Capítulo 8
En el transcurso de aquella misma tarde, Helewise recibió una visita. Sor Ursel le anunció la llegada del sheriff, que deseaba hablar con ella. La abadesa, con el corazón encogido, se preparó para reunirse con el odioso y poco brillante sheriff.
Pero, para su sorpresa, el hombre que entró en su estancia era un tipo muy distinto. Iba bien vestido, era un poco más alto que la media, delgado y, tenía que admitirlo, guapo, con el pelo castaño bien cortado y peinado y los ojos de color verde claro. Con una graciosa reverencia, el hombre le dijo:
—Os agradezco que hayáis encontrado tiempo para recibirme, señora. Soy Gervase de Gifford.
Aceptando su saludo con una inclinación de la cabeza, ella le respondió:
—Pensaba que Harry Pelham ocupaba el puesto de sheriff.
—Puede que él dé esa impresión —dijo Gervase de Gifford, tranquilamente—. Los De Clare utilizan a esos hombres, pero es un error darle a un hombre más autoridad de la que está preparado para asumir.
Preguntándose si eso quería decir sí o no, la abadesa preguntó:
—¿Queréis sentaros? Hay una banqueta ahí, junto a la puerta.
Él miró donde le señalaba. Al parecer se dio cuenta al instante de que, una vez sentado en la banqueta, estaría a una altura considerablemente más baja que ella, que ocupaba su butaca tipo trono. Entonces le dijo cortésmente:
—Gracias, mi señora, pero prefiero permanecer de pie.
—Como queráis. ¿Deseabais hablar conmigo?
—Sí, abadesa, en relación con el cura muerto, el padre Micah. Mi señor, Richard FitzRoger de Clare, me ha pedido que averigüe los detalles de su muerte.
—Muy pocos. De hecho, he enviado a sir Josse d’Acquin, un gran amigo nuestro, a descubrir más cosas.
—Sir Josse d’Acquin —murmuró Gifford—. Sí, nosotros ya lo conocemos.
Intrigada sobre quiénes debían ser «nosotros», Helewise preguntó:
—¿Os han encargado que llevéis ante la justicia a quien sea que esté implicado en la muerte del padre?
—Así, es. —Gervase de Gifford le dedicó una amable sonrisa.
—Podéis regresar —dijo ella con una ostentación exagerada casi para sí misma— y discutir el asunto con sir Josse cuando él vuelva.
—¿Creéis que vendrá con más información, mi señora?
—Sé que así será.
La abadesa miró a los ojos de De Gifford con calma. Tuvo ganas de decir «él llevará mucho mejor la investigación que cualquier funcionario bien vestido al servicio de la ostentosa familia del castillo de Tonbridge», pero finalmente guardó silencio.
—¿Tendréis la bondad de decirle a sir Josse d’Acquin que he venido? —De los labios de De Gifford, aquello sonaba más a una orden que a una petición.
Helewise respondió con un lacónico «sí».
Entonces, entendiendo el mensaje, él volvió a hacerle una reverencia y salió de la habitación.
La abadesa seguía pensando en Gervase de Gifford cuando Josse fue a verla después de vísperas. Se disculpó de inmediato por llegar tan tarde.
—Me recibieron demasiado bien en Saxonbury —confesó—. Y tuve que echarme una siesta.
Desarmada ante tanta franqueza, la abadesa le preguntó:
—¿Saxonbury?
Josse le contó que había visitado al padre Gilbert y luego había ido a ver a alguien que se hacía llamar señor de High Weald, puesto que se sabía que el padre Micah había estado en su casa el día anterior a su muerte. Ella escuchó atentamente mientras Josse le relataba su conversación con el lord.
—Parece que ese lord Saxonbury tenía buenos motivos para doblegaros con una bebida fuerte —observó Helewise—. ¿Creéis que tiene algo que ocultar, sir Josse?
Josse se rascó la barbilla.
—Creo que es un tipo poderoso, con un buen motivo para rivalizar con el padre Micah. No creo que sea un asesino, aunque hay cosas de la residencia Saxonbury que me han parecido extrañas.
—¿Por ejemplo?
Ahora pasó de rascarse la barbilla a frotarse la cara entera vigorosamente. Oculto tras sus propias manos, Josse respondió:
—Mi señora, ahora mismo no puedo recordarlo. Sé muy bien que había cosas que me dije que tenía que recordar, pero ahora no tengo ni idea de cuáles eran. —Como si quisiera disculparse a sí mismo, añadió—: Bueno, pequeños detalles. El tipo de cosas que te hacen decirte a ti mismo: ¿por qué me parece que eso puede ser importante?
—El tipo de cosas tan escurridizas que se desvanecen con demasiada facilidad —lo ayudó ella, tranquilizándolo.
—Especialmente, después de haber tomado demasiadas jarras de cerveza —añadió él sin ánimo.
—No os preocupéis, sir Josse. ¿Por qué no os vais a la cama y dormís bien? —le propuso—. Tal vez vuestra memoria funcione mejor por la mañana.
—Bien pensado —musitó—. Esta noche no os sirvo de nada ni a vos, ni a mí, ni a nadie.
Cuando se despedían, ella recordó que no le había dicho nada de Gervase de Gifford. En fin, lo haría por la mañana.
Pero el día siguiente llegó con sus propios problemas. Helewise se olvidó por completo de Gervase de Gifford, y fuera lo que fuese lo que Josse hubiera intentado recordar de Saxonbury, quedó apartado por completo.
De madrugada, cuando todavía no había amanecido y la comunidad de Hawkenlye salía de la iglesia de la abadía después de la hora prima, se oyeron unos fuertes golpes en los portones y una profunda voz masculina que gritaba:
—¡Ah de la abadía! ¡Socorro! ¡Socorro!
Sor Ursel corrió a encaramarse por la pequeña escalera que le permitía alcanzar la mirilla. Cuando la abrió y miró quién había, los hermanos Saúl, Michael y Augusto corrieron a su lado.
—¿Quién llama? —gritó—. ¿Qué queréis de nosotros?
Helewise se unió al grupo de monjas y frailes, y los demás se apartaron respetuosamente para dejarla pasar.
—¿Quién hay ahí fuera, sor Ursel? —preguntó.
—Es un hombre… lleva a alguien… una mujer, creo; parece débil, y muy pequeña —contestó sor Ursel en voz baja. Luego levantó otra vez la voz y dijo—: ¿Qué queréis?
Pero el hombre se limitó a responder:
—¡Ayuda!
—Sor Ursel, dejadme mirar —pidió la abadesa.
Mientras la portera se apartaba, Helewise se encaramó a la mirilla. Su instinto la llevaba a abrir las puertas inmediatamente; había un deje angustiado en los gritos de aquel hombre que la convencían de que su petición de ayuda era genuina. Pero, como abadesa, era responsable de la seguridad de toda la comunidad, y de noche había rufianes dispuestos a utilizar cualquier subterfugio para entrar en la abadía.
Miró al hombre bajo, de ancha espalda y pecho prominente que estaba frente a la puerta. Él levantó la cabeza y le devolvió la mirada. Bajo la pálida luz del amanecer, Helewise percibió su mirada de desesperación. También detectó que llevaba la parte delantera de la camisa ensangrentada. A juzgar por la manera en que llevaba a la mujer en brazos, parecía que fuera su esposa.
Finalmente se decidió, bajó de la mirilla y dio la orden:
—Sor Ursel, abrid las puertas. Hermanos, no os vayáis, por si hay algún problema. —No dio más explicaciones. Mirando a los ojos de fray Saúl, sabía que no tenía que darlas.
Las puertas se abrieron y el hombre entró directamente. Gimió alguna cosa —tal vez fuera «gracias»—, y sor Eufemia lo tomó de un brazo.
Con los ojos en la figura inválida que acarreaba, dijo:
—Venid conmigo. Yo me ocuparé de ella.
Al principio, lo que más le costó a la enfermera fue conseguir que el hombre soltara a la mujer. Los fuertes brazos que la sostenían parecían haberse petrificado en aquella posición, y sus ojos estaban fijos en el pálido rostro de la herida; ignoraba la presencia de cualquier otra persona.
Sor Eufemia le había ordenado a sor Calixta que preparara una cama en uno de los cubículos separados por cortinas de la enfermería. Una vez hecho, sor Calixta se mostró dispuesta, y la enfermera se dio cuenta de que la joven monja había preparado un cuenco de agua caliente, gasas y material de vendaje. Con la cortina cerrada para evitar las miradas curiosas, lo único que faltaba ahora era que el hombre dejara a la mujer y permitiera hacer su trabajo a las enfermeras.
—Por favor, ¿queréis dejarla aquí? —le pidió sor Eufemia al hombre con amabilidad. Él se volvió, la miró, inexpresivo, y luego volvió a contemplar a la mujer que tenía en los brazos.
De pronto, sor Calixta intervino:
—Hermana, ¡no os entiende! —le susurró—. ¿Me dejáis intentarlo?
—Claro, adelante —dijo la enfermera con sequedad.
Sor Calixta avanzó un paso para que el hombre pudiera oírla. Luego, con mímica, tomó algo entre sus brazos y a continuación lo posó con cuidado sobre la sábana blanca de la cama preparada. Lo miró fijamente, asintiendo con la cabeza y sonriéndole, y al cabo de un momento el hombre le respondió con otra sonrisa. Entonces, con una ternura infinita, posó a la mujer en la cama.
—¡Por fin! —suspiró la enfermera—. Ahora, hermana, haced un poco más de vuestra magia y pedirle que se aparte un poco de la cama; no puedo trabajar correctamente con él pegado a mi codo, respirándome encima como una vaquilla exhausta.
Sor Calixta cogió un taburete y lo colocó unos pasos más atrás de la cama, lo señaló y luego señaló al hombre. Él comprendió, avanzó hacia él y se sentó, dejándose caer pesadamente.
—Y ahora, hermana, necesitaré vuestra ayuda —le ordenó la enfermera.
Sor Calixta fue a reunirse con ella junto a la cama. Cuando finalmente vio las heridas de la mujer, soltó un leve gemido.
Sor Eufemia le dirigió una mirada.
—Ya, bien feo, ¿no? Y, a menos que esté equivocada, debe de haber más. —Con cuidado, levantó el hombro derecho de la mujer mientras seguía hablando y, tirando de la capa en que iba envuelta, miró el vestido roto y la carne lacerada, sangrienta y supurante que había debajo—. Sí, es lo que me temía. Le han dado una paliza.
—¿Qué le curamos primero, hermana? —preguntó sor Calixta en voz baja—. ¿La espalda o la cara?
—La espalda. De momento, las heridas de las mejillas y de la frente las lavaremos con un poco de lavanda. —Al instante, sor Calixta echó un poco de lavanda en el cuenco de agua caliente y, tras apretar bien un trapo mojado en aquella solución, se lo ofreció a la enfermera—. Luego haremos lo posible para que le duela menos la espalda, para que pueda echarse con mayor comodidad.
Ambas siguieron trabajando en silencio. Eran muy conscientes de la presencia del hombre, que las observaba. De vez en cuando emitía algún sonido sordo, como un animal dolorido, pero no las interrumpía. Parecía entender que ellas hacían todo lo posible y se conformaba con dejarlas hacer. Colocaron a la mujer de lado con sumo cuidado y sor Eufemia empapó los restos deshilachados del vestido para retirar la gruesa costra de sangre y pus, pegada a la carne. Mientras ella separaba la tela, sor Calixta empezó a lavar las heridas. Había veinticinco, regularmente espaciadas por la estrecha espalda de la mujer. Quien fuera que la había atormentado, lo había hecho con una mano diestra y experta.
Pronto sor Calixta hubo hecho todo lo que estaba en sus manos. Ahora, algunas de las heridas sangraban limpiamente, pero otras estaban muy infectadas y estaban rodeadas de piel tensa y de un color rojo oscuro, caliente al tacto.
—Una cataplasma de hierbas secas, ingredientes frescos de la despensa, hermana, eso es lo que ahora necesitamos —dijo la enfermera—. Hojas verdes de bardana para la inflamación, raíz de cariofilada para detener la hemorragia y un buen puñado de crisantemos y sauce blanco para el dolor.
—¿Cariofilada?
—Hierba de san Benito.
—Ah, sí, claro, hermana.
—Preparad una pasta caliente y húmeda, extendedla entre dos gasas y traédmela. Se la pondremos en la espalda y dejaremos que estas buenas hierbas extraigan el veneno y le proporcionen un poco de alivio.
Cuando sor Calixta se apresuraba a obedecer, oyó el suave, regular e infinitamente reconfortante sonido de las plegarias de la enfermera.
Una vez aplicado el emplasto, las dos monjas colocaron a la mujer con cuidado sobre su espalda.
—Así drenará mejor —dijo la enfermera—. Puede que le duela más que de lado o boca abajo, pero no queremos que el veneno se estanque dentro de las heridas. —Luego apartó el pelo castaño, denso y rizado, del rostro de la enferma, y ella y sor Calixta estudiaron las heridas de la frente y la mejilla.
Una vez limpia, la herida de la mejilla derecha parecía menos grave. Sor Eufemia cortó un cuadrado de gasa, lo empapó con aceite de lavanda y comprimió la herida con él.
—Tendremos que vigilarla con regularidad —dijo— pero no creo ni que le deje cicatriz. No como esa infección.
Luego ambas se quedaron observando lo que le habían hecho a la mujer entre las cejas. Sobre la piel blanca y suave, alguien la había marcado con un hierro. Era difícil de decir, debido a la hinchazón producida por la infección que afectaba a toda la frente, pero parecía como si quisiera representar una letra. Sólo una letra.
—¿Qué es? —susurró sor Calixta.
—No lo sé —frunció el ceño sor Eufemia—. ¿Una «A»? ¿O una «H»? O tal vez una «B», puesto que el lado derecho es un poco curvo…
—Pero ¿por qué?
Sor Eufemia se volvió a mirarla, con una expresión en la que se mezclaban la compasión y el cinismo.
—He visto la letra «A» marcada antes en otras mujeres —declaró—. Durante mi noviciado. Había un noble, un tipo muy orgulloso, que ambicionaba que su hijo tuviera lo mejor y le organizó una boda espléndida. El problema era que el muchacho no amaba a su fría y ostentosa esposa, y se enamoró de una de las sirvientas de su padre. Cuando el padre se enteró, echó a la chica de su casa; pero antes de hacerlo la hizo marcar a fuego con una «A».
—¿«A»?
Ahora la expresión de la enfermera era de tristeza.
—De adúltera —aclaró—. ¿No es típico? Él era tan culpable como ella, sin embargo fue a ella a quien echaron de la casa para dejar que se muriera de hambre, y a él no le pasó nada.
—Perdió a su amor —señaló sor Calixta.
—Sí, sí —suspiró sor Eufemia— supongo que sí. —Luego, dejando a un lado sus pensamientos y sus recuerdos, dijo—: Otra cataplasma, por favor, sor Calixta. Esta vez, bien empapada con aceite de lavanda; me he dado cuenta de que minimiza la aparición de cicatrices, y esta pobre chica no querrá llevar esa enorme marca en la frente durante el resto de su vida.
Con las manos ya ocupadas, sor Calixta sintió cómo el corazón le daba un brinco de alegría.
—¿Creéis entonces, hermana, que sobrevivirá?
—¡Claro que sí! —exclamó sor Eufemia, convencida—. Las heridas son terribles, eso es evidente, pero no lo bastante como para costarle la vida. Y menos ahora, que está aquí bajo nuestros cuidados.
Feliz por primera vez desde que entró en la enfermería, sor Calixta volvió la cabeza en dirección al hombre que permanecía en el taburete. Seguía mirando fijamente a las dos monjas, con la misma expresión ansiosa y dolorida de antes.
—Pues entonces creo que será mejor que encontremos la manera de darle la buena noticia —dijo sor Calixta a media voz.
Un poco más tarde, Helewise recibió la esperada visita de la enfermera. Sor Eufemia le informó rápida y brevemente de las curas que se le habían hecho a la mujer, de cómo la habían tratado y de que iba a vivir. Después de expresar su alivio y su agradecimiento por las habilidades de la enfermera —a lo que sor Eufemia quitó importancia con un gesto de la cabeza y con la firme insistencia en que sor Calixta había hecho tanto o más que ella—. Helewise preguntó:
—¿Y qué hay del hombre que la trajo? ¿Está también herido?
Sor Eufemia arrugó el ceño.
—¿Sabéis, abadesa, que no se nos ha ocurrido preguntárselo? —dijo—. Pero lo haré de inmediato, tan pronto como vuelva a la enfermería. El problema es que no nos entiende. Tal vez sea sordomudo. Sólo dijo unas cuantas palabras, ¿no?, cuando llamaba a las puertas de la abadía.
—Sí. ¿Y no responde cuando se le habla?
—No. Se queda mirando fijamente con esos ojos marrones angustiados, como si supiera que le estás hablando pero no oyera nada.
—O no lo comprendiera. Quizá sea extranjero y no entienda nuestro idioma.
Sor Eufemia asentía con la cabeza.
—Sí, es probable. En cualquier caso, sordo o extranjero, sor Calixta y yo nos tememos que es un poco lento. Un poco duro de mollera.
—Ya.
—Sin embargo, tiene un buen corazón. Ama a esa mujer como si fuera su propia hija. No le quita los ojos de encima.
—Tal vez sea su hija.
La enfermera consideró la posibilidad unos instantes. Luego dijo:
—En ese caso es un padre jovencísimo. Calculo que la mujer tiene unos treinta años, quizá un poco más, y él sólo debe de tener diez más. Pero, bueno, le pediré a sor Calixta que hable con él.
Helewise se quedó sorprendida.
—¿Cómo?
La enfermera sonrió con orgullo.
—Fue una suerte para la abadía cuando esa pequeña decidió que estaba llamada a unirse a nosotras —declaró—. Además de ser una enfermera devota y eficiente, una amiga amable para los que tienen problemas y una trabajadora infatigable, sor Calixta tiene talento dramático. Ha estado preguntándole y pidiéndole cosas con mímica a nuestro pobre duro de mollera y, bendito sea, a ella la entiende. Regresaré a la enfermería, mi señora, si me disculpáis —dijo, ya casi cruzando la puerta— para que le pregunte de dónde vienen, quiénes son y quién atacó a la pobre mujer con tanta saña.
Sor Calixta empezó a disfrutar de su misión desde el momento en que pudo comunicarle al bobito que la mujer viviría. Cuando el tipo comprendió, tomó las manos de la monja entre las suyas y, rebosando felicidad, se echó a llorar. Ella dio unas palmaditas en su fuerte hombro y le murmuró palabras de ternura hasta que recuperó la calma.
Más tarde, cuando sor Eufemia regresó de la habitación de la abadesa y dijo que Calixta debía tratar de sacarle información al hombre, ella lo llevó fuera de la enfermería y encontró un rincón tranquilo de la sala capitular, que en aquel momento estaba tan sólo ocupada por uno de los gatos, que se marchó al ver a dos humanos invadir lo que consideraba su territorio. Se sentaron de lado en un banco, que crujió ruidosamente cuando el hombre dejó caer su peso sobre él, y luego, al tiempo que se señalaba con firmeza el propio pecho, Calixta dijo:
—Calixta. Mi nombre es Calixta. —Luego, señalándolo a él con el mismo dedo, le preguntó—: Nombre; ¿cuál es vuestro nombre?
Él frunció el ceño. Musitaba algo, como si repitiera nombre, nuestro nombre.
Justo cuando Calixta empezaba a deducir que era realmente bobo, el tipo gritó de pronto:
—¡Aaah, nome! Mi… nombre… ¡Benedetto!
—¡Benedetto! —exclamó Calixta, encantada—. ¿Y la mujer? —dijo mientras imitaba a alguien con otra persona en los brazos, y luego se señalaba su propia rente y hacía una mueca de tristeza.
—Aurelia.
Al principio, Calixta no comprendió lo que decía; la palabra sonaba extraña, la repitió varias veces.
—¿Aurelia? —tanteó Calixta.
—Sí[2]. Aurelia.
—Y ella es… —Calixta trataba de pensar en la manera de preguntarle si era su esposa. Señaló el tercer dedo de la mano izquierda y levantó las cejas, inquisitivamente.
—No, no. —Él frunció el ceño, concentrado—. No mi esposa. Mi… amiga. Todos amigos míos… —La mueca de concentración se intensificó—. Yo cuido. Vigilo.
¿Su amiga? ¿Le estaba diciendo que aquella mujer era su amiga? Y él cuidaba, vigilaba… ¿qué querría decir con aquellas palabras?
—Gracias, Benedetto —dijo con seriedad.
Él murmuró algo como respuesta, al tiempo que le hacía una reverencia grácil.
A Calixta se le había acelerado la mente. Estaba claro que había dicho «todos amigos míos». Amigos, había entendido. ¿Tal vez fuera el guardaespaldas de algún grupo de viajeros que había sido atacado mientras se desplazaban? ¿Quizá mientras se dirigían a Hawkenlye? Si lo era, eso explicaría por qué mostraba tanta devoción. Por qué había costado tanto que soltara a la mujer a la que había traído. Y también explicaría por qué estaba tan afligido por todo el asunto; debía de sentir que, como guardaespaldas, debería haberlos salvado del ataque.
Con mucha cautela, ella redijo:
—¿Eran más en el grupo? —No, ya veía que no la entendía. Entonces se contó los dedos y dijo—: Benedetto, Aurelia, ¿y…? —mientras mostraba un tercer dedo y levantaba las cejas.
—¡Aaah! —exclamó él, demostrando su comprensión. Entonces su sonrisa se desvaneció. Dejó caer la cara en una de sus manos enormes y soltó un fuerte gemido, mientras con la otra mano, cerrada en un puño, se golpeaba el muslo.
«Debían de ser más —dedujo Calixta rápidamente—. Y deben de haber tenido problemas».
—¿Benedetto? —preguntó amablemente—. ¿Y los otros?
Pero él se levantó bruscamente del banco y comenzó a caminar a grandes zancadas a través de la sala.
Calixta pensó que no tenía sentido seguirlo. Era obvio que estaba muy alterado, y perseguir a un hombretón de mal humor no parecía la opción más prudente. Entonces decidió salir de la sala capitular y dirigirse al otro lado del claustro para hablar con la abadesa.
Helewise estaba contándole a Josse los acontecimientos de aquella madrugada cuando sor Calixta llamó a la puerta. Cuando la abadesa gritó «¡adelante!» y la joven monja entró en la habitación, Helewise no pudo evitar advertir la amplia sonrisa de bienvenida que Josse le dedicaba. «Sí —pensó—, siempre ha sentido debilidad por nuestra Calixta». Al tiempo que respondía a la petición de la monja de hablar con un gesto de ánimo, Helewise se recostó para escuchar lo que tenía que contarles.
—… y creo realmente que debe de haber más integrantes del grupo en algún lugar, ahí fuera —concluyó sor Calixta al poco rato—. Está claro que son extranjeros; al menos, Benedetto lo es. Supongo que los viajeros ingleses también pueden hacerse acompañar de un guardaespaldas extranjero.
—Benedetto parece un nombre de tierras meridionales —caviló Josse—. ¿Recordáis alguna palabra o frase que haya dicho, hermana?
—Dijo sí para afirmar —contestó rápidamente—. Y utilizó otra palabra cuando le di las gracias por algo, pero ahora no la recuerdo.
—Dicen sí en las tierras del sur —dijo Josse—. Al menos, eso creo. En España, por ejemplo.
—Hum. —Helewise, cuyo conocimiento de lenguas extranjeras era limitado, no tenía nada que añadir a ese comentario. Pero había algo que quiso decir—: Parece haber un error en la suposición de que el grupo de ese hombre fue atacado —observó—. Sor Eufemia me ha informado de que la mujer de la enfermería fue flagelada y marcada, y ninguna de esas heridas parecen poder atribuirse a un asalto en el camino. Está claro que sus heridas son el resultado de un castigo.
Josse, mirándola fijamente, asintió lentamente.
—Sí —suspiró—, sí.
Sor Calixta lo miraba con los ojos abiertos de par en par. Helewise, que tenía la sensación de que iba a añadir algo, también lo observó, expectante.
Luego Josse sacudió la cabeza.
—Hay algo que me inquieta —confesó—. Tengo la impresión de que este rompecabezas tiene que poder resolverse, tan sólo si se me ocurriera… —Se golpeó la cabeza con la palma de la mano.
Helewise y sor Calixta esperaron otro momento. Luego, con una sonrisa compungida, Josse dijo:
—No hay manera, no puedo forzarme. Pero les diré una cosa, señoras. —Miró rápidamente a sor Calixta y luego a Helewise—. Apostaría mis botas a que este asunto tiene algo que ver con el padre Micah. ¡Huele a él, sin duda!