Capítulo 4
Helewise no tardó mucho en enterarse de que había un nuevo colaborador trabajando en el valle. Fray Fermín había considerado parte de su deber informarla, y lo cumplió con su habitual letanía de preguntas y comentarios como preámbulo: ¿Tenía buena salud? ¿No encontraba el frío demasiado duro? Qué bondadoso por su parte permitir alumbrar un fuego por las noches en la vivienda de los monjes.
Tratando de ocultar su impaciencia —tenía al menos veinte tareas que se había propuesto hacer antes del mediodía—, ella lo interrumpió con un amable «¿Cómo puedo ayudaros, fray Fermín?».
El monje tuvo que rascarse la cabeza para reaccionar antes de responder; al parecer, hasta él se había olvidado del objeto de su visita.
—¡Ah, sí! —dijo al cabo de unos segundos—. El refugio de los peregrinos ha sufrido daños, abadesa. La rama de un árbol cayó encima de él, suponemos que a causa del hielo. Lo estamos arreglando; quiero decir, el tejado. Es decir, fray Saúl, fray Erse y fray Augusto se encargan del trabajo. Y sir Josse ha sido tan amable de brindarnos su ayuda.
—¿Ah, sí?
—Sí. —Fray Fermín asintió con un gesto animado de la cabeza—. Como es lógico, le hemos ofrecido toda la hospitalidad que está en nuestras manos, y él dice que está acostumbrado a dormir abajo, en el valle.
—Somos afortunados con los amigos que tenemos, ¿no creéis, fray Fermín? —dijo ella a media voz.
—Oh, sí, mi señora. Sí. Eh…
—¿Si?
—Nosotros… bueno, me preguntaba… ¿Tendríais un momento para bajar al valle y ver cómo avanzan las obras? Estoy seguro de que vuestra presencia serviría para animar a nuestro equipo de trabajadores.
—Lo haré, fray Fermín. Y aprovecharé la oportunidad para darle las gracias a sir Josse.
Seguía sonriéndole al viejo monje, y sentía que las mejillas empezaban a dolerle por el rictus forzado. Él le devolvía la sonrisa. Finalmente, Helewise dijo con delicadeza:
—¿Hay algo más, fray Fermín? Es que estoy un poco ocupada…
Con una reverencia, una disculpa y saliendo de espaldas de la habitación, el religioso le deseó un buen día y se marchó.
Helewise se dirigió al valle a última hora de la tarde. Mientras bajaba por el sendero, se dio cuenta, entristecida, de que el refugio de los peregrinos estaba prácticamente derruido. Apretó el paso y se dirigió hacia las cuatro figuras ataviadas de negro que trabajaban en sus ruinas.
Alguien había encontrado una sotana negra para que Josse la usara como ropa de trabajo. Le quedaba un poco corta, y Helewise tuvo una visión desconcertante de sus pantorrillas fuertes, musculosas y peludas sobre unos tobillos de pronunciados tendones. No se había dado cuenta de lo corpulento que era; con la túnica acolchada que usaba habitualmente era imposible determinar dónde acababa el hombre y dónde empezaba el hábito. Pero ahora, vestido con aquella prenda suelta de lana negra —que, como podía apreciar, se ajustaba a los hombros de Josse mientras trabajaba— se percató del hermoso cuerpo masculino que poseía.
«Basta ya —se ordenó mentalmente—. Basta ya de mirarlo de esta manera». Helewise se detuvo para recomponer su rostro con una expresión más inocente —ninguno de los hombres se había apercibido de su presencia—, escondió las manos en las mangas de su hábito y se acercó al refugio.
—¿Cómo va todo, hermanos? —voceó.
Saúl y Augusto estaban arreglando los tablones verticales de la pared exterior sobre las vigas de apoyo horizontales. Josse y Erse manipulaban cada uno un extremo de una sierra grande, y parecían estar preparando más tablones. Los cuatro hombres dejaron lo que estaban haciendo y, en la medida de lo posible —teniendo en cuenta que unos estaban acarreando grandes trozos de madera y los otros un extremo de sierra—, le dedicaron una cortés reverencia de bienvenida.
—Hemos reforzado la estructura básica del refugio, señora —explicó fray Erse, resoplando por el esfuerzo— y ahora estamos colocando paredes nuevas.
—Habéis trabajado con dureza —observó ella. Advirtiendo, ahora que Erse se lo había explicado, la magnitud de la tarea que se habían propuesto, pensó que «dureza» era un apelativo suave que no hacía justicia a su esfuerzo—. ¡Debéis de estar agotados!
Josse se pasó una mano por las cejas.
—No, mi señora. ¡La ventaja es que el esfuerzo nos mantiene calentitos! —le dijo, dedicándole una sonrisa feliz.
—Estamos en deuda con vos, sir Josse. —Le devolvió la sonrisa—. Una vez más, nos obsequiáis con vuestra fuerza en tiempos de necesidad.
—Lo hago encantado —respondió él humildemente. Luego sonrió de nuevo—. ¡No recuerdo cuánto tiempo hacía que no pasaba un día tan agradable!
Josse la conmovió. Todos la conmovieron, aquellos cuatro hombres que se habían entregado tan honestamente a aquella labor tan dura y precisa. Para intentar no demostrar su emoción, la abadesa dijo alegremente:
—¿Cuánto os falta para terminar?
—Esperamos que el nuevo refugio esté listo en un par o tres de días, mi señora —respondió fray Saúl—. Ahora mismo no tenemos muchos visitantes, hace demasiado frío para viajar, y los pocos que deciden hacer el viaje pueden albergarse en la residencia de los monjes con todos nosotros. Cuando este frío haya pasado, el refugio estará listo.
—Bien, bien —asintió ella.
Se preguntaba qué podía hacer para ayudarlos y, de pronto, se le ocurrió una idea. Sonrió para sus adentros, les dedicó un saludo con la cabeza y se despidió.
Cuando los monjes y Josse entraron a comer algo antes de acostarse se alegraron de recibir, junto a la sopa y el pan, una gran jarra de vino caliente con especias.
—Cortesía de la abadesa —dijo la joven monja cocinera que se lo llevó—. Espera que haya bastante para los trabajadores y para el resto de ustedes.
El sueño, reflexionó Josse, amodorrado, mientras yacía en su colchón de paja y acomodaba las mantas, llegaba mucho más de prisa después de una jornada de trabajo, una cena caliente y una copa de vino fuerte y bueno.
Al cabo de dos días, a primera hora de la tarde, el refugio ya estaba prácticamente listo. Fray Erse estaba dando los últimos toques al tejado, fray Augusto barría con ganas el suelo de tierra batida, Saúl y Josse preparaban el escaso mobiliario, disponiéndolo para ser colocado en el refugio tan pronto estuviera listo. Habían lijado a fondo la mesa destartalada, y Erse hizo todo lo que pudo para que cojeara menos. A los bancos largos les dieron un trato similar, y ahora sacaban el polvo y la suciedad de años de los finos jergones y de las remendadas mantas. Antes, Augusto se había llevado las viejas bandejas y los tazones y los había lavado concienzudamente para volver a colocarlos en el estante, recién limpio, donde los guardaban habitualmente.
Mientras doblaba la última manta y la añadía al montón, Saúl dijo:
—¿Sabéis, sir Josse? Creo que esa rama vieja nos hizo un favor. Hemos tenido que reconstruir el refugio, es cierto, pero al hacerlo lo hemos limpiado y ordenado como no lo habíamos hecho en años.
Josse lo miró, advirtiendo su sonrisa de satisfacción.
—Sí, Saúl —asintió—, hemos hecho un buen trabajo, ¿eh?
—Y terminado justo a tiempo —añadió Augusto, mientras salía del refugio y se situaba a su lado—. Si no me equivoco, aquí vienen sus primeros ocupantes.
Josse y Saúl se volvieron hacia donde él señalaba. Un grupo de cinco personas avanzaba por el sendero que bordeaba el lago, ahora helado e investido de una profunda quietud invernal. El grupo estaba encabezado por un hombre que sujetaba las riendas de un burro. Encima del animal iba una mujer con un niño pequeño en brazos, y junto a ellos caminaban una anciana y un niño de unos siete años.
Desde la morada de los frailes, alguien debía de haber estado vigilando. Tres monjes salieron al exterior y se acercaron a dar la bienvenida a los visitantes; tomaron las riendas del asno, ayudaron a la mujer a desmontar y la liberaron del peso que llevaba en brazos. Se oyó el rumor de voces que preguntaban, de respuestas con voz cansada. Uno de los monjes se volvió hacia el refugio; Saúl anunció en voz alta:
—Está listo. Dadnos un momento y los visitantes podrán entrar e instalarse confortablemente.
Al cabo de una hora, los peregrinos habían comido, tomado bebidas calientes y se sentaban en los bancos del refugio frente a un agradable fuego. Entre ellos había dos enfermos: el niño pequeño y la anciana. El niño tenía una tos persistente, y Saúl ya había ido a ver a sor Eufemia para pedirle un poco del mejunje blanco de sor Tiphaine contra la tos. El problema de la anciana era menos evidente; se quejaba de una sensación de pesadez en el vientre, y fray Fermín, a quien se oyó decir algo de «problemas femeninos», anunció que era un asunto claramente para la enfermera.
Mientras tanto, los frailes habían llevado al pequeño grupo familiar a rezar, y fray Fermín les había dado a todos un trago de las aguas curativas. Cuando llegó la hora de acostarse, los cinco se encontraban mucho mejor y más esperanzados con respecto a su curación.
Al día siguiente, sor Eufemia bajó a ver a la anciana. Josse no se enteró de lo que sucedía durante la consulta; la enfermera había insistido en cerrar la puerta del renovado refugio, diciendo que deseaba estar a solas con su paciente. Fuera lo que fuese lo que le hizo, debió de ser muy efectivo, puesto que la mujer salió con una sonrisa en los labios y una ligereza en el paso que ciertamente no mostraba a su llegada.
Una vez liberada de sus preocupaciones, la familia demostró ser un grupo muy animado. No venían de lejos; su pueblo se encontraba tan sólo a una mañana de viaje. Traían noticias de sucesos violentos: unos días atrás, un oficial del sheriff que vigilaba la cárcel justo a las afueras del pueblo había sido atacado y asesinado. Los dos prisioneros que tenía en custodia, un hombre y un joven, desaparecieron. Nadie parecía compadecer al oficial, quien, según la versión de la mujer joven, había sido un «perfecto bastardo, un vicioso y un camorrista». Cuando fray Fermín preguntó tímidamente si había algo que temer de los prisioneros fugados, el hombre del grupo se rascó la cabeza, frunció el ceño, concentrado, durante un momento y contestó:
—Ni idea.
Empezaron entonces las especulaciones fantasiosas. Josse, que las escuchaba, sonreía de vez en cuando para sus adentros ante las más aventuradas. Pero los comentarios eran inofensivos, y comprensibles; los monjes llevaban una existencia aislada y monótona allí, en el valle, y cualquier acontecimiento emocionante que viniera del mundo exterior siempre levantaba muchos chismorreos.
Entre el parloteo, de pronto oyó mencionar su propio nombre. Alerta, escuchó la conversación:
—… quiere que sir Josse lo investigue —les decía fray Erse al hombre y a la anciana.
—¿Hum? ¿Sir qué? ¿No es un monje?
—No, desde luego que no. Va vestido así porque ha estado ayudándonos a reconstruir el refugio —explicó Erse en un susurro perfectamente audible. Luego levantó la vista y, al ver que Josse los estaba escuchando, se ruborizó un poco y explicó—. Dicen que hay algo misterioso, sir Josse. El muerto fue golpeado en la cara, pero parece ser que no fue un golpe lo bastante fuerte como para matarlo. Decía que vos sois un experto en este tipo de casos, y tal vez vos… —Aparentemente superado por el atrevimiento de su propuesta, Erse se quedó con la boca abierta y sacudiendo la cabeza, confundido—. Pero supongo que tenéis cosas más importantes que hacer —murmuró.
Anticipándose al comentario de la anciana —empezaba a protestar diciendo que aquello era importante, al menos para la gente de la aldea—, Josse respondió:
—Estaré encantado de acompañaros, si es eso lo que deseáis. —Levantó las cejas mirando al hombre.
—Bueno —contestó lentamente—. Bueno, no sé si debo…
—¡Qué más da si debes o no! —protestó su esposa—. Hay un problema que ha de resolverse, y aquí tenemos a alguien dispuesto y, al parecer, también capaz de hacerlo. —Josse no pudo evitar quedarse boquiabierto ante aquella síntesis tan clara del asunto—. ¿Por qué no aprovecharlo?, digo yo. Si es que estáis realmente dispuesto a ayudar, caballero.
—Desde luego —contestó él sonriéndole. Ella le devolvió la sonrisa; su bella boca estaba tan sólo estropeada por un diente que le faltaba—. Lo estoy. Cuando se vayan de aquí para volver a su casa, yo los acompañaré.
Por la mañana, Josse fue a ver a la abadesa. La familia planeaba marcharse tan pronto como hubieran comido, y él quería estar listo y a lomos del caballo para no retrasarlos.
Le contó lo que tenía previsto hacer, y ella asintió:
—No necesitáis mi permiso, sir Josse —le recordó delicadamente.
—No, ya lo sé. Pero quería que supierais que el refugio ya está listo; no abandono una tarea para emprender otra que me gusta más.
—No se me había ocurrido pensar eso. —Hizo una pausa y luego añadió—: Sir Josse, ¿se sabe algo más de esta familia, o del oficial que murió, además de los escasos datos que me habéis dado?
—No, mi señora. —Esperó a que ella se explicara, y pronto lo hizo.
—Creo que puede haber motivos de sospecha.
—¿A qué os referís?
Ella vaciló; luego dijo:
—Seguramente veo peligro donde no lo hay. Pero hablamos de una muerte; por mucho que al oficial sólo le propinaran un golpe menor, en realidad acabó muerto. Y temo… —No dijo lo que temía. En vez de ello, añadió—: ¿Os importaría llevaros a fray Augusto con vos, sir Josse? Sólo para que tengáis a vuestro lado a alguien joven, en forma y capaz de protegeros.
A él le habría gustado responder que no, añadir que podía cuidar de sí mismo y decir que no necesitaba un guardián. Pero las palabras de la abadesa, tenía que admitirlo, reflejaban su propia y vaga inquietud; en aquel asunto había algo extraño. Y sólo un loco se aventuraría a solas hacia un misterio cuando se le ofrecía ir con un compañero en el que se podía confiar.
—Gracias, mi señora, por vuestra consideración y vuestro buen sentido —dijo—. Sí, me llevaré a Augusto, si es que está dispuesto a acompañarme.
—Lo estará —murmuró la abadesa. Luego, en voz más alta, añadió—: Decidle que se lleve a la vieja jaca. Al animal le sentará bien hacer un poco de ejercicio; dice sor Marta que se está poniendo demasiado gorda y perezosa.
El sol salió a tiempo para despedir a los viajeros. Como a su llegada, el hombre llevaba el asno por las riendas, con la mujer y el niño encima —ahora ya casi restablecido de su tos—. El chico mayor caminaba junto a ellos. La mujer anciana fue aupada a lomos de la vieja jaca, y Augusto caminaba junto a sus estribos. Entre risas, ella comentó que no recordaba haber hecho una cabalgata tan agradable en toda su vida.
Josse iba detrás. Le había ofrecido al chico más pequeño que se sentara delante de él a lomos de Horace, pero el niño, que parecía asustado, rechazó la oferta con un violento movimiento de cabeza. Era comprensible; Horace era un animal inquieto y no dejaba de mover los ojos y empujar al grupo, una visión que resultaba bastante alarmante para un niño. Josse pensó que tal vez sor Marta hubiera estado mimando al animal; solía hacerlo cuando se encargaba de él. Cuando estuvieron más allá del estanque helado y el camino se había ensanchado, Josse llevó al trote a Horace hasta el frente del grupo. Luego galopó con él durante una milla, antes de hacerlo retroceder para encontrarse de nuevo con los demás. Una vez agotadas las ganas de jugar, Josse se dispuso a proseguir la excursión tranquilamente.
Él y Augusto acompañaron a la familia hasta su pequeña casita y les pidieron indicaciones para llegar hasta el edificio de la cárcel. Luego se despidieron de ellos y siguieron cabalgando.
La presencia de una mula y de dos caballos indicaba que los representantes de la ley y el orden seguían dentro de la cárcel. Mientras ataban a sus propios animales y entraban, Josse y Augusto oyeron unas voces fuertes. Se oía discutir a dos hombres, y a un tercero que los interrumpía, quejumbroso.
Josse gritó:
—¡Hola! —Las voces discordantes cesaron de golpe. Luego, de algún lugar oculto al final del pasillo, surgió el ruido de unos pasos.
—¡Voy! —gritó una voz masculina, resoplando—. Esta maldita escalera acabará conmigo. —Entonces apareció un hombre bajo y gordo con una túnica de piel sobre unas medias muy sucias—. ¿Si?
Josse presentó a Augusto y a sí mismo, le explicó de dónde procedían y por qué había ido allí.
—Me informaron —dijo en tono majestuoso— de que ha habido un muerto, y cierto misterio envuelve la manera en que murió. Tengo cierta experiencia en estos asuntos y he venido a ofrecer mis servicios.
El gordo parecía sorprendido de que alguien se tomara aquella molestia.
—No era un tipo muy apreciado —declaró con una mueca de sorpresa—. Me temo que no hay más misterio: uno de sus dos prisioneros debió de golpearle en la cara y los dos se largaron. —Sonrió.
—¿Estaban encerrados? —preguntó Josse.
—Pues claro. Esto es una cárcel —respondió el tipo, sarcástico.
—¿Y el oficial del sheriff había entrado a darles de comer?
—¡Nooo, él no! Hay una trampilla en el muro, ¿veis? Él abre la portezuela, mete la comida dentro y luego vuelve a cerrarla.
—Entiendo. Entonces, ¿cómo imagináis que el prisionero logró asestarle el golpe en la cara al oficial?
—Oh. Eh… hum. —El hombre levantó los faldones de su jubón y empezó a rascarse la entrepierna con ganas—. Hum…
—Me gustaría ver el cadáver. —Josse se puso bien erguido frente al bajito, tratando de imponerle obediencia.
—Oh. Supongo que podéis. Acompañadme.
El gordo lo guió por el pasillo y por una escalerilla empinada de piedra. Abajo había tres celdas pequeñas que daban a un pasadizo. Las tres tenían la puerta abierta, y la pestilencia que emanaba de ella le provocó arcadas a Josse.
El tipo gordo anduvo frente a él hasta la última celda.
—Aquí está. Tab, Seth, apartaos. —De una patada quitó de en medio a los dos tipos que estaban agachados junto al cadáver. La presencia de una camilla a su lado, sobre el suelo sucio y húmedo, hacía adivinar que estaban a punto de poner el cadáver en ella para trasladarlo.
Josse miró al guarda. Estaba tumbado boca arriba y, como a Josse le habían contado, era obvio que había recibido un puñetazo en la cara. Tenía el labio superior partido y la nariz aplastada. Un puño bastante grande, pensó Josse, o también podía ser que el asaltante le hubiera golpeado varias veces.
Pero tuvo que admitir que el golpe, a primera vista, no parecía ser fatal. Tal vez el hombre había caído y se había golpeado la cabeza contra el suelo de piedra. Josse levantó la cabeza del muerto y palpó en busca de alguna herida. No la había.
Pero algo lo había matado.
Dejando a un lado la remota posibilidad de que el hombre hubiera estado enfermo y justamente hubiera muerto en el momento en que lo golpeaban y dos reos huían de su celda, Josse procedió a examinar el resto del cuerpo.
No tenía ni una sola marca.
Volvió a ponerse de pie mientras pensaba. Luego, detectando algo, dijo:
—¿Augusto?
—Aquí —respondió el chico al instante.
—Gus, ¿puedes conseguirme una luz?
—Claro. —Augusto salió corriendo por el pasadizo y escalera arriba, y pronto regresó con una antorcha encendida.
«Buen chico —pensó Josse—. Tiene los ojos bien abiertos. Debe de haberse fijado en la antorcha cuando estábamos en la estancia de arriba».
A la luz de la antorcha, Josse se inclinó y estudió el cuello del cadáver. Sí. Estaba en lo cierto.
—¿Gus?
Al instante, el chico se agachó a su lado.
—¿Sir Josse?
—Mira —señaló Josse a la izquierda del cuello, justo debajo de la oreja, donde había un pequeño cardenal oscuro. Y a la derecha, en el mismo lugar, donde había cuatro marcas más.
Oyó entonces el repentino grito ahogado de Gus.
—Alguien lo estranguló —dijo el muchacho.
—Sí —asintió Josse—. Gus, déjame la mano.
Comprendiendo al instante, Gus puso la mano alrededor del cuello del muerto. Con el pulgar y los dedos, incluso extendidos del todo, no alcanzaba ni de lejos los moratones. Entonces Josse hizo lo mismo. A pesar de que tenía las manos más grandes que Augusto, tampoco podría haber llegado hasta las marcas.
—Era un hombre grande, ese asesino —le susurró Augusto al oído—. Más grande de lo normal.
—Así es —le contestó Josse—. Y hay algo más, Augusto. —Esperó un instante, con la sensación de que casi podía oír cómo trabajaba el cerebro rápido e inteligente del muchacho.
De pronto, Augusto soltó una exclamación de sorpresa y cambió las manos de lugar. Ahora tenía el pulgar sobre el moratón solo y los dedos restantes a pocos centímetros del grupo de cuatro moratones.
—Eso —murmuró Josse—. Cuando te pedí que me dieras la mano, de manera instintiva me diste la derecha, porque eres diestro. Pero, como acabas de ver, el asesino utilizó la izquierda. A menos que algo le impidiera utilizar la mano dominante, una herida, o tal vez porque la tenía atada, entonces debemos asumir que buscamos a un zurdo.
Augusto emitió un pequeño silbido.
—Sí —añadió con los ojos llenos de asombro— y menudo zurdo.