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BALASHA
Una de las cartas que Paddy envió desde Dafni estaba dirigida a Peter Stathatos, un amigo de Dimitri y Hélène Capsalis. Esperaba que este le diera alojamiento después de su visita a Monte Athos. Stathatos tenía una propiedad en Modi, a orillas del lago Volvi y a unos ochenta kilómetros al noroeste de Monte Athos. Se puso en camino y pronto descubrió que su anfitrión ya le estaba aguardando. Cuando el 22 de febrero llegó a Rentina, justo al lado de Modi, apareció un criado de Stathatos; le llevaba un caballo para que cabalgara los últimos kilómetros.
Peter Stathatos se había criado en Rumanía y era un jinete entusiasta. La propiedad de los Stathatos en Modi incluía establos y una granja de sementales donde se criaban caballos que luego engrosaban las filas del ejército. En la casa no faltaban las monturas y durante su estancia allí Paddy hizo cabalgadas alrededor del lago. También participó en la cosecha de juncos y pasó largas veladas nocturnas hablando y bebiendo con su amigable anfitrión. Después de unos cuantos días, Stathatos le comunicó que iba a abandonar la propiedad. Había estallado una revolución y él iba a ayudar a sofocarla. Los elementos republicanos del ejército favorables a Venizelos habían dado un golpe de Estado. Stathatos era un oficial leal y partidario del retorno de la monarquía, así que había sido llamado a filas para unirse al regimiento en Salónica.
Desde 1910 hasta 1936, año en que murió Eleftherios Venizelos, la vida pública de Grecia había estado presidida por la figura de este personaje. Venizelos era un hombre de extraordinario talento político, un talento que combinaba con un encanto al que pocos sabían resistirse. Era cretense de nacimiento y durante la Primera Guerra Mundial consiguió —contra los deseos expresos del rey, que era progermano— que Grecia luchara del bando de los aliados. Finalizada la guerra, el rey partió al exilio y cuando, en 1919, los mapas de Europa se redibujaron, Venizelos obtuvo su recompensa: las fronteras de Grecia se ampliaron para incluir las grandes zonas de Epiro y Tracia. La política de Venizelos era básicamente republicana, irredentista y prooccidental, mientras que sus opositores eran aquellos que favorecían una monarquía constitucional.
Durante décadas, las luchas entre monárquicos y venizelistas marcaron la vida política griega y separaron a los ciudadanos. Dividieron al ejército, al poder judicial y a la mayoría de los miembros de todas las profesiones. Ambas partes del conflicto tenían un sistema operativo muy similar, heredado de las épocas de dominio otomano. El estatus de un hombre dependía de la utilidad potencial que pudiera tener para quienes estaban por encima de él y de los favores que pudiera distribuir entre los que se encontraban por debajo de él. Partiendo de esto, cuando el rey y su partido estaban en el poder, se expulsaba a los venizelistas de cualquier cargo de importancia. Y cuando eran los venizelistas quienes triunfaban, entonces estos purgaban por completo a los elementos monárquicos (Paddy conocía muy bien esta manera de funcionar: contaba que cada vez que en Atenas había un cambio de gobierno, la oficina de correos de Kardamyli cambiaba también de manos).1
Grecia había sido una república desde 1924, cuando el rey Jorge II fue enviado al exilio. Pero Venizelos ahora tenía setenta años, y su partido se estaban debilitando. En marzo, el último de sus gobiernos había sido derrotado por los Populistas, el partido monárquico. Tsaldaris, el líder de estos últimos, aceptaba un sistema de gobierno republicano, pero muchos de los miembros de su partido hablaban de reinstaurar al rey, por lo que los republicanos se sentían cada vez más amenazados.
A principios del año 1935 los oficiales republicanos del ejército y la marina griega proyectaron planes para una revolución a gran escala. Fue una idea condenada al fracaso desde el principio. Venizelos había advertido a sus líderes de que no debían pasar a la acción a menos que el gobierno populista anunciara su intención de traer de vuelta al rey. Pero no le hicieron caso y el 1 de marzo pusieron sus planes en marcha. Un barco, el Averoff, se amotinó y muchos de los miembros republicanos del ejército se levantaron en armas. En el norte de Grecia, la línea geográfica que dividía a los rebeldes venizelistas de aquellos que permanecían leales al gobierno era el río Estrimón, que está a unos ochenta kilómetros al noroeste de Salónica.
Mientras Peter Stathatos estaba haciendo sus preparativos para unirse al regimiento, Paddy le preguntó si podía acompañarle como observador. Stathatos ignoraba si aquello estaría permitido, pero quizá pudieran viajar juntos hasta Salónica y allí indagar. El comandante de su regimiento no puso objeción, pero consideró que Paddy debía aclarar este asunto con el cónsul británico. Paddy le planteó la cuestión al mandatario británico, que se mostró indignado ante la mera idea. «¿A qué demonios cree usted que está jugando? —le espetó a Paddy—. Nadie desea que usted ande por allí. ¡Deje de comportarse como un estorbo y lárguese de aquí!». Paddy regresó de la entrevista bastante alicaído, pero Stathatos se mostró animoso. Le dijo que fuera a Modi y que allí pidiera un caballo al mozo de cuadra. Luego podía volver a reunirse con él.
Esta era la versión de los hechos que daba Paddy. Pero en el seno de la familia Stathatos, donde ha habido tres generaciones de amigos de Paddy, la historia que se contaba era otra. Una vez el cónsul británico dejó claro su más firme rechazo, Stathatos decidió que en lo que se refería a él, ya había hecho todo lo posible para complacer a Paddy y sus deseos de jugar a los soldados. Así que le recomendó que regresara a Modi y olvidara el asunto. Paddy obedeció, pero con una enorme renuencia. Y una vez estuvo en Modi, su sed de aventuras pudo más que él. Se fue a los establos y «tomó prestado» un caballo que se llamaba Palikari («el valiente, el gallardo»), montó en él y galopó hacia el lugar de la acción.2
Siguió la carretera de la costa hasta que llegó a la desembocadura del río Estrimón y de allí se dirigió al norte por su orilla occidental. Fue bastante decepcionante no toparse con un solo soldado, y se le ocurrió que quizá las cosas serían más interesantes en la orilla oriental, que se suponía que estaba controlada por los venizelistas. Dio órdenes a Palikari de que se metiera en el río. Paddy nunca había vadeado un río montado a caballo y el caballo se resistía a obedecerle. Tuvo que espolearle un par de veces más para que se decidiera, por fin, a meterse en el río, aunque despacio y con mucha cautela. Y de pronto Paddy se encontró cubierto de agua hasta la cintura, frente a él solo alcanzaba a ver la cabeza y el cuello del caballo, y si miraba hacia atrás, veía la cola del animal; se había extendido sobre la superficie del agua como si fuera un gran abanico. Luego sintió que el caballo empezaba a cambiar de dirección, pues la corriente era fuerte. Temió que el agua los arrastrara a los dos, así que le hizo dar media vuelta y, mal que bien, se las compuso para conseguir volver a la orilla occidental. Una vez en tierra, Palikari se volvió y miró a Paddy con expresión agraviada, «parecía una pieza de ajedrez indignada».3
Pasaron aquella noche en un pueblo armenio situado un poco más arriba del río. Por la mañana aparecieron unos soldados de caballería que arrestaron a Paddy de inmediato, al sospechar que era un espía. Se lo llevaron a Orliako (Strymoniko). Por suerte, desde allí se las arregló para contactar con Peter Stathatos, que pudo responder por él. Evidentemente, Stathatos no tuvo corazón para mandar al muchacho de vuelta a Modi por segunda vez: podía seguirle de cerca, siempre y cuando no creara ningún problema.
Ya se había iniciado la acción, aunque no fuera mucha. Las tropas monárquicas abrían fuego desde el borde del río y los rebeldes respondían desde la orilla opuesta. Se trataba de un intercambio bastante displicente, al menos desde el punto de vista de Paddy, pero aun así los civiles de la zona la estaban evacuando, dejando atrás sus pertenencias. Querían alejarse de cualquier posible peligro. Al día siguiente, Paddy se puso al lado de un sargento que se había mostrado cordial. Cabalgó con él hasta llegar al puente de Orliako. Pretendía contemplar la batalla desde aquella posición. Tras atar a Palikari al tronco de un árbol, se subió al mismo árbol y se instaló en un nido de cigüeñas vacío. Cuando dieron las cinco de la tarde, el enemigo ya estaba en plena retirada y entonces descendió del árbol. Un hombre gravemente herido y otro que estaba muerto yacían en una carreta tirada por un buey que pasó por delante de Paddy. Era la primera visión de la realidad de la guerra, por oposición a sus aspectos románticos. Se le acercó un oficial griego, que venía acompañado por el cónsul británico. El cónsul le lanzó una maldición entre dientes, pero ya no podía hacer gran cosa más.
Para entonces los escuadrones de caballería monárquicos ya se estaban reorganizando, aunque al otro lado del puente no había rastro de los rebeldes. Paddy se apresuró a formar con la retaguardia de los escuadrones y estos partieron a medio galope mientras sus hombres recibían la orden de desenvainar sables. Llegaron todos a la orilla oriental del río. Allí no había nadie, pero las tropas no estaban dispuestas a que se les robara su momento de gloria. A un toque del corneta, los hombres desenfundaron sus carabinas y dispararon, algunas veces tratando de hacer puntería a los pájaros que estaban posados en los tendidos del telégrafo. Paddy les acompañó a lo largo de todo el camino hasta Serres.
Cruzar el puente de Orliako con los escuadrones fue un momento de euforia salvaje. Desde luego, fue lo más cerca que Paddy estuvo nunca de participar en una carga de caballería ligera. Conforme pasaron los días quedó claro que la revolución era un fiasco. El caos era total, los revolucionarios no obedecían las órdenes ni seguían los planes previstos. El desorden era tal que los soldados esperaban a ver qué es lo que hacían sus compañeros antes de comprometerse a hacer algo ellos mismos. En tan solo dos semanas, la revuelta había fracasado, dejando tras ella un puñado de víctimas. Venizelos partió hacia el exilio y murió en París en 1936. El bando victorioso de los monárquicos se encargó de purgar el ejército, expulsando a la mayoría de sus elementos republicanos.
Cuando Paddy se encontraba cabalgando en dirección este en compañía «del amistoso escuadrón de caballería ligera»,4 divisó un extraño grupo de chozas cónicas a la izquierda de la carretera. Él ya había visto campamentos similares en Bulgaria, y también cuando caminaba hacia Modi. No ignoraba que aquellas chozas eran las moradas de los sarakatsani, considerados una suerte de aristocracia entre las muchas tribus de nómadas griegos. «Los habitantes de los pueblos griegos aprueban que los sarakatsani se sientan griegos, envidian su libertad y admiran la arcaica sobriedad de su modo de vida, pero rechazan sus maneras primitivas. “Nunca se lavan —dicen—, desde que nacen hasta que mueren”».5
Paddy abandonó a sus compañeros y dirigió su caballo hacia aquel stani, que estaba compuesto por unas cincuenta cabañas. «Balidos, ladridos y badajos, y el polvo dorado del atardecer animaban el lugar». Los hombres, cuyas capas y capuchas negras les conferían un aspecto similar al de los monjes benedictinos, al principio se mostraron distantes y esquivos. Paddy apenas conseguía comprender su dialecto, pero dedujo que uno de los líderes del campo le estaba preguntando qué es lo que había sucedido, aunque quizá lo que quería era saber más sobre su persona que sobre la situación general. «De todos modos, a veces con entusiasmo y otras con ironía, escucharon las noticias que les conté a tropezones, con profusión de gestos y una elaborada pantomima acompañada de onomatopeyas de toda clase, antiguas y modernas». Lo invitaron a quedarse y pasó la noche en una de sus cabañas, que estaba llena de «un penetrante y agradable olor a leche, requesón, pelo de cabra, tabaco y madera quemada».6 Allí compartió con ellos una comida consistente en pedazos de pan negro empapados de leche caliente, café y, para terminar, cigarrillos liados a mano.
En lugar de devolver el caballo a sus establos de Modi, Paddy se dirigió luego hacia las montañas Ródope con la intención de explorar la parte este de Macedonia y Tracia. En aquella región se hablaba más el búlgaro que el griego. Palikari «me condujo y cargó conmigo [...] Cuando regresamos a su establo, un mes más tarde, habíamos cubierto juntos más de ochocientos kilómetros».7 Parece algo extraordinario que le permitieran conservar el caballo durante tanto tiempo. Pero el nieto de Peter Stathatos más tarde escribió: «Puede que mi abuelo llegara a la conclusión de que Paddy era tan bueno cuidando caballos como montándolos. Siendo así, se entiende que no pusiera ninguna objeción a un préstamo de duró tanto tiempo».8
Paddy siempre lamentó tener que renunciar a la perspectiva de caballero andante que se tiene a lomos de un caballo. Desde luego, los autobuses locales resultaban mucho menos románticos, pero a cambio eran una manera práctica de cubrir los doscientos cuarenta kilómetros, en dirección sur, que le separaban de su próximo objetivo. Este no era otro que los monasterios de Meteora, situados en lo alto de unas enormes rocas volcánicas y cilíndricas, tan altas que sus cumbres horadaban las nubes. Los primeros en colonizar este paisaje sobrenatural habían sido eremitas. Su devoción atrajo a otros y, a partir del siglo XIV, empezaron a acumularse allí las iglesias y los claustros. En el pasado, los monasterios habían albergado a cientos de monjes, pero entonces ya se encontraban en la etapa final de lo que había sido un largo declive. Paddy se alojó en el monasterio de San Barlaam, en una cama de la pequeña habitación de invitados que era muchísimo más confortable que aquellos duros jergones de paja infestados de pulgas de los khans en los que había dormido en las montañas Ródope. En el monasterio ya no resonaban los miles de murmullos de las oraciones, ahora tan solo eran un eco vacío mantenido por tres únicos monjes: el padre Cristóbal, que era el abad, el diácono padre Bessarion y otro monje anciano que caminaba lentamente hacia la iglesia apoyado en un bastón.
Kalabaka era una ciudad pequeña que se hallaba al final de un largo camino que desembocaba a los pies de Meteora. Allí Paddy conoció a Hans Dyckhoff, un hombre originario de Coblenza, y a su mujer Tatiana. Hans estaba establecido en Atenas, donde trabajaba para una compañía alemana, pero también era un entusiasta estudioso de Bizancio. La pareja y Paddy iban a convertirse en buenos amigos.
Paddy volvió a Atenas a principios del mes de mayo de 1935. Regresar a aquella ciudad siempre le resultaba agradable y excitante, y esta vez se añadió también el placer anticipado de encontrar cartas procedentes de casa, más una asignación de cuatro libras más. Pasó una primera noche con los Dyckhoff, y a la mañana siguiente fue corriendo al consulado británico. Allí conoció a un joven llamado John Waterlow. Que dos jóvenes ingleses trabaran conocimiento en el consulado británico de Atenas no tiene nada de extraordinario, pero en este caso se dio la circunstancia de que John Waterlow era hijo del embajador sir Sydney Waterlow. Y después de que ambos jóvenes compartieran un buen rato de bebida y charla amistosa, John le dijo a Paddy que podía alojarse en la embajada durante unos cuantos días.
Sir Sydney Waterlow era un hombre inteligente y culto, pero se mostró más bien inmune, cuando no alérgico, a la conversación exótica y al espíritu vivaracho de Paddy. Aunque Paddy tuvo buen cuidado en suavizar al máximo su breve episodio como observador oficioso y acompañante del ejército griego en Strymoniko, sir Sydney decidió que toda aquella cháchara sobre los sarakatsani y los kutsovalacos, el trayecto a caballo a través de Macedonia y Tracia, y la escalada a las vertiginosas cumbres de Meteora no era más que una excusa para el pavoneo. «Parece usted endemoniadamente pagado de sí mismo, ¿no es así?», le espetó de malas maneras.9
Después de solo dos o tres días de estar alojado en la embajada, John Waterlow abordó a Paddy. Parecía sentirse terriblemente incómodo. «Lo siento mucho —le dijo—, pero vas a tener que irte». A Paddy nunca se le contó explícitamente el porqué de la expulsión, pero sin duda habrían llegado informes del cónsul británico de Salónica que tendrían mucho que ver con ella. Sir Sydney había descubierto que Paddy era un chico conflictivo, además de un fanfarrón.
En cualquier caso, durante los escasos días que Paddy pasó en la embajada conoció a un joven diplomático educado en Oxford llamado Aleko Matsas. Divertido y urbanita, Matsas tenía además un gusto acusado por los libros y la poesía, así que la compañía de Paddy le pareció cautivadora. Una noche, Aleko recibió a unos cuantos amigos en la terraza de su casa, y en un momento dado apareció una mujer delgada y morena de aspecto teatral. Era la princesa Balasha Cantacuzene, que acababa de llegar de una fiesta que ofrecía la embajada británica. «Me gustaste al instante —le escribió a Paddy treinta años más tarde—. Eras tan fresco y tan entusiasta, estabas tan limpio y tan lleno de color. Jamás olvidaré el impacto que me causó aquella bocanada de aire fresco».10
Balasha Cantacuzene pertenecía a una de las más importantes dinastías de Europa oriental. Había Cantacuzenes en Grecia, Rumanía y Besarabia, y en tiempos del Imperio otomano habían sido voivodas* que gobernaban en Moldavia y Valaquia. La familia había dado soldados y poetas, ministros, diplomáticos y posiblemente (aunque el árbol genealógico no puede ser trazado con absoluta certeza) un emperador de Bizancio. El bisabuelo de Balasha, Alexander Cantacuzene, había luchado en la guerra de Independencia griega y había asistido a la rendición de los turcos en Monemvasia, mientras que su hermano había muerto en la batalla de Borodino.
No tiene nada de sorprendente que Paddy se enamorara de ella. Balasha era dieciséis años mayor que él (más tarde Paddy redujo esta cifra a doce en un gesto de galantería), muchísimo más sofisticada, y además su aspecto era grácil y elegante. Al igual que Paddy, poseía una imaginación que tendía a revestir de romanticismo el pasado. Su conversación era ingeniosa y vivaz, y estaba salpicada con conocimientos adquiridos tras muchas horas de lectura. La madre de Balasha había sido una mujer mondaine de gustos superficiales. En oposición a ella, su hija estudió pintura y desarrolló un interés genuino por todo lo que significara cultura. Paddy y Balasha fueron una auténtica revelación el uno para el otro. A ella le conmovió la juventud de Paddy, se dio cuenta de que su errática brillantez necesitaba de alguien que la puliera. Siempre se negó a llamarle Michael, el nombre que él había adoptado desde que abandonó Londres. Prefería Paddy, así que el viajero se convirtió de nuevo en Paddy.
Balasha era la hija mayor del príncipe Léon Cantacuzene y de su mujer, la princesa Anna Vacaresco. Ella y Hélène, su hermana más joven (a la que siempre llamaron Pomme), fueron educadas en francés, inglés y rumano. La familia tenía una casa en Bucarest y una propiedad en Moldavia, la región más al norte de los dos principados que formaban originalmente Rumanía.
En 1924, Balasha contrajo matrimonio con un diplomático español, Francisco Amat y Torres, más conocido como Paco. Amat y Torres había servido tres años como tercer secretario de la embajada española en Bucarest. Balasha le acompañó en posteriores misiones en Varsovia, España, Belgrado y, más tarde, Atenas. Ella siempre había optado por ignorar las infidelidades de su marido, pero en Atenas Paco se enamoró apasionadamente de Clothilde, la esposa norteamericana de un diplomático británico llamado Bill Bentinck (Victor Frederick William Cavendish-Bentinck, más tarde noveno duque de Portland). Iniciaron un romance más o menos un año antes de que Balasha conociera a Paddy. Finalmente, Paco abandonó a Balasha para irse con Clothilde. La siguiente misión que le adjudicaron le llevó a Buenos Aires y Balasha no volvió a verle jamás.
Balasha se quedó en Atenas. Allí encontró una casa que parecía un pequeño pastel rosado y que estaba en Tripod, una calle cerca de la Plaka. Paddy describía su ubicación «a medio minuto del monumento de Lisícrates, donde antes había habido aquel monasterio de capuchinos —ahora desaparecido— en el que Byron se alojó en su primera visita a Atenas». Desde la casa, seguía diciendo, «alguien que durmiera en la terraza balaustrada podía contemplar sin estorbos la colina de la Acrópolis y las estrellas».11 Es muy propio de Paddy escribir sobre su anfitriona pintora sin dar su nombre, aunque sí puntualizando que era «más que una amiga», y al mismo tiempo omitir por completo su propia presencia en aquella terraza.
Ni él ni Balasha tenían mucho dinero, y llevar una vida de glamour en Atenas resultaba caro. Después de dos o tres semanas en la casa de Tripod, empezaron a buscar algún lugar más discreto en el que pasar el verano, un lugar en el que poder huir de los calores y el polvo de la capital. Hans Dyckhoff, el amigo que Paddy conoció en Meteora, les habló de un molino en Lemonodassos. Se llamaba Los Limoneros, y estaba al sudeste de Galatas, una pequeña ciudad desde la que se podía contemplar la isla de Poros al otro lado de un estrecho canal. El molino estaba en funcionamiento y servía para regar los campos de naranjos y limoneros que crecían alrededor de la casa y en las laderas de las colinas cercanas. Spiro y Marina Lazaros se encargaban de su mantenimiento, vivían en la planta baja de la casa con sus ocho hijos. La habitación superior era muy aireada y se reservaba para los inquilinos.
En la estancia había tres antiguas camas de bronce y, justo debajo de ella, rugía el caudal de agua que caía sobre el estanque y ponía en movimiento el molino. «Así que bastaba con dar un paso hacia el exterior —contaba Paddy— y ya estábamos bajo el chorro de una gloriosa ducha fría».12 En el lugar no había teléfono ni electricidad y Marina alimentaba a sus huéspedes con una dieta que consistía básicamente en huevos. Cuatro para cada uno: para desayunar, para comer y para cenar. Los hijos mayores de la pareja, Kosta y Katrina, tenían entre doce y trece años, mientras que el más pequeño aún era un bebé. Solían colgar su cuna de las ramas de un nogal y allí se mecía acompañada por el sonido del agua. El agua del molino discurría luego hacia una red de pequeños canales de los que se encargaban varios hombres que más tarde, cuando caía la noche, se reunían en la terraza, que también hacía las veces de café, para beber y cantar.
Paddy y Balasha pasaban la mañana pintando y escribiendo. Balasha trabajaba en un retrato de Paddy,* mientras él escribía sobre la gente y los lugares que había conocido en Grecia. Había pedido libros prestados a Aleko Matsas y a la British School de Atenas —sobre historia griega, etnografía y folklore—, porque tenía intención de escribir su propio libro sobre el país. Los dos nadaban un rato y luego se echaban una larga siesta. Más tarde daban un paseo hasta la pequeña ciudad de Galatas. El camino era un sendero rocoso que cruzaba por bosques de pinos y mirtos, higueras y olivos. En la ciudad se sentaban bajo los plátanos, frente a pequeñas mesas de hierro. Allí bebían y charlaban mientras contemplaban el monasterio que se erigía en la isla, más allá del estrecho.
En una de sus ocasionales visitas a Atenas, Paddy y Balasha se alojaron en casa de Constantine (Tanti) Rodocanachi y Margèle, su esposa rumana. Los dos sentían un afecto particular por Balasha porque había sido ella quien les había presentado. Rodocanachi había nacido en Egipto y se había educado en Inglaterra. Era un veterano de las guerras de los Balcanes y las Greco-turcas, así como de la Gran Guerra. Había ganado fortunas que luego había perdido, también había servido en el cuerpo diplomático y, al retirarse, se dedicó a escribir. Su primera novela, Ulysse fils d’Ulysse, era una versión libre de la vida del financiero y traficante de armas Basil Zaharoff.
Rodocanachi le dio a Paddy un ejemplar de su libro en francés. Tenía la esperanza de que se lo publicaran en Estados Unidos y en Inglaterra, pero necesitaba un traductor. Paddy no lo dudó un segundo, se trataba de una buena oportunidad y el acuerdo económico que le propuso Rodocanachi era generoso. Si el libro se publicaba en Inglaterra, Rodocanachi estaba dispuesto a darle un tercio de sus royalties.
La vida que llevaban Paddy y Balasha era bucólica, muy al estilo Dafnis y Cloe. Pero una espectacular tormenta de verano fue el anuncio de un viento helado, que arrastraba columnas de nubes y soplaba traspasando sus tenues atuendos veraniegos. Ni siquiera Lemonodassos hubiera sido un paraje idílico en invierno. En lugar de regresar a Atenas, Balasha sugirió ir a Rumanía y pasar el invierno en Băleni, su casa familiar, que se encontraba cerca de la frontera con Besarabia.
Viajaron por mar hasta Constanza, luego en tren hasta Galatz y después (para entonces el tren se había ido reduciendo hasta quedar en tan solo un convoy muy rústico) llegaron a una minúscula estación donde les esperaba un viejo cochero polaco llamado Pan Stanislas. Aún tardaron una hora más hasta llegar a Băleni.
La casa solariega tenía una sola planta y forma alargada. Las paredes eran espesas y estaban blanqueadas, los postigos eran de color verde. Un visitante dijo de ella que tenía la apariencia de «un barco naufragado».13 Los anexos exteriores, las cuadras, los cobertizos y los establos de vacas se habían construido alrededor de un patio lleno de perros que ladraban frenéticamente. Por un lado, la casa daba a un pueblo de pequeñas cabañas blancas con techos de paja; los marcos de las ventanas y puertas estaban perfilados con unas bandas anchas pintadas de colores brillantes. Los campesinos vestían atuendos toscos de color blanco y negro, y se tocaban con sombreros de fieltro. Cuando no estaban ocupadas en otras labores, casi todas las mujeres dedicaban horas a hilar con una rueca; los hombres conducían grandes carretas tiradas por bueyes de color pálido. Por el otro lado, la casa daba a una vasta y ondulante llanura. En la época en que Paddy y Balasha llegaron a Băleni, el viento barría la llanura, que ya había adquirido un color pajizo. Muy pronto las borrascas invernales traerían ráfagas de nieve y su manto impenetrable se amontonaría hasta llegar a la altura de los alféizares de las ventanas.
Pomme, la hermana de Balasha, les recibió y les hizo pasar al interior de la casa. Desde la muerte de sus padres, ella y Constantin Donici, su marido, se encargaban de gobernar la propiedad. La habían heredado en un estado penoso, porque el viejo príncipe había sido más un jugador que un terrateniente. Desde entonces, tanto Pomme como Constantin dedicaban todos sus esfuerzos y energías a Băleni. Además, Constantin también trabajaba como agente para su vecino, el príncipe Zuzev.
El abuelo de Constantin había sido un célebre escritor moldavo y traductor de Pushkin. Pero su nieto Constantin, un hombre práctico y de trato fácil, no era muy aficionado a la literatura. A las mujeres les resultaba atractivo y en su juventud se había visto envuelto en dos o tres duelos, siempre como la parte desafiada. Sin embargo, en aquella época ya se había asentado. Llevaba una vida de caballero rural y lo que más le complacía era la caza. También Pomme era una mujer de campo, y además era apicultora. Ella y Constantin tenían una hija llamada Ina, que acababa de entrar en la adolescencia, y de la que Paddy opinaba que tenía un gran parecido con la Ofelia de Millais.
Las escamas del yeso se desprendían de las columnas y los capiteles. En el interior de la casa, las habitaciones se abrían, una tras otra, ofreciendo a la vista muebles de la época de Luis Felipe y del Segundo Imperio. Voivodas, a veces benevolentes, otras maliciosos, me contemplaban desde los muros. Eran medio bizantinos, medio eslavos, y constituían toda una colección de sombreros de piel, plumas y ropajes forrados de piel y perlas. Entre ellos había uno o dos parientes occidentales con pelucas empolvadas. Eran descendientes de los boyardos, con sus charreteras y sables. También había algunas chicas conmovedoras vestidas con crinolinas, sosteniendo ramos de flores y palomas...
Paddy también recordaba «cajas de cristal llenas de pergaminos con sellos apelmazados, el águila de dos cabezas de la familia, altas estufas de porcelana, los prismas cristalinos de los candelabros, la cornamentas de los venados, el ojo de cristal de una enorme piel de oso de los Cárpatos y miles de libros en diversas lenguas».14
Todo era decadente y estaba más raído que entero. Las propiedades de los Cantacuzene habían menguado mucho debido a las reformas sobre la propiedad de tierras que se aplicaron después de la Gran Guerra. Cuando Paddy llegó a Rumanía, el país aún se hallaba atenazado por una economía estancada en la gran depresión. Aunque nunca disponía de mucho dinero en efectivo, Constantin administraba bien la tierra y conseguía sacar algún beneficio de la venta de cereal y ganado. No obstante, la economía del día a día dependía básicamente del trueque y de los pagos en especie. De hecho, aún persistían algunas costumbres feudales. Un visitante de Băleni recuerda que, cuando Balasha salía a pasear por los terrenos de la propiedad, los campesinos se acercaban a ella, hincaban una rodilla en el suelo y le besaban la mano. En una sociedad organizada de esa manera, no había escasez de sirvientes ni de trabajadores. Su salario consistía en poco más que el alojamiento y la comida, pero pertenecer al servicio de una casa importante implicaba cierto prestigio.
Niculina, una criada tocada con una cofia blanca, cada noche entraba en la casa con una astilla encendida. Igual que si se tratara de un colibrí, y a la misma velocidad, iba alumbrando las lámparas. Eran de queroseno y tenían pantallas que tamizaban la luz. Niculina estaba enamorada de uno de los leñadores, Mihai Pintili. En la casa también vivían una cocinera, Ionitza, y un mayordomo, Ifrim Podubniak, que siempre andaba ligeramente borracho. Y luego estaban Iván, el fontanero ruso, y Mustafá, que era originario de Dobrudja. Paddy disfrutaba mucho charlando con el viejo cochero polaco, Pan Stanislas. «Había hecho su servicio militar en el 2.º regimiento de dragones de Schwartzenberg cuando Galitzia aún pertenecía a Austria, y parecía conocer de memoria todas las novelas de Sienkiewicz».15 Paddy recordaba a todas estas personas con gran nitidez. No tiene nada de sorprendente, pues pasó casi la mayor parte de los siguientes cuatro años en Băleni. Los Cantacuzene, que le habían recibido de modo tan cálido y acogedor, casi llegaron a ocupar el lugar afectivo de su familia.
Por aquel entonces, las relaciones de Paddy con su madre estaban bajo cero y, de hecho, lo único que había entre ellos era un silencio glacial. El distanciamiento se debía a los celos que Æileen sentía de Balasha. Unos celos que habían brotado con una fuerza inesperada, como si se tratara de un genio saliendo de la botella. Paddy, sin imaginarse lo que podía provocar, había escrito una carta a su madre. En ella le hablaba de Balasha y de lo estupenda que era. Luego esperó su respuesta con anticipado entusiasmo. Y a su debido tiempo llegó un sobre dirigido a él en el que reconoció la letra manuscrita de su madre, pero lo que encontró en su interior fue su carta original rota en pedazos. «Aquello creó un abismo entre nosotros, un abismo que perduró durante muchos años —dijo él—. De hecho, creo que después de esto, entre ella y yo las cosas jamás volvieron a enderezarse por completo».16
En febrero de 1936, cuando aún estaba en Băleni, Paddy cumplió veintiún años. Y entonces recibió un inesperado regalo del destino: sir Henry Hubert Hayden, un padrino al que nunca había conocido, y que había sido director de la Geological Survey of India entre 1910 y 1921, le envió trescientas libras. Se trataba de una considerable suma de dinero, que Paddy esperaba poder estirar tanto tiempo como le fuera posible.
Paddy vivió todo el año 1936 en Băleni. Pasaba horas encerrado en la biblioteca octogonal de la casa, traduciendo el libro de Tanti y leyendo, casi siempre en francés: Mallarmé, Apollinaire, Gide y, por primera vez en toda su extensión, À la recherche du temps perdu. También leyó a Tolstói y a Turguénev en su traducción francesa. Por las noches había lectura en voz alta: Les enfants terribles, Le Grand Meaulnes y L’Aiglon. Su rumano había mejorado mucho y, con la ayuda de Balasha, tradujo «Mioritza», un bellísimo e inolvidable poema popular rumano.
Casi cada día daba paseos a caballo, pero Balasha perdió el gusto por la equitación tras una mala caída. Paddy le pidió que hiciera un esfuerzo. Ella intentó montar de nuevo, usando la silla de amazona para sentirse más segura, «pero lo cierto es que ya no disfrutaba —contaba Paddy con tristeza—, en realidad, solo montaba para darme gusto a mí».17 Bajo los invernales cielos blanquecinos daban largos paseos a caballo. Se protegían con largos abrigos de piel de cordero y sombreros forrados, y luego, al volver a casa cuando caía la noche, aparecía el samovar con el té, que se acompañaba con un pan de pasas llamado cozonac.
El clima empezó a ser más templado. Las nieves se fundieron y la llanura de color pajizo empezó a verdear.
Había un pastor llamado Petru que tocaba una larga flauta de madera. Una tormenta había tumbado un nogal y el padre de Ifrim, el mayordomo, cogió un trozo de su tronco y me talló una rebeck de tres cuerdas; Anton, un consumado violinista con la cara deformada por varios golpes, tocaba y cantaba cuando se lo pedíamos. En el pueblo vivían unos cuantos gitanos y solían venir para acompañarle. Entre ellos había una vieja que era medio bruja. Sabía lanzar conjuros y también romperlos mediante encantamientos. Y había otra capaz de liberar al pueblo entero de ratas con su magia. Después de haber encerrado a las ovejas, todas estas ancianas se reunían en un cobertizo para cardar la lana. Eran días divertidos en los que se servían montones de comida, se bebía, se cantaba y se contaban historias [...] Llegué a conocer a todos los que vivían en kilómetros a la redonda: hombres curtidos que vestían chalecos de piel de cordero y se tocaban con sombreros cónicos hechos de vellón de lana, y mujeres con cofias. Me sentía medio moldavo de adopción y trataba de entender el dialecto que hablaban y los giros de sus frases.18
Paddy exploró el delta del Danubio con Alexander Mourouzi, un primo de Balasha que vivía a pocas horas de camino en una casa de estilo neopalladiano llamada Golásei. Partieron de Galatz en tren, luego tomaron un barco de vapor que, navegando por la parte más hacia el norte de un brazo del río, les llevó a la ciudad de Vlacov: «un laberinto de canales sombreados por sauces llorones y flanqueados por cabañas de pescadores rusos blancos que, cada pocas horas, desembarcaban trayendo enormes esturiones de los que extraían racimos de huevas aún sin madurar: el gelatinoso caviar».19 Allí conocieron a un barquero llamado Nicolai que, al igual que la mayor parte de los rusos del delta, pertenecía a una secta conocida como los lipoveni.
Cuando, en el siglo XVII, se estableció en Rusia la Iglesia ortodoxa nikoniana reformada, los antiguos creyentes fueron tachados de herejes, por lo que, en consecuencia, se les persiguió y acosó hasta expulsarlos del país. La antigua religión se fragmentó en varias sectas, una de las cuales era la de los skoptsi, cuyos varones se automutilaban y solían ser conductores de los taxis de caballos en las ciudades rumanas. Paddy los había visto en Bucarest. Los lipoveni eran otra de estas sectas: sus hombres llevaban barba y pelo largo, y hablaban un curioso dialecto propio.
El bote de Nicolai era una lotka, una embarcación larga y negra. Tenía una proa muy pronunciada y un mástil, y se manejaba mediante una larga pértiga. Durante dos semanas Paddy y Alexander Mourouzi navegaron por las lagunas y los canales que serpenteaban a través del delta. Era una región infestada de mosquitos, repleta de peces y aves acuáticas, y con una vegetación de juncos que tenían una altura de seis metros. Las aves no parecían temerles, «apenas se movían cuando la proa de nuestra lotka se abría paso por entre sus tribus flotantes. Se nos acercaban a bandadas, se posaban en el mástil y las barandillas del barco. Y nos contemplaban con una curiosa expresión de escrutinio descarado [...] Las grullas y las garzas pescaban entre la maleza y los cisnes viajaban en flotillas. A través de los múltiples torbellinos de plumas y bandadas de patos y ocas, de vez en cuando surgía, amenazador, un cirro rosado de flamencos».20
Más tarde, durante aquel mismo verano, Paddy y Balasha viajaron a Bucovina y Besarabia. Besarabia (hoy parte de la República de Moldavia) es un largo triángulo de tierra situado entre los ríos Prut y Dniéster, que descienden hasta desembocar en el mar Negro. Fue cedida a Rusia en 1812, pero en 1918 se declaró independiente y se unió a Rumanía. Bucovina, en el norte de Moldavia, había sido cedida a Austria en el siglo XVIII. En ella había asentamientos de ucranianos, polacos, húngaros, judíos y alemanes, pero los rumanoparlantes seguían siendo mayoría.
En Bucovina visitaron las iglesias y los monasterios con frescos de los alrededores de Suceava. Y en Besarabia se alojaron con el general Volodya Cantacuzin, que vivía en una inmensa propiedad situada entre suaves colinas. Cantacuzin les prestó caballos y cabalgaron por la región, visitando a amigos y parientes de Balasha. En algún lugar, Paddy no conseguía recordar cuál, se celebró un gran banquete bajo los árboles. Sin embargo, pese a su amable calidez, pese a sus risas y su hospitalidad, todos los que habitaban en aquella región vivían bajo la sombra de una amenaza. La Rusia soviética jamás había aceptado que Besarabia formara parte de Rumanía, y tenía intención de reclamarla para anexionarla a Ucrania.
Aquella era una perspectiva que causaba terror, pues todo el mundo sabía qué es lo que había sucedido en 1932 y en los años que siguieron a esa fecha. Los granjeros y campesinos de Ucrania habían sido forzados a aceptar la colectivización de sus campos y granjas, lo que había llevado a una serie de hambrunas, no provocadas por la naturaleza sino por el hombre, que además vinieron acompañadas por una represión de una crueldad inimaginable. Murieron millones de personas y sus hijos huérfanos fueron abandonados a su suerte, o bien asesinados o confinados en campos, donde se les dejó morir de hambre. El comunismo jamás había ejercido ningún influjo sobre Paddy, igual que tampoco lo ejerció el fascismo. Ambos movimientos propugnaban la destrucción de todo lo que él amaba de la civilización europea para, en su lugar, construir unos superestados agresivamente utilitarios e industriales. Sin embargo, lo que realmente le «vacunó contra el comunismo», según sus propias palabras, fue la experiencia de aquellos años pasados con los Cantacuzene en el extremo oriental de Rumanía, y también aquella visita que hizo a Besarabia.21
Paddy había estado en contacto con Tanti Rodocanachi mientras traducía Ulysse fils d’Ulysse. Una vez finalizada la traducción, el texto encontró editor inglés. En 1937, William Heinemann publicó el libro, titulado para la ocasión No Innocent Abroad, y entonces Paddy y Balasha decidieron ir a Inglaterra. Ninguno de los dos tenía mucho dinero, pero Paddy esperaba poder conseguir trabajo una vez se publicara la novela. Entretanto, Balasha trataría de vender sus pinturas de Rumanía y, quizá, conseguir que le encargaran unos cuantos retratos.
Cuando, en aquella lluviosa noche de diciembre de 1933, Paddy abandonó Inglaterra, estaba huyendo. Escapaba de las expectativas fallidas que había despertado en su familia, y también escapaba de sí mismo; su yo le parecía inútil, sin esperanza, ocioso, fácilmente disperso. Regresó tres años más tarde. Había viajado más de lo que la mayoría de gente logra viajar a lo largo de toda su vida, y en el transcurso de sus viajes había descubierto que lo que deseaba realmente hacer era escribir. También había descubierto que tenía un don excepcional: era una persona entretenida y un gran compañero. En lo que se refería a estos últimos dones, era consciente de que su magia no siempre surtía efecto. De hecho, había mucha gente que le tenía por un fanfarrón insufrible. Pero cuando aquella magia funcionaba, entonces era capaz de levantar el ánimo de quienes estaban a su alrededor y de reconfortarlos en lo más hondo. Y eso se aplicaba tanto a los hombres como a las mujeres. Todo eso era estupendo, desde luego. Pero no cabía la menor duda de que aquella vida de estudiante nómada debía llegar a su fin, y más temprano que tarde. Había llegado la hora de asentarse.
Paddy, Balasha y Pomme llegaron a Londres en enero de 1937, un mes después de la abdicación del rey Eduardo VIII. Se alojaron con Guy Branch, un amigo de Balasha que vivía en Pembroke Square con su madre viuda y su hermana menor, Biddy. Guy les prestó el estudio que tenían al fondo del jardín pero, pasado un tiempo, Paddy y Balasha alquilaron su propio apartamento en el número 9 de Earl’s Walk, al lado de Earl’s Court Road.
Sin mucho entusiasmo, Paddy empezó a buscar un trabajo que le permitiera ganar algo de dinero pero que, en paralelo, le dejara tiempo libre para escribir y traducir. En un principio, se inscribió como tutor para unos consejeros de educación llamados Gabbitas & Thring, pero después de unas cuantas sesiones con niños malhumorados y, peor aún, sus respectivas madres (presentes durante toda la lección), decidió que las tutorías no eran lo suyo. Su siguiente trabajo consistió en leer guiones de películas alemanas para la Twentieth Century-Fox. Tampoco este trabajo le resultó satisfactorio, porque no tenía el suficiente nivel de alemán como para juzgar si los guiones tenían o no calidad.
El trabajo más conveniente que encontró fue en World Review, una publicación mensual de tendencia conservadora en la que se publicaban artículos de la prensa internacional. Había sido creada por el periodista Vernon Bartlett, que más tarde fue miembro del Parlamento. El puesto de Paddy era el de subeditor y chico para todo de Kathleen Outhwaite, que dirigía la revista desde una oficina en Chandos Street. Quizás él fuera responsable de una o dos reseñas cortas de libros que aparecieron sin firmar en la sección de críticas, pero tan solo hubo una que se publicara con su firma. En ella analizaba un libro llamado Count Your Dead - They are Alive!, escrito por el autor y pintor Wyndham Lewis. Se trataba de un texto polémico que alertaba, de modo urgente, contra los peligros del totalitarismo. Durante su temporada en World Review, Paddy conoció al futuro agente doble Kim Philby, que por entonces era colaborador ocasional de la revista (a Paddy le llamaron la atención los parches de piel que llevaba cosidos a los codos de su chaqueta de tweed, ya que nunca había visto un adorno similar anteriormente).
Para muchas personas de la generación de Paddy, los años entre 1936 y 1938 estuvieron presididos por la Guerra Civil española. Sin embargo, Paddy no sintió el deseo urgente de acudir en ayuda de la República Española. Los intelectuales de izquierdas que hacían apasionada campaña en su favor simpatizaban con el comunismo, y además consideraban que su implantación era algo inevitable. Los años que Paddy había pasado en el este de Europa lo habían vacunado demasiado bien como para confiar en la posición asumida por la izquierda, que presentaba la Guerra Civil como una elección definitiva entre el bien y el mal. «¿Estás a favor o estás en contra del gobierno legal de la República Española?», este era el desafío. «¿Estás a favor o en contra de Franco y el fascismo?».22 Salvo algunas veces en las que asistía a cócteles literarios, lo cierto es que Paddy no se movía en los círculos de izquierdas. En uno de esos cócteles cruzó espadas con el editor John Lehmann, un simpatizante comunista que apoyaba a la República de modo radical. El debate fue furioso; años más tarde Paddy no consiguió recordar cuáles fueron los detalles exactos de la pelea, pero en ella se dijeron cosas imperdonables y, de hecho, los dos hombres nunca más volvieron a dirigirse la palabra.
A Paddy nunca le habían agradado los intelectuales politizados y prefería tratar con los amigos que le habían presentado Balasha y Guy. Volvió a encontrarse de nuevo con Robert Byron, que estaba acompañado por Mark Ogilvie-Grant. Otra amiga de esta época era lady Bridget Parsons. Su belleza rubia atraía a toda clase de hombres, a los que ella desdeñaba, pero nunca le faltaron los amigos. Su hermano, Michael Rosse, poseía un castillo gótico en Irlanda. El lugar se llamaba Birr y, después de la guerra, Paddy se convirtió en uno de sus visitantes regulares. También veía mucho a John Chichester, cuya hermana, lady Prudence Pelham, se había casado con Guy Branch en 1939. Cuando Paddy tenía que presentarse con cierto empaque, tomaba prestados trajes de Guy. Balasha, por su parte, vestía con préstamos que le hacía su amigo, el diseñador Victor Stiebel.
También fue Balasha quien le presentó a tres personas que, a partir de entonces, iban a entrar y salir de su vida constantemente. La primera de ellas era Costa Achillopoulos, un griego, fotógrafo y políglota, que vivía en el centro de un número infinito de mundos interconectados. Pequeño y ágil, Costa tenía unos ojos de color verde pálido que resaltaban sobre el fondo de su piel oscura, y a los veinte años el pelo se le había vuelto blanco como la nieve. Su familia era originaria de Tsangarada, en las faldas del monte Pelión, pero su abuelo había hecho su fortuna en Egipto. Costa se había criado en Suiza y se encontraba a sus anchas tanto en Bucarest como en Atenas, París o Londres. Gran viajero, y bisexual, nunca se casó, pero compartía vivienda con la princesa rumana Anne-Marie Callimachi, una prima de Balasha, cuya incesante charla ella encontraba exasperante. Sin embargo, Balasha tenía mucho apego a Costa.
En abril de 1937, Costa y Anne-Marie organizaron una comida con amigos, y Paddy conoció a una pareja que iba a tener un papel aún más importante en su vida. Se trataba de Georgia y Sacheverell Sitwell. Georgia (de soltera Doble) era canadiense, una mujer de espíritu noble y sonrisa generosa que hablaba en voz muy baja. Una de las razones por las cuales Sachie estaba enamorado de ella era porque suponía un escape de aquella especie de invernadero estético que habían creado él y sus hermanos Edith y Osbert. Hacía tiempo que los días de Façade habían quedado atrás, pero Sacheverell Sitwell se había ganado por sí mismo una reputación como historiador del arte. Sus trabajos sobre el barroco italiano y alemán, olvidados durante largo tiempo, habían supuesto un descubrimiento para toda una generación, que ahora podía apreciar la pintura y la arquitectura del siglo XVII. Sachie tenía una mente similar a la de Paddy. Era fértil y vivaz, y saltaba de un tema al siguiente con rapidez. Él y Paddy se divertían y estimulaban mutuamente. Aquella comida en casa de Anne-Marie había sido organizada con el fin de que Sachie pudiera interrogar a Paddy y Pomme (Balasha no asistió ese día) sobre Rumanía. Y significó el principio de la larga amistad que Paddy mantuvo con Georgia y Sachie. A partir de entonces Paddy pasó muchos fines de semana felices en Weston Hall, la casa de estilo jacobino que los Sitwell tenían en Northamptonshire.
De vez en cuando, Paddy iba a visitar a su madre, que aún estaba viviendo en Coldharbour, cerca de Dorking. Después del episodio de la carta hecha pedazos, había decidido no hablar nunca más de su vida amorosa con ella. Y Æileen, por su parte, no había mostrado ningún deseo de saber más sobre Balasha. Con semejantes reservas por ambas partes, los encuentros resultaban un poco artificiales, aunque aún tenían mucho de qué hablar. Paddy planeaba ponerse a escribir un relato sobre su viaje, aunque aún no sabía cuándo. En cualquier caso, Æileen le pudo entregar todas las cartas que le había escrito a lo largo de aquellos años.
En cambio, Balasha sí le acompañaba cuando visitaba a su hermana Vanessa, que entonces vivía en Gloucestershire. Se había casado con un contable, Jack Kerr Fenton, y tenía dos hijos: Francesca, nacida en 1934, y Miles, nacido dos años más tarde. El matrimonio no fue feliz. Jack era obsesivo y perfeccionista, cualidades que debían de haberle sido útiles en su vida profesional; en cambio, no tenía tiempo para dedicar a sus hijos, que le parecían desordenados y le demandaban demasiada atención. Vanessa fue desdichada a su lado. Paddy sabía que era desgraciada y odiaba a su cuñado, un sentimiento que era mutuo. La puntilla llegó el día en que Paddy se dejó caer en un sofá nuevo, de color champiñón, sobre el que Balasha había olvidado un tubo de pintura color verde esmeralda con la tapa abierta.23
Cuando la primavera de 1937 dejó paso al verano, empezaron a echar de menos su molino de Lemonodassos, así que, después de visitar a unos amigos en Francia, un barco que partía de Marsella los llevó de nuevo a Grecia. Más o menos una semana después de regresar al molino, un día vieron llegar a tres personas por el camino de entrada. Una de ellas era Aleko Matsas, y con él venían «una mujer delgada y de piernas largas con una camiseta verde, pantalones cortos verdes, sandalias y gafas oscuras. Y un tipo adulto y espigado más o menos de mi edad [Paddy tenía entonces veintidós años], que llevaba unos pantalones de marinero de color óxido».24
La mujer era lady Idina Wallace. Su nombre de soltera era De la Warr (era hermana de Buck, un chico que casi había hecho caer a Balasha durante un baile en la temporada de Londres), y se había casado en primeras nupcias con Euan Wallace. Cuando lo abandonó, se vio obligada a dejar también a sus dos hijos pequeños, y muy pronto fue famosa por una sucesiva serie de divorcios. En verano de 1937 andaba ya por su cuarto matrimonio, pero quien la acompañaba aquel día era su hijo David Wallace, al que no había vuelto a ver desde que era un niño. «Se quedaron con nosotros diez días, dentro de los cuales hubo una fiesta campesina en el molino que duró tres días [...] Después de eso Idina tenía la intención de dirigirse a Praga para “reunirse con una persona que, mucho me temo, me tiene algo chiflada, un lobo de mar llamado Ponsonby”».25
Aunque la publicación en Inglaterra de No Innocent Abroad supuso poco dinero para Paddy, el libro tuvo un gran éxito en Estados Unidos. Se publicó en enero de 1938 bajo el título de Forever Ulysses, y el Month Club lo incluyó en su selección de libros, lo que se tradujo en un aumento de ventas. A Paddy le reportó la suma de ochocientas libras, más dinero del que nunca había tenido en su vida. Animado por este éxito, se puso a trabajar para convertir su viaje por Europa en un libro. Las cartas que había escrito a su madre habrían resultado una ayuda inestimable para llenar los huecos de su diario, pero Paddy era renuente a usarlas, y ni siquiera quiso releerlas. Además, le incomodaban un poco, pues temía que hubiera divergencias entre lo que explicaban las cartas y sus recuerdos, y no deseaba que estos se vieran enturbiados por aquellas. Estableció la cronología del viaje con la ayuda del pasaporte, pero «la labor no me resultaba fácil, las palabras no brotaban [...] No conseguía que sonaran de la forma adecuada».26
Hay un atisbo de lo que fue la personalidad de Balasha en dos largas cartas, sin fechar, que esta escribió en 1937 o 1938. Ambas misivas se escribieron en una mezcla de inglés y francés, y las dos estaban dirigidas a su primo, el príncipe Serge Cantacuzene-Speransky. Casi todo su contenido está dedicado a los antepasados de los Cantacuzene y al rompecabezas que era su complejo árbol genealógico. Parece que Paddy, a quien ella describe como «una persona muy experta en genealogía», le fue de gran utilidad a la hora de reunir toda la información. Las cartas también hablan de su vida en Londres. En París, la gente se había mostrado interesada en los retratos que había hecho de los campesinos rumanos y de los gitanos, mientras que en Londres, se esperaba de ella que pintara a personalidades que solían aparecer en «las noticias». Pero lo cierto es que no consiguió ningún encargo, así que solo podía contar con «trabajar en periodismo barato o publicidad, o vender mi nombre para hacer propaganda de la crema Pond’s, o bien pintar retratos surrealistas que parecen algo así como terremotos montados en un pedestal; todo esto significa dinero».27
Antes de regresar a Rumanía, a finales de la primavera de 1938, Paddy y ella decidieron dejar algunas de sus pertenencias en Inglaterra. Entre ellas había muchos documentos y papeles que guardaban relación con el viaje de Paddy a través de Europa. Empacaron sus cosas en dos grandes baúles, uno de los cuales era un cofre rumano muy ornamentado, de madera labrada y pintada, que había formado parte de un ajuar de boda. Dejaron sus cosas con la baronesa D’Erlanger, que tenía una casa en Mayfair. Catherine d’Erlanger, esposa del financiero anglo-francés Emile d’Erlanger, era una de aquellas anfitrionas que daba fiestas elegantes y extravagantes a mediados de la década anterior. También era pintora, y había hecho un retrato de Paddy. Lady D’Erlanger le aseguró que sus pertenencias quedaban a buen recaudo con ella, que podían dejarlas en su casa durante todo el tiempo que ellos quisieran.
Aquel mes de agosto, Biddy, la hermana de Guy Branch, les visitó en Băleni. Biddy tendría unos dieciocho años y era la primera vez que pasaba una temporada fuera de su casa familiar. El relato que escribió sobre aquellos días muestra a una jovencita sumergida en un mundo plenamente adulto, en el que se vivía y conversaba de unos modos que ella jamás hubiera podido imaginar.
Biddy recordaba los labios, muy rojos, de Balasha, el arco pronunciado de sus cejas y su manera de vestir sencilla. A Biddy, Balasha le parecía mucho más vieja que Paddy. Y Paddy le parecía un muchacho al que ella trataba con un afecto que tenía bastante de maternal: «Paddy, deja de hacer eso», o bien «Paddy, otra vez estás hablando demasiado», advertencias que él aceptaba con buen humor y humildad. La vida de ambos se centraba en la conversación:
¡Cuánto podían hablar! [Balasha, Hélène y Paddy] [...] Hablaban sin cesar [...] argumentaban, discutían y alegaban, y el volumen de sus voces subía y bajaba. Cada uno de los discursos era como un recital, aunque formara parte de un diseño, de una creación que parecía inagotable, interminable. Transcurría la tarde, luego llegaba la velada nocturna, y las voces seguían hablando y hablando. La conversación no era un lujo, o un deber, era una obra de arte que se practicaba con toda seriedad. Constantin era diferente: siempre práctico, ventilaba los temas expresando puntos de vista rápidos y concretos.
Los Cantacuzene tenían una expresión para definir el entusiasmo lingüístico de Paddy: «ponerse cargante», que describía su tendencia a embarcarse en charlas inacabables que dejaban a todo el mundo pasmado. Una vez él y su interlocutor —cualquiera que fuera en aquel momento— por fin se separaban, Paddy se volvía entonces hacia la familia, y se explayaba de forma exagerada hablando sobre el dialecto o los giros de frases que había utilizado el visitante. Esta era la señal que requerían los Cantacuzene para poderle decir «ya te estás poniendo cargante de nuevo». Biddy lo recordaba «en la casa de verano, escribiendo, con todo el suelo a su alrededor lleno de hojas de papel, su escritura era tan voluble como su conversación».28
Al universo de Paddy le quedaba muy poco tiempo de vida, pues la perspectiva de una guerra oscurecía el horizonte. «No tengo miedo a nada en lo que a mí respecta —escribió Balasha a su primo Serge—, pero temo por los jóvenes a quienes amo y de los que tendré que esperar noticias [...] en tiempos de guerra es mucho mejor ser un hombre que una mujer. De nuevo, la guerra para nosotras significará trabajar en los hospitales y esperar». En la carta hay tan solo una fecha —1938— escrita a mano en una esquina de la página, por lo que es imposible saber si Balasha la escribió en marzo, cuando se declaró el Anschluss, o a finales de septiembre, después de los Acuerdos de Múnich, o bien en octubre, cuando Hitler ocupó los Sudetes bohemios. «Toda Europa parece haberse vuelto loca —continuaba—, y a mi edad ya no puedo pensar que la guerra es una aventura magnífica».29
Aquel invierno, Paddy tenía un nuevo proyecto literario. Había conocido al escritor francés Paul Morand, que estaba casado con la princesa rumana Hélène Soutzo. Morand acababa de tener mucho éxito con el libro Isabeau de Bavière, femme de Charles VI, que era parte de una serie de volúmenes titulada Reines de France. En su obra, Morand narra la desdichada vida de Isabel de Baviera utilizando una sucesión de cuadros dramatizados. «Es un libro brillante, muy estimulante y lleno de colorido», escribió Paddy.30 Y durante el último invierno que pasó en Moldavia, se dedicó a traducirlo al inglés. Años más tarde, intentó que el editor John Murray publicara aquella versión de Isabeau de Bavière, pero la reacción del lector de Murray no fue muy entusiasta. Incluso aquellos pasajes del libro que habían gozado de más favor del público le recordaban «a una película de capa y espada de la MGM».31
En el prólogo que escribió para presentar The World Mine Oyster, de Matyla Ghyka, Paddy describe el día anterior al estallido de la guerra. Ghyka era un oficial de la marina que se había convertido en diplomático; un erudito, políglota y amable, de cejas espesas y erizadas, que había sido educado en Francia. Y también era uno de los integrantes de un grupo de amigos de Băleni que fueron al bosque en busca de setas. Era un día a finales de verano de 1939, el bosque al que se dirigían estaba a algo más de quince kilómetros de paseo y la pequeña caravana formada por caballos que tiraban de viejos carruajes abiertos trotaba bajo la luz del sol a través de campos y viñedos. Los amigos cogieron setas hasta llenar todos los cestos, y luego disfrutaron de un agradable picnic antes de emprender el camino de vuelta a casa. Fue un día encantador y de una dolorosa belleza. «El camino discurría por la cresta de una cordillera alta desde la que se divisaban los valles de Moldavia desplegándose a uno y otro lado. Viajábamos a través de inconmensurables soplos de aire inmóvil».32 Estas palabras son una canción de amor y una elegía a la Rumanía que iba a desvanecerse para siempre.
En los años oscuros que siguieron a la guerra y al descenso del telón de acero, las personas a las que Paddy había conocido en Rumanía se desperdigaron con el viento. Constantine Soutzo escapó e inició una nueva vida en Canadá. Su madre también consiguió escapar, arrastrándose bajo la alambrada de la frontera húngara. El arquitecto George Cantacuzene y su esposa Elizabeth se dijeron adiós en 1940, cuando ella se llevó a sus hijos a Inglaterra. Fue la última vez que se vieron.
Las historias de familias desgarradas y destruidas por la guerra se convirtieron en algo demasiado familiar. La visión que Paddy tenía de aquellos años pasados en Băleni era la de otro paraíso del que también fue exiliado. Primero fue él el exiliado; después, unos años más tarde, también fueron expulsados aquellos que compartieron el paraíso con él. Al vivir en Rumanía con los Cantacuzene, Paddy gozó de algunas de las ventajas y oportunidades que suelen derivarse de una educación universitaria. Pudo disponer de cuatro años más de libertad durante los que no necesitó ganarse la vida. Y aun cuando su educación careciera de la disciplina y la metodología académicas, Paddy aprendió el rumano, estudió la historia del país y leyó tanto como pudo, en rumano y en francés. Pero, por encima de todo, Balasha y los Cantacuzene se convirtieron de algún modo en su familia. Fueron un grupo de personas en el cual Paddy se sintió integrado y entre las cuales él se sintió comprendido.