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LA HAZAÑA DEL HÚSAR

Manoli y George estaban escondidos entre las rocas y los matorrales. También lo estaban Paddy y Billy, vestidos con los uniformes alemanes, además de Micky Akoumianakis. Entretanto, Mitzo y Strati subieron a una loma cercana, desde donde podrían ver la señal que avisaba de que el coche del general había abandonado Archanes para emprender el regreso a la villa. «Durante la hora y media que estuvimos esperando, por la carretera pasaron a intervalos unos cuantos camiones alemanes y coches [...] muy cerca de nosotros. Iban por la carretera principal, todos venían del sur y se dirigían hacia Heraklion. No pasó ningún vehículo por la carretera secundaria que venía de Archanes. Las cosas iban bien, la situación estaba tranquila. Pero el tiempo parecía transcurrir con una lentitud exasperante [...] En el mismo instante en que el reloj marcó las nueve y media, la linterna de Mitzo parpadeó tres veces con toda claridad».1

Más tarde, el general le confesó a Billy que aquel cruce de carreteras siempre le había hecho sentir cierta incomodidad. Tenía la impresión de que si algún día sufría algún percance, estando en Creta, sería en aquel preciso lugar. Teniendo en cuenta sus palabras, puede que en aquel momento le tranquilizara ver a dos cabos con uniforme gris surgiendo de la oscuridad. Y no tuvo tiempo de percibir algunos detalles incongruentes en los uniformes. Eran detalles que a la luz del día hubieran delatado a Paddy y a Billy de inmediato: sus puñales eran de comando y además Billy llevaba unas polainas que, en un ejército tan bien calzado como el alemán, no se habían visto desde la Primera Guerra Mundial.

Billy levantó su señal de tráfico con aquel disco y yo moví mi linterna de un lado para otro en tanto que gritaba «Halt!». El coche frenó hasta detenerse. Nosotros dimos un par de pasos, a derecha e izquierda, para apartarnos de los rayos de luz que surgían de sus faros delanteros; pese a estar en parte cubiertos, aún despedían una luz muy brillante. Billy yo caminamos despacio, cada uno en dirección a su puerta [...] Yo saludé y dije «Papier, bitte schön». El general sonrió, el tipo de sonrisa que los oficiales reservan para sus inferiores, y levantó la mano para llevársela al bolsillo. Yo abrí la puerta de un tirón (esta era la señal convenida para que el resto del equipo saliera de su escondite) y de inmediato el interior del coche quedó inundado por la luz. Entonces grité «Hande hoch!». Con una mano sostenía mi automática con la que apuntaba al pecho del general —él lanzó un pequeño grito de sorpresa—, y con la otra mano así su cuerpo y lo empujé hacia el exterior del coche.2

Surgieron más hombres de la oscuridad. Manoli, Grigori y Antoni Papaleonidas, armados con porras y pistolas, ayudaron a Paddy con el general. Tuvieron que reducirlo porque gritaba, juraba y repartía golpes a diestro y siniestro. Le esposaron las muñecas y lo metieron en la parte trasera del coche a empujones. Entretanto, Billy había abierto la portezuela del lado del conductor. El chófer, que se llamaba Alfred Fenske, trató de coger la Luger que llevaba en su cinturón. Billy le golpeó la cabeza con la porra, dejándolo sin sentido. Lo sacó del coche y lo arrastró hasta depositarlo en un lado de la carretera. Después, él mismo se sentó a toda prisa en el lugar del conductor. El motor del vehículo aún estaba en marcha, el freno de mano estaba puesto, la aguja del panel de combustible indicaba que el depósito estaba casi lleno. Y Paddy estaba ya sentado a su lado, con el sombrero del general. En la parte trasera del vehículo, Manoli, Strati y George Tyrakis mantenían al general inmovilizado y acurrucado en el suelo. George sostenía un cuchillo cerca de su garganta.

Fue un momento de alegría desatada. Los secuestradores reían y gritaban y se felicitaban, dándose golpes en la espalda los unos a los otros. Micky se había asomado a la ventana del coche y se dedicaba a maldecir a Alemania y al general, sentía un odio feroz por las fuerzas ocupantes y no se abstuvo de expresarlo. La luz del interior del coche era tan brillante como la de un faro, y Paddy hizo añicos la bombilla con la culata de su pistola. Después, el vehículo, con sus ocupantes, se puso en marcha por la carretera que llevaba a Heraklion. Elias y Micky se quedaron para borrar cualquier huella que delatara la operación. El conductor alemán había quedado a cargo de Grigori, los dos Antonis y Niko. Según el plan, se reunirían con el resto del grupo en las laderas del monte Ida dos días más tarde. Emprendieron la marcha campo a través, iban mucho más despacio de lo que hubieran deseado. Alfred Fenske había recobrado el sentido, pero necesitaba ayuda para caminar.

En el interior del coche, Paddy se dirigió al general en alemán. «Herr General, soy un mayor británico. Y a mi lado hay un capitán, también británico. Estos otros hombres son patriotas griegos. Estoy al mando de esta unidad y usted es un honorable prisionero de guerra. Vamos a trasladarlo a Egipto».3 Fueron palabras que tranquilizaron al general. Y también le alivió saber que en algún momento acabaría por recuperar su sombrero, que ahora estaba en la cabeza de Paddy. Sin embargo, se quedó estupefacto cuando escuchó que sus captores se proponían conducirlo hasta Heraklion y encima atravesar el centro de la ciudad. Durante toda esa parte del trayecto, el general recibió orden de agacharse y permanecer oculto en el hueco que había entre los asientos delanteros y traseros del coche. El cuchillo de George seguía en su garganta y, cada vez que el vehículo pasaba por puntos de control, las manos de los griegos le tapaban la boca.

Billy condujo el coche y se las arregló para sortear con éxito no menos de veintidós puestos de control alemán. Dos factores inclinaron la balanza del destino en favor de los secuestradores. Uno de ellos era que al general Kreipe le molestaba sobremanera tener que detenerse en los puestos de control y, cuando esto sucedía, tenía por costumbre gruñir y rezongar. Los centinelas lo sabían. En consecuencia, cada vez que veían acercarse su coche —que reconocían por las dos inconfundibles banderillas metálicas de los laterales—, tendían a dejarlo pasar sin pararlo, simplemente haciendo un gesto de saludo. El hecho de que fuera obligatorio el apagón general, debido a posibles bombardeos, también les fue de ayuda, pues aunque las calles estaban atiborradas de alemanes, todos ellos semejaban simples sombras. De las grietas de ventanas y puertas de las casas tan solo escapaban pequeños haces irregulares de luz. Billy «se abría camino a bocinazos entre la gente, sin impacientarse y metódicamente [...] durante el trayecto recibió muchos saludos de los soldados que se apartaban para darle paso».4 Cualquiera que observara la parte trasera del interior del coche solo vería una oscuridad impenetrable. Y en lo que se refería a la parte delantera, Paddy se había colocado el sombrero del general, con sus galones dorados, de modo que este fuera muy visible pero que al mismo tiempo dejara su rostro en la sombra. El último puesto de control que cruzaron, situado en la puerta de La Canea, estaba guardado por un gran número de centinelas. Conforme se acercaban vieron que uno de ellos blandía una linterna roja en su dirección, lo que significaba que esta vez podían tener problemas. Billy pisó los frenos con suavidad, para que los guardias tuvieran el tiempo suficiente de reconocer el Opel. Sin embargo, la barrera permanecía aún bajada. Entonces Paddy vociferó un estentóreo «Generals Wagen!», al tiempo que Billy pisaba el acelerador. Y la barrera se levantó a su paso, justo a tiempo. El grito de Paddy funcionó como un hechizo.

En el interior del vehículo estalló una algarabía jolgoriosa y triunfante cuando el coche estuvo fuera de Heraklion y rodando por la carretera de la costa. Entonces Paddy aprovechó la oportunidad para presentar a Billy, George, Manoli y Strati al general «y durante unos segundos los cuatro personajes de atrás parecieron estar haciéndose inclinaciones ceremoniosas los unos a los otros».5 Un poco más tarde, el general habló. «Dígame, mayor, ¿cuál es la finalidad de esta hazaña de húsares?».6 Y el mismo Paddy tuvo que admitir que no resultaba sencillo contestar a semejante pregunta.

Cuando llegaron a Yeni Gave (hoy Drosia), Billy detuvo el coche. Al general le quitaron las esposas de las muñecas y le pidieron que se comprometiera por su honor a no hacer ningún intento de fuga. Ante la sorpresa de Paddy, aceptó enseguida. No obstante, viendo que Paddy regresaba hacia el coche sin llevarlo con él, tuvo un momento de pánico. «¿Va usted a dejarme a solas con estas [...] personas?».7 El general sabía bien cuáles eran los sentimientos de la mayoría de los cretenses en lo que se refería a los alemanes. Y no confiaba en que los andartes respetaran las Convenciones de Ginebra, y mucho menos si se tenía en cuenta que sus propios hombres no habían dado precisamente un buen ejemplo en este sentido. Paddy le tranquilizó asegurándole que iba a ser bien tratado. Luego él y George se metieron en el coche.

Paddy había aprendido a conducir de modo muy rudimentario y siempre se había sentido mucho más feliz entre caballos que entre vehículos. El Opel se alejó por el camino entre bandazos y sacudidas, y con la marcha corta puesta. Pero de alguna manera su conductor se las compuso para alcanzar el inicio de la pista de tierra que llevaba de la minúscula aldea de Heliana hasta la bahía elegida para la ocasión. Estaba frente a la minúscula isla de Peristeri y era creíble que en ella pudiera llevarse a cabo el embarco a un submarino. Allí Paddy abandonó el coche en el camino, y muy a la vista. En su interior dejó la carta que habían escrito él y Billy. Luego, George y él recorrieron el sendero y colocaron un puñado de pistas falsas: la envoltura de una chocolatina, un paquete de cigarrillos, y unas cuantas colillas. Antes de abandonar el lugar, arrancaron las dos banderillas de metal que llevaba el lateral del coche y que les habían sido de tanta utilidad. Después, empezaron a caminar en dirección a Anoyeia. Era una noche de luna nueva.

El pueblo de Anoyeia era famoso por ser el centro de una resistencia desafiante. El movimiento había estado unificado bajo el liderazgo de Stefanoyanni Dramoundanis. Paddy había sido padrino de su hija, pero poco después del bautizo, los alemanes habían rodeado el pueblo y lo habían apresado. Aun con las manos atadas, Dramoundanis se las había arreglado para tratar de huir saltando un muro, pero el enemigo le disparó por la espalda. En circunstancias normales, el pueblo hubiera recibido a Paddy con los brazos abiertos. Pero aquella vez vestía el uniforme de un cabo alemán, así que recibió una buena dosis de odio, una muestra de lo que sentían los anoyienses hacia el ocupante alemán. Le cerraron puertas y ventanas en las narices. Y en el interior de las casas se oían voces airadas y sardónicas: «¡Las ovejas negras, a dormir en los trigales!», «Vaya, ¡ya ha llegado la parentela!». Cuando entró en el café los ancianos del pueblo se callaron y le dieron la espalda de forma ostentosa. Paddy no reveló su personalidad hasta que encontró a la esposa del sacerdote, el padre Charetis. La mujer estaba aterrorizada. «¡Pero si soy yo, Pappadia! —le susurró—. ¡Soy yo, Mihali!». «¿Mihali? Yo no conozco a ningún Mihali!», exclamó ella, mientras le daba la espalda y se alejaba. Por fin lo reconoció, por el espacio que Paddy tenía entre sus dos dientes delanteros. Y entonces se los llevó, a él y a George, corriendo a su propia casa.

Pronto llegó también George Dramoundanis, hijo de su compadre Stefanoyanni, acompañado del padre Charetis. Se mandó en busca de mensajeros para que llevaran recado a Sandy Rendel, que se encontraba en la zona este de la isla, y a Tom Dunbabin, que estaba al otro lado del monte Ida. Era urgente e imperativo enviar noticias del secuestro a El Cairo, pues era necesario que la BBC lo anunciara y que la RAF lanzara los pasquines que habían acordado.

Entretanto, Strati había guiado a Billy y a Manoli, junto con el general, hasta las afueras de Anoyeia, pero no podían arriesgarse a entrar en el pueblo. La noche se les había hecho muy larga. No habían encontrado agua hasta las tres de la madrugada y el general se desplazaba con lentitud porque, según él, se había herido en una pierna cuando lo arrastraron fuera del coche. Y además estaba muy hambriento, pues aquel mediodía no había comido. No obstante, lo que más disgustado le tenía era la pérdida de su Cruz de Hierro. Se había ganado aquella condecoración en el frente ruso, durante el asedio a Leningrado. Strati se acercó hasta el pueblo y allí contactó con Paddy, luego volvió con los suyos llevando una cesta con comida y vino. Pero se vieron forzados a ocultarse cuando les llegaron rumores de que los alemanes habían entrado en el pueblo. Es muy probable que la responsabilidad de aquel rumor recayera en el disfraz de cabo alemán que llevaba Paddy.

A las cinco y media de la tarde un avión Fieseler Storch sobrevoló la zona y lanzó una lluvia de panfletos. Eran papeles burdos, impresos a toda prisa y escritos en griego. En ellos se advertía a los cretenses. Si no devolvían al general Kreipe en un plazo de tres días, «todos los pueblos rebeldes del distrito de Heraklion serán arrasados. No quedará en pie una sola de sus casas y se tomarán las más severas medidas contra la población civil».8

Paddy se encontraba en casa del sacerdote de Anoyeia cuando los remolinos de pasquines aparecieron en el cielo. «Las personas que estaban en la habitación tuvieron una primera reacción de incredulidad. Luego hubo una marea de emoción y, finalmente, una explosión de triunfante hilaridad. Desde el interior de la casa podíamos oír las pisadas de gente que corría por las calles, los gritos y las carcajadas». Paddy no lo cuenta aquí, pero a buen seguro aquellas eran noticias que también habrían sido recibidas con ansiedad: las amenazas del enemigo no eran ninguna broma. «De todas las personas que había en aquella habitación, yo fui la única que permaneció imperturbable ante la amenaza de los alemanes», escribió más tarde, pues en aquel momento tenía una fe absoluta en que la RAF con sus pasquines y la BBC con sus noticias informarían sobre la evacuación del general. «Y entonces vais a ver —les dijo a los habitantes del pueblo—. Pasarán los tres días que dicen los alemanes y no se arrasará ningún pueblo, ni tampoco habrá ejecuciones».9 Uno de los ancianos que se encontraba en la habitación le tranquilizó, diciéndole que ellos estaban dispuestos a asumir el sacrificio. Pues, tal como dice un proverbio cretense, «no puedes disfrutar de un banquete de bodas sin antes conseguir la carne».

Al ponerse el sol, Paddy se reunió con Billy y con el general. Y el grupo se puso en camino para abordar la larga escalada al monte Ida. Todos iban caminando, excepto el general, que cabalgaba a lomos de una mula y llevaba el abrigo de Strati para protegerse del frío. A primera horas de la madrugada, se refugiaron en la cabaña cónica de un pastor. Paddy y Billy no habían dormido un solo minuto desde el inicio de la operación. Aún no había amanecido cuando se pusieron de nuevo en camino, y no pasó mucho tiempo antes de que escucharan gritos de júbilo y felicitación procedentes de una cornisa rocosa que tenían encima. Estaban llegando al escondrijo de Mihali Xylouris, uno de los líderes más capaces y fiables de la resistencia de Creta. Xylouris había asumido el mando de kapetan en sustitución del valiente Dramoundanis, y les aguardaba rodeado por un grupo de cretenses armados y tres agentes del SOE. Se trataba de John Houseman, John Lewis y el operador de radio de Tom Dunbabin, cuyo equipo de radio estaba escondido cerca de allí.

Fue un día lleno de decepciones. Se pasaron más de una hora intentando mandar un mensaje codificado, hasta que el operador descubrió que el equipo de radio tenía una avería irreparable. En la isla había otras dos estaciones, pero el único que sabía dónde se encontraban ubicadas era Tom Dunbabin, que parecía haberse volatilizado. Entonces hicieron una serie de llamadas frenéticas: a Sandy Rendel, una vez más, y a Dick Barnes, que se encontraba en la costa norte y estaba a cargo de la región de Rétino. También enviaron un mensaje a Ralph Stockbridge. A todos ellos se les decía lo mismo: debían contactar de inmediato con El Cairo y pedirles que mandaran una lancha motora. Esta debería reunirse con el equipo de secuestradores el día 2 de mayo. Aquella fecha les daría tiempo suficiente, seis días, para cruzar la isla. Y si no les fuera posible contactar con la lancha el día 2 de mayo, pedían que la lancha se quedara allí, a la espera, durante las siguientes cuatro noches. Las fuerzas alemanas ya habían salido de sus cuarteles para iniciar la búsqueda del general. Les habían llegado informes que hablaban de movimientos de tropas en varios lugares y podían divisar columnas de polvo que se dirigían hacia el monte Ida.

Los dos Antonis y Grigori, responsables de escoltar al conductor del general, traían consigo otra dosis de malas noticias. La contusión que Alfred Fenske había recibido en la noche del secuestro había sido tan grave que apenas podía andar. Y cuando los camiones llenos de tropas alemanas empezaron a desplegarse para cubrir la zona, decidieron que no tenían más remedio que matarle. El enemigo estaba demasiado cercano como para que pudieran arriesgarse a pegarle un tiro, así que... Antoni Ziodakis se llevó la mano a la garganta e hizo un gesto como si se la degollara de un tajo. La noticia trastornó profundamente a Paddy, que temió que la muerte de Fenske significara una maldición que condenara al fracaso toda la empresa. En lo que se refiere al general, nunca se le informó de ello. Cuando preguntaba qué había sido de su chófer, le decían que Fenske estaba enfermo pero que lo estaban cuidando como era debido en algún lugar oculto.*

Aquella noche, Paddy, Billy y el general compartieron la misma manta. Les flanqueaban Manoli y George, uno a cada lado. Todos tenían las pistolas listas e hicieron turnos para dormir. Habían estado esperando recibir más ropa de abrigo y mantas. Las tenía que traer Pavlos Zographistos, que también era el encargado de transportar hasta allí el resto de sus equipos. Pero lo cierto es que nunca más supieron de él ni del equipo. Aquella noche nadie durmió. Cuando el sol empezó a iluminar la impresionante cima curvada y llena de nieve del monte Ida, el general murmuró unas palabras en latín: «Vides ut alta stet nive candidum Soracte...».

Era una de las pocas odas de Horacio que Paddy conocía de memoria, y además la había traducido en la escuela. Así que retomó el poema en el lugar en que el general lo dejó, y lo recitó hasta darle fin.

Los ojos azules del general se habían apartado de la cima del monte para fijarse en los míos, y cuando terminé, tras un largo silencio, dijo: «Ach so, Herr Major!» («¡Ah, señor comandante!»). Fue algo muy extraño, como si, durante un largo momento, la guerra hubiera dejado de existir. Ambos habíamos bebido en las mismas fuentes mucho tiempo atrás, y durante el resto del tiempo que permanecimos juntos las cosas fueron distintas entre nosotros.10

Este fue uno de los momentos decisivos de la guerra de Paddy. Y el que atesoraba y recordaba una y otra vez cuando le entrevistaban. En El tiempo de los regalos y en «Abducting a general»,* Paddy sitúa la acción en la cueva de Mihali Xylouris. En aquella zona, completamente agujereada por cavernas, el sol naciente de primavera baña el monte Ida desde un ángulo que le confiere una belleza sobrecogedora. Sin embargo, en una ocasión posterior, Paddy explicó que había utilizado la cueva de Xylouris porque le resultaba más conveniente. Pero que, en realidad, el acontecimiento había tenido lugar en una cueva cerca de Aghios Ioannis, en la región de Amari.

El grupo siguió su camino en dirección a las cumbres y abandonó la protección de Mihali Xylouris. Pocas horas después, un grito amistoso les avisó de que entraban en los territorios del kapetan Petrakogeorgis. Los hombres del kapetan les dieron comida y les proporcionaron guías, y también les informaron de que el enemigo estaba desplegando una gran actividad. Los alemanes no habían caído en la trampa y no creían que el general hubiera sido ya evacuado de la isla en submarino.

Creían mucho más probable que los secuestradores lo tuvieran retenido en algún lugar de las montañas, y que el destino final del comando y su prisionero fuera la costa sur de la isla. En consecuencia, las patrullas germanas estaban llegando a la parte sur de los valles de las montañas para cortarles el camino de huida. Pese a toda la fuerza y poder que tenían, los alemanes se limitaron a patrullar por los caminos más habituales y jamás se aventuraron a adentrarse en las partes más remotas de las montañas. Sabían que los francotiradores de los andartes siempre estaban apostados y listos para atacarles.

Antoni Ziodakis abandonó el grupo. Iba a cruzar la cuenca del río y buscar algún lugar conveniente en el que más tarde pudieran reencontrarse todos otra vez. El punto elegido debía hallarse en la ladera sur de la montaña y cerca del pueblo de Nithavri. Dado que los alemanes estaban organizando un cordón que rodeara el monte Ida, la tarea no se presentaba fácil. Antoni partió acompañado por dos mensajeros, que se encargarían de mantener contacto con el grupo principal. También acordaron que harían fogatas que guiarían al grupo hacia el lugar del encuentro.

Cuando los demás se pusieron de nuevo en marcha, ya era de noche. El camino cuesta arriba era cada vez más empinado, así que estaba descartado seguir usando la mula para el general. La dejaron atrás y todo el grupo tuvo que seguir a pie «subiendo por una suerte de escalera deslizante que se iba desmoronando conforme la pisábamos, pues estaba formada por rocas y pizarras sueltas».11 El general realizó el ascenso con una lentitud exasperante, tenía que detenerse a descansar cada diez minutos. A pesar de ello, Billy y Paddy consideraron que no lo estaba haciendo mal del todo. Nunca se quejó, y lo cierto es que si se hubiera negado a continuar caminando las cosas se les hubieran puesto considerablemente más difíciles. Pero los cretenses veían el asunto de otra manera, y estaban convencidos de que el general se rezagaba intencionadamente. O quizás esperaban demasiado de aquel hombre de mediana edad, estando como estaban acostumbrados al ágil vigor de sus propios padres. En cualquier caso, hicieron muy poco para disimular lo poco que les agradaba su prisionero. Y el general trataba por todos los medios de mantenerse lo más apartado posible de ellos, a excepción de Manoli, en el que sí confiaba. Kreipe sospechaba que si algo les sucedía a Paddy o bien a Billy, los otros integrantes estarían encantados de poder cortarle el pescuezo o bien empujarle para caer por uno de aquellos barrancos.

Para el general, encontrarse al otro lado de la barrera y en compañía de los ocupados supuso toda una revelación. Hasta entonces, no había tenido idea de que la colaboración entre cretenses y británicos fuera tan estrecha. Y quedó consternado al descubrir que gran cantidad de sus captores estaban bien provistos con papeles alemanes, documentos que les permitían moverse con total libertad. En un momento dado, George Tyrakis expresó el deseo de hacer una visita a sus padres, que vivían en Phourphoura, y preguntó si alguien del grupo podía prestarle un salvoconducto. Al minuto había dos o tres de ellos sobre la mesa. Este es un incidente que Giorgios Phrangoulitakis (más conocido como Skoutello o Scuttlegeorge) narró en las memorias bélicas que escribió más tarde. Phrangoulitakis se había unido al grupo a primeros de mayo y escribió lo siguiente: «El general se dirigió a Lifermos y le preguntó: “¿Acaso todos ustedes tienen documentos de identidad de los nuestros? Ver para creer. ¡Esta es la clase de gente con la que tenemos que bregar!”. Lifermos nos tradujo sus palabras y todos nos echamos a reír».12

Conforme ascendían, los árboles empezaron a escasear y muy pronto desaparecieron por completo. Cuando el grupo atravesó el collado del monte Ida, «nos rodeó la niebla y comenzó a llover. Avanzábamos a tropezones, casi doblados por la mitad a causa del viento y la tormenta...». El descenso por el otro lado, en algunos tramos con una pendiente tan empinada como la de una escalera, fue aún peor que el ascenso. «La marcha resultó atroz para todo el grupo. Y para el general debió de haber sido un auténtico suplicio, pese a que le ayudábamos cuanto podíamos. A nuestros pies no había más que un agujero negro y vacío. Ni un solo atisbo de aquellas fogatas de Antoni que nos iban a guiar».13

Buscaron refugio en una cueva. Resultó ser «una inmensa caverna natural que se hundía en la roca y se bifurcaba en sus profundidades, para luego descender de súbito, nivel tras nivel, hasta desembocar en una suerte de mazmorras llenas de estalactitas, sin luz y prácticamente sin aire. En el suelo del lugar había diseminados esqueletos y cornamentas de animales que seguramente habrían caído allí siglos atrás, y que luego morirían de inanición».14 Billy estaba convencido de que se trataba de aquella legendaria y supuesta cueva que había sido el hogar infantil de Zeus. Y dice mucho de su energía y de la de Paddy que los dos tuvieran humor para explorarla. Desde que los había abandonado Petrakogeorgis lo único comestible que se habían llevado a la boca era un pequeño trozo de pan y queso que les dio un pastor amigable. Después de eso no habían ingerido nada que no fueran hierbas silvestres. Era el último día del mes de abril. Aquella noche y la siguiente, la BBC anunció por radio que el general Kreipe había sido capturado y que «se le estaba evacuando de la isla». Considerando las circunstancias en las que se encontraban sus captores, la utilización del pasado verbal les hubiera sido de más ayuda. Y los pasquines que Paddy había estado esperando con tanto entusiasmo, aquellos que tenía que haber lanzado la RAF, jamás se materializaron.

Los secuestradores estaban aún escondidos en la cueva cuando recibieron un mensaje de Antoni: «Por el amor de Dios, venid esta noche». Se pusieron en marcha en cuanto oscureció. Había una niebla espesa y llovía a cántaros, por lo que sería imposible avistar ninguna fogata, pero al menos tenían la esperanza de que aquel mal tiempo los ocultaría también a ellos. Llegaron al lugar del encuentro, pero no había ni rastro de Antoni. Tras varias horas de angustiosa espera, se les ocurrió repasar de nuevo el mensaje. Y la segunda lectura les reveló su error. Lo que decía el mensaje era «Por el amor de Dios, no vengáis esta noche».15 Pasaron el día ocultos en una zanja que estaba más o menos a media hora del pueblo de Aghia Paraskevi. Seguía lloviendo a mares. George se acercó hasta el pueblo y allí fue al encuentro de Antoni. Le explicó dónde estaban y este último no daba crédito; contra todo pronóstico, se las habían arreglado para atravesar las líneas alemanas en plena noche. George y Antoni regresaron a la zanja llevando con ellos un enorme cesto repleto de comida y vino, algo de lo que todos andaban muy necesitados.

Se encontraban entonces en la zona de Amari, un valle situado muy por encima del nivel del mar. La región estaba contenida entre las laderas del monte Kedros, por el oeste, y el monte Ida, por el este. Atravesaba el valle una cadena de pueblos, todos ellos conocidos por ser leales a la resistencia. Sus habitantes habían proporcionado ropa, comida y escondrijos a los soldados aliados que habían quedado rezagados en la isla después de la batalla de Creta. E hicieron lo mismo con los secuestradores. Aquel día hubo también otra buena noticia. Los alemanes no habían destruido ningún pueblo, aunque ya habían pasado más de tres días desde que el general fuera secuestrado. Durante la tarde del día 2 de mayo, un avión alemán sobrevoló la zona y dejó caer más pasquines. «Se sabía a ciencia cierta, leímos en ellos, que el secuestro había sido obra de “un grupo de mercenarios y traidores británicos, y también de los bolcheviques. Los responsables del mismo serán perseguidos y aniquilados sin tregua ni perdón”».16 A Paddy aquellas frases le supusieron un tremendo alivio, pues parecían exonerar a los cretenses de haber tomado parte en la operación.

El enemigo estaba por todas partes, aunque los informes que llegaban sobre sus posiciones y su fuerza eran erráticos y contradictorios. Los mensajeros trajeron noticias de que había enjambres de soldados alemanes en las partes más bajas del monte Ida. Al parecer, patrullaban la zona y no hacían más que gritar «¡Kreipe! ¡Kreipe!». Nadie del grupo le comunicó al general que sus compatriotas se encontraban muy cerca, pues todos temían que, si se enteraba, quizás intentaría darse a la fuga. En aquellos precisos momentos estaba muy abatido porque creía que los suyos hacían muy pocos esfuerzos por encontrarle. Paddy y Billy aún ignoraban qué había sucedido con los mensajes expedidos desde la cueva de Xylouris, aquellos en los que pedían que se les mandara una lancha motora para salir de la isla. Si al menos consiguieran encontrar a Tom Dunbabin, él se ocuparía de ponerlos en contacto con las otras estaciones de radio que había en la isla.

Más tarde, Tom explicó que envió su equipo de radio, junto con un operador, a la cueva de Xylouris en la que estaba Paddy. Pero que después padeció un ataque de malaria y estuvo obligado a guardar cama hasta su total recuperación. Paddy tenía sus dudas al respecto. Dunbabin había estado en todo momento informado de la operación, pero no se mostró partidario del plan cuando este se estaba preparando en El Cairo. Aquella no era la clase de aventura que él aprobaría. Y en tanto que jefe responsable de la estación de radio, hubiera podido bloquearla. Pero no lo hizo, y más tarde escribió un informe en el que aseguraba creer en su éxito sin reservas. Sin embargo, a Paddy le quedó la impresión de que, mientras la balanza no se inclinara del lado del éxito, Tom prefería no relacionarse demasiado con el secuestro.

En cualquier caso, si los mensajes enviados habían llegado a sus destinos, y los de El Cairo habían mandado la lancha que ellos habían pedido para el 2 de mayo, entonces podría muy bien suceder que el barco ya los estuviera esperando en la costa. En ese caso, existía la posibilidad de poder evacuar al general. La noche del 2 de mayo fue difícil de soportar. La pasaron en una tensión extrema. Nadie durmió, se contuvieron las emociones. Pero incluso sin albergar demasiadas esperanzas, todos creían que en cualquier momento podía llegar un mensajero para decirles que el barco les estaba aguardando.

No llegó ningún mensajero y, al día siguiente, ya era demasiado tarde. Una fuerza de doscientos soldados alemanes se había desplazado a Saktouria. Les habían cortado el acceso a la costa sur, con lo que la playa prevista ya no podía utilizarse. Billy Moss y Paterakis se quedaron otra vez a cargo del general, en tanto que Paddy y Tyrakis se ponían de nuevo en marcha. Intentarían localizar otra estación de radio y recabar información que les ayudara a elegir otras posibles playas desde las que sacar al prisionero de la isla. Pasaron la primera noche en Phourphoura, el pueblo de George. Entretanto Billy había recibido dos mensajes inmediatamente después de que ellos se fueran. Uno procedía de Dick Barnes, el otro de Sandy Rendel. Les confirmaban que el barco que habían pedido estaría disponible en la playa prevista durante las cuatro noches siguientes. Pero parecía cada vez más difícil que el grupo consiguiera llegar a la costa sur sin antes ser interceptado por el enemigo.

Paddy y George habían puesto rumbo al norte cruzando el valle de Amari. Poder desplazarse con libertad bajo la brillante luz del sol suponía un cambio que les hizo ver las cosas con más optimismo. Pero el buen humor no duró mucho. El 4 de mayo, más o menos a mediodía, los ecos de un ruido similar al de truenos distantes sacudieron el valle. Los alemanes estaban arrasando cuatro de los pueblos de Amari. Y en el periódico Paratiritis —que estaba bajo su control— del día siguiente se publicó un anuncio en el que se enumeraban los crímenes específicos que habían dado pie a la operación de castigo:

La desfachatez y criminalidad de las acciones llevadas a cabo por los bandidos que secuestraron y se llevaron al general Kreipe han traído como consecuencia inevitables medidas de castigo contra estos elementos subversivos; unos elementos que son culpables de realizar actividades ilegales contra la seguridad de las fuerzas de ocupación y que además socavan la paz general de la región [...] El castigo aplicado ha sido especialmente severo en tres pueblos pertenecientes a la región montañosa de la zona de Heraklion [...] Se trata de Lochria, Kamares y Margarikari. El 3 de mayo de 1944 las tropas alemanas rodearon estos pueblos, que fueron evacuados durante el transcurso de una operación a gran escala cuyo objetivo era acorralar a los bandidos del monte Ida. Después de la evacuación de sus habitantes, los tres pueblos fueron arrasados y todas sus casas destruidas.

Las razones que motivaron la operación punitiva se explicaban con detalle. Aquellos pueblos habían «adoptado actitudes traidoras» hacia las fuerzas de ocupación, y proporcionado comida, refugio y toda clase de ayuda a los «bandidos» Petrakogeorgis, Bandouvas y otros andartes. Y no solo eso, sino que todos sus habitantes habían tenido el descaro de presentarse en el funeral de la madre de Petrakogeorgis. La lista de agravios ponía de relieve que el secuestro del general era uno más entre los muchos resentimientos que los alemanes albergaban contra aquellos pueblos de Amari. No obstante, la operación de secuestro del general Kreipe había sido un golpe muy teatral que se celebró con alegría no solo en Creta y Grecia, sino también en otros países. Por ello, mucha gente consideró que fue la causa principal de aquellas represalias alemanas.

Mientras Paddy trataba de establecer contacto con Dick Barnes y su estación de radio, el número de alemanes que pululaban por la región aumentó tanto que el resto de los secuestradores se vio obligado a ponerse de nuevo en marcha. En Patsos hallaron refugio en una choza rodeada por un muro de piedra y un bosquecillo de árboles. Estaba construida contra la pared de un barranco y pertenecía a la familia Haracopos, que, aunque ni mucho menos eran ricos, les proporcionaron comida y vino en abundancia. Los Haracopos tenían un hijo llamado George. Hablaba un poco de inglés, estaba comprometido con el movimiento de resistencia y deseaba ir a El Cairo para recibir entrenamiento y sumarse a las fuerzas griegas que luchaban en Egipto.

El 8 de mayo Billy recibió un mensaje de Paddy. Se estaba preparando el desembarco en la playa de Saktouria de un contingente de fuerzas de asalto bajo el mando de George Jellicoe, que se pondrían en contacto con ellos y, en caso de ser necesario, les ayudarían a abrirse camino para poder escapar de la isla. Paddy ya había mandado aviso a El Cairo, explicando que el desembarco de esta fuerza de asalto tenía que ser detenido a toda costa, pues Saktouria ahora estaba controlada por un poderoso contingente de fuerzas enemigas.

Paddy se reunió con Billy la siguiente noche. Por la mañana les llegó un mensaje: el desembarco de las fuerzas de asalto había sido pospuesto. Para entonces las comunicaciones con El Cairo ya se habían restablecido y los mensajeros —muy en particular George Psychoundakis— iban y venían cubriendo enormes distancias para poder traer y llevar mensajes con noticias frescas. Sin embargo, los secuestradores seguían sin tener una playa aislada desde la que evacuar Creta. Y, entretanto, los alemanes reforzaban la costa sur de la isla desplazando más y más hombres en esa dirección. Psychoundakis se puso en contacto con un amigo que asumió la tarea de buscar alguna cala libre de alemanes. El comando secuestrador debía esperar. Por el momento, lo único que podían hacer era evitar ser vistos por los alemanes y, en el ínterin, irse moviendo en dirección oeste.

Antes de abandonar Patsos, Paddy habló con su anfitrión, Efthymios Haracopos, e intentó ofrecerle un poco de dinero. La familia había sido más que generosa y, además, Paddy iba a llevarse a su único hijo a Egipto. El general, que fue espectador de esta escena, quedó muy impresionado por la manera en que el anciano rechazó de modo tajante cualquier suma de dinero. Durante los días que había pasado en cautividad Kreipe había podido observar que los cretenses trataban a los ingleses como amigos y que, en cambio, odiaban a los alemanes. El contraste le supuso toda una revelación.

Los ánimos habían mejorado. Se pusieron todos en camino, con el general sobre una mula que habían conseguido para él. Cuando se dirigían hacia el pueblo de Photineou, el animal perdió pie y el general cayó rodando por una cuesta muy empinada. Lo rescataron, pero se quejaba de tener mucho dolor en un hombro, y sus captores llegaron a pensar que quizá se lo hubiera roto en la caída. Le prepararon un cabestrillo, que conservó durante el resto del viaje. Todos habían estado sometidos a mucha presión durante la última semana y el general no era el único en sufrirla. Un ataque de ciática dejó doblado a Antoni Ziodakis, mientras que Paddy empezaba a sentir su brazo derecho entumecido y lleno de extraños hormigueos.

Conforme empezaban a aproximarse a la costa sur de la isla, pasaron a estar bajo la protección de Yanni Katsias, quien había regresado a Creta en el mes de abril, en el mismo barco que trajo a Billy, Manoli y George. Tenía una fama terrible: era considerado un bandido, un asesino y el veterano encargado de consumar innumerables venganzas. Katsias llegó hasta donde se encontraban los secuestradores acompañado por dos tipos que parecían auténticos ladrones de ganado. Nadie, en el grupo, había visto en la vida a gente con un aspecto tan facineroso y taimado. En palabras de Billy: «Se mueven a gran velocidad y en silencio, comparten esta rara habilidad con las cabras montesas. Y su talento es tan grande que ellos dos solos hacen el trabajo que normalmente ocuparía a una docena de guías».17

Para el 11 de mayo el grupo se encontraba en las afueras de Vilandredo, un pueblo a unas cuantas horas de camino al norte de la playa de Rodakino, que al menos hasta el momento seguía libre de enemigos. Su escondrijo era una cueva que, según Paddy, «se aferraba a la ladera de la montaña como si fuera el nido de un martín pescador».18 El último tramo hasta llegar al lugar había sido particularmente duro, pues se vieron obligados a escalar hasta llegar a una zona que estaba por encima de la cueva, y desde allí se habían descolgado hasta ella como mejor les pareció, agarrándose a los árboles y plantas trepadoras, hasta que sus pies encontraron el estrecho saliente de la caverna. En su interior fueron recibidos con entusiasmo por Stathi Loukakis, compadre de Paddy (durante los primeros meses que él y Xan habían pasado en Creta, habían sido padrinos de bautizo de su hija pequeña, a la que llamaron Anglia), y por su hermano Stavro. Y además, Dennis Ciclitira, que había reemplazado a Xan, estaba durmiendo a pocos metros, en el interior de la cueva. Y, mejor aún, su equipo de radio estaba a pocos kilómetros de distancia, en Asi Gonia. Así que ahora tenían una playa desierta a mano y un equipo de radio que funcionaba en las cercanías. Después de todo, quizá la operación pudiera culminarse con éxito.

A la mañana siguiente Dennis los dejó para dirigirse a Asi Gonia y desde allí mandar los nuevos mensajes. Luego, Stathi trasladó al grupo a un lugar más elevado de la montaña. Los llevó a una cueva que era mucho más espaciosa y cómoda, en la que habían colocado almohadones y mantas de colores. Allí tuvo lugar una espléndida fiesta. Según dijo Billy Moss, fue la primera noche cómoda que pasaron desde que habían realizado el secuestro. Billy estimaba que ninguno de ellos había dormido más de tres o cuatro horas por noche durante las últimas dos semanas.

Al caer la tarde, los hermanos Loukakis se acercaron a toda prisa hasta la cueva: siete camiones de alemanes, más o menos unos doscientos hombres, acababan de llegar a Argyroupolis, el pueblo en el que terminaba la vieja carretera y que estaba a tan solo una hora de camino. Durante las horas siguientes, el grupo se trasladó tres veces, tratando de encontrar mejores refugios. En uno de estos traslados, que se hizo ya bien entrada la noche, el general se salió del camino y se precipitó cuesta abajo cayendo como unos seis metros. Billy describió sus juramentos y maldiciones, y cómo después «volvió a esa actitud gimoteante y autocompasiva a la que nos había tenido acostumbrados en los últimos días».19 O, dicho en palabras de Paddy, «la furia que desencadenó esta última calamidad, provocó luego una clara depresión».20 La noche era amargamente fría. Le dieron al general todas las mantas que había, y ellos se sentaron y tiritaron durante las largas horas de oscuridad. A las cinco de la mañana, aparecieron Stavros y Stathi, que traían queso, pan y raki. Se le pidió a un mensajero que llevara un mensaje a Dennis, pero este rehusó: era demasiado peligroso.

No tuvieron noticias de Dennis hasta el día 13 a media mañana. En su informe, explicaba que ciertamente había muchísimos alemanes por los alrededores, pero ninguno de ellos se le había acercado lo suficiente como para crearle problemas. También les decía que había llegado un mensaje de El Cairo: intentarían mandarles una embarcación que llegara a Creta la siguiente noche. Sin embargo, el plan aún era provisional y estaba sujeto a una confirmación que debería llegar aquella misma tarde. Para entonces Paddy ya había padecido otro ataque severo de algo que él creyó que era reumatismo. Apenas podía mover el brazo derecho y el horrible frío de la noche anterior no había ayudado a mejorar su estado.

Aquel día, los hermanos Loukakis les trajeron comida y mantas. Y era de suponer que la noche del 13 de mayo sería más confortable de lo que lo había sido la anterior. Se acostaron temprano y muy pronto estaban todos dormidos. Pero eran tan solo las diez de la noche cuando Dick Barnes les despertó. Se había acercado en persona para transmitirles el último mensaje de El Cairo. El barco iba a llegar al día siguiente por la noche y los esperaría en la playa de Rodakino. Dick les entregó un mapa para que lo consultaran y el código de la operación. El barco se acercaría a la playa solo cuando ellos mandaran una señal con la linterna. Las letras convenidas eran «S. B.».

Se levantaron y prepararon al instante. Ya habían perdido muchas horas de oscuridad y no podían esperar que el general, muy magullado y con varias heridas después de sus dos caídas, hiciera la larga caminata hasta la playa con prisas. Una vez más el grupo se dividió. Si eran menos también llamarían menos la atención, pues la ruta que debían utilizar comprendía un trecho de camino en el que se encontrarían relativamente expuestos. Paddy, Manoli y el general emprendieron el camino por un trayecto más largo pero más seguro, aunque a pesar de todo se trataría de una marcha dura. Billy y el resto del grupo, guiados por los ladrones de ovejas, se pusieron en ruta por el camino más arduo y arriesgado. Y llegaron al lugar convenido cuando empezaba a amanecer. Habían elegido un punto de encuentro situado entre las rocas y emplazado a cierta altura. Estaba a varios kilómetros de distancia de la playa pero desde allí se gozaba de una vista general de la costa. Y justo debajo del lugar había una guarnición alemana acuartelada. Usando los prismáticos, Billy alcanzó a ver las alambradas que la rodeaban. Tras ellas, los soldados tendían la colada y jugaban a la pídola.

Paddy y el general llegaron pocas horas más tarde. A Billy le sorprendió la celeridad con que habían viajado. Si se consideraba que el general estaba muy cansado, la verdad es que habían hecho el camino con gran rapidez. Después le contaron que Kreipe había trastabillado mucho. Había tenido que apoyarse en Paddy y Manoli, y «había cruzado los campos y caminos en una suerte de estado de trance».21 En realidad, Billy estaba más preocupado por Paddy. «Se mueve de modo muy rígido y su espasmo muscular está empeorando».22

Hacia media tarde, el grupo inició su descenso a la playa. Se movían de uno en uno o de dos en dos, a intervalos de veinte minutos. Hicieron una primera etapa, deteniéndose en un pequeño huerto que se encontraba entre las rocas, más o menos a unos cuatrocientos metros de distancia de la playa. En el huerto había una fuente natural y, mientras ellos estaban allí, llegó un anciano. Iba a regar sus vegetales y no les hizo preguntas. Partieron de nuevo al anochecer, y allí le dejaron, atando los zarcillos de sus alubias.

A las nueve de la noche llegaron a la playa. Una hora más tarde Billy sacó su linterna y se preparó para empezar a enviar las señales que habían acordado. Se trataba de las letras «S. B.», en código Morse. Paddy y él conocían cuál era la señal Morse para la letra S, pues ambos habían aprendido el código de la señal «S. O. S.» durante su etapa escolar. Pero de pronto descubrieron algo terrible, y es que ninguno de los dos conocía el código para la letra B. Su única esperanza era ir lanzando la señal correspondiente a la letra S, y acompañarla con una serie de «ráfagas de luz imprecisas». «Ahora se me ocurre —escribió Paddy más tarde— que deberíamos haberle preguntado al general. A buen seguro sus ganas de salir de la isla eran equiparables a las nuestras. ¿Acaso no pensamos en ello? ¿O quizás en aquel momento nos dio vergüenza nuestra propia ineptitud, que era propia de unos aficionados?».23

Escucharon el sonido amortiguado de un motor que se acercaba y comenzaron a encender y apagar la linterna lanzando varias veces la señal para la letra S. Pero muy pronto el sonido de aquel motor empezó a alejarse. Fue entonces cuando apareció Dennis Ciclitira. Traía a tres prisioneros alemanes a los que deseaba enviar hacia El Cairo y cogió la linterna a toda velocidad. Lanzó la señal convenida «S. B.» repetidas veces. Y de nuevo todos escucharon el ruido del motor del barco aproximándose. No pasó mucho tiempo antes de que divisaran un bote de caucho que navegaba hacia la playa. Estaba lleno de hombres armados hasta los dientes. Eran miembros de las fuerzas de asalto que estaban bajo el mando de Bob Bury. Llegaban plenos de entusiasmo y dispuestos a luchar nada más poner un pie en tierra. Les decepcionó mucho descubrir que estaban desembarcando en una de las escasas playas que se encontraba totalmente libre de alemanes.

Bob Bury había traído suficientes armas y provisiones como para soportar una pequeña campaña. Se negó a entregar sus armas a los andartes cretenses que estaban en la playa, pero, en cambio, sí estuvo de acuerdo en darles las provisiones. Todos los cretenses que habían tomado parte en el secuestro partieron hacia Egipto junto con el general. Todos, a excepción de Antoni Ziodakis, que decidió quedarse en la isla para continuar con la lucha. Antes de embarcarse en el bote que les llevaría al barco principal, los que abandonaban Creta hicieron lo que ya se había establecido como una costumbre: dejaron sus botas, chaquetas y armas para uso de aquellos que se quedaban. No tardaron mucho en estar todos embarcados. Estaban en un estado de euforia desatada y disfrutaron de raciones ilimitadas de whisky, cigarrillos ingleses y sándwiches de langosta. La excitación era general, imposible conciliar el sueño. El general se mostró muy apagado y se mantuvo al margen de la alegría. Cuando el barco se acercaba a Egipto subió a cubierta y se pasó mucho rato contemplando el mar.*

El barco atracó en el puerto de Mersa Matruh hacia la medianoche. El general fue recibido con un elegante saludo militar por el brigadier Barker-Benfield, que hablaba un excelente alemán. A Kreipe le gustó la recepción y, durante la cena, que consistió en arenques y una ciruela, él y Barker-Benfield estuvieron discutiendo sobre aquella guerra y también la anterior. Y el general le hizo una vívida narración de su secuestro. Seguía lamentándose de la pérdida de su condecoración (el brigadier recibió la noticia con la debida gravedad, y le dijo que iban a ofrecer una recompensa de cinco libras a cualquiera que la encontrara y la devolviera). Después, el general continuó su explicación y dijo que tanto Paddy como Billy le habían tratado «con caballerosidad y cortesía».24

Una vez que la operación se dio por concluida, Paddy pensó que aquellos síntomas y dolores tan molestos que tenía iban a desaparecer. Pero ni la sucesión de alegres reencuentros con los amigos en Tara, ni la buena noticia de que iba a recibir la medalla de la Orden de Servicios

Distinguidos evitaron que su salud empeorara. La noche después de su llegada fue a una cena a la que también asistió el rey de Grecia. El príncipe Pedro tuvo que ayudarle a cortar su comida porque su brazo derecho estaba totalmente paralizado. Para entonces ya tenía fiebre, y sentía latidos en las articulaciones de aquel brazo.

El día 19 de mayo lo ingresaron en el hospital general de la 15.ª división escocesa. Tenía mucha fiebre y los síntomas del brazo se habían extendido a las piernas. Al principio, los médicos creyeron que estaba padeciendo un ataque de polio, pero cuando las muñecas, hombros y tobillos se le hincharon y empezaron también a dolerle, rectificaron el diagnóstico y decidieron que tenía poliartritis. El médico que estaba a cargo de él escribió el siguiente informe: «Después de que le aplicáramos un tratamiento agresivo, las condiciones de sus articulaciones empezaron a mejorar gradualmente y los músculos de sus extremidades experimentaron mejoría y recuperaron su fuerza».25 Aun así, la recuperación requirió mucho tiempo: Paddy estuvo en el hospital casi tres meses. Durante este tiempo recibió la visita del general Paget, quien le impuso la medalla de la Orden de Servicios Distinguidos en la chaqueta militar, que llevaba sobre el pijama.

A Billy Moss también le habían condecorado con la Cruz Militar por su papel en la operación, y se presentó en el hospital para visitar a Paddy. Estaba pletórico y tenía un montón de planes sobre lo que debían hacer a continuación. Billy quería organizar algo con todos aquellos prisioneros de guerra rusos de Creta. Eran muchos, y algunos habían contactado con ellos cuando estaban en la isla. La idea de Billy era entrenarlos como guerrilleros y luego utilizarlos para llevar a cabo una serie de acciones coordinadas, sabotajes contra los depósitos de combustible alemanes. También estaba rumiando otro plan secreto para capturar al sucesor del general Kreipe en la isla.

Moss regresó a Creta el 6 de julio. Se estableció en la zona de Mihali Xylouris, en el área montañosa cercana a Anoyeia, y allí consiguió organizar una unidad en la que había algunos miembros de la banda de Xylouris y un puñado de prisioneros de guerra rusos. La acción más espectacular que llevaron a cabo fue una emboscada contra un destacamento alemán en Damasta. Los acontecimientos previos a esta operación dieron comienzo el 7 de agosto. Entonces una unidad alemana irrumpió en el pueblo de Anoyeia exigiendo mano de obra para sus campos de trabajo. Aquella misma unidad fue luego atacada por una banda de guerrilleros del ELAS, que capturaron a una decena de alemanes. Esperaban intercambiarlos por prisioneros cretenses, pero la negociación no llegó a buen término y acabaron ejecutando a los cautivos. De inmediato, los habitantes de Anoyeia supieron que los alemanes regresarían muy pronto para destruir el pueblo, así que lo abandonaron.

Al día siguiente, 8 de agosto, Billy Moss y su unidad, compuesta por seis griegos y seis rusos, se posicionaron en Damasta, debajo de un puente. El lugar estaba situado en la carretera que discurría entre en Heraklion y Rétino, al norte de Anoyeia, y era idóneo para una emboscada. Cuando los alemanes estaban cruzando el puente, Moss y su grupo acabaron con tres camionetas de tres toneladas y un camión pequeño. A continuación atacaron otro camión. Seguía a la caravana, transportaba un destacamento de soldados alemanes y venía escoltado por un tanque blindado. El comando de Moss mató a la mayoría de los soldados y él mismo se ocupó de destruir el vehículo acorazado. Se acercó a él y lanzó una granada en el interior de su torreta.

La acción le valió un galón de oficial. Y, al lado del puente de Damasta, se erigió un monumento que conmemora la hazaña. Parece que en su momento Paddy aplaudió la gesta. En una carta que le envió a Iain Moncreiffe, explica que Billy «venía cubierto de verdes laureles y agitaba en el aire su nuevo galón. Resultó que había preparado una emboscada a una columna de hunos, derribado diez camiones, tomado quince prisioneros y matado a otros cincuenta hombres. Y además dejó fuera de combate un furgón blindado, pues saltó sobre su carrocería y lanzó una bomba tras otra en el interior de la torreta hasta que el cañón dejó de disparar. Esta era una operación que habíamos planeado conjuntamente, pero yo aún estaba demasiado enfermo como para tomar parte en ella».26,*

Sin embargo, años después, la opinión de Paddy sobre el episodio era ya mucho más ambivalente. «Ojalá la emboscada de Damasta no hubiera tenido lugar», escribió décadas más tarde a Ralph Stockbridge.27 En el margen de aquella misma carta, Ralph anotó lo siguiente: «Pienso lo mismo: el ataque que Moss dirigió contra los alemanes en Damasta fue muy poco conveniente y, a buen seguro, aquella emboscada contribuyó a la destrucción posterior de Anoyeia».

Los habitantes de Anoyeia habían abandonado el pueblo, pero el 13 de agosto los alemanes irrumpieron en él y lo arrasaron, junto con otros pueblos algo más alejados. Todas las aldeas fueron reducidas a escombros. Damasta también fue saqueada y treinta de sus habitantes, asesinados. Fue solo el inicio de unas semanas en las que la violencia fue constante, que además se extendió a toda la isla de Creta. Hasta aquel momento, los invasores habían permanecido en una relativa pasividad. Pero de repente decidieron infligir el mayor daño posible a todos aquellos pueblos sospechosos de ser amigos y cómplices de los aliados.

Entre el 22 y el 30 de agosto, los alemanes marcharon sobre la región de Kedros, en el valle de Amari, donde se entregaron a una labor sistemática de destrucción. El 25 de agosto, las ejecuciones, los incendios, las explosiones, las palizas y los pillajes ya eran intensos y constantes. Paratiritis, el periódico griego controlado por los alemanes, publicó el siguiente anuncio.

En el mes de abril de 1944, el general alemán Kreipe fue secuestrado por un comando británico que contaba con la ayuda de bandidos griegos.

El comandante al mando de la fortaleza de Creta pidió al conjunto de la población [...] asistencia para apresar a los perpetradores de la operación y luego interrogarlos. Pero esta invitación a colaborar no surtió ningún efecto [...] Se ha demostrado que las fuerzas del comando británico gozaron del apoyo no solo de los bandidos griegos, sino también de los habitantes de las poblaciones de Anoyeia, Yerakari, Gourgouthi, Vryses, Ano Meros, Kyra Vrisi y Saktouria. El comando mantuvo al general oculto cerca de estos pueblos y, por lo tanto, sus poblaciones son igualmente culpables, dado que eran plenamente conscientes del ocultamiento. En consecuencia, estos pueblos y sus habitantes han recibido la visita de los alemanes y, con ella, también su correspondiente castigo.

Aunque este anuncio pudiera parecer concluyente, el hecho de que los alemanes utilizaran la Operación Kreipe para justificar sus salvajadas fue una mera estrategia de cara a la galería. Lo que de verdad motivaba sus actuaciones no era algo que se pudiera publicar en el Paratiritis. Y, desde luego, los pueblos de Amari no fueron los únicos que sufrieron sus ataques durante aquellos días. En palabras de Tom Dunbabin, «la ola de destrucción abarcó toda Creta, tanto su parte occidental como la oriental. Fue el último acto de barbarie que los alemanes cometieron en la isla. El objetivo de aquella destrucción era cubrirse. Sabían que su retirada sería inmediata y deseaban neutralizar las áreas en las que había actividad guerrillera. Paralelamente, querían que los soldados de sus tropas quedaran totalmente comprometidos. Obligarlos a cometer actos de barbarie era una manera de hacerles entender que, si se rendían o desertaban, no habría gracia para ellos».28

Lo cierto es que los alemanes estaban cada vez más preocupados por el creciente número de desertores que había entre sus filas, así como soldados que se rendían al enemigo. Hacer de cada hombre un saqueador o un asesino garantizaba que ningún desertor alemán iba a recibir ayuda de los habitantes de la isla. Y, sin duda, organizar la retirada de los territorios ocupados sería una tarea más fácil y cómoda si la población se mostraba sumisa, por lo que era conveniente amedrentarla y someterla a toda clase de atropellos. A finales de agosto cesó la violencia. Durante la primera semana de septiembre, los cretenses contemplaron la retirada de los alemanes. Las tropas comenzaron a abandonar las partes oriental y central de Creta, y por el camino inutilizaron puentes y carreteras haciéndolos saltar por los aires.

La violencia de aquellas represalias fue terrible, pero a Paddy le consolaron un poco las palabras de Alexander Kokonas, el maestro de la escuela de Yerakari. Kokonas había visto cómo el enemigo destruía el pueblo y además había perdido a nueve miembros de su propia familia. En una carta que Paddy envió a Ralph Stockbridge, le decía lo siguiente: «Siempre me resultó conmovedora la forma en que Alexander Kokonas escribió sobre aquellos hechos. Aunque él nunca se había mostrado favorable a la captura del general Kreipe, opinaba que, con o sin secuestro, las cosas habrían ido de la misma manera. La destrucción de los pueblos habría sido la misma y no se habría salvado una sola vida de los habitantes de Amari».29

Aquel verano, representantes de todos los partidos políticos de Grecia se reunieron en Beirut. El objetivo era conseguir alcanzar un consenso entre las dos facciones principales: los comunistas y los monárquicos, la izquierda y la derecha. Pero la polarización entre las dos facciones se había intensificado de modo dramático durante la ocupación alemana. Y dado que el EAM acusaba a los no comunistas de colaboracionistas, y estos, por su parte, acusaban al EAM de asesinatos y robos, las tensiones entre la izquierda y la derecha estaban aseguradas. Aun así, las diversas facciones se las compusieron para mantener un gobierno de unidad nacional durante nueve meses. Lo dirigía George Papandreu, y en él había seis ministros comunistas. Por aquel entonces Paddy se encontraba en Líbano, aún convaleciente de su enfermedad. Pasó el verano en las montañas como huésped de la escritora Mary Borden, que estaba casada con el mayor general sir Edward Spears. En octubre le mandaron de regreso a Creta.

Si se tomaban como referencia las turbulencias políticas que padecía la Grecia continental, la situación de Creta resultaba mucho más suave. A Paddy le supuso un alivio llegar a la conclusión de que los comunistas no gozaban de mucha influencia en la isla. Al menos, eso fue lo que él dedujo de las evidencias reunidas durante aquella estancia. Y en lo que se refería a los invasores, se habían retirado a la parte más occidental de la isla. Allí aún mantenían el control del aeropuerto de Maleme, de la bahía de Suda y de La Canea. No les faltaban provisiones y no tenían ninguna prisa en abandonar la isla. Para ellos, lo único importante en aquel momento era no rendirse a los cretenses.

La llegada de Paddy a la isla dio lugar a reuniones jubilosas e interminables fiestas con sus amigos y compañeros. Pero Paddy quedó consternado al ver la destrucción sufrida por los pueblos de la región de Amari. El único acontecimiento emocionante de aquellos días sucedió el 8 de diciembre, cuando los alemanes asaltaron su cuartel general en Vaphes. Llegaron al lugar con siete tanques y unos cuatrocientos soldados de infantería, pero los habitantes de todos los pueblos de los alrededores se presentaron allí y los atacaron. «Lo hicieron con tanto vigor y coraje que a las cinco de la tarde los alemanes se vieron obligados a retirarse. Solo habían conseguido destruir dos casas y matar a cuatro cretenses, en tanto que sus pérdidas sumaban más de treinta...».30 A Paddy le complació que esta hazaña fuera obra exclusiva de grupos no comunistas.

Antes de abandonar la isla, a Paddy le quedaba aún otra tarea muy difícil. Pero para él era una cuestión de honor viajar a Photineou y allí visitar a Kanaki Tsangarakis, el hermano de Yanni. Tenía que contarle personalmente los hechos que habían desembocado en la muerte de Yanni. Con la guerra ya casi terminada, la historia de que su hermano había muerto durante una emboscada alemana no se podía llevar más allá. Paddy consideraba que debía tener a Kanaki cara a cara y explicarle lo que había sucedido con toda exactitud.

Kanaki salió de su casa y descendió hasta la vieja fuente del pueblo, allí le estaba esperando Paddy. Sin mediar preámbulo, le dijo: «Mihali, ¿es cierto que tú mataste a mi hermano?». Paddy le replicó: «Sí, Kanaki, fue un terrible accidente. Pero fui yo». «Eso es todo lo que quería saber», dijo Kanaki. Luego se dio la vuelta y desapareció sin darle la mano.31

A mediados de diciembre Paddy se trasladó de Vaphes a Heraklion, y desde allí abandonó la isla el día 23. Llegó a Alejandría el día 25, a tiempo de celebrar su última Navidad en Tara. La atmósfera de El Cairo tenía algo de crepuscular, puesto que por entonces la acción se había trasladado a Extremo Oriente, y muchos de sus amigos habían emprendido rumbo en aquella dirección. A Billy Moss y a David Smiley los habían lanzado en paracaídas en Siam. Y Billy Maclean estuvo más de un año en Sinkiang.

Xan Fielding estaba en el sur de Francia, donde también aterrizó en paracaídas. El lanzamiento había tenido lugar en el verano de 1944 y era un milagro que siguiera con vida. Él y Francis Cammaerts, uno de los oficiales más experimentados del SOE destacados en Francia, habían sido sorprendidos en un control de carretera en Digne. Los habían apresado y quien les rescató fue la legendaria Christine Granville, que persuadió a sus carceleros para que los liberaran. Los aliados estaban ya muy cerca, en la Riviera, y por tanto sería una locura que mataran a aquellos dos supuestos miembros de la resistencia. Cuando les abrieron la puerta de sus dos celdas, tanto Xan como Cammaerts creyeron que los sacaban de allí para fusilarlos. Pero en la puerta de la prisión les esperaba Christine, que se los llevó con ella y los puso a salvo. De vuelta en El Cairo, Xan pidió ser destinado a Extremo Oriente. Pasó varios meses en Camboya, y luego en la frontera del Tíbet.

Paddy deseaba sumarse a aquel éxodo de amigos que partían hacia Oriente, e hizo todo lo que pudo para persuadir al SOE de que lo enviaran allí. Pero su petición fue rechazada, algo que le supuso una gran decepción. Quizá creyeron que su salud aún no era lo suficientemente buena. En cualquier caso, como no tenía nada mejor que hacer, Paddy disfrutó de los últimos días de los tiempos de guerra en El Cairo. Y, poco después de Navidad, conoció a una mujer llamada Joan Rayner.