremendo y aterrizó en lo alto de la columna, que «durante varios segundos se tambaleó peligrosamente sobre su soporte».23,* Una vez estabilizada, Xan adoptó la posición de Eros. Una escena inmortalizada en otra fotografía que tomó Joan, a quien Durrell llamaba «la diosa del maíz». Y en lo que se refiere a Paddy, Durrell decía de él que era «un irlandés magnífico y loco [...] el maníaco más encantador que he conocido en mi vida».24

A principios de noviembre regresaron a Atenas, cuando el general Müller y el general Bräuer acababan de ser enviados allí para afrontar un juicio. En su momento, ambos habían estado al mando de las fuerzas de ocupación de Creta, por lo que Paddy tenía curiosidad por verles. Él y Joan asistieron a los procedimientos iniciales del juicio desde la galería pública. Allí fueron reconocidos por uno de los periodistas, y este insistió en que Paddy debía conocer a los dos acusados. Lo condujeron a través de una sala llena de abogados y oficiales de la corte. Y allí estaban los dos generales, en el fondo, sentados en un banco y custodiados por los guardias.

El periodista les presentó a Paddy explicando que era el mayor inglés que había secuestrado al general Kreipe. El general Müller, autor de la muerte de tantos cretenses y objetivo original de aquella operación de secuestro, levantó los ojos y miró al recién llegado. «Mich hätten sie nicht so leicht geschnappt» («A mí no me habría capturado con tanta facilidad»), le dijo con una sonrisa.25 Aquellos dos generales se encontraban entonces enfrentados a una muerte casi cierta y, sin embargo, parecían estar mucho más seguros de sí mismos que Paddy. A este le abrumaban los nervios y se sentía muy incómodo. En un momento dado, sacó de su bolsillo un paquete de cigarrillos y lo ofreció, pero no llevaba cerillas encima. El general Bräuer sí las llevaba y, mientras encendía el cigarrillo de Paddy, este notó que sus manos no temblaban lo más mínimo. A los dos generales les pareció interesante conocer a Paddy. Le contaron que habían sabido de la existencia de algunos oficiales británicos refugiados en las montañas de Creta, y le hicieron preguntas sobre la organización del SOE. Cuando Paddy se fue, le pidieron: «Venga a visitarnos en la cárcel». En diciembre el tribunal los declaró culpables. Fueron sentenciados a muerte y un escuadrón de ejecución los fusiló en mayo del año siguiente. A Paddy no le agradó la idea de que Bräuer sufriera la misma suerte que el general Müller, pues el primero no había sido, ni de lejos, tan brutal o sádico como el segundo.

El tiempo de Paddy en el British Council ya casi había llegado a su fin. Y Steven Runciman le convocó en su oficina. Allí le comunicó que, aun cuando su gira de conferencias había sido un éxito desde el punto de vista propagandístico, también había supuesto un gasto considerable para el British Council. En definitiva, a partir de entonces ya no se requerirían sus servicios. «Tengo que irme de aquí dentro de quince días —le escribió Paddy a Lawrence Durrell el 18 de diciembre—. Estoy enfadado, harto, y me siento más anciano que la roca sobre la que estoy sentado. Jodidos de mierda».26

A finales de 1946, ya no cabía la menor duda de que la guerra civil griega se intensificaba y extendía. Los comunistas, ahora rebautizados como el Ejército Democrático de Grecia (DSE, por sus siglas en griego), contaban con unos dieciséis mil partisanos, más el apoyo de Yugoslavia y Albania. Pero no el de la URSS: Stalin había decidido ofrecerles tan solo un poco de soporte mediático en la prensa, algo de palabrería vacía y elogiosa referida al DSE. Stalin estaba encantado de abandonar Grecia en manos de los británicos y los estadounidenses, y a cambio de esto esperaba que no hubiera interferencias en su dominio sobre Polonia, Checoslovaquia, Rumanía, los Estados bálticos y Bulgaria.

Mirado desde el punto de vista adecuado, Paddy perdió su trabajo en el British Council en el momento justo. Cuando estuvo en Grecia en 1946, pudo ver los muros pintarrajeados con eslóganes, tuvo en las manos pasquines incendiarios y leyó periódicos que traían noticias sobre las atrocidades cometidas por ambas partes del conflicto. Ahora, el ejército griego, apoyado por el británico, estaba luchando contra los comunistas en Epiro, Tesalia y el Peloponeso. Su partida, por muy dolorosa que le resultara, significaba que al menos no se vería obligado a contemplar cómo se desgarraba el país.