CUADRO SEGUNDO

Noche en el Pazo. Dormitorio de INÉS Lecho con baldaquino. Lámpara de aceite ante una virgen bizantina. Reclinatorio de terciopelo rojo. Al fondo, celosía con claro de luna.

INÉS con el cabello suelto y amplio brial blanco, como para dormir, termina de rezar una letanía que AMARANTA, arrodillada en el suelo, contesta con el «ora pro nobis» ritual. Es una oración dicha con la simplicidad doméstica de lo que se hace todos los días, sin otra solemnidad que la que las propias palabras encierran.

INÉS y AMARANTA.

INÉS:

Reina de los mártires… Reina de las vírgenes… Reina sin pecado original… Reina de la paz… Agnus Dei qui tollis peccata mundi.

AMARANTA:

Paree nobis, Dómine.

INÉS:

Agnus Dei qui tollis peccata mundi.

AMARANTA:

Pace nobis, Dómine.

INÉS:

Agnus Dei qui tollis peccata mundi.

AMARANTA:

Miserere nobis.

LAS DOS:

Amén. (Se santiguan. INÉS besa la cruz de su rosario, y con la misma naturalidad del rezo entran en el diálogo cotidiano.)

INÉS:

Debe ser muy tarde.

AMARANTA:

Por la altura de las Siete Estrellas, rondando la medianoche. ¿No vas a acostarte?

INÉS:

Vete tú si tienes sueño. Yo no podría dormir sin él y sólo conseguiría intranquilizarme más.

AMARANTA:

¿Y otras veces, cuando se va de viaje?

INÉS:

De los viajes siempre se vuelve cuando se quiere. Lo peligroso es el palacio. (Con un repentino gesto de silencio.) Chist… ¿No oyes?…

AMARANTA:

¿Qué?

INÉS:

Como un galope de caballo…, lejos… (Escuchan las dos.)

AMARANTA:

Nada: el viento en los álamos.

INÉS: (se sienta en una silla baja junto a un costurero, del que saca un espejo de plata):

¿Quedaron bien dormidos los niños?

AMARANTA:

Los estoy viendo: Juan con aquel dichoso pie fuera de la sábana, que no hay manera de tapárselo; Dionís con los puños apretados, y Beatriz con sus dos hoyitos aquí como si estuviera soñando. ¿Podrá soñar ya, tan pequeña?

INÉS (pensativa, fija en su espejo):

Tres hijos…

AMARANTA:

¿Y quién dice que no? Las mujeres todo lo empezamos antes. Claro que también se nos termina primero. ¿No me escuchas?

INÉS:

No. Perdón. Dime…, ¿a qué edad deja una mujer de ser joven?

AMARANTA:

Pero ¿qué estás pensando, alma de Dios? Tienes veintisiete años, y no hay moza garrida que se te iguale.

INÉS:

Por mí no me importaría.

AMARANTA:

¿Por él? ¿Es que no te fijas cómo te mira? Si el sol mirara así a los trigos, todo el año sería cosecha.

INÉS:

Gracias, Amaranta. Mi cofre… (Cuando AMARANTA va a buscar la arqueta que ya conocemos vuelve a imponerle silencio bajando la voz.) Chist… ¿Oyes ahora?

AMARANTA:

¿Tu galope otra vez? Es por dentro…, aquí, en la sien. (Trae el cofrecito para guardar el rosario.) Con los rosarios que tienes de oro y marfil, ¿por qué prefieres siempre ese de hueso de oliva?

INÉS:

Es una reliquia; del Huerto de la Oración. Se la dio a mi madre un peregrino que fue descalzo de Jerusalén a Compostela.

AMARANTA:

Debe de ser maravilloso Compostela, con peregrinos del mundo entero.

INÉS:

Maravilloso El día del Apóstol se oyen palabras de todos los idiomas, ruedan monedas de todos los países y llegan de lejos pecados extraños que aquí no se conocen. (Aprieta con el pecho el pergamino.)

AMARANTA:

¿Y eso? ¿Otra reliquia?

INÉS:

Otra. Braganza, primero de enero… (Toma el laúd.)

AMARANTA:

¿Vas a cantar a estas horas?

INÉS:

A recordar. Cantar es igual que pensar en voz alta. (Pulsa unos acordes. Canta una antigua melodía galaica, íntima como una confidencia.)

Mis ojos van por la mar, buscando van Portugal… Mis ojos van por el río, buscando van a mi amigo.

AMARANTA (que se ha reclinado en la celosía):

¡Chist… Silencio…! ¡Ahora sí, mi señora! ¡Ahora, sí! ¡El caballo! (Se oye galope en tropel sobre tierra blanda.)

INÉS:

¡Por fin! (Deja el laúd, toma el espejo y se arregla los cabellos.)

AMARANTA:

¿Lo oyes? Nunca oí retumbar así los cascos de un caballo…

INÉS:

La noche todo lo agranda.

AMARANTA:

Parecen dos.

INÉS:

Vendrá con el maestre.

AMARANTA:

Ojalá… Pero no… Tampoco son dos… Ni cuatro… ¡Es una tropa!

INÉS:

¿Una tropa en el Pazo?

AMARANTA:

¡Son hombres de armas… rodeando la casa! ¡Viene con ellos aquel viejo que estuvo aquí el otro día con el niño Juan…!

INÉS:

¿El rey? Entonces muy alta ha de ser la razón. (Se oye retumbar abajo el aldabón.) ¡Ya están ahí!

AMARANTA:

Fragoso está a la puerta. ¿O quieres que baje yo?

INÉS:

No, no me dejes… (Aldabonazos.)

AMARANTA:

Valor, mi señora… Puede ser un mensaje.

INÉS:

¿En plena noche y con el rey en persona? No…, eso es que a Pedro le ha ocurrido alguna desgracia… Quizá me lo traen cruzado sobre un caballo. (Se tapa los ojos.) ¡¡No!! (Cae de rodillas.) Santa María Gloriosa: ¡Cien heridas mías por una suya! Mi patrón San Yago: ¡Sálvamelo y yo iré descalza a Compostela…! ¡Sálvamelo!

El REY. Detrás entran Pacheco ALVAR y COELLO.

INÉS:

¿Qué le ha ocurrido a tu hijo?

REY:

¿A mi hijo?

INÉS:

¡No me mientas por lástima! Está herido, ¿verdad? ¿Lo traes contigo?

REY:

No se trata ahora de él.

INÉS:

Dímelo tú, Pacheco. Tú no puedes engañarme. ¿Dónde está Pedro?

PACHECO:

Con el maestre, camino de Montemor.

INÉS:

¿Preso?

REY:

Te repito que él no importa ahora. Eres tú la que nos trae.

INÉS:

¿Entonces tantas lanzas y espadas, tantos soldados y caballos eran sólo contra mí? Gracias, ¡bendito Dios! Había llegado a pensar lo peor.

REY:

¿Dónde están los niños?

AMARANTA:

Dormidos, señor.

REY (a Pacheco):

Acompáñala. Que los despierte y los vaya vistiendo.

INÉS:

¡No…! ¿Qué quieres decir? ¿Es que vienes a quitármelos?

REY:

No temas; contra ellos no hay nada.

INÉS (en actitud de cerrar el paso):

¡Pero son míos!

REY:

¡Ya no! Acompáñala. (Sale PACHECO con AMARANTA.) Vosotros, que no quede un hombre con armas, y esperad. Yo llamaré. (Vuelven por donde entraron COELLO y ALVARGONZÁLEZ.)

INÉS y el REY.

INÉS:

¿Tan grave es lo que te trae a mi casa?

REY:

¿No lo has comprendido ya? Mi Consejo te ha juzgado y te condena.

INÉS:

¿Por qué delito? ¿Por el amor de tu hijo?

REY:

Eso fue sólo el principio. Ahora es la pasión de mi pueblo lo que estás despertando. Y un pueblo entero enamorado puede hacer más locuras que ningún hombre.

INÉS:

¡Pero tú sabes que soy inocente!

REY:

No hace falta ser culpable. Eres un peligro contra el cual no hay más que dos soluciones. Elige.

INÉS:

¿Dos? ¿Cuál es la primera?

REY:

La primera, la anulación de tu matrimonio, y el casamiento de Pedro con la infanta.

INÉS:

Entonces, señor, acepto la segunda.

REY:

Lo estaba temiendo. ¿Pero sabes cuál es la segunda, pobre Inés?

INÉS:

Si no la imaginara me bastaría mirarte a los ojos.

REY:

¿Y serías capaz de aceptarla así, en plena belleza y en plena juventud?

INÉS:

¿Qué otro camino me queda?

REY:

¡No, no puedes dejarte morir así! El capitán de la escolta tiene órdenes mías para acompañarte a un refugio seguro. Hay conventos en Portugal donde ni el mismo rey puede entrar.

INÉS:

¿Podrían entrar Pedro y mis hijos?

REY:

Imposible.

INÉS:

Entonces, ¿para qué me sirven?

REY:

¡Por lo que más quieras! ¡He matado a millares de hombres, pero a una mujer nunca!

INÉS:

¿Qué tenías contra ellos que no tengas contra mí?

REY:

Eran enemigos de guerra y malhechores; contra unos me ayudaba la furia y el odio; contra los otros, la cólera o la justicia. Contra ti no tengo más que la razón… ¡y es demasiado poco, Inés!

INÉS:

¿No bastan ya las grandes palabras de tu vida: el Deber, la Ley, la Bastardía…?

REY:

Esta noche, no. He envejecido de repente y siento un frío que me hace temblar.

INÉS:

Comprendo, pobre rey; si yo estuviera en tu lugar también temblaría. Pero no te engañes. No soy yo la que te inspira lástima. Eres tú mismo.

REY:

¿Yo?

INÉS:

Tú has cumplido un largo reinado de gloria, y es triste tener que mancharlo así al final. Has luchado todos los días de tu vida y ahora que tendrías derecho al descanso mi recuerdo no va a dejarte dormir. ¿No es eso, pobre Alfonso?

REY:

¡Calla, no me atormentes además con la duda! ¿Has visto alguna vez al juez suplicando al condenado? Pues aquí lo tienes. ¡Por la sangre de Cristo, Inés, líbrame de tu cruz! ¡Por tu amor y tus hijos, líbrame de tu muerte!

INÉS:

Lo siento, señor, pero ¿qué puedo hacer? En este tablero de ajedrez en que nos ha puesto Dios yo no soy más que una pieza. El que mueve eres tú.

REY:

No hay más que un movimiento posible.

INÉS:

Hay dos. Pedro o la muerte. ¡Mueve!

REY:

¡Mira que estás dictando tu propia sentencia!

INÉS:

Hace diez años que la vengo temiendo y esperando. ¡Mueve!

REY:

¿Pero qué pretendes con esta locura? ¿Qué nueva religión quieres hacer de ti?

INÉS:

¡Por piedad! Ya es demasiado tarde para palabras. ¡Mueve!

REY:

Está bien. Tú lo has querido. (Llama en voz alta.) Pacheco… Coello… (INÉS cae sollozando en un escabel. El REY se acerca con un vislumbre de esperanza.) ¡Por fin…! Cuánto me has hecho esperar esas lágrimas, que tenían que llegar. Animo, querida. El capitán se pondrá a tus órdenes. ¿Vamos…?

INÉS:

No, gracias. Ya pasó. Fue una caída de repente al pensar en mis hijos. ¿Adónde los llevas?

REY:

Al palacio. Vivirán conmigo y serán tratados como infantes.

INÉS:

¿Puedo despedirme de ellos?

REY:

Eso no. Sería un dolor inútil.

INÉS:

Te juro que no me verán ni una lágrima. (Se levanta.) ¿Puedo…?

REY (terminante):

No.

INÉS:

Abrázalos fuerte por mí. Y prométeme que no sabrán nada hasta que puedan comprender.

REY:

No lo sabrán.

INÉS:

Gracias.

REY:

Adiós, Inés. (Entran los cortesanos.) Señores: juro ante Dios que he hecho cuanto me fue posible por salvar a esta mujer. Ahora lo que queda está en vuestras manos. (Se encamina a la salida. Se detiene.) Por última vez… una palabra…, ¡una sola …!

INÉS:

Adiós, mi buen señor. (Sale el REY. Inés mira serenamente a los tres hombres turbados.)

INÉS, COELLO, ALVAR, PACHECO.

INÉS:

¿Por qué bajáis la cabeza? ¿Sois vosotros los acusados?

COELLO:

Tengo una cosa que pedirte en nombre de los tres.

INÉS:

No necesitas decirlo; yo te perdono. Y a ti, Alvargonzález. Al enemigo es natural perdonarlo. ¡Pero tú, Pacheco…! ¡Tú!

PACHECO:

Era necesario. Si no estuviera yo aquí todos dirían que fue un crimen.

INÉS:

No te entiendo.

PACHECO:

Ellos dos te odian. Tenía que haber también uno que te quisiera. ¿Comprendes ahora?

INÉS:

Comprendo. (Una larga mirada de despedida a sus cosas.) ¿Es hora ya?

ALVAR:

¿Para qué prolongar esto?

COELLO:

¿Necesitas algo?

INÉS:

Nada. Estaba pensando qué distintas son todas las cosas cuando se ven por última vez. (Gesto de silencio.) ¿Oyes ese rumor de agua?

PACHECO:

El Mondego. ¿No lo has oído mil noches?

INÉS:

Por eso lo digo: me había acostumbrado a dormir con esa voz querida, y sólo ahora me doy cuenta de lo maravilloso que es. ¿Cómo puede llegar a parecer tan natural este milagro de ser feliz? ¿Y esa rama que se asoma en mi ventana? ¿Le habré dado las gracias alguna vez…?

COELLO:

No es momento para perderlo tan a ras de tierra. Piensa más alto, señora.

INÉS:

¿Rezar? Acababa de hacerlo cuando llegasteis. Pero esta noche rezaré una oración más. ¿Un último favor, Pacheco?

PACHECO:

Di.

INÉS:

No me hagáis daño. Me llaman «cuello de garza»… ¡y con un cuello así debe ser tan fácil…!

PACHECO:

Te lo prometo. Reza, Inés.

(Están apartados, uno a cada lado, y ALVAR al fondo. INÉS, de espaldas a ellos, avanza con los ojos altos y las manos cruzadas, diciendo la canción de amigo como una plegaria.)

INÉS:

Mis ojos van por la mar, buscando van Portugal… Mis ojos van por el río, buscando van a mi amigo…

Mis ojos van por el aire, buscando van a mi amante.

(PACHECO mira a los otros como una orden, y las tres dagas relucientes se desnudan al mismo tiempo. INÉS cierra los ojos.)

Mis ojos van y no vuelven… Perdidos van por la muerte…

TELÓN.