Capítulo 12

Entonces, una de las mujeres más ancianas avanzó desde la penumbra y anduvo hacia Joanna.

Llevaba una antorcha encendida en la mano, y Joanna podía verle el rostro con su luz. Sus ojos oscuros, hundidos profundamente en el rostro, reflejaban la sabiduría de los años, aunque su piel era tersa como la de una mujer joven. Tenía el pelo largo y plateado. Llevaba una túnica larga sobre un camisón que a veces parecía blanco, a veces plateado. Casi parecía esta hecho de luz de luna.

Colgada del cuello llevaba una media luna de plata. Joanna sabía quién era. Aunque no la conocía, todos hablaban de ella, con susurros, con admiración y voz maravillada.

Era la más anciana de las ancianas, la más sabia entre los sabios. Era la Dómina.

Le quitó la capa a Joanna, dejándola con la túnica blanca y la banda verde. Joanna oyó un suspiro, como el flujo de una brisa suave entre la multitud que la contemplaba. La mujer señaló las campanillas y la vela que llevaba. Joanna levantó una mano y ella le encendió la vela con su antorcha. Luego le dijo:

—Da luz a la gente.

Joanna caminó lentamente bordeando el círculo, con la vela en el cono protector levantada, protegiendo la llama con la otra mano. Los otros le acercaban sus velas, las encendían y las protegían con cuidado hasta llevarlas a prender una serie de pequeñas hogueras alrededor del círculo.

Entonces la Dómina llevó de nuevo a Joanna al centro del círculo, y declaró:

—Joanna, has superado la prueba y has encontrado el camino hasta tu gente. Al hacerlo, has demostrado ser uno de los nuestros. Has encendido la luz. Ahora ha llegado el momento de tu iniciación.

El humo de las hogueras llenó el círculo de piedras. Joanna percibió el aroma dulce y penetrante de alguna mezcla de hierbas y supo que la gente estaba utilizando sus conocimientos y su sabiduría para limpiar el espacio sagrado y potenciar el estado de concentración. Joanna vio cómo, al principio lentamente y luego con velocidad acelerada, la muchedumbre agrupada alrededor del círculo empezaba a moverse. Luego, respondiendo a alguna señal que Joanna no percibió, todos avanzaron hasta el interior del anillo que dibujaban las piedras. A medida que avanzaban —más cerca de ella y cada vez más de prisa, y con una serie repetitiva de pasos, como si bailaran—, oyó el cántico.

A su lado, la Dómina permanecía perfectamente quieta. Desprendía tanto poder que algo en ella impelía a Joanna a imitarla. Mirando hacia las piedras erguidas, a Joanna le pareció ser el centro de la inmensa rueda que formaban entre todos encima de la colina. Entonces, como si la imagen se desarrollara sola, sin incitarla, pareció que la rueda de piedras se movía, girando sobre sí misma, sobre ella, que, junto con la Dómina, permanecía en su eje.

El humo purificador, el movimiento y la interminable letanía se combinaban en una inmensa fuerza. Ante los ojos extasiados de Joanna pareció surgir del círculo un cono difuminado de luz blanca, pura y brillante, que apuntaba directamente al cielo nocturno, buscando la luna.

Y entonces, por fin, la Dómina rompió su quietud y su silencio. Se apartó un paso o dos de Joanna, se situó justo en el centro del círculo, levantó los brazos y gritó con una voz especialmente potente, y sus palabras se levantaron hacia el cielo de la noche. Joanna no comprendía todo lo que decía, pero no importaba. Sabía que la Dómina estaba haciendo su invocación a la Diosa. De parte de su gente, estaba haciendo la observación ritual del Imbolc.

Cuando terminó —Joanna había perdido la noción del tiempo y no era capaz de decir cuánto habían durado los cánticos—, bajó los brazos y, lentamente, volvió el rostro hacia ella. A la luz de las hogueras, Joanna percibió la fatiga en su anciana cara; finalmente, la Dómina aparentaba su verdadera edad. Levantó una mano y le ordenó:

—Ven, Joanna. Ven y sitúate en el centro del poder.

Joanna hizo lo que le pedía. Al unirse con la Dómina en aquella zona central del césped verde y mullido sintió que algo sacudía su cuerpo con fuerza y la agitaba desde las plantas de los pies hasta la coronilla. Su rostro debió de reflejar su asombro, puesto que la Dómina, que la observaba cuidadosamente, le dedicó una sonrisa fugaz y repentina.

—Bien —murmuró—. Muy bien.

Luego abrió los brazos y abrazó a Joanna con fuerza contra su pecho. Y le susurró, sólo para que ella la oyera:

—Bienvenida, mi niña. Bienvenida al hogar de tu corazón.

Mientras permanecían así abrazadas, Joanna sintió la presión de la garra del oso sobre su pecho. La Dómina también debió de notarla, puesto que, separándose ligeramente, buscó la correa y tiró de ella y de la garra para sacarlas del lugar donde estaban ocultas, bajo la túnica blanca de Joanna.

La Dómina levantó la garra de manera que la luz del fuego la iluminara, la acarició con los dedos y sintió su punta afilada. Entonces, con sus ojos profundos y oscuros miró a Joanna. No dijo nada, pero Joanna tuvo la sensación de que estaba sorprendida.

Joanna quiso explicarle cómo el hombre de la gente del bosque se había escabullido de las celebraciones del Yule para visitarla y recordarle que no se habían olvidado de ella con el festival. Abrió la boca para hablar, pero la Dómina le hizo un gesto, al tiempo que negaba levemente con la cabeza.

Luego volvió a meter la garra dentro de la túnica de Joanna.

La fuerza seguía cantando y crepitando a través del aire, en el interior del círculo. Ahora la Dómina avanzó un paso y, volviendo a levantar los brazos, comenzó a cantar su salmodia de nuevo. Joanna, tan cerca de ella, sintió que su fuerza se desvanecía mientras transmitía su poder a la tierra. Entonces, la voz de la Dómina adquirió un timbre distinto, y cuando finalmente empezaba a decaer, dio las gracias.

Acto seguido, rompió el círculo.

En algún momento, durante la larga noche de la celebración que siguió, una mujer a quien Joanna no conocía la buscó y le dijo que la Dómina deseaba verla.

Muy nerviosa, Joanna siguió hasta donde la mensajera la llevaba. En un claro situado en medio de los pinos, a poca distancia del círculo de las piedras y la animada reunión de gente feliz, habían levantado un pequeño refugio. Al igual que los barracones del campamento, estaba construido también de madera seca y helechos. Sin embargo, esta cabaña tenía sólo capacidad para una persona. En el interior, envuelta en lujosas pieles ante una hoguera que ardía en una chimenea de piedra, estaba la Dómina.

Parecía haber recuperado algo de fuerza. Había comido —había un plato vacío a sus pies—, y tomaba sorbos de una bebida en un cuenco que despedía rizos de vapor y un aroma maravilloso. Sus ojos oscuros brillaban intensamente.

—Siéntate, Joanna —le ordenó con un gesto de la mano. Ella la obedeció—. Esta noche lo has hecho muy bien, criatura —prosiguió la Dómina—. La fe que tus maestros tienen en ti está justificada.

—¿Mis maestros?

«Tan sólo se refiere a Lora y a los demás —pensó Joanna—, puesto que habla de ellos en presente. Pero entonces, eso significa que se olvida de Mag Hobson, que fue mi primera maestra y, realmente, la que…».

—Claro que no me olvido de ella —la voz de la Dómina reflejaba una ligera ironía—. Ella no me lo permitiría, aunque yo quisiera —añadió en un susurro. Y con los ojos clavados en los de Joanna, añadió—: Mag Hobson fue una de nuestras grandes, hija. ¿No lo sabías?

—Yo… ella murió por mí. —Joanna sintió que tenía que reprimir las lágrimas.

La Dómina la miró.

—Renunció a su cuerpo terrenal, sí —dijo—. Un acto para el que tenía muy buena justificación.

—¡Murió por no querer revelar mi paradero! —Ahora las lágrimas rodaban libremente por las mejillas de Joanna—. Y la echo de menos, ¡todavía ahora, la echo de menos!

La Dómina aguardó a que pasara aquel temporal de dolor. Luego dijo:

—Pero, hija, ella sigue estando contigo. ¿No has sentido su presencia?

Joanna no sabía cómo responder. ¿Qué se suponía que tenía que decir?

¿Mag, todavía con ella? No, eso era imposible; Mag estaba muerta.

Pero, al mismo tiempo, había aquellos momentos extraños en la paz de la noche, después de la puesta de sol, o a primera hora de una mañana nítida, mientras estaba sola y no pensaba en nada en particular, en que Joanna sentía un repentino impulso en el corazón y se ponía a cantar una de las viejas canciones que Mag le había enseñado. Y estaban los momentos en los que, con el resto de la gente del bosque bien lejos, ocurría algún problema menor, normalmente relacionado con Meggie. Joanna había descubierto que no resultaba fácil ser el único responsable de la salud y el bienestar de un hijo. A veces, a punto de la desesperación, había oído la voz de la sabia de Mag dentro de su cabeza: «Haz esto, tranquilízala así, prepárale una bebida con aquello».

Esos remedios habían funcionado siempre.

Si se hubiera detenido a pensar en ello, Joanna habría dicho que Mag seguía en su memoria, vívida, llena de vida, y que ella estaba recordando instrucciones que Mag le había dado en el pasado. Pero ahora que la Dómina parecía sugerir una explicación alternativa, Joanna se dio cuenta de que no le había dado ninguna instrucción sobre el cuidado de los bebés. Meggie había nacido, había sido concebida, después de la muerte de Mag.

Joanna levantó los ojos y miró a la Dómina.

Ésta asintió con la cabeza, sonriente de satisfacción.

—Bien —murmuró—, le diste su nombre a tu hija.

—Así es. Se llama Margaret, pero yo suelo llamarla Meggie.

La sonrisa de la Dómina se había ensanchado y ahora su rostro tenía una expresión extrañamente dulce.

—Solíamos llamar a Mag con ese mismo apodo —dijo con ternura.

Joanna todavía intentaba asimilar las implicaciones de eso cuando la Dómina señaló, con una voz bastante distinta:

—Llevas la garra.

—¡Ah, sí! Me la dieron en el Yule. Estaba sola y demasiado atareada con Meggie para asistir al festival, y uno de los hombres se acercó a verme. Llevaba su máscara y su capa de animal y me dejó esto. —Sacó la garra del interior de su túnica—. Fue tan amable por su parte dejar la celebración para visitarme —dijo a media voz—. Me hizo sentir que no me habían olvidado. Supongo que el festival se celebra bastante cerca, pero, de todos modos, se perdió buena parte de él para estar conmigo.

La Dómina no contestó. Sorprendida, Joanna levantó los ojos de la garra. La anciana la miraba. Cuando se hubo asegurado de que Joanna la escuchaba con atención, dijo, apenas en un susurro:

—El festival de Yule se celebró a tres días a pie de distancia de tu casa del bosque.

—Pero entonces… —Joanna no era capaz de entenderlo—. ¿Entonces él no asistió al festival? ¿También se quedó al margen?

—¿A quién te refieres con «él»? —le preguntó la Dómina.

—Yo… bueno, un hombre de las gentes del bosque que viven cerca de mi casa, supongo. —En realidad, no lo había pensado antes—. He conocido a algunos. A veces me han ayudado, y algunos de ellos han venido a mostrarme algo, o enseñarme alguna nueva habilidad. Imagino que debía de ser uno de ellos.

—¿Lo reconociste?

—No. Como he dicho, llevaba una máscara de oso. Pero…

Pero ¿qué? No estaba segura.

Después de una buena pausa, la Dómina la aconsejó:

—No des nada por sentado, hija. Mantén la mente bien abierta.

Y, al cabo de unos instantes, le hizo un nuevo gesto con la mano y Joanna pudo marcharse. Cuando se volvía para salir de la pequeña cabaña, la Dómina volvió a decir algo:

—Has sido iniciada como una de nosotros, Joanna. Has hecho lo necesario para dar el primer paso.

¿Un primer paso? Oh, ¿significaba eso que habría más? Joanna sintió que se le aceleraba el corazón.

—No temas —prosiguió la Dómina serenamente—. No se te pedirá que hagas nada que esté fuera de tu alcance. Cuando llegue el momento, recuerda que lo que has hecho una vez puedes volver a hacerlo.

Joanna esperó a ver si podía ampliar aquel enigmático consejo, pero no hubo nada más. Miró a la Dómina y vio cómo cerraba los ojos y volvía a hundirse en sus pieles.

De nuevo dentro del círculo, alguien le ofreció una bebida a Joanna. Se la tomó con ganas y le dieron otra copa. Cailleach se acercó, bailando entre una larga cadena de hombres y mujeres jóvenes. Dos de los hombres tomaron a Joanna de las manos y se la llevaron. Entre risas y cantos, comenzó a bailar con su gente.

Las celebraciones continuaron durante un largo rato. Sólo cuando ya se rompía levemente la oscuridad tras el círculo de piedras, los hombres y las mujeres empezaron a alejarse. Se marchaban en parejas, contentos, felices de estar juntos. Encontrarían, Joanna lo sabía bien, un rincón tranquilo en el que yacer, honrando a la Gran Madre en un acto de amor.

Su cuerpo anhelaba hacer lo mismo. Pero no conocía a nadie, no había conocido a ningún hombre que la buscara y la sedujera para acostarse con él entre sus cálidas pieles.

A medida que la cadena de bailarines iba menguando y ya sólo quedaban los últimos, Joanna se volvió. Salió del círculo y se dirigió al campamento, arrastrando los pies. Estaba muy oscuro bajo el pinar y, tan pronto como hubo salido de la zona de fuegos, empezó a sentir mucho frío. Temblaba y se ajustó la capa que la envolvía.

El sendero de regreso al campamento era más largo de lo que recordaba. Comenzó a sentir los primeros síntomas del miedo y se preguntó si se había perdido. Oh, seguramente no, pensó, ¿cómo podía ser tan boba? Al fin y al cabo, no está nada lejos.

Se concentró, tratando de distinguir entre la oscuridad de los árboles algún signo familiar, y creyó reconocer el camino. Aliviada, echó a caminar por él con seguridad.

Pero al poco rato se dio cuenta de que no podía ser el camino adecuado. Si lo hubiera sido, ahora ya debería haber llegado al campamento.

¿Qué hacer? ¿Seguir? ¿Volver atrás? Seguir.

No sabía de dónde venía la orden, pero la obedeció. Avanzaba ahora como en un trance por el camino. Sus pies caían con pasos suaves sobre las capas de agujas de pino que formaban el suelo; le parecía sentir cierta calidez que emanaba de ellas, como si el propio suelo fuera mágico.

Entonces llegó a un pequeño claro. Había un espacio justo en medio de un espesor de zarzas y helechos, y dentro ardía un pequeño fuego. Junto al fuego había una figura oscura, tumbada en el interior de una guarida de piel.

Ella supo quién era.

La gran cabeza estaba levantada a modo de bienvenida, y vio la sonrisa del hombre dentro de la máscara del oso. Sin que se pronunciara ni una sola palabra, sabía que él había percibido su deseo silencioso y la había llamado a su lado.

Sin temor, cruzó por los helechos y se arrodilló a su lado. Él la acogió en el seno de su calidez, y ella sintió la suave caricia del pelo del oso contra su piel. Y olió su aliento de bosque. Atrayéndola hacia sí para dejarle sentir el latido lento, regular y potente de su corazón inmenso, él se inclinó y la besó.

Ella pensó que pasaría mucho frío sin la capa y la túnica, pero él generaba calor para abrigarlos a los dos. Envuelta en sus brazos, que eran a la vez animales y humanos, se entregó a él y, con total abandono, se rindió a su protección. Era oso, era hombre; era ambas cosas a la vez. Sin embargo, cuando finalmente llegó el momento y entró en su cuerpo, lo hizo, como ella siempre había sabido que lo haría, como hombre.

Yacieron allí a la luz de su fuego y ella se relajó, totalmente exhausta, sobre él. Sentía su mano grande que la acariciaba y le apartaba el pelo húmedo del rostro, y le volvía la cara para que sus ojos se encontraran. Y vio ambas imágenes, la máscara del oso y la sonrisa humana. Joanna le devolvió la sonrisa y apretó el pecho contra su piel. Sintió la garra que llevaba colgada del cuello clavándose en su carne.

—Gracias por el regalo —murmuró—. Lo guardaré como un tesoro. Dentro de su cabeza lo oyó responder: «Ahora nunca estarás sola».

—Lo sé. —Acarició el hombro, fuerte y musculoso—. Me siento… —Quería decirle que lo que había hecho por ella marcaba toda la diferencia, y que ahora se sentía en casa en el bosque, mientras que antes había vivido en él como una simple visitante.

Mientras se debatía aún por encontrar las palabras exactas, él respondió:

«Lo comprendo. —Luego hizo una pausa y añadió—: Todo está bien».

Relajada, dejando que el sueño se apoderara de ella, Joanna supo que no tenía que decir nada más.

Se despertó con la primera luz del día. El fuego estaba prácticamente apagado, pero, acostada cómodamente entre sus pieles, se sentía bien abrigada.

Estaba sola.

Se desperezó, satisfecha, y notó la piel del oso contra su cuerpo desnudo. Los recuerdos inundaron su cabeza y de pronto sintió de nuevo la violencia de su orgasmo. ¡Oh, pero cómo había necesitado aquellas sensaciones! Y ni siquiera había sospechado su carencia; no fue hasta que los bailarines empezaron a marcharse que empezó a sentir el cosquilleo de aquel anhelo tan primario.

Él lo supo, y la llamó a su lado.

Con una sonrisa en los labios, se volvió, se acomodó y volvió a dormirse.

Cuando volvió a agitarse, era un tipo distinto de hambre lo que la despertó. Pestañeó bajo los rayos de sol que se filtraban a través de los pinos y trató de recordar cuándo había sido la última vez que había comido algo. Incapaz de recordar —y convencida de que hacía demasiado tiempo como para ser bueno para ella—, se levantó, se vistió y emprendió el camino de regreso al círculo de piedras.

Cuando llevaba tan sólo un pequeño tramo recorrido, se le ocurrió que tal vez debía enrollar aquellas pieles maravillosas y hacer algún intento de devolvérselas a su dueño. La había dejado dormir en silencio, y le parecía poco agradecido limitarse a abandonar su lecho. Se volvió y volvió sobre sus pasos por el sendero.

No fue capaz de encontrar ni las pieles, ni la hoguera apagada, ni el espesor de arbustos y helechos.

Nerviosa, asustada por vez primera y de pronto con unas ganas desesperadas de volver al lado de Meggie, se marchó corriendo.

Una vez de regreso, y rodeada de la alegre compañía del campamento de las mujeres jóvenes, pronto se olvidó del miedo. Al parecer, muchas habían vivido experiencias extrañas durante la noche pasada; sin embargo, ninguna de ellas estaba alterada. Al contrario; parecían contemplar la ocasión como algo por lo que hay que estar profundamente agradecido.

Cuando amamantaba a Meggie —quien, según las mujeres que habían vigilado a los niños aquella noche, había mamado un poquito de ella y luego había dormido profundamente el resto de la noche—, Joanna sintió que sus pies volvían poco a poco a la tierra. Cuando, al cabo de un rato, Cailleach regresó al campamento con un moratón estampado en el cuello, Joanna tuvo que reprimir una carcajada.

Ambas conversaron y bromearon durante un rato, y algunas de las demás jóvenes se unieron a su animada charla. Al principio, Joanna estaba un poco sorprendida por su procacidad, pero luego pensó: ¿Por qué tendría que escandalizarme? ¿Qué mal puede haber en un hombre y una mujer yaciendo juntos en el nombre de la Gran Madre, dando y recibiendo placer y, por una vez, amor?

Pero mientras lo pensaba, algo le vino a la cabeza. Había tenido dos hijos y se sabía una mujer fértil. Meggie hacía sus delicias, y no prescindiría de ella por nada en el mundo. Pero traer a otra criatura al mundo era un asunto muy distinto. ¿Y si era un niño? La vida en el bosque no era vida para un niño.

¿O tal vez sí?

Aquella mañana, después de lo ocurrido, se dio cuenta de que todas sus convicciones, que anteriormente habían sido tan rígidas, estaban adquiriendo un aire de incertidumbre.

Sin embargo, se acercó a Cailleach y le preguntó en voz baja:

—¿Es posible que…? quiero decir, ¿alguna de las muchachas se queda embarazada después de las celebraciones?

Cailleach se rió.

—¡Pues claro! Es el mismo acto de amor, Joanna, aunque sea por voluntad de una diosa. Los niños nacidos de una noche de celebración están especialmente bendecidos porque creemos que llevan su beso en la frente.

Era un concepto precioso. Pero, aun así, Joanna no estaba del todo feliz.

—Y si… es decir, ¿qué pasa si creemos que no es exactamente un buen momento para concebir un bebé?

Cailleach la miró con cariño.

—Confiamos en la Gran Madre —explicó. Luego añadió con una sonrisa—: Aunque hay cosas que pueden hacerse si no estamos preparadas para un embarazo.

—¿Las hay? —Joanna parecía sorprendida.

Cailleach se rió abiertamente.

—¿Has vivido en las maneras ancianas durante un año y todavía no lo sabes?

Hasta ahora no le había dado importancia, pensó Joanna, aunque se limitó a decir:

—No. Cuéntamelo, por favor, Cailleach.

La muchacha se sentó en el suelo, a su lado, y le explicó cómo funcionaba su cuerpo. Luego le explicó cómo propiciar la concepción, y cómo asegurarse de que no ocurría. Le habló a Joanna del misterioso ciclo que se acompasa con la luna, y cómo calcular cuáles son los días más y menos fértiles.

—Deseas saber si anoche concebiste, supongo —concluyó Cailleach cuando hubo acabado su lección.

—Sí.

Cailleach sonrió.

—Estás a punto de tener la regla. Mañana, o incluso hoy a última hora del día, fluirá la sangre.

—Pero…

Cerca de ellas, una de las mujeres se rió.

—¿Ya está Cailleach otra vez con su magia? —dijo, mirando a su hijo, a quien estaba amamantando—. Créela, Joanna, nunca se equivoca.

Joanna miró a Cailleach.

—¿Cómo lo sabes? —volvió a preguntar, ahora en un susurro.

—Experiencia —dijo Cailleach con modestia—. Con práctica, cualquiera puede hacerlo.

Observando cómo se levantaba grácilmente y se alejaba, Joanna pensó:

«Debe de haber algo más. Tan sólo tiene mi edad, como mucho, así que, ¿de dónde ha sacado toda esa experiencia? ¡Si no ha tenido tiempo!».

Y, como si viniera a confirmárselo, la mujer que se había reído dijo:

—Cailleach es la mejor comadrona que puedas encontrar. La llaman Mab[4] porque dicen que las hadas la enseñaron.

Entonces, como si su comentario no hubiera sido más que un comentario banal sobre el tiempo o los planes para la próxima comida, volvió tranquilamente a amamantar a su bebé.

Hubo un día más de celebraciones… mucho menos espectacular que el anterior, y luego la reunión empezó a disiparse. Uno a uno, los grupos comenzaron a bajar de la colina, despedidos por los cantos de los demás. Joanna, ocupada empaquetando sus cosas, sintió cómo alguien le tocaba la espalda.

Se volvió para ver a un hombre joven. Tenía una densa cabellera rojiza, los ojos grises y una sonrisa tímida.

—Soy orfebre —le dijo—. Me han dicho que buscabas a uno.

A Joanna le habían ocurrido demasiadas cosas como para que ahora se preocupara por preguntarle quién se lo había contado o cómo la había encontrado. Así que sencillamente le dijo:

—Gracias por venir a buscarme. —Luego, tiró de la garra de su correa y se la ofreció—. ¿Podrías montar esto sobre plata, con un aro encima para colgarlo?

El muchacho miraba fijamente la garra, con los ojos abiertos de par en par.

—Sí, puedo hacerlo —respondió lentamente—. Será una extraña prueba.

—¿Se trata de algo difícil, entones?

Él la miró y sonrió fugazmente.

—No, no es difícil. Es por el honor que representa, ¿sabes?

Ella pensó que lo sabía.

—No sé cómo podré pagártelo —le dijo—. Tengo algunas habilidades, así que, si me dices tu precio…

Pero él sacudió la cabeza.

—No quiero que me pagues —repuso con amabilidad—. Aunque gracias, de todos modos. —Y antes de que ella tuviera ocasión de protestar, añadió—: Esta tira de cuero está muy bien, pero un objeto como éste debe llevar algo mejor.

—Era lo único que tenía.

De nuevo, él le sonrió con calidez.

—Déjamelo —le dijo—. Cuando lo tenga, iré a buscarte.

Ella se sacó la correa del cuello por encima de la cabeza. Sin la garra sobre su pecho, de pronto volvió a sentirse vulnerable. Muy a su pesar, se la entregó.

El joven la tomó, la miró detenidamente y le dijo:

—No temas, muchacha. Trabajaré con rapidez. Volverás a tener tu tesoro contigo antes de esta noche.

Fue tan bueno como su palabra.

Joanna y su grupo abandonaron la colina después de la comida del mediodía. Anduvieron unas cuantas horas y luego, al caer la noche, encontraron un lugar para acampar y dormir. Cuando se estaba instalando, después de la cena —estaba justo empezando a sangrar y se sentía incómoda, hinchada y un poco dolorida—, el orfebre fue en su busca.

Le ofreció la garra del oso para que la viera. Ahora estaba montada sobre plata maciza y colgaba de una fina cadena, también de plata, de un diseño tan delicado como ella no había visto jamás. La tomó en su mano y dijo:

—Es bellísima, mucho más ahora que tu trabajo ha hecho que destaque.

Él inclinó la cabeza ante sus palabras.

—Gracias. Me alegra que te guste.

—¡Más que gustarme! —exclamó ella—. No sé cómo podré pagártelo.

Él se alejó mientras le hablaba, gesticulando con las manos.

—No hay ninguna necesidad, ya te lo he dicho… Quiero decir, el trabajo en sí ya es una recompensa.

Entonces le hizo una reverencia, se alejó y desapareció en medio de la oscuridad.

Joanna no volvió a verlo nunca más.