Prólogo
El terrible viento de aquel crudo mes de febrero cargaba ráfagas sobre el sendero enlodado y el pequeño núcleo de casitas, como si odiara el mundo y todo lo que éste contenía. Había nevado unas horas antes, pero ahora el día era demasiado frío como para que siguieran cayendo copos. Y aunque hubiera sido así, el viento habría arrastrado los copos hasta el mar helado antes de que pudieran asentarse. El viento procedía del nordeste, probablemente de los gélidos páramos del Ártico.
Una de las construcciones era una cárcel, y en el mugriento suelo de piedra de una de sus tres celdas yacía una muchacha. Llevaba varias horas tratando de determinar cuál era la parte menos húmeda de la fría piedra, pero ese magro esfuerzo quedaba ahora más allá de sus fuerzas. La humedad procedía, en parte, de la nieve fundida que se colaba por la única y diminuta ventana de la celda, demasiado alta como para permitir un vistazo al olvidado mundo exterior, demasiado pequeña para permitir la entrada de aire fresco, tan sólo válida para dejar entrar la nieve que sacudía el viento. De alguna forma, la humedad parecía el resultado del llanto sostenido de los propios adoquines del suelo.
Además, estaba la cuestión de los excrementos de la mujer, puesto que en la celda no había letrina, y su debilidad era ahora demasiado intensa como para hacer otra cosa que orinarse en el mismo lugar en el que se encontraba.
Tenía fiebre. Sabía, en lo más recóndito de su mente, que las heridas horribles que había sufrido se habían infectado. Aunque el propio látigo no hubiera envenenado sus carnes, lo habría hecho aquella celda asquerosa, probablemente en el mismo instante en que la encerraron en ella.
Cavilando para sus adentros, pensó que le sorprendía el hecho de que le doliera mucho más la espalda que la frente, puesto que en la espalda sólo le habían pegado veinticinco latigazos, —una pena más leve por ser mujer— mientras que en la frente la habían marcado a fuego.
Una letra, le dijeron. Sólo eso, una sola letra. Quemada sobre la suave piel de su frente con un hierro incandescente. Un momento de terrible agonía —todavía podía oír el eco de sus propios gritos— pero ahora, nada. Era como si, fuera lo que fuese lo que transmitía el dolor al cuerpo, ahora se hubiera apagado. Suponía que era una bendición. O una especie de…
Sus ojos se cerraron. La realidad se desvaneció —otra bendición—, y quedó sumida en algún lugar situado entre el sueño y la inconsciencia. Su mente, liberada de su desesperada situación, echó a volar. Y sus sentidos se llenaron del pasado.
Vio a sus queridos compañeros. Vio sus sonrisas, el amor que sentían por ella, el amor que compartían entre ellos. Sintió la calidez de sus brazos cuando la rodeaban. Olió la lavanda, el aroma asociado desde siempre con los recién llegados procedentes del sur con las buenas nuevas. Y oyó el sonido alegre de sus voces unidas en una canción.
La alucinación era tan real que pensó que estaban con ella. Que, contra toda razón, contra toda esperanza, habían venido a buscarla.
Levantó la cabeza del infecto barro del suelo y gritó:
—¡Estoy aquí! ¡Aquí!
Creyó que estaba gritando, pero su voz surgía como un graznido apenas audible.
—¡Aquí estoy! —repitió—. ¡Oh, no os vayáis sin mí! ¡No me abandonéis!
Entonces quiso ponerse en pie y cayó hacia delante, contra el muro de la celda. Mirando a la ventana, tan arriba, soltó unos débiles puñetazos contra las paredes empapadas.
—¡Estoy aquí! Oh, ¿por qué no vienen?
¡Tal vez ya no la quisieran! Aterrada, se cubrió la boca con una mano llena de sangre y suciedad como para detener aquella idea terrible. Pero, de hecho, ¿por qué tenían que quererla, a ella, si los había traicionado?; a ella que, con su pasión y su debilidad, había abierto la brecha en sus defensas que tan rápida y terriblemente condujo a la caída de todos ellos.
No.
Se hundió de nuevo en el suelo. No, se considerarán afortunados de haberse librado de mí. Estoy sola. Muy sola.
Intentó rezar por ellos, una plegaria de súplica: Por favor, oh, gran Dios misericordioso, protégelos. Mantenlos a salvo. De su interior brotó un suave sollozo, pero ella no lo reconoció como propio. Levantó la cabeza y sus sentidos se pusieron en guardia.
«¡Hay alguien ahí! —pensó, alarmada—. ¡Hay alguien… tal vez varias personas, en alguna de las celdas! Oh, son… ¿podrían ser… ellos?».
Se puso de rodillas, apoyándose con fuerza en la pared. Se agarró a la bisagra de la sólida puerta y empezó a golpearla con el puño.
—¿Estáis ahí? —gritó—. ¡Oh, por favor, respondedme! ¡Perdonadme! ¡No me dejéis ahora, cuando os necesito tanto!
No hubo respuesta.
Buscó con fuerza en su interior y encontró una voz más fuerte. Y algo de fuerza con que golpear la puerta.
—¡Por favor! —volvió a gritar.
Después de largos momentos de esfuerzos obtuvo una respuesta, aunque no la que había esperado con tanto fervor.
Se oyeron unos pasos en el pasillo; pasos fuertes, de pies grandes en botas de suela gruesa. Su corazón se llenó de esperanza y la mujer se levantó, de modo que su rostro casi alcanzaba la pequeña y mezquina reja encasquetada en la madera de la puerta.
—¡Estoy aquí! Oh, gracias, gracias…
De pronto, la llama brillante de una antorcha le abrasó los ojos, acostumbrados a la penumbra. Mientras se los cubría con las manos, fue empujada brutalmente hacia el interior de la celda, después de que se hubo soltado el cerrojo y la puerta se hubo abierto.
Con la esperanza desvanecida, levantó la cabeza.
Ante ella no había ninguno de sus compañeros, sino su carcelero. Todavía sentía el escalofrío de la desesperación más terrible cuando él le propinó un puñetazo en la cabeza que la hizo tambalearse.
—¡Basta ya de dar alaridos o te daré algún motivo por el que protestar! —le gritó, con una voz ronca que retumbaba dentro de la celda y le hería los oídos.
—¡Oh, por favor! —sollozó ella—. ¿No podéis dejármelos ver? ¿No les diréis al menos que estoy aquí?
Sus palabras parecieron confundir al hombre. La mayoría de las cosas parecían causarle este efecto, tan poco acostumbrado como estaba a guiarse por la fuerza de la razón, y a hacerlo por la de su fuerza bruta.
—¡Venga, ya basta! —exclamó—. ¡Sólo Dios sabe de qué estás despotricando, yo no lo sé! No entiendo una palabra de lo que dices. —Hizo un gesto como si fuera a salir de la celda. Pero entonces, al verla allí tumbada a sus pies, advirtió un atisbo de su piel pálida y suave. El montículo de un pecho, blanco y redondo…
A la mujer le habían rasgado la túnica por detrás para la flagelación. Ella había intentado volver a atarse los jirones, pero no lo consiguió, de modo que no le cubrían demasiado la parte superior del cuerpo.
Y ésa sería su perdición.
El carcelero colgó la antorcha en un gancho de la pared. Luego se arrodilló pesadamente y agarró a la mujer.
Consciente de lo que se le venía encima, ella hizo un último esfuerzo. Se deslizó a un lado, hábil como una serpiente, y se deshizo de sus garras. Se puso en pie de un salto —era pequeña y ligera, y ahora tenía la fuerza que aporta la adrenalina—, lo evitó y se lanzó hacia la puerta. Casi la alcanzó.
Pero el carcelero tenía los brazos muy largos —el más cruel de sus compañeros decía que sus nudillos rozaban el suelo cuando andaba—, y le agarró el tobillo. Entonces, con una sonrisa lujuriosa, fue subiendo la mano por la pantorrilla, por el muslo, hasta que sus fuertes dedos se aferraron a sus nalgas.
—¿Adónde crees que vas, pequeña? —le canturreó—. ¿Quieres salir al frío de la noche en vez de estar aquí calentita, divirtiéndote con el viejo Forin?
Con la otra mano tiraba de su túnica por delante, sobándole los pechos. Luchando por sacar sus últimas fuerzas, la mujer intentó apartarlo y le escupió en la cara, fea y tosca, lo que hizo enfurecer al carcelero.
—¡Furcia! ¡Puta! —La sacudió con tanta fuerza que hizo que sus dientes repicaran entre sí y se mordiera dolorosamente la lengua—. ¡No vuelvas a escupirme, ¿lo has entendido?!
La hizo caer y la cabeza de la muchacha golpeó contra el suelo con un fuerte crujido.
Pero el carcelero ni siquiera se dio cuenta. Estaba encegado por la lujuria, y al cabo de pocos segundos ya le había arrancado la poca ropa que le quedaba y él se había bajado los pantalones. Excitado por la lucha que acababa de librar, tenía una fuerte erección y estaba más que listo. Le separó las piernas violentamente y la penetró con fuertes embestidas que la desgarraron; el tipo tenía la complexión de un toro, y las prostitutas del pueblo lo evitaban, a menos que no tuvieran elección.
El hombre llegó rápidamente al clímax, puesto que no tenía ninguna noción del autocontrol. Resoplando, se desplomó encima de la mujer.
—Bueno —logró decir al cabo de un rato— no ha estado nada mal, ¿eh? —Y, pensando que tal vez tendría ocasión de repetir gratuitamente lo que normalmente hacía a cambio de dinero, le espetó—. Podríamos volver a hacerlo, ¿eh? Puede que el viejo Forin vuelva a visitarte; tal vez te traiga…
Pero, fuera lo que fuese lo que su mente tan poco imaginativa pudiera haber ideado como regalo adecuado para una mujer a la que acababa de violar, nunca llegó a expresarlo, puesto que, aunque tarde, advirtió la extraña rigidez de su prisionera.
Se levantó —estaba arrodillado entre las piernas separadas de la muchacha— y la observó. Tenía sangre en los muslos, y él se preguntó si acababa de desflorar a una virgen. Qué lástima si había sido así; habría disfrutado más del momento de haberlo sabido. La muy tonta tendría que habérselo dicho.
Luego vio la otra sangre, brotando del cráneo, donde había golpeado el suelo.
Pasó una mano por su pelo largo y oscuro y le ladeó ligeramente la cabeza. Sintió algo cálido y húmedo y, al retirar la mano, vio que la tenía cubierta de sangre.
Miró sus pequeños pechos blancos. Suaves y de una redondez perfecta. Puso la mano encima de uno de ellos y pellizcó con fuerza el pezón; eso la haría reaccionar, si fingía.
Pero la muchacha no se movió lo más mínimo.
Observó su rostro, los ojos abiertos de par en par, fijos; no pudo soportar mirarlos. Se inclinó sobre ella y escuchó para ver si respiraba, si había algún movimiento en su pecho. Nada.
Se puso en pie y, mientras se subía los pantalones y se colocaba bien el blusón, dijo, en un tono bajo y algo triunfante:
—Así, está muerta. Sí, muerta.
Levantó un brazo hacia la antorcha y la soltó del gancho. Luego, dejando abierta la puerta de la celda —era obvio que la muchacha ya no iría a ninguna parte—, se marchó por el largo pasillo.
Muerta. En fin, eso le ahorraría trabajo al verdugo.