CUADRO TERCERO
En la sala del Alcázar, el mismo día.
El REY, PEDRO y el MAESTRE.
MAESTRE:
La infanta saludó una por una a las doncellas de su cortejo y se retiró a descansar rogando que, por hoy, no se la obligue a recibir ningún homenaje más. Naturalmente, con una sola excepción.
REY:
Dile que esa única excepción acaba de llegar. (Sale el MAESTRE.) Te estoy mirando desde que cruzaste esa puerta y nunca te había sentido tan lejos; como algo mío que se me hubiera perdido en el camino.
PEDRO:
Fuiste tú el que me dejó caer. Quizá te pesaba demasiado.
REY:
No discutamos ahora de quién fue la culpa. El momento es bastante grave para olvidar viejos resentimientos. ¿Vamos a tratar de entendernos lealmente como un padre y un hijo?
PEDRO:
¿Por qué no simplemente como dos hombres?
REY:
Pues sea, de hombre a hombre. Hasta ahora he ido cerrando los ojos a tus extravíos de juventud. Has encontrado estrecha mi corte de Lisboa y te he permitido tener la tuya de campo. Te has quejado de mi tiranía, y te he dejado en plena libertad con tus despilfarros, tus jabalíes y tus amantes. Pero ha llegado la hora de cerrar ese capítulo. ¿Hasta cuándo vas a dar a tu pueblo el espectáculo de un hijo rebelde y un príncipe montaraz?
PEDRO:
Necesito el aire libre. Odio a tus cortesanos murmurando por los rincones, y siempre doblados como buscando su dignidad por las alfombras.
REY:
También los desprecio yo. ¿Pero crees que los que te rodean a ti son menos serviles?
PEDRO:
Los míos hablan en voz alta, miran de frente y no bajan la cabeza nunca.
REY:
Porque saben que eso es lo que te gusta. Es otra forma de la hipocresía.
PEDRO:
¡Cómo se ve que no los conoces!
REY:
¿Estás seguro de que los conoces tú?
PEDRO:
Aprendí con los animales. Los busco nobles como mis caballos, fieles como mis perros, y de cara a la tormenta como mis halcones.
REY:
¡Bravo! Celebro que en plena juventud hayas aprendido de los hombres lo que yo no pude aprender en toda una vida. Pero hoy no vamos a hablar de hombres, sino de una mujer.
PEDRO:
¿Inés de Castro?
REY:
Inés de Castro. Lamento de verdad que sea ella. Aunque bastarda, lleva una sangre hermana de la mía, y en el fondo siempre la he querido bien.
PEDRO:
Tienes una manera muy curiosa de demostrar tus cariños. La única vez que te ocupaste de Inés fue para desterrarla.
REY:
Toda mi corte reclamaba vuestra separación.
PEDRO:
Toda, no: tus viejos consejeros, y sobre todo las viejas esposas de tus viejos consejeros. Es admirable cómo se odia el pecado cuando ya no se puede pecar.
REY:
En una corte, peor que el pecado mismo es el escándalo y el vuestro más que ninguno.
PEDRO:
¿Tanto te ofende nuestro amor?
REY:
Nunca he tolerado a mis cortesanos tener una amante y no iba a tolerárselo a mi hijo. Yo mismo he sido toda mi vida el hombre de una sola mujer.
PEDRO:
Yo también. ¿Me has conocido alguna otra?
REY:
No lo pregones como si fuera una virtud.
PEDRO:
¿No es una virtud la fidelidad?
REY:
Sí… pero como todas las tuyas: generoso para tus placeres, valiente para tus aventuras, fiel para tus amantes… No tienes una sola virtud que no sea para satisfacer un vicio.
PEDRO:
Si Inés es mi vicio, como tú dices, tuya es la culpa.
REY:
¿Mía…?
PEDRO:
¿Me habrías permitido casarme con ella?
REY:
Espero que no se te habrá ocurrido ni un momento semejante idea.
PEDRO:
Pregunto simplemente. ¿Lo habrías permitido?
REY:
No soy yo quien te la prohíbe. Es tu ley. Sabes bien que desde niño estás destinado a una infanta española, como lo fui yo, como lo fue mi padre.
PEDRO:
Pero ninguno de vosotros contra su voluntad. En cambio, ¿quién ha consultado aquí la mía?
REY:
Tú no puedes tener más voluntad que el bien de tu pueblo. El matrimonio de un príncipe no pertenece a su vida privada.
PEDRO:
No es mi vida privada la que defiendo. Es la de Inés.
REY:
Inés, ¡siempre lo mismo…! Vas a enfrentar el momento más grave de tu vida y todas tus palabras se reducen a un nombre: Inés, Inés… Pero ¿qué diablos te ha dado esa mujer?
PEDRO:
Diez años felices.
REY:
Sí, sí. Ya conozco esa canción: el amor. Linda palabra para damas y trovadores. Pero demasiado pequeña en esta ocasión.
PEDRO:
Si el amor no te parece bastante, ¿no has pensado cuántos otros lazos pueden unir a un hombre y una mujer?
REY:
Ninguno que no pueda cortarse.
PEDRO:
¿Sabes que tenemos hijos? (El REY vacila un instante.) ¿Lo sabes?
REY:
Sí.
PEDRO:
¿Y sabiéndolo no has sentido ni la curiosidad de conocerlos?
REY:
Sé que se crían sanos y fuertes. Fuera de eso, ni me necesitan ni los necesito.
PEDRO:
¿Vas a renegar de tu propia sangre?
REY:
No me importa la sangre. Yo soy la ley, y todo lo que esté fuera de la ley está fuera de mí.
PEDRO:
No, no es posible… Por mucho que quieras esconderlas, también tú tienes unas entrañas de hombre.
REY:
No se gobierna con las entrañas.
PEDRO:
¡Pero tampoco se puede gobernar sin ellas!
REY:
No insistas. Tus hijos no me pertenecen. No hablemos de ellos.
PEDRO:
Contéstame primero a una cosa; la última.
REY:
Di.
PEDRO (se acerca. Tono íntimo):
Por las noches, cuando desnudas tu pobre carne en tus sábanas frías, ¿no has soñado nunca con el calor de un nieto?
REY:
Una sola vez y fue un presagio que no quisiera recordar.
PEDRO:
¿Tan malo era el sueño?
REY:
Era un niño luchando con un león. El niño estaba desnudo, sin más defensa que su propia pureza; y con sólo mirarlo hacía rodar por el suelo al león.
PEDRO:
No comprendo el sentido.
REY:
Yo, sí. Reinar es un oficio que no admite debilidades. A mi edad, cuando ya estoy duro para los hombres y viejo para las mujeres, mi único peligro puede ser un niño. Por eso, desde aquel sueño ya no le pido a Dios que no me deje caer en la tentación; pido simplemente que no me deje caer en la ternura. ¿Comprendes ahora?
PEDRO:
Ahora, sí.
REY:
Entonces, ¡por tu alma, Pedro! No obligues al viejo león a luchar contra un inocente. ¡Aparta de mí a tus hijos!
PEDRO:
Está bien. No los conocerás. De todos modos, gracias. ¡Hacía tanto tiempo que no te oía una palabra caliente!
(Hay una pausa larga. La voz del padre, que se había acercado un momento al calor joven de PEDRO, vuelve a alejarse.)
REY:
¿Has pensado qué vas a hacer con Inés?
PEDRO:
¿Para qué? Cuando me has llamado supongo que es para dictarme lo que ya tienes pensado tú.
REY:
Lo primero, cortar esta situación de raíz. Inés debe empezar una vida nueva en cualquiera de mis castillos, pero lejos. En la frontera de su Galicia, mejor.
PEDRO:
¿Es otro destierro lo que le estás ofreciendo o una prisión de lujo?
REY:
Un retiro tranquilo con su dotación, sus tierras y su gente. Vivirá en ella todo honor como única señora, con sus hijos y los servidores que ella misma elija. Si es ambiciosa, tendrá también un título.
PEDRO:
¡Espléndido! Como regalo no puede pedirse más Pero temo que, fuera de mí, no esté dispuesta a admitir regalos de ningún hombre.
REY:
Yo no he dicho regalo. Prefiero llamar a las cosas por su nombre.
PEDRO:
¿Un precio? Peor. Yo conozco a las mujeres mejor que tú, y a la hora del precio te juro que no hay quien las entienda: por un poco de amor piden una fortuna; por todo el amor no aceptan nada.
REY:
Eso de ti depende. ¿Crees que Inés vacilaría ante el mayor sacrificio si se lo pides tú?
PEDRO:
Iría a la muerte con los ojos cerrarlos.
REY:
¿Entonces?…
PEDRO:
Por eso mismo no se lo puedo pedir. Contra los dos, lo que quieras. Contra ella sola, nada.
REY:
¿Hasta ese punto te tiene atado de pies y manos?
PEDRO:
¡Mucho más! Me tiene atados los oídos y los ojos, me tiene atados el pulso y el aliento.
REY:
¡Calla! Vergüenza me da oírte ese lenguaje de alcoba indigno de un hombre entero.
PEDRO:
No pensabas eso de mí cuando peleábamos juntos. Muchas veces me viste alejarme en las batallas, pero nunca hacia atrás.
REY:
Aquel hijo es el que quisiera aquí. Entonces eras un perfil para grabar en un escudo. Y mira lo que eres ahora: ¡un corazón bordado en una camisa de mujer!
PEDRO:
No insultes a quien no puede defenderse.
REY:
¡Defiéndete! ¡Te lo mando! Suelta de una vez al hombre verdadero que llevas dentro.
PEDRO:
Por lo que más quieras; terminemos…
REY:
Así, no. La infanta va a llegar y necesito una contestación redonda ahora mismo.
PEDRO:
No tengo más que una respuesta para todas tus preguntas: Inés.
REY:
¿Es tu última palabra?
PEDRO:
Y la primera y la única. Arráncamelas todas y si alguna me queda aferrada a la garganta seguirá siendo ésa: Inés, Inés, Inés…
REY:
¡Una amante que hay que esconder como una vergüenza! ¿No has podido encontrar siquiera una razón más honrosa?
PEDRO (excitado):
¿Razones? Todo mi cuerpo joven odia esa palabra. Razones para los mercaderes y los leguleyos, razones para los cómodos y los cobardes, razones para destruir a una mujer… ¡Siempre que no se tiene razón hay que buscar razones! Es el recurso de los viejos.
REY:
¡Basta, Pedro!
PEDRO:
¡No basta, y si quieres conocerme entero tendrás que oír mucho más!
REY:
¡Silencio, digo! Todo lo que podíamos decirnos de hombre a hombre terminó. ¡Ahora es tu rey el que va a hablar!
PEDRO (se domina y retrocede):
Perdón.
REY:
Inés dispondrá su viaje inmediatamente. Tu puesto desde ahora está al lado de la infanta. Todo hombre o mujer que se oponga a esa boda es un enemigo de Portugal.
PEDRO:
Padre…
REY:
Son órdenes terminantes. Entre nosotros dos queda dicho todo.
(Entra el MAESTRE)
MAESTRE:
Señor, Su Alteza la infanta de Castilla.
(Entra la INFANTA con sus DAMAS y PAJES)
REY:
Adelante, hija. Príncipe Pedro: tengo el honor de presentarte a tu esposa, la infanta Constanza Manuel. Ojalá sepas hacerte digno de ella.
PEDRO:
Señora… (Le besa la mano de rodillas. El REY sale seguido por el maestre.)
La INFANTA, PEDRO, DAMAS y PAJES.
INFANTA:
No hubiera hecho falta ninguna presentación. Durante el viaje me hablaron tanto de ti que te habría reconocido con una sola mirada.
PEDRO:
También a mí me dieron un buen consejo para encontrarte: entre cien mujeres busca a la más noble y entre cien nobles a la más hermosa.
INFANTA:
Gracias. Sé que entre vosotros la galantería es un lenguaje natural, pero en este caso creo que sería mejor empezar al revés, como con las cerezas.
PEDRO:
¿Qué cerezas?
INFANTA:
Una manía que me quedó de niña: las amargas, por delante; las dulces, al final.
PEDRO:
Es nuestra primera conversación. ¿Por qué piensas que tiene que haber palabras amargas?
INFANTA:
Sospecho que tendrá que haberlas algún día y las prefiero cuanto antes. Ahora mismo, mejor.
PEDRO:
Eres valiente.
INFANTA:
Soy leal y es lo que espero de ti.
PEDRO:
Aceptado. También yo lo prefiero así. Pero lo que tengo que decirte es demasiado íntimo. ¿Es necesario que nos escuchen tus damas?
INFANTA:
Aquí, no. Conocen las costumbres de palacio y pueden escuchar perfectamente al otro lado de la puerta. Elvira… Leonor…
(Salen DAMAS y PAJES.)
La INFANTA y PEDRO.
PEDRO:
No quisiera haberte hecho esta ofensa de presentarme el último.
INFANTA:
No vale la pena. Oficialmente ya he recibido todas las disculpas posibles. Estabas lejos, en una cacería.
PEDRO:
No. No estaba de cacería.
INFANTA:
Te habías perdido con la niebla en las montañas.
PEDRO:
Tampoco. Conozco mis montañas palmo a palmo.
INFANTA:
Pues no sé…, una caída de caballo…, una herida.
PEDRO:
Ni herida ni caballo. Para que yo falte a una cita de mujer no puede haber más fuerza que una.
INFANTA:
¿Otra mujer?
PEDRO:
¿Lo sabías?
INFANTA:
No; recordaba una canción de estudiantes… con unos ojos de esmeralda, y un nido escondido a la orilla del río. Pero estoy segura de que no puede referirse a ti.
PEDRO:
¿Por qué tan segura?
INFANTA:
Porque es la historia de un pecador empedernido. ¿Y cómo puedo creer eso de un príncipe que tiene entre sus abuelos a Santa Isabel de Aragón, San Humberto de Saboya y Santa Isabel de Hungría?
PEDRO:
Por eso mismo, señora. Una familia que ha producido tantos santos tiene derecho a un pobre pecador.
INFANTA:
¿Es decir que no estás dispuesto a negar nada? Escándalo, rebeldía, mujeres…
PEDRO:
Mujeres, no. Una sola.
INFANTA:
No pensaba preguntarte por ella. Me bastará tu palabra de que eso terminó Definitivamente.
PEDRO:
Perdón, pero creo que no nos hemos entendido bien. Quizá en vez de decir una mujer he debido decir un amor.
INFANTA:
¿No es lo mismo?
PEDRO:
Casi nunca. A una mujer la tenemos; un amor nos tiene.
INFANTA:
¿No querrás decir que me has dejado llegar hasta aquí sin romper antes con ella?
PEDRO:
No pude evitarlo. Cuando supe tu viaje era ya tarde.
INFANTA:
¿Y después?… ¿Y ahora mismo?… ¿Tan poco importante soy que puedes ir cada día dejándome para mañana?
PEDRO:
Ni mañana ni nunca.
INFANTA:
¡Nunca!… ¿Y para esto me has traído a tu país?… ¿Para arrastrar mi nombre por los caminos entre coplas de escarnio y risas de estudiantes? Gracias, Pedro; es un regalo de boda que no esperaba.
PEDRO:
Te juro que me duele hacerte daño, pero es mejor que lo sepas desde ahora. Pase lo que pase, no habrá fuerza humana capaz de separarme de Inés.
INFANTA (inmóvil, sin voz, mirándose las manos):
Es asombroso… asombroso…
PEDRO:
¿También tú piensas que este lenguaje es indigno de un hombre?
INFANTA:
No eres tú lo que me asombra; soy yo misma. No he dormido imaginando lo que podría ocurrirme si llegaba este momento, y todo lo había previsto menos esto. Me imaginaba las manos agarrotadas de ira, el ramalazo del orgullo, las rodillas luchando por no doblarse… Hasta una posible vergüenza y un posible dolor. Pero no. No hay vergüenza ni orgullo. Y el pulso sigue firme. Solamente un asombro infinito lleno de preguntas.
PEDRO:
¿Cuáles?
INFANTA:
En un platillo de la balanza está tu rey y tu pueblo; en el otro no hay más que una mujer, ¿y la mujer pesa más?
PEDRO:
Si te hubieras enamorado una vez no lo preguntarías.
INFANTA:
Pero entonces, ¿qué mujer extraordinaria es ésa?
PEDRO:
No hace falta nada extraordinario. Lo mejor de los milagros es que no necesitan justificación.
INFANTA:
¿Noble?
PEDRO:
Menos que tú.
INFANTA:
¿Bella?
PEDRO:
Las canciones hablan de su cuello de garza y sus ojos como dos esmeraldas.
INFANTA:
¿Su nombre?
PEDRO:
Inés de Castro.
INFANTA:
¿Española?
PEDRO:
Gallega, que es la manera más hermosa de empezar a ser portuguesa.
INFANTA:
¡Pero no puede ser una mujer como otra cualquiera! ¡Algún misterio tiene que tener!
PEDRO:
Uno solo. Que le gusta bailar con sus campesinos, llorar para ella sola y reír para todos, vendimiar sus viñas y amasar su pan. Después de lo cual, todos los días le sobran veinticuatro horas para querer.
INFANTA:
No lo entiendo.
PEDRO:
Todavía es pronto. Y ahora que hemos terminado nuestras cerezas amargas, ¿puedo pedirte una cosa antes de retirarme?
INFANTA:
Di…
PEDRO:
Estoy seguro de que hubiéramos sido dos buenos amigos. Pero ya que la vida no nos deja, prométeme por lo menos que seremos dos buenos enemigos.
INFANTA:
Eso sí. ¡Con toda el alma! (Le tiende la mano, que él besa.)
PEDRO:
Gracias, Constanza Manuel. (Sale. La INFANTA pasea agitada llevándose la mano al collar, que parece sofocarla. Entran las DAMAS.)
La INFANTA, ELVIRA, LEONOR.
INFANTA:
Habéis oído, supongo.
ELVIRA:
¡Ojalá no hubiéramos tenido que escucharlo nunca!
INFANTA:
¡Entonces sobran palabras! ¡Dos buenos enemigos, pero a luchar desde ahora mismo! ¿Cuándo es esa cacería que nos ofrece el rey?
LEONOR:
Mañana en Monte-Esperanza. Una batida de jabalí.
INFANTA:
Vas a demostrar que eres mi mejor amazona. Escucha bien. Mañana, al cruzar el Mondego, haz encabritar tu caballo para llamar la atención, y de repente, como si se desbocara, lánzate a galope pidiendo auxilio para que todos te sigan. Llévalos monte arriba, lo más lejos posible.
LEONOR:
¿Y tú vas a quedarte sola en pleno campo?
INFANTA:
A mí me espera otra cacería más tentadora: una colza blanca a la orilla del río.
ELVIRA:
¿Ella?… (Se santigua rápida.) Quiera Dios que todo esto no nos traiga desgracia.
(Suena lejos una campana. Otra más cerca le contesta. Y otra, y otra.)
INFANTA:
¿Quién habla de desgracia en un día como éste? ¿No oyes esas campanas repicando por mí? Y esas ventanas llenas de banderas… y los naranjos en flor… ¡y los barcos de alta mar!… ¡Todo Portugal se ha vestido de fiesta para mi boda! ¿Qué más puedo pedir? (Se le quiebra la voz y se arranca el collar.) Toma… Tira ese collar. ¡Me ahoga! …
LEONOR (recogiéndolo del suelo):
¡Pero mi señora…! ¡Unas esmeraldas tan hermosas!
INFANTA:
¡No quiero verlas más! Parecen ojos de mujer. (Se dirige rápida a la salida. Repican todas las campanas de Coímbra.)
TELÓN.