ACTO SEGUNDO
Mañana de sol en el Pazo.
FRAGOSO, asomado al mirador. Se oyen lejos trompas de caza. Entra PEDRO, de montero, terminando de ajustarse el jubón de cuero sobre el que ciñe luego, en bandolera, la colodra de cuerno y el cinturón tachonado de plata, con tahalí y cuchillo, que le tiende FRAGOSO.
PEDRO:
De acuerdo, Fragoso. El día que el animal no tenga defensa y el hombre no corra peligro, la montería no tendrá derecho a llamarse una pasión.
FRAGOSO:
Ojalá no lleguemos a verlo, pero algunos ya están pensando aplicar a la caza esos polvos cobardes que han inventado los infieles para la guerra.
PEDRO:
¿La pólvora? Nunca. Para un cazador de raza no puede haber nada como esa emoción de oír a los perros latiendo el rastro, sentir venir al jabalí por el matorral como una furia levantando astillas… ¡y ese momento único de esperarlo a pie firme, con tu buena jabalina en la derecha y en la izquierda el cuchillo cachicuemo! (Ladridos cerca.) Sujeta a la jauría; ya les dio el barrunto y están mordiendo la traílla.
(Sale Fragoso. PEDRO se pone el fieltro de caza, al tiempo que entra AMARANTA con gran alharaca de invocaciones y sollozos.)
PEDRO y FRAGOSO.
PEDRO:
¡Al fin!… Buena hora para empezar una cacería, con el sol ya alto secando los rastros.
FRAGOSO:
En este momento entran en el soto. (Le tiende el cinto.) Tienes tiempo de sobra para alcanzarlos al pasar el río.
PEDRO:
¿Van por el puente?
FRAGOSO:
Por el vado…
PEDRO:
Debí figurármelo. A las mujeres y a los caballos les encanta cruzar los ríos; a ellos para beber y a ellas para mirarse en el agua.
FRAGOSO:
¿Crees que puede llegar a tanto su coquetería?
PEDRO:
Hasta te diría cómo van vestidas sin haberlas visto. ¿A que no va ninguna de azul ni de amarillo?
FRAGOSO:
¿Por qué no?
PEDRO:
¿En el campo? Son los colores que peor entonan con el verde.
FRAGOSO:
Acabarán convirtiendo el monte en un sarao. Mucho palafrén blanco, mucho jubón de terciopelo y, por supuesto, todas armadas con ballesta. Yo prohibiría esas armas demasiado cómodas para matar desde lejos.
PEDRO, AMARANTA. Luego INÉS.
AMARANTA:
¡Ah, esto por los Cuatro Evangelistas que no! ¿Qué digo los Cuatro Evangelistas? ¡Por los Doce Apóstoles que no! ¿Qué digo los Doce Apóstoles? ¡Por las Once mil Vírgenes que no y que no y que no! Antes perder los ojos que ver semejante cosa.
PEDRO:
Calma, Amaranta, que en el cielo no es cuestión de número. ¿Traes alguna queja?
AMARANTA:
¡Ay, mi señor de mi alma, si no fuera más que una queja!
PEDRO:
¿Algún disgusto?
AMARANTA:
¡Ay, mi señor de mi alma, si no fuera más que un disgusto!
PEDRO:
Una catástrofe no será.
AMARANTA:
La peor de todas. Ese niño, ese niño que era toda mi vida… Y ahora, de repente…
PEDRO:
¿Juan? ¿Le ha ocurrido al niño alguna desgracia?
AMARANTA:
¿Al niño? ¡Cómo, señor! ¿Había de ocurrirle una desgracia al niño y estaría yo viva todavía?
PEDRO:
¿Un accidente?… ¿Una herida?…
AMARANTA:
¿Cómo una herida? ¿Habría de estar herido mi ángel y yo aquí tan tranquila?
PEDRO:
Pero entonces, ¿qué de una maldita vez? ¿Qué ocurre con el niño?
AMARANTA:
Que ya no me quiere, señor. En este momento mismo he tenido la prueba.
PEDRO:
¡Acabemos!… ¿Tanto trueno para esa lluvia?
(Entra INÉS con una pequeña arqueta de marfil.)
AMARANTA:
¿Le parece poco? ¿Yo que daría la vida por él, verme rechazada así? ¡No me quiere, no me quiere ya!
INÉS:
¿Quién no te quiere en esta casa?
AMARANTA:
El niño, mi señora. Basta que yo no pueda resistir una cosa para que él se divierta haciéndola. ¿Que me asustan los caballos? Pues él al galope. ¿Que el viento sacude los árboles? Pues a trepar al más alto. ¿Que cruzamos el río? ¡Pues al agua de cabeza!
INÉS:
Está en la edad en que todo peligro es una tentación.
AMARANTA:
No, no es el peligro. Lo que le hace feliz es verme sufrir a mí. ¡Y cuantas más lágrimas, mejor! ¿Dónde se ha visto? ¡Un arrapiezo que no levanta así…!, ¡y ya le gusta hacer llorar a las mujeres como si fuera un hombre!
PEDRO:
En resumen, ¿puede saberse qué nueva crueldad se le ha ocurrido hoy?
AMARANTA:
Me ha expulsado de su cuarto que cerró de un portazo.
INÉS:
No es posible. ¿Por qué?
AMARANTA:
Fui a desnudarlo para darle un baño y se defendió como un lobezno. Al principio creí que era jugando, pero de pronto se me cuadró con una voz que no le había oído nunca diciendo: «¡Basta de mujeres! Desde hoy me baño yo solo».
PEDRO:
¿Y eso fue todo? Entonces duerme tranquila. No es que no te quiera lo que le pasa a ese muchacho es que está creciendo.
INÉS:
Anda, anda, vuelve con él. Y una advertencia: antes de entrar, llama a la puerta.
AMARANTA:
Iré porque lo manda mí señora, pero YO ya estoy terminada, y dentro de poco terminarás tú también… y un buen día, cuando vayas a darte cuenta, ya habrán empezado las otras. ¿Por qué crecerán, Señor?
(Sale.)
INÉS:
Amaranta tiene razón; desde ahora, cada paso que dé será para alejarse de mí.
PEDRO:
¡Enrevesadas mujeres! El miedo a perderlo; nunca os deja gozar en paz lo que tenéis.
INÉS:
Dicen que no hay sol sin sombra.
PEDRO:
¿Vas a ponerte triste ahora? Hace un momento, al entrar, traías ojos de alegría.
INÉS:
Acababa de recibir un regalo tuyo.
PEDRO:
¿Yo te he hecho un regalo hoy?
INÉS:
Hace tiempo. Lo creía perdido y al encontrarlo revolviendo este cofre fue una sorpresa feliz, como si me lo regalaras por segunda vez.
PEDRO:
¿Tanto valor tiene?
INÉS:
No se puede medir.
PEDRO:
¿Oro?
INÉS:
Más.
PEDRO:
¿Joya?
INÉS:
Más. Es un recuerdo con una fecha. ¿Adivinas?
PEDRO:
Poco trabajo me va a costar. Total, entre nosotros sólo hay tres fechas inolvidables.
INÉS:
¿Tres nada más?
PEDRO:
Tres: la primera, la última, y las otras.
INÉS (sonríe, es casi un juego con un dejo leve de emoción):
Pues la primera no.
PEDRO:
¿Ni la última?
INÉS:
Tampoco.
PEDRO:
Diablo, entonces va a ser más difícil; las otras son demasiadas.
INÉS:
Una señalada entre todas.
PEDRO:
¿Aquí?
INÉS:
Lejos.
PEDRO:
¿Una parva de trigo, camino de Évora?
INÉS:
Mejor.
PEDRO:
¿Una barca, de noche, en las salinas del Douro?
INÉS:
Mejor. Piensa en el día más hermoso de nuestra vida.
PEDRO:
¡Hemos tenido tantos!
INÉS:
Como aquél, ninguno.
PEDRO:
Ayúdame un poco. ¿Norte o Sur?
INÉS:
Norte. Invierno. Una ciudad toda cubierta de nieve… Tú dijiste: «Se ha vestido de blanco por ti».
PEDRO:
No digas más: hace siete años, en Braganza, primero de enero.
INÉS:
¡Por fin!
PEDRO:
¿Quieres que te repita el juramento?
INÉS:
No hace falta. Gracias, mi bien. (Se abrazan sonrientes.)
PEDRO:
¿Y el regalo?
INÉS (sacando del cofre un pequeño pergamino):
Esta canción de tu puño y letra.
PEDRO:
¿Mía? ¿Yo he escrito versos alguna vez?
INÉS:
La encontramos empezada, quizá por tu abuelo el rey Dionís. Es lo que llaman en mi Galicia una «canción de amigo», y por eso la terminaste para mí. ¿La recuerdas ahora?
PEDRO:
Si empiezas tú, sí. (La toma de la cintura y se responden musicalmente, los ojos en los ojos.)
INÉS:
«Mis ojos van por la mar,
buscando van Portugal…»
PEDRO:
«Tus ojos van por el río…»
INÉS:
«Buscando van a mi amigo.»
PEDRO:
«Tus ojos van por el aire…»
INÉS:
«Buscando van a mi amante».
PEDRO:
«¿Dónde tus ojos se posarán?»
INÉS:
«¡Sobre los ojos de mi galán!»
(Se oye una trompa muy cerca, galopes, ladridos de jauría y la voz de FRAGOSO, que llega corriendo.)
INÉS, PEDRO, FRAGOSO.
FRAGOSO:
¡Señor!… ¡Mi señor!… (Entra.) ¡A una dama de la infanta se le desbocó el caballo y va como una centella hacia el barrancal!
PEDRO:
¿Y los monteros?
FRAGOSO:
Todos detrás por la cañada entre gritos y penar. ¡No conseguirán que espantarlo más!
PEDRO:
¡Imbécil! Hay que atajarla como sea. Tú, por la Cruz de Piedra. Yo, por los Tres Castaños. ¡Pronto! (Salen.)
INÉS:
¡Pedro!… ¡Pedro!… (Va al ventanal y desde allí los sigue con la mirada. Trompas y ladridos alejándose. Pausa. Cuando se pierde el último rumor, INÉS se aparta del mirador y se santigua tres veces lentamente.) ¡San Cristobalón, patrón de los caminos, guárdamelo! ¡San Humberto, patrón de cazadores, guárdamelo! ¡Santa María Gloriosa, esperanza nuestra, guárdamelo! Amén.
(Se asoma al umbral interior y llama.)
INÉS:
¡Amaranta!
VOZ DE AMARANTA, DENTRO:
¿Mi señora?
INÉS:
Atención con los niños. Hasta que no vuelvan los cazadores, que no salga nadie.
VOZ DE AMARANTA:
Así se hará.
(Inés recoge el pergamino, que se le ha caído con el sobresalto, y resbala una mirada por él murmurando apenas.)
INÉS:
Braganza…, primero de enero… (Va a guardarlo en el cofrecito, entre otros recuerdos que acaricia pensativa. En el vano de la salida ha aparecido la INFANTA, de amazona. Pausa larga mirándola con los ojos fijos. INÉS, como si sintiera en la espalda el frío de la mirada extraña, se; vuelve repentinamente.)
Inés, la INFANTA.
INÉS:
¿Quién anda ahí? (La INFANTA avanza unos pasos sin contestar.) ¿Quién?
INFANTA:
¿Inés de Castro?…
INÉS:
¿Con qué derecho entras así en mi casa?
INFANTA:
¿Tuya? Disculpa; me habrán informado mal, pero me dijeron que era del príncipe Pedro, y por eso creí tener derecho.
INÉS:
Ah, entonces, comprendo… ¿Constanza Manuel?
INFANTA:
Mis damas me llaman por el título y acostumbran a doblar la rodilla para saludarme. No lo exijo, pero lo agradezco.
INÉS (con fría inclinación):
Dios guarde a la infanta.
INFANTA:
Que Él te acompañe, Inés. (Da unos pasos sin mirarla, contemplando la casa.) Me gusta la casa y el lugar. ¿Es lo que llaman el Pazo de Santa Clara?
INÉS:
El mismo.
INFANTA:
Si no recuerdo mal lo fundó la reina santa para que los príncipes vivieran en él con sus esposas. ¿No es así?
INÉS:
No sé si el testamento dice sus esposas, o simplemente sus mujeres.
INFANTA:
Yo, sí. Dice textualmente «sus esposas legítimas».
INÉS:
Por lo visto has estudiado bien la historia de la familia.
INFANTA:
Me interesaba mucho puesto que va a ser la mía. (Se acerca y la mira fijamente. INÉS sostiene firme la mirada.) ¿Y tú?… ¿Tienes siempre los ojos tan grandes o es la sorpresa?
INÉS:
Una sorpresa a medias; porque no podía imaginar cómo ni cuándo, pero estaba segura de que este encuentro tenía que llegar.
INFANTA:
Entonces, ¿qué es lo que te extraña?
INÉS:
El momento que has elegido. ¿Sabes que precisamente en este instante una de tus damas está a punto de despeñarse en la barranca?
INFANTA:
No hay peligro. Leonor sabe dominar su caballo mejor que todos los hombres que corren detrás. Lo importante es que nos dejaran a solas.
INÉS:
¿De manera que ha sido un ardid?
INFANTA:
Inocente, pero seguro. Ya comprenderás que para dar un paso así debo tener razones muy poderosas.
INÉS:
No hacen falta muchas. Con una basta.
INFANTA:
¿En cuál estás pensando? Francamente.
INÉS:
¿Francamente? Los celos.
INFANTA:
¿Celos de qué? No he sabido nunca lo que es amor, y he conocido a Pedro ayer.
INÉS:
¿Dignidad ofendida?
INFANTA:
Es lo primero que hubiera pensado yo también. Pero tampoco. Ahora he descubierto de repente que por encima de todas mis pasiones está la curiosidad.
INÉS:
¿Curiosidad simplemente?
INFANTA:
Es una mala costumbre que he adquirido en Portugal en estos últimos cuatro días.
INÉS:
¿No lo sabes todo ya?
INFANTA:
Los hechos, sí; pero no los entiendo Cuanto más lo pienso menos alcanzo a comprender por qué un hombre se juega así contra toda razón. Me dijeron que el secreto eras tú, y no podía dormir sin conocerte.
INÉS:
No creí ser tan interesante.
INFANTA:
Cuando llegué a esa puerta no sé qué milagro esperaba encontrar. ¿Una revelación? ¿Un deslumbramiento? No sé. Ahora que te he visto de cerca, ¿no te ofenderás si te digo que me has defraudado?
INÉS:
Lo siento.
INFANTA:
Tienes los ojos grandes como dos asombros, pero un reino es mayor. Eres hermosa, pero menos que el poder, la ambición y la soberbia. ¿Cuál es, entonces, tu secreto?
INÉS:
Ninguno. En amor no importa nada cómo eres; importa cómo te ven.
INFANTA:
No sé con qué cristales deslumbrados te mirará Pedro, pero yo, que he conocido reinas y heroínas santas, ¡te veo tan insignificante! Una simple mujer, que no aspira a otra gloria que la de ser mujer.
INÉS:
Gracias, infanta. No has podido decirme nada mejor.
INFANTA:
Para ti, quizá. ¿Pero crees que eso puede bastarle a él?
INÉS:
Hasta ahora, Pedro no ha necesitado otra cosa.
INFANTA:
¿Pedro?… ¿Delante de mí no te parece demasiada confianza llamarle así, por su nombre?
INÉS:
Perdón. Es una mala costumbre que adquirí en Portugal en estos últimos diez años.
INFANTA:
¡Cuidado, Inés! Yo puedo perdonar muchas cosas, pero la insolencia no.
INÉS:
¿Es mía la culpa si respondo en el mismo tono en que me hablan?
INFANTA:
Cuidado, te digo. Mira que he venido dispuesta a ser piadosa. No me hagas arrepentirme.
INÉS:
¿Quién te ha pedido piedad? Ahora no somos más que dos mujeres disputándose a un hombre. Luchemos primero, y ya veremos después cuál puede permitirse el lujo de ser piadosa.
INFANTA:
¿Luchar contigo? No, pobre Inés. No hay nada que me apasione tanto como un desafío, pero en este caso sería cobardía aceptarlo. Tengo demasiadas armas y tú ninguna.
INÉS:
¿A qué has venido, entonces?
INFANTA:
A darte un buen consejo. Estás pisando un terreno mucho más peligroso de lo que tú sospechas. Por tu bien y el de Pedro, sal de esta casa hoy mismo y escóndete lejos.
INÉS:
Sin duda es un consejo muy prudente; pero prudencia y amor no son buenos compañeros.
INFANTA:
Si el consejo no basta puedo convertirlo en una orden.
INÉS:
¿Y si tampoco obedezco órdenes?
INFANTA:
Te lo suplico; no me empujes a donde no quisiera llegar. ¿Sabes que puedo hacerte desterrar a Castilla?
INÉS:
Sí.
INFANTA:
¿Sabes que puedo mandarte encerrar para toda la vida?
INÉS:
Sí.
INFANTA:
¿Y no te da miedo?
INÉS:
No. Porque ni desterrada ni presa ni muerta conseguirás quitármelo. ¿Qué ganarías sacándome de Portugal si no puedes sacarme de Pedro? ¿Qué importa que me saques de mi vida si no puedes sacarme de la suya?
INFANTA:
¿Y no se te ha ocurrido que puedo hacerte un daño todavía peor?
INÉS:
¿Peor que la separación?
INFANTA:
Para ti peor que la misma muerte. Uno de esos tormentos que sólo sabemos las mujeres; que no tienen desgarraduras ni gritos, pero que te van royendo día a día como una gota de agua. ¿No lo sospechas?
INÉS:
Sinceramente, no.
INFANTA:
Es muy fácil. Mi compromiso con Pedro ha sido firmado por las cortes de Portugal y de Castilla. Basta que lo exija para que se convierta en ley.
INÉS:
¿Contra su voluntad? ¿Y qué conseguirás con eso?
INFANTA:
¿No lo has comprendido aún? Piénsalo, Inés, piénsalo… Vamos a cambiar los papeles…, ese hermoso papel de víctima que tanto te gustaba. Hasta ahora era yo la que venía de fuera a invadir un hogar feliz, y tú la pobre amante traicionada. Poco a poco yo empezaré a ser la traicionada, y tú la usurpadora, la intrusa, la ladrona…
INÉS:
¡No, eso no! No puedes ser capaz de hacer eso a sangre fría.
INFANTA:
¡Ah, por fin te veo pálida! Lo estás imaginando ya, ¿verdad? Tendré a tu Pedro sin amor, pero atado a mí cintura. Lo tendré frío, pero en mi almohada.
INÉS:
¡Te digo que no lo harás!
INFANTA:
¿Quién me lo va a impedir?
INÉS:
Tu propia dignidad. Eres demasiado orgullosa para servir a tu mesa lo que sobra en la mía.
INFANTA:
¿Vas a darme tú lecciones de dignidad? ¡Tú!… ¿Has olvidado quién soy?
INÉS:
¡Tú eres la que lo está olvidando con ese pensamiento sucio!
INFANTA:
¡Basta! ¡Basta o te cruzo la cara! (Avanza fuera, de sí blandiendo el látigo.) ¡De rodillas, Inés!
INÉS (obedece serenamente):
¿Así?
INFANTA:
¡Así! ¡Cada cual en su sitio!
INÉS:
Pues desde mi sitio te lo digo, sin gritos ni rencores. Tú con millares de esclavos y yo con una esclavitud, soy más fuerte que tú. Tú subida en un trono y yo aquí de rodillas, soy más alta que tú. ¡Y ahora pega sin duelo!… ¡No me quites esta ocasión de sufrir por él! (La INFANTA ha levantado el látigo crispada; por fin lo tira contra el suelo y se aparta ocultando el rostro. Su ira inútil se quiebra en un ahogo de sollozos. Pausa. Inés recoge el látigo y se acerca a devolvérselo con un respeto compasivo.) Pobre mujer…
INFANTA:
Perdona este espectáculo bochornoso. He llorado alguna vez a solas, pero nunca delante de nadie.
INÉS:
¿Son las lágrimas solamente lo que te da rubor?
INFANTA:
Todo: mi falsa superioridad, mi pobre arrogancia hecha pedazos, y sobre todo esas palabras vergonzosas que acabo de decir.
INÉS:
No eras tú la que hablabas; era tu desesperación.
INFANTA:
Puedes estar orgullosa. Vine contra ti con todas mis armas y tú no has necesitado ninguna.
INÉS:
Tenía la única que vale en esta lucha. Amor.
INFANTA:
¡Amor, amor, siempre amor!… Desde que entré en Portugal no hago más que tropezar con esa palabra sin acabar de comprenderla. ¿Qué tierra bruja es ésta donde esa palabra sola es la mitad del idioma?
INÉS:
¿En tu corte, no?
INFANTA:
Peñafiel es una tierra dura donde los hombres hablan de la guerra y de la honra, y las mujeres del cielo y del infierno. Del amor, sólo los libros.
INÉS:
No es en los libros donde se aprende eso.
INFANTA:
¿Quién tiene la clave de ese misterio? ¿La tienes tú? Ayúdame, Inés. Ya que no he podido sentirlo, ayúdame por lo menos a comprenderlo.
INÉS:
Va a serte muy difícil.
INFANTA:
¿Tan complicado es?
INÉS:
Claro y sencillo como el agua. ¿Pero puede nadie explicar el agua?
INFANTA:
Alguna manera habrá para entenderse.
INÉS:
No creo. (Se sienta a su lado, entre maternal y amiga.) Dime: ¿entre tus hombres de Peñafiel nunca te fijaste en alguno superior a los demás?
INFANTA:
Cada uno lo era a su manera; unos más valientes, otros más galantes, otros más nobles…
INÉS:
No, uno solo. Uno al que tú —¡la gran señora!— hubieras querido servir y obedecer. El único.
INFANTA:
No existe ninguno así.
INÉS:
No importa; cierra los ojos.
INFANTA:
¿Entonces el famoso amor no es más que eso?, ¿una ceguera?
INÉS:
Más: es otra manera de ver. Suéñate fundida con él hasta dejar de ser tú. Que su frío sea tu único frío, y que su fiebre te queme. Que su separación te duela como una desgarradura, y que si cortan su mano sientas sangrar la tuya.
INFANTA:
¿Pero entonces es uña locura?
INÉS:
Mucho más: es otra manera de tener razón.
INFANTA:
No te entiendo. Comprendo esas palabras aplicadas al alma; pero el otro amor…
INÉS:
¿Qué otro?
INFANTA:
Los libros hablan del alma y de la carne como de dos enemigos.
INÉS:
Tira esos libros. En el verdadero amor, el cuerpo y el alma son una sola cosa inseparable, hecha de barro y de Dios. (Con los brazos cruzados y los ojos lejos.) Cuando Pedro me estrecha, toda mi alma va tomando poco a poco la forma de su cuerpo. Y a la mañana, cuando se va, quedo vacía como la ropa que deja el nadador a la orilla del río: con el calor reciente de su ausencia, y con el molde de su regreso.
INFANTA:
¿Pero te das cuenta de lo que estás diciendo? ¿Es que no tienes pudor?
INÉS:
Eso se tiene antes. Y después.
INFANTA (se levanta pensativa):
Es inútil… Trato de seguirte, pero es otro lenguaje, otro mundo…
INÉS:
Ya te lo advertí al principio: es más fácil beber que explicar el agua.
INFANTA:
¿Entonces debo resignarme a no saber?
INÉS:
Vuelve a tu corte y espera. Cuando el hombre de tu destino aparezca le conocerás entre todos; porque los otros te dirán mil palabras y apenas te harán sonreír; él te dirá una sola y te hará temblar. Ese día empezarás a comprender.
(Se oyen las trompas de la montería.)
INFANTA:
Mi gente me anda buscando. No deben encontrarme aquí.
INÉS:
Por el fondo hay una salida al bosque.
INFANTA:
No puedo; tengo el caballo a la puerta.
INÉS:
¿Entonces…, adiós?
INFANTA:
Adiós.
INÉS:
¿Sin rencor?
INFANTA:
Sin rencor y con pena… por las dos. (Entra el REY. Traje de caza. Sin armas.)
INÉS, la INFANTA, el REY.
REY:
¡Constanza! …
LAS DOS.
Señor…
REY:
¿Tú en esta casa?…
INFANTA:
¿De qué te asombras? ¿No has venido aquí a buscarme?
REY:
No a ti.
INFANTA:
¿A ella? En ese caso, permíteme una palabra: no arriesgues tu autoridad inútilmente. Nosotros tenemos todas las fuerzas menos una. A ellos les basta con ésa.
REY:
Yo no pido consejo. Sé lo que tengo que hacer.
INFANTA:
Perdón. Gracias, Inés. Nunca me he sentido tan humillada y tan pequeña como hoy delante de ti, y sin embargo, gracias.
INÉS:
Adiós, infanta.
INFANTA:
Sin el título, por favor.
INÉS:
Adiós, Constanza.
INFANTA:
Adiós, Inés. Mi buen señor… (Sale. El REY queda un instante en el umbral mirándola alejarse.)
Inés y el REY.
REY:
¡Increíble! ¿Y ésta es aquella castellana soberbia que he conocido ayer? ¿Qué has hecho para doblegarla así?
INÉS:
Nada, señor.
REY:
Le habrás hablado de tu hogar feliz, de tu vida destronada… y sobre todo de esa eterna fábula que tanto os divierte a las mujeres: el amor.
INÉS:
Eso sí.
REY:
¡Y, naturalmente, ella se ha sentido sublime y ha elegido el camino de la renunciación! Femeninamente perfecto, pero políticamente desastroso. Afortunadamente, no es ella quien tiene que resolver.
Acércate. (La mira largamente de cerca levantándole el rostro.)
INÉS:
¿Qué me buscas, rey Alfonso? ¿También tú crees que he embrujado a tu hijo con la mirada?
REY:
No. Estaba pensando cómo puedo recordarte tanto si apenas te he visto un par de veces.
INÉS:
Tres exactamente.
REY:
¿Por qué lo sabes con tanta certeza?
INÉS:
Porque cada vez me hiciste un regalo inolvidable y son tres los que guardo tuyos. El primero fue el día que llegué a tu corte; en el momento en que besaba tu mano se acercó tu hijo, y tú mismo me presentaste a él.
REY:
¿Y qué te regalé ese día?
INÉS:
La primera mirada de Pedro.
REY:
No imaginé que iba a costarme tanto. ¿Y el segundo?
INÉS:
El segundo fue en una cacería. Un jabalí furioso alcanzó a Pedro de una dentellada y tú me lo entregaste para curarlo.
REY:
¿Y eso fue un regalo?
INÉS:
Maravilloso, porque la llaga era profunda y tardó muchos días en cerrar. Al principio era solamente «su herida». Al final, ya era «nuestra cicatriz».
REY (tose esquivando los ojos y el terreno):
¿Y el tercero?
INÉS:
Fue una fiesta en tu palacio de Lisboa: la gran mesa del banquete, las antorchas, la música… Pedro se empeñó en bailar conmigo delante de toda tu corte y me arrastró a la fuerza. Recuerdo a tus viejas damas escandalizadas dejándonos solos… Recuerdo tus ojos fijos… y cien voces cobardes murmurándose al oído: «¡ésa…, ésa…, ésa…!» Tú te levantaste de repente y todo se quebró como un cristal. Al día siguiente recibí un precioso pergamino con tu firma: era una orden de destierro.
REY:
Prodigiosa memoria. A veces pienso que todo lo bueno y lo malo que vivís las mujeres es sólo para recordarlo.
INÉS:
Nos gusta tener algo que guardar para mañana. Ahora, señor, espero tu nuevo regalo.
REY:
Siento tener que hacerte daño otra vez. Aunque extranjera y nacida fuera de la ley, eres sobrina mía.
INÉS:
Un poco tarde, pero gracias por reconocerlo.
REY:
Tú eres la que no debe olvidarlo, a ver si eres digna de ese título. Porque lo que vengo a pedirte es un gran sacrificio.
INÉS:
Por grande que sea no encuentro nada que yo pueda negar a mi rey. Es decir…, salvo una sola cosa.
REY:
Mucho me temo que sea ésa precisamente.
INÉS:
¿Tu hijo?
REY:
Ayer se ha declarado en abierta rebeldía y presiento que acabaremos chocando fatalmente. ¿Aceptarás sobre tu cabeza esa responsabilidad?
INÉS:
¿Qué puedo hacer yo? ¿Suplicarle que se separe de mí?…
REY:
Algo más rápido y mejor. (Se acerca.) Una noche…, mañana mismo… al regresar, Pedro puede encontrar su casa abandonada.
INÉS:
¿Huir? ¿Y adónde? ¿Habría algún rincón de la tierra donde Pedro no fuera a buscarme?
REY:
Sin palabras inútiles. Con una basta. ¿Estás dispuesta a una separación, sí o no?
INÉS:
¿Tiene que ser una palabra sola?
REY:
No hacen falta más.
INÉS:
Entonces, perdóname, buen rey, pero «NO»
REY:
Por tu alma, Inés, no me obligues a tratarte como lo haría con un hombre. Piensa que puede estar en tu mano la paz o la guerra de dos pueblos.
INÉS:
Mi única guerra y mi única paz se llama Pedro.
REY:
¿Pero hasta cuándo vas a aferrarte a esa locura? ¡Despierta! Ya has vivido diez años de fiebre. Razona ahora como lo haría una esposa, una madre…
INÉS:
No puedo. Otras mujeres quieren a sus hijos porque son carne de su carne; yo, porque son carne y sangre de Pedro. No sé si es una vergüenza o, una gloria, pero después de diez años y tres hijos no me siento ni esposa ni madre. ¡Me siento cuatro veces amante!
REY:
No, no es posible tanta serenidad y tanto frenesí juntos. Trae esa mano. Mírame de frente. Tú sabes que, no soy hombre capaz de dar un paso atrás.
INÉS:
Lo sé.
REY:
Sabes que he dado a Castilla mi palabra y que la cumpliré cueste lo que cueste.
INÉS:
Lo sé.
REY:
¿Y sabiéndolo no bajas los ojos ni te tiembla el pulso? ¿Pero entonces qué fuerza misteriosa tienes escondida?
INÉS:
No soy yo. Es él, que está de pie dentro de mí.
REY:
Yo no creo en maleficios, pero… ¿por qué al salir de aquí aquella infanta arrogante era una mujer vencida? ¿Por qué mi hijo ha perdido la razón? ¿Por qué mi pueblo entero canta tu nombre por los caminos? ¿Cuál es tu fuerza, Inés?
INÉS:
Mía, ninguna. Esta voz que me oyes no es más que un eco de Pedro; este cuerpo que me ves no es más que su sombra… Soy tan reflejo suyo, que si él no pudiera sostenerse de pie también yo caería redonda ahora mismo. Esta infinita debilidad es lo que tú llamas mi fuerza.
Inés, el REY, AMARANTA y JUAN.
JUAN:
¡Suelta!…
AMARANTA:
¡Quieto ahí! ¡Hasta que no vuelva el señor no sale nadie de esta casa!
JUAN:
¡Suelta te digo!
INÉS:
Déjalo, Amaranta. (AMARANTA se retira con una reverencia al desconocido.) ¿Adónde ibas?
JUAN:
¿No has oído silbar tres veces? Son mis amigos. Cuando silban así es que me necesitan.
INÉS:
¿Tan ciego vas que ni siquiera me ves acompañada?
JUAN:
Perdón. Dios te guarde buen hombre.
REY:
Dios te guarde, zagal. (Se oyen tres silbidos.)
JUAN:
¿Otra vez? ¿Los oyes ahora, madre?
INÉS:
Contéstales que no puedes. A la tarde.
JUAN:
¡Pero a un amigo no se le puede decir que no!
INÉS:
Por eso mismo. ¿No somos amigos tú y yo? Contéstales.
JUAN (resignado de mala gana):
Está bien.
(Va al mirador y contesta agitando varias veces un lienzo, como señal convenida, mientras INÉS Y el REY dialogan a medio tono.)
REY:
¿El mayor?
INÉS:
Un muchacho sano y fuerte con el que ya se puede hablar. (En ademán de retirarse.) ¿Quieres?…
REY:
No, por favor, no nos dejes solos.
INÉS:
¿Qué miedo puede darte un niño?
REY:
Odio toda clase de sentimentalismos.
INÉS:
Pierde cuidado; tampoco él es nada sentimental. Y además…, no sabe.
REY:
¿Qué pretendes, entonces?
INÉS:
Pienso que quizá alguna vez habrás querido decirme una palabra buena, y que la vida no te lo permitió. Pero él está limpio de toda culpa. Dísela a él.
REY:
Será tiempo perdido; pero si te interesa tanto… Déjanos.
INÉS:
Gracias. Acompaña al señor y atiéndele si necesita algo.
Es como un huésped que te manda Dios. Con licencia, señor. (Sale.)
El REY y JUAN.
JUAN:
¿Tú, tan mayor, necesitas algo de mí?
REY:
Quién sabe.
JUAN:
Si has perdido el camino, yo los conozco todos. ¿Te acompaño?
REY:
No; mis caminos tengo que hacérmelos yo solo.
JUAN:
¿Hambre? Tengo en mi cuarto unas manzanas escondidas. ¿Te traigo?
REY:
No, gracias; no tengo hambre nunca.
JUAN:
¿Nunca? ¡Qué raro! Los viejos de por acá la tienen siempre.
REY:
Algún día habrá que arreglar eso también.
JUAN:
¿Qué necesitas, entonces?
REY:
Lo que tienes tú: amigos. ¿Tienes muchos?
JUAN:
Tres que se dejarían matar por mí y yo por ellos.
REY:
¿Nobles?
JUAN:
El hijo del pescador, el del herrero y el del leñador.
REY:
¿Y tu madre te deja andar con esa gente?
JUAN:
¿Por qué no?
REY:
Esos muchachos no son iguales que tú.
JUAN:
Claro que no. El hijo del leñador silba como los pájaros, el del herrero hace cuchillos, y el del pescador ya maneja la barca del padre. Pero en cuanto yo aprenda todo eso seremos iguales.
REY:
¿Son ellos los que te buscaban ahora?
JUAN:
Teníamos que jugar a un juego que se llama «El rey y el cazador furtivo». Pero hay que echar a suerte, porque todos queremos hacer el mismo personaje.
REY:
¿El rey?
JUAN:
Bah, para el rey sirve cualquiera. El que tiene que ser listo es el cazador: correr, esconderse, trepar a los árboles.
REY:
Pareces más inclinado a los cazadores que a los reyes. ¿Alguien te enseñó a odiarlos?
JUAN:
Odiarlos, ¿por qué? Yo mismo, aquí donde me ves, tengo un abuelo que es rey.
REY:
¿Quién te lo ha dicho? ¿Tu madre?
JUAN:
Lo dicen por ahí.
REY:
Puede, no ser verdad.
JUAN:
Ojalá.
REY:
No lo digas con rencor. ¿No te gustaría conocer a tu abuelo?
JUAN:
¿Para qué? Él no ha querido nunca conocerme a mí.
REY:
¿Y si quiere y no puede? Los reyes no siempre hacen lo que quieren.
JUAN:
Entonces, ¿para qué son reyes?
REY:
Nacen así. ¿Tu madre no te ha dicho nunca que te pareces a él?
JUAN:
Según. Cuando está contenta dice que me parezco a mi padre. Cuando la hago llorar dice que soy igual que mi abuelo.
REY:
¿Y tú, a cuál de los dos quieres parecerte?
JUAN:
A ninguno. Yo quiero ser yo.
REY:
¿Nada menos? Eres muy orgulloso.
JUAN:
¿Tú no?
REY:
Antes. Ahora los años me van bajando la cabeza.
JUAN:
¿Tienes muchos?
REY:
Más de los que tú puedes imaginar.
JUAN:
¿Cuántos?
REY:
Doscientos.
JUAN:
Mientes. Los capitanes tienen treinta años, los sabios ochenta y los mendigos llegan a cien. Pero de ahí no pasa nadie. ¿Por qué dices tú que tienes doscientos?
REY:
Son los años de Portugal.
JUAN:
Hablas muy raro. No pareces un hombre como los otros. ¿Qué oficio tienes?
REY:
Según empiezo a darme cuenta, el más absurdo que puede tener un hombre. Soy un rey pobre.
JUAN:
No puede ser. Los pobres van vestidos de pobres y los reyes van vestidos de rey. ¿Dónde tienes la espada y la corona?
REY:
Mi espada es demasiada carga para uno solo. Hacen falta cuarenta mil hombres para sostenerla.
JUAN:
¿Tanto pesa?
(Mismos gestos de silencio y rompen a reír los dos. El REY da al niño una palmada en la rodilla; y el niño contesta igual. PEDRO aparece en el umbral y los mira un momento. Avanza. El niño corre alegremente a su encuentro. El REY se levanta confuso, apartándose.)
Dichos y PEDRO.
JUAN:
¡Padre! Es un amigo nuevo. Acabamos de hacer el juramento.
PEDRO (sin dejar de mirar fijamente al REY mientras conduce al niño a la puerta interior):
Yo lo atenderé. Vuelve con tu madre.
JUAN (a media voz):
No lo trates mal. Es un rey pobre… y tan viejo que ya no puede él solo con su espada.
(Alto.) No lo olvides, ¿eh? Si alguna vez te hago falta, silba tres veces. Adiós, Alfonso. (Sale corriendo.)
REY:
Adiós, Juan… (Esquiva la mirada del hijo, avergonzado aún de su debilidad.)
El REY y PEDRO.
PEDRO:
Es peligroso jugar con niños. ¿O has olvidado ya tu famoso sueño?
REY:
¿Qué sueño?
PEDRO:
Ayer mismo me lo contabas como un presagio: era un niño luchando con un león… y el león terminaba rodando por el suelo.
REY:
Afortunadamente, estás tú aquí para despertarme. Un poco más y quizá el sueño se hubiera cumplido. ¡Gracias por haber llegado tan a tiempo!
PEDRO:
¿Tan perdido te sentías?
REY:
Confieso que he estado a punto de caer en la más vieja de las emboscadas; pero ya pasó el peligro. Puedes decirle a Inés que la trampa de la ternura ha fracasado.
PEDRO:
¿A qué has venido a esta casa?
REY:
Curiosidad. Pasaba.
PEDRO:
No. Has estado esperando a que yo saliera para encontrar sola a Inés. Una mujer enamorada se deja sacrificar fácilmente si se le hace creer que su felicidad es la desgracia de su amante. ¿Era eso lo que buscabas?
REY:
Justamente. Pero no temas; sin tus arrebatos ni tus gritos, Inés es más fuerte que tú.
PEDRO:
¿Y el niño? ¿Qué hacías a solas con él? ¿No decías que no querías ni verlo?
REY:
Ha sido mejor así para saber hasta qué punto somos distintos. No te negaré que tiene todo el encanto de la madre, pero tampoco le falta uno solo de tus vicios.
PEDRO:
¡Vicios! ¿Un niño de siete años tiene vicios ya?
REY:
Ya. Hoy será gracioso que le gusten los cazadores furtivos y la fruta robada. Mañana puede ser peligroso.
PEDRO:
¿Eso es todo lo que te ha inspirado tu nieto?
REY:
Tu hijo.
PEDRO:
Palabras. Todo lo que nazca de mí es tuyo.
REY:
Ante la ley, no.
PEDRO:
¡Siempre la ley! Piensas en la ley mucho más que en la justicia.
REY:
Pienso en mi juventud y no quiero que la historia se repita. También mi padre intentó sentar en el trono a uno de sus bastardos, y aun siendo el más grande de nuestros reyes, no vacilé en levantarme en armas contra él. ¿Y ahora vas a resucitar tú lo que me costó una guerra a muerte con mi padre?
PEDRO:
Mi caso es completamente distinto.
REY:
¡El tuyo es peor, porque tampoco la madre está limpia!
PEDRO:
¡No la insultes delante de mí!… ¡No me obligues a hablar …!
REY:
¡Habla! ¿Qué puedes oponer a esta triste verdad? Bastarda la madre y bastardos los hijos.
PEDRO:
¿Sí? ¡Pues óyelo de una vez! Había jurado guardártelo en vida, pero no puedo más. ¡Ni mis hijos son bastardos ni Inés es mi amante! ¡Es mi esposa!
REY (se vuelve bruscamente, pálida la voz):
¿Qué has dicho…?
PEDRO:
Que mis hijos son tus nietos legítimos y que Inés es mi esposa ante el altar.
REY:
¿Inés tu esposa…? ¿Desde cuándo?
PEDRO:
Desde el destierro.
REY:
¡Mientes! Es una farsa que estás inventando ahora para ir ganando tiempo.
PEDRO:
No es de ahora. Fue hace siete años, en Braganza, un primero de enero.
REY:
No, no lo quiero creer. ¿Quién os casó?
PEDRO:
Monseñor don Gil, obispo de Guarda.
REY:
¿Testigos?
PEDRO:
Esteban Lobato, mi mayordomo.
REY:
Pero entonces… ¿entonces es verdad?
PEDRO:
Para mentira sería demasiado estúpida.
REY:
¿Y has pensado que basta eso contra mí? ¿Una puñalada por la espalda? No, pobre Pedro, no; el que hace y deshace leyes aquí todavía soy yo. Y yo declaro ilegal ese matrimonio.
PEDRO:
No lo hicieron tus jueces: fue jurado ante unos Evangelios y una Cruz.
REY:
Lo anulará la propia Iglesia.
PEDRO:
¿Con qué razón?
REY:
Impedimento de sangre. Inés es prima tuya.
PEDRO:
Hace veinte años que conseguiste para mí una dispensa de parentesco; cuando el papa Juan era tu gran amigo, y ya pensabas casarme siendo niño con alguna de mis primas españolas. Perdona, pero no he hecho más que seguir el camino que me abriste tú mismo.
REY:
¿También te reveló eso monseñor? Pues yo os enseñaré a los dos que dentro de mi frontera no hay más autoridad que una. Y que lo que Aviñón hizo ayer puede deshacerlo hoy.
PEDRO:
Es inútil, padre. Por mucho que te duela sabes muy bien que ni el papa Inocencio borrará lo que firmó el papa Juan, ni tú puedes desatar lo que está atado ante Dios.
REY (exasperado, alzando la voz):
¡Eso es lo que vamos a ver! No me importa el escándalo ni revolver todos los tribunales de la Cristiandad. Todo antes que reconocer ese matrimonio hecho a traición contra mí y contra Portugal. (Entra INÉS, suplicante.)
INÉS:
¡Por lo que más quieras, señor! ¡Pídenos el alma y la vida, pero juntos! ¡Por la memoria de la reina santa! (Va a arrodillarse. PEDRO la detiene.)
PEDRO:
¡Eso no! ¡No te quiero humillada delante de nadie! ¡De pie, conmigo!
INÉS:
¡Pedro querido…! (Se abrazan de la cintura.)
REY:
Así prefiero al enemigo: de frente. Hasta hoy sólo te tuve lástima y cariño, pobre Inés. Dude ahora no esperes ni cuartel ni perdón. ¡Que te proteja Dios! (Sale. INÉS intenta seguirle.)
INÉS:
¡Señor!… ¡Mi señor…!
PEDRO:
Quieta. No te has acobardado delante de él, ¿verdad?
INÉS:
Te lo juro. Ni delante de él ni delante de la infanta.
PEDRO:
¿También ella estuvo aquí?
INÉS:
También. Pero con los dos seguí tus palabras al pie de la letra: luchar como un hombre, sin un temblor, sin una lágrima. Así he resistido una hora interminable, sintiendo a cada minuto que iba a caer, y llamándote a gritos desde dentro.
PEDRO:
Te han hecho sufrir, y yo lejos.
INÉS:
No importa: ya pasó. En cambio ahora…, ¡qué momento maravilloso!
PEDRO:
Pero ¿qué tienes? ¡Si estás tiritando de pies a cabeza!
INÉS:
¿No lo comprendes? Después de resistir firme como un hombre, ¡qué alegría volver a sentirme débil! ¡Y volver a tener este miedo pequeño! Y saber que los brazos me sobran cuando no estás tú… Y poder llorar otra vez como mujer feliz… ¡feliz! (Regresan con su queja larga las trompas de la cacería.)
TELÓN.