Capítulo 7
El camino a Saxonbury llevó a Josse a bordear el Gran Bosque.
Ramos desnudos de hayas, abedules, robles y nogales levantaban sus ramas al cielo gris, y, entrecruzadas con sus sombras silenciosas y difusas, había manchas de un profundo verde oscuro entre las que crecían los tejos y los acebos. Por encima de la bóveda boscosa flotaban las ramas espinosas de los pinos, en lo alto de sus troncos largos y desnudos. Había senderos que se adentraban por debajo de los árboles y que tal vez constituían una ruta más directa para llegar a Saxonbury, pero Josse sabía que debía evitarlos a menos que fuera imprescindible. Se había aventurado antes en el bosque y comprendía, tan bien como podía comprenderlo cualquier forastero, que conllevaba sus propios peligros y era mejor evitarlo. En cualquier caso, las indicaciones del padre Gilbert especificaban aquel sendero, y desviarse de él podía significar para Josse, sencillamente, no llegar a Saxonbury.
El viaje no era largo: cuatro, tal vez cinco millas, según el padre Gilbert. Tampoco era arduo, puesto que, a pesar de que el camino se hundía por valles ocasionales y luego volvía a remontarlos, las pendientes eran más bien suaves. Pero, en conjunto, el camino seguía por la parte de arriba, y Josse dedujo que se encontraba en uno de los viejos senderos secos de la loma. Si no hubiera sido por el frío extremo y porque no había comido desde muy pronto por la mañana, incluso habría disfrutado del trayecto.
No vio ni un alma. Apenas advirtió ningún ser vivo, en realidad, aunque sí creyó oír el aullido distante de un lobo hambriento. Las manadas de lobos no eran extrañas en aquella zona, aunque solían respetar a los humanos y también sus habitáculos. Cuando pasó por el pequeño asentamiento de Frente advirtió un leve hilillo de humo que se levantaba de una de las cabañas de madera.
Alguien acababa de reparar la valla que rodeaba la pequeña aldea; tal vez aquella persona también hubiera oído el aullido del lobo.
El camino volvió a hundirse hacia un suave valle, y cuando se encaramó de nuevo, Josse empezó a buscar la indicación a mano derecha que le había dicho el cura. «Una antigua vía, creo —le había dicho el padre Gilbert— puesto que las huellas del tiempo lo han surcado profundamente y sus bordes se levantan bastante a lado y lado».
Sí, ahí estaba. Y parecía oscuro e imponente, y no invitaba a adentrarse por debajo de los árboles.
—Vamos, Horace —dijo Josse en voz alta. El caballo bajó las orejas—. Cuanto antes lleguemos, antes podremos volver a casa.
Los cascos de Horace golpeaban el camino solitario con un ruido apagado, como si hasta los sonidos corrientes fueran en este lugar más sordos y extraños. Los inmensos árboles a ambos lados se levantaban quietos, como si la brisa ligera no llegara a sus ramas desnudas. Los bordes del camino eran del color del óxido y estaban llenos de hojarasca; el sendero era negro, con las hojas muertas de cientos de años. Nada se movía. Nada, al parecer, vivía.
Mientras subía la cada vez más empinada cuesta hacia la cima de la loma, Josse tuvo la peculiar idea de que aquella cuesta subía eternamente; que lo llevaría a algún extraño mundo de hadas en el que unos minutos transcurridos se convertían en un siglo del mundo exterior, de modo que cuando regresara sería para descubrir que todo lo que antes había conocido había muerto y estaba ahora enterrado en un pasado muy lejano.
Se acercaba a lo que parecían ser los vestigios de una zanja, en el extremo opuesto de la cual se había levantado un murete. El sendero pasaba por encima de la zanja por un terraplén. Al cruzar, Josse recordó antiguas leyendas de zanjas y diques, de los que se decía, o al menos así lo decían los cuentos, que eran obras del diablo. Encima de él, algún árbol de hojas perennes extendía sus ramas espesas y pesadas. Estaba muy oscuro…
Más allá del murete se veía una pared de piedra. Parecía estar en bastante buen estado, lo que tranquilizó a Josse. Si alguien se ocupaba de mantener los muros en buen estado, entonces tal vez aquel lugar era, al fin y al cabo, refugio de seres humanos. En algunos sitios, el muro estaba reforzado con fragmentos de valla empalizada, en uno de los cuales había unas puertas de madera; estaban cerradas.
Josse cabalgó hasta las puertas y gritó:
—¡Ah de la casa!
Dentro debía de haber alguien haciendo guardia, puesto que al instante se oyó una voz profunda que preguntaba:
—¿Quién hay?
—Soy Josse d’Acquin y vengo de la abadía de Hawkenlye, en una misión referente al padre Micah.
—Si venís de parte de ese desgraciado, entonces no sois bienvenido en Saxonbury —respondió el guarda invisible—. Marchaos, Josse d’Acquin, decid en Hawkenlye que cada uno de sus emisarios recibirá la misma respuesta.
—No vengo a hablar de nada de la Iglesia. —Josse intentaba pensar en la mejor manera de defender su caso; era reticente a comunicar la noticia de la muerte del padre Micah a un guarda al que ni siquiera podía ver—. Deseo hablar con el señor de Saxonbury —anunció, con más coraje del que en realidad sentía—. ¿Está en la casa?
—Esperad.
Después de aquella breve orden se hizo un instante de silencio. Luego, Josse oyó el ruido de una de las pesadas barras que cerraban las puertas deslizándose hacia atrás, y al cabo de un rato pudo entrar en Saxonbury.
El guarda lo esperaba al otro lado de las puertas. Era bajo, fuerte, y tenía una expresión de extrema desconfianza.
—Seguidme —pidió, y guió a Josse por un espacio abierto.
Detrás se levantaban otras murallas altas, y cuando el guarda lo conducía por una entrada en arco a medio camino de una de ellas pudo ver las viviendas que se escondían detrás.
Había varias, aunque ninguna demasiado grande. Cada una parecía tener su propia entrada y consistía tal vez en una sala grande en la planta baja, y otra encima que servía de dormitorio. Algunas de las edificaciones parecían ser establos y almacenes; una de ellas era claramente una cocina, tras la cual había un pozo, cubierto por un pequeño tejado de cañizo.
A pesar de que Josse no veía a nadie en el interior de las viviendas, estaba convencido de que lo observaban desde dentro. Era una sensación incómoda, saberse observado por personas a las que él no veía.
Pero al menos había un hombre visible. De pie en medio del espacio entre los muros se encontraba un hombre muy alto y de anchas espaldas, con el pelo rubio rojizo, que parecía estar volviéndose canoso. Llevaba una larga barba, que le caía por encima de una túnica acolchada hasta las rodillas; parecía haber sido una bella prenda, aunque ahora estaba manchada con los recuerdos de numerosas comidas. Llevaba también un ancho cinturón de cuero, del cual colgaba una ancha espada en una funda desgastada. Embutida al otro lado del cinturón llevaba un hacha de doble filo.
El hombre le dijo con voz potente:
—Yo soy el señor de High Weald y ésta es mi casa. ¿Qué queréis de mí, Josse d’Acquin?
Josse había bajado de Horace. Como se encontraba en los dominios de aquel gigantón, le pareció prudente recordar sus maneras, de modo que le hizo una profunda reverencia.
—Gracias por recibirme —le dijo.
—Me dicen que vuestra misión tiene relación con el padre Micah. —Comentó el anfitrión en tono neutro.
—Así es. —Decidiendo que en aquella situación tan sólo cabía decir la verdad, Josse declaró—: El padre ha muerto. Ha sido hallado en el sendero de Castle Hill esta mañana, a primera hora, con el cuello roto. Estoy al servicio de la abadesa de Hawkenlye, quien me ha encargado que averigüe todo lo que pueda sobre los movimientos recientes del padre, y me han dicho que pudo haberos visitado.
Entonces se hizo un silencio que a Josse le pareció eterno, mientras los vívidos ojos azules del señor de High Weald lo escrutaban. Luego el gigante dijo:
—Entrad. Mandaré a alguien para que atienda a vuestro caballo mientras tomamos algo; os contaré exactamente lo que el padre Micah quería de mí.
Acto seguido, se volvió y guió la subida por una escalinata de piedra que conducía hasta la mayor de las viviendas. Josse, que lo seguía, miraba a su alrededor con interés; la estancia, larga y de techo bajo, estaba hecha de madera, con su hilera de postes macizos rellenos de adobe y cañas. Al fondo había una chimenea de piedra con un fuego, alrededor del cual se sentaban un grupo de personas: dos hombres de mediana edad, un niño y cuatro mujeres jóvenes. Buena parte de ellos eran pelirrojos. El lord los ahuyentó con un gesto de la mano.
—Los miembros de mi familia están bien entrenados —le comentó a Josse—. Aunque tienen sus propias chimeneas, prefieren reunirse en torno a la mía. No obstante, saben cuándo quiero que me dejen en paz.
—Vuestra familia —repitió Josse.
—Así es. Mis hijos viven aquí con sus familias, y a su vez, sus hijos se casarán y traerán a sus consortes aquí, a Saxonbury. Yo soy el patriarca. —Hinchó su impresionante pecho—. Y ahora, cerveza. —Alcanzó una jarra grande que había en un estante, llenó un par de jarras con su contenido y le ofreció una a Josse. La probó y se relamió, agradecido. La cerveza era amaltada y ligeramente dulce, y bebió varios tragos seguidos, después de lo cual el señor volvió a llenarle la jarra de inmediato.
Le indicó a Josse un banco frente a la chimenea y él se sentó enfrente, antes de decir:
—Me han enseñado a no hablar mal de los muertos, de modo que tenéis que disculparme, sir Josse, porque eso es exactamente lo que voy a hacer ahora. —Hizo una pausa, y luego, por sorpresa, preguntó—: ¿Tenéis prisa?
—No, en realidad, no.
La abadía no estaba demasiado lejos y debían de quedar todavía varias horas de luz.
—Entonces, si queréis escucharla, os contaré mi historia.
—Estaré encantado de oírla.
El lord sirvió un poco más de cerveza y luego cortó un buen trozo de pan y una rebanada bien gruesa de venado, se lo ofreció a Josse y empezó su narración:
—Yo fui soldado en la cruzada —anunció— y fui a Jerusalén con mi hermano, que pertenecía a la orden de los caballeros templarios. En el asalto de los turcos a Damasco se perdieron muchas vidas, incluida la de mi hermano.
—Lo lamento —dijo Josse amablemente—. Mi propio abuelo materno murió en Damasco, y mi padre también estuvo allí, en el fragor de la batalla.
—¿Es eso cierto? —El lord miraba a Josse con interés—. Parece que acerté al guiarme por mis instintos y dejaros entrar —murmuró—. Yo resulté gravemente herido —prosiguió su narración— y creí que mi hora había llegado, pero me rescataron del campo de batalla. Una joven y bellísima mujer me cuidó hasta que recuperé la salud, y a ella le entregué mi corazón. Cuando estuve totalmente recuperado, nos casamos y ella consintió en abandonar su hogar y regresar conmigo al mío. Me dio tres hijos y dos hijas, y ha sido, en todos los aspectos, la mejor esposa que un hombre podría desear.
—¿Todavía vive? —Si se había convertido en su esposa más de cuarenta y cinco años atrás, entonces probablemente ahora debía de tener más de sesenta. Al igual que ese hombre que ahora se sentaba frente a él, aunque no lo pareciera.
—Desde luego, pero por desgracia está delicada —dijo el lord—. Físicamente, al menos, no de mente, puesto que es su voluntad indomable la que dirige nuestro hogar, aquí en Saxonbury, sir Josse. La mayor parte del día yace acostada cómodamente en su cama, pero su palabra es la ley. —Sonrió con afecto.
—Una mujer admirable —murmuró Josse.
—Así es. —Al lord se le iluminaron los ojos—. Me alegro de que lo entendáis, puesto que no era el caso de ese cura execrable. —Se inclinó hacia delante con una expresión astuta en el rostro y, hablando con urgencia, como si fuera imprescindible que su invitado lo comprendiera, declaró—. Veréis, mi mujer es musulmana. Tiene sangre turca y, naturalmente, aspecto y costumbres extranjeros. Desde luego es una criatura extraña para un tipo como el padre Micah, y él no hizo ningún intento por esconder su disgusto hacia lo que no era capaz de entender. El problema, obviamente, para un hombre así era que mi esposa no es cristiana, y por mucho que nos casáramos según el rito de su fe, yo no quise forzarla a hacerlo según el rito de la mía. Veréis, sir Josse —dijo, poniendo una mano boca arriba sobre la pierna de Josse—, creí que ya le había pedido suficiente a mi amada al traerla aquí y pedirle que estableciera su hogar tan lejos de sus gentes. Si ella eligió conservar su fe y no convertirse a la mía, ¿qué importancia tenía?
Considerando la pregunta puramente retórica, Josse se limitó a asentir con la cabeza.
—Y os diré lo que ese hombre malvado dijo cuando descubrió que yo vivía con una musulmana en un matrimonio que, a sus ojos estrechos de miras, no existe.
—¿Qué?
El lord hizo una pausa para dar un efecto más dramático y luego declaró, en voz más baja:
—Dijo que mi esposa (mi frágil, anciana y devota esposa) merecía ser flagelada. Que ésa era la única manera de sacarle el demonio de dentro y prepararla para recibir la bendición de Jesucristo.
Resultaba impresionante por salvaje. Pero para Josse, a quien cada cosa nueva que le contaban sobre el difunto cura le servía para ahondar en la impresión que había recibido del primero, aquello no le resultaba sorprendente. Miró a los ojos heridos y furiosos del gigante que tenía delante y aseguró:
—El pobre hombre estaba ido, loco. Debía de ser esto, puesto que, ¿qué otra explicación puede haber para que un cura que ha consagrado su vida al servicio de un Dios amoroso, de pronto defienda tamaña crueldad?
—¿Loco? —El lord se encogió de hombros—. No soy capaz de decirlo. —Sus ojos azules se apartaron de Josse y luego, maliciosamente, volvieron a mirarlo—. Pero me alegro de que el padre Micah esté muerto, porque la última vez que vino a visitarnos juró que volvería. Y por mi vida, sir Josse, no sé cómo lo habría recibido.
Luego, mientras Josse lo observaba, la malicia abandonó sus ojos brillantes para ser sustituida por una mirada tan amenazadora, de una violencia tan palpable, que Josse no pudo evitar retroceder.
—¿Vos qué hubierais hecho? —le preguntó dulcemente el gigante—. Preguntáoslo antes de precipitaros a juzgarme. Suponed que fuera vuestra propia madre enferma, por poner un ejemplo, la que se viera amenazada con esa medida extrema. ¿Vos lo permitiríais?
La madre de Josse había muerto. Él la amó intensamente y sabía que no podría haber soportado verla víctima de la injusticia. No, él la habría defendido, pagando cualquier precio. Miró al lord a los ojos y respondió:
—No, desde luego que no.
—Gracias por vuestra honestidad —dijo el lord. Luego soltó una breve y compungida carcajada que cortó la tensión de la sala—. ¿Más cerveza? —dijo, ofreciendo otra vez la jarra.
Josse, que ya empezaba a tener la cabeza un poco neblinosa, respondió:
—Gracias, pero no. —Se estaba preguntando cómo se las iba a arreglar para determinar dónde habían pasado la noche los hombres de la finca del lord. Si supiera cuántos de ellos había, ése ya habría sido un buen punto de partida, pero la ebriedad no iba a ayudarlo mucho.
Posiblemente, el lord también se dio cuenta, porque se inclinó hacia delante y volvió a llenarle la jarra de todos modos.
Josse, sorbiendo distraídamente de la misma, comentó:
—El padre Gilbert me dijo dónde encontraros. Me dijo que en vuestra comunidad vivían unas quince personas.
—¿Eso os dijo? —Al parecer, el lord no iba ni a confirmar ni a desmentir tal información. En vez de ello dijo—: No es un mal tipo, el padre Gilbert. Más abierto que el padre Micah; aunque eso puede afirmarse de la mayoría de la gente. ¿Cómo está? El padre Gilbert, quiero decir.
—Acabo de verlo. Se está recuperando, creo, pero lentamente. El frío no le hace ningún bien. Su casa estaba helada cuando llegué.
—Ya veo. —Los ojos azules miraban a Josse fijamente, y él tenía la impresión de estar siendo evaluado. Luego el lord añadió—: Sin duda cortasteis leña para él y le encendisteis la chimenea.
—Eh, sí. —Por alguna razón, Josse se sintió avergonzado, como si hubiera hecho ese acto de bondad tan sólo para quedar bien con el sacerdote. Procedente de alguna conversación lejana del pasado, le pareció oír la voz de la abadesa diciendo: «La caridad verdadera es la que sólo Dios conoce».
—Lo suponía, por lo que he oído hablar de vos, Josse d’Acquin —el lord seguía mirándolo.
¿Quién le había hablado de él a aquel hombre? A Josse no se le ocurría. ¿Tal vez el padre Gilbert? No parecía probable, puesto que el cura apenas conocía a Josse. Pero ¿quién más podía haberlo hecho?
—También he oído cosas buenas de la abadía de Hawkenlye —decía el lord—. No creáis que porque me disgusta un hombre de la Iglesia siento lo mismo por todos los hombres y mujeres que están dentro de una orden sagrada. Esa abadesa, por ejemplo, dicen que es una mujer fuerte y de armas tomar.
—A ella tampoco le gustaba el padre Micah. —La confidencia salió antes de que Josse se hubiera preguntado si era realmente acertado hacerla—. Desde luego, está terriblemente inquieta por su muerte…
—Oh, terriblemente —había una clara ironía en el tono de su voz.
—… y habrá plegarias por su alma en la abadía, lo sé, y mucha aflicción.
—Vamos, sir Josse, eso es una exageración poco probable. —De nuevo, al lord se le escapó una breve carcajada.
Josse sonrió con ganas.
—De acuerdo —dijo—. No demasiada aflicción. Tan sólo la reacción de asombro natural que sigue a una muerte inesperada.
—¿Muerte accidental inesperada, creéis vos? —La pregunta fue formulada de manera tan sutil que Josse, cada vez más confundido, no comprendió de inmediato su importancia.
—Todavía no puedo afirmarlo. —Se dispuso a tomar otro sorbito de cerveza, pero entonces se dio cuenta, con una vaga sorpresa, de que había vuelto a vaciar la jarra—. Podría haber resbalado por el camino helado y haberse golpeado la cara con fuerza contra algo duro, pero, por otro lado, alguien podría haberle forzado la cabeza hacia atrás. —Dio la vuelta a su jarra distraídamente—. No estoy seguro.
La sala se quedó en silencio. Un tronco se movió en la hoguera, lo que provocó un sonido sordo, como un suspiro. Josse oyó unas voces provenientes de algún lugar cercano; la voz de una mujer y, en una frase corta y seca, la de un hombre. Intentó reconocer las palabras, pero no lo logró, lo cual era extraño, porque eran claramente audibles. Entonces, por entre la neblina de su cabeza, cayó en la cuenta: la mujer hablaba en un idioma desconocido. De pronto sonó un grito de enfado, de dolor, y una voz aguda gritó y fue acallada abruptamente. Por supuesto, pensó Josse, la esposa del señor de High Weald era extranjera. ¿Qué le había dicho? ¿Turca? Sí, algo así. Y, con toda probabilidad, la enfermedad que la mantenía en cama debía de estar causándole dolor. Pobre mujer.
Irracionalmente satisfecho por haber resuelto el misterio de aquellas palabras en lengua extranjera, Josse le sonrió al lord.
—Me gusta haberos conocido —declaró.
—Lo mismo digo —contestó el lord con expresión divertida.
No sin cierto esfuerzo, Josse se puso en pie.
—Debo irme —anunció—. No estoy muy lejos de Hawkenlye, donde voy a pernoctar hoy, pero me gustaría llegar antes de que anochezca.
—Podéis pasar la noche aquí. En mi casa se come muy bien.
«Estoy convencido de que así es —pensó Josse— a juzgar por la calidad de vuestra cerveza y de vuestro venado». La idea le vino de pronto a la cabeza. El ciervo sólo podía haber sido cazado en el Gran Bosque, y se trataba de caza furtiva. Y el castigo por ello era casi tan duro como el de vivir fuera del matrimonio cristiano con alguien que profesara una fe distinta.
Josse abrió la boca, a punto de hacer un comentario al respecto. Entonces el lord se puso en pie y se acercó a Josse. Éste, al tomar conciencia de que aquel hombre enorme tenía la casa llena de hijos y nietos que probablemente eran tan grandes como él, decidió que lo más sensato era guardar silencio. «Si alguien me pregunta, diré: ¿Venado?, ¿qué venado?».
—Gracias por vuestra hospitalidad —y le hizo una reverencia al lord, que éste le devolvió.
—Gracias por vuestra visita —respondió el otro. Y luego, como si le hiciera un gran favor, añadió—: Podéis volver cuando queráis. Informaré a los guardas de mis tierras de que sois bienvenido.
Josse fue escoltado hasta el patio, donde lo esperaba el guarda de la entrada sujetando las riendas de Horace. El lord intentó ayudarlo a subir al caballo, pero resultó un reto demasiado grande hasta para un hombretón como él. El guarda estaba ocupado sujetando a un Horace ya bastante nervioso, de modo que el lord llamó a alguien más —cuyo nombre, a Josse le pareció entender, era Morcar— para que fuera a ayudarlos.
Otro hombre salió rápidamente de una de las viviendas. Se parecía demasiado al lord para ser otro que su hijo, y era casi tan alto como su padre. Josse, finalmente a lomos de su caballo, le tocó la gorra en gesto de agradecimiento.
Luego, las puertas se abrieron y él se alejó cabalgando.
Se dio cuenta de lo borracho que estaba al abandonar el sendero que bajaba de Saxonbury y giraba en el camino que bordeaba el bosque. «Qué tonto he sido —pensó—, he permitido que mi anfitrión me rellenara la jarra demasiado a menudo. Debería haberme mantenido alerta. Vine en visita oficial y, ahora, ¿qué información tengo para comunicar? Poca cosa, aparte de que el señor de High Weald tenía buenos motivos para aborrecer al padre Micah, y que hay en su familia varios hombres muy capaces de romperle el cuello a un sacerdote».
Pero de alguna manera —y el razonamiento se le escapaba por completo—, Josse no creía que el asesino del padre Micah perteneciera al hogar de los Saxonbury. Si es que había un asesino…
—¿Accidente o asesinato? —se preguntó Josse en voz alta mientras avanzaba.
Y supo que, aunque no estuviera sufriendo los efectos de la cerveza del lord, la respuesta no sería fácil.