Capítulo 17
Llegó el lunes, y Ágata y Gabriel seguían sin haber hablado del tema. La fiesta en casa de Michael acabó muy tarde, y el domingo se levantaron más tarde de las diez y se quedaron todo el día en casa sin hacer nada. Él pasó casi toda la tarde con el ordenador, fingiendo trabajar, y ella intentó leer el último libro que se había comprado. Era como si los dos hubieran decidido que, de momento, era mejor dejar esa conversación.
Ágata se alegró de volver al trabajo. Al menos allí, al estar tan ocupada, no pensaba tanto en su relación con Gabriel. Se sentó a su escritorio y, al encender el ordenador, se encontró con un e-mail de Steve; en él le pedía si podía mandarle los artículos que les habían robado y las fechas en que se publicaron en The Scope. También le decía que creía haber averiguado algo, y que se lo contaría el miércoles cuando se vieran. A Ágata no le fue difícil dar con todos los artículos y respondió al e-mail en seguida. Llegó la hora de comer, y Jack y Amanda fueron a buscarla. Esos almuerzos se habían convertido en uno de los mejores momentos del día, y si al final tenía que irse a Barcelona, Ágata iba a echarlos mucho de menos. Fueron a una cafetería que quedaba muy cerca de la revista.
—Dime, Amanda, ¿echas de menos a Sam? —preguntó Jack—. ¿Cuándo regresa de Escocia?
—Esta semana, y no, no le echo de menos. —Amanda se rió—. Bueno, un poco sí. La verdad es que estoy harta de ver a Clive merodeando por aquí.
—¿Clive está aquí? —preguntó Ágata, preocupada al pensar en lo incómodo que éste hacía sentir a Gabriel.
—Sí, llegó el miércoles pasado. Me extraña que no haya ido a husmear por vuestra sección. —Amanda dio un sorbo a su café—. Se pasea por los despachos de arriba como si ya fueran suyos. Me pone los pelos de punta.
—Me pregunto qué demonios estará haciendo. —Jack fue a pagar—. No sé por qué no se queda en Nueva York y nos deja en paz para siempre.
—Ojalá —añadió Ágata, pensando que quizá por eso Gabriel había estado tan raro los últimos días.
—Bueno, por suerte Sam regresa ya esta semana, y entonces nos libraremos de él. —Amanda se levantó—. Tenemos que irnos. No quiero que ese impresentable tenga motivos para reñirme.
—Claro. Vamos.
Los tres salieron del local y empezaron a caminar hacia la revista. Amanda y Jack iban un paso por delante de Ágata, que para variar iba pensando en sus cosas. No podía quitarse de la cabeza la sensación de que algo no iba bien. Estaba nerviosa por lo del reportaje sobre el padre de Gabriel, y cada vez la angustiaba más haberle mentido sobre su encuentro con Steve. Lo mejor sería contárselo todo. Ágata no vio que el semáforo estaba rojo, ni tampoco la moto que salió de la esquina. Sólo sintió el golpe y oyó cómo Amanda gritaba. Luego nada.
—¡Ágata! —Amanda estaba arrodillada a su lado, junto con un montón de gente. Entre ellos estaba el motorista, que se había quedado pálido del susto y no dejaba de disculparse—. No te muevas.
—¿Qué ha pasado? —preguntó ella aturdida. Estaba tumbada en el suelo, en mitad de la calle. Le dolía la espalda, la cabeza y no podía mover la mano derecha.
—Has cruzado en rojo y sin mirar —respondió Amanda angustiada—; el motorista no ha tenido tiempo de frenar. Por suerte, ha logrado esquivarte en el último momento, pero te ha tirado al suelo. ¿Cómo te encuentras?
—Creo que me he roto la mano derecha —contestó Ágata—. Y me duelen mucho la cabeza y la espalda.
—Tranquila. Ya viene la ambulancia, y Jack ha salido corriendo a buscar a Gabriel. —Amanda le cogía la otra mano—. No te preocupes. Suerte que no era un coche, o una moto más grande, no sé qué habría pasado entonces.
Ágata cerró los ojos. Ella tampoco lo sabía, y no quería ni imaginárselo. Estaba allí, muerta de miedo, tumbada en medio de una calle de Londres, y en lo único en lo que podía pensar era en que tenía que decirle a Gabriel que lo quería.
La ambulancia no tardó en llegar y Amanda subió con ella para acompañarla al hospital. Ágata tuvo una extraña sensación de dejà vu; era la segunda vez en menos de un año que iba al hospital. A ver si esta vez tenía más suerte con la enfermera.
Gabriel estaba en su despacho, repasando por enésima vez el artículo que había escrito sobre las mafias asiáticas. Sabía que en principio no se iba a publicar, sólo lo había escrito para tener cubiertas las espaldas en caso de que volvieran a robarles material. Pero tenía que estar perfecto. En ese momento entró Clive.
—Vaya, Gabriel, veo que estás trabajando —comentó sarcástico.
—Sí, es una lástima que yo no pueda decir lo mismo de ti —respondió Gabriel sin apartar la vista de la pantalla.
Clive se rió.
—Siempre me ha gustado tu flema británica, y me encantaría discutir contigo, pero estoy buscando a Amanda. ¿Se puede saber dónde se ha metido? El día que yo me encargue de todo esto, se acabarán los almuerzos de más de una hora.
Gabriel ya no escuchó el último comentario. Era muy raro que Amanda se retrasara, ella nunca era impuntual, y menos aún sabiendo que la víbora de Clive estaba en la oficina. Descolgó el teléfono y marcó la extensión de Ágata. Nada, tampoco contestó. Aquello no le gustaba nada; seguro que había pasado algo. Iba a llamar a Jack cuando éste entró corriendo en su despacho.
—¡Gab! —Jack apartó a Clive de la puerta—. No te asustes, pero Ágata ha tenido un accidente.
Al oír la palabra accidente y Ágata en la misma frase, Gabriel sintió cómo le daba un vuelco el corazón, y se levantó de golpe para ponerse la americana.
—¿Qué ha pasado? —preguntó nervioso, sin importarle que Clive presenciara toda la escena—. ¿Dónde está?
—Se la han llevado al hospital del centro —respondió Jack, y al ver que Gabriel palidecía y empezaba a temblar, añadió—: La ha atropellado una moto. Tranquilo, no es muy grave, creo que sólo se ha roto una mano, y Amanda está con ella.
—Tengo que verla. —Gabriel sabía que no se tranquilizaría hasta que viera con sus propios ojos que Ágata estaba bien. Salió disparado de su despacho sin despedirse y sin apagar el ordenador.
Jack salió tras él y lo acompañó hasta la calle.
—Gabriel, tienes que calmarte —le sugirió Jack—. Te juro que no es nada grave.
—Ya me calmaré cuando la vea —respondió el otro ignorando su sugerencia—. ¿Te importa vigilar esto hasta que Amanda regrese?
—Claro que no. Vete tranquilo.
Gabriel subió a un taxi, y le dijo al conductor que si llegaba al hospital en menos de cinco minutos le pagaría el doble de lo que marcara el taxímetro.
Mientras Gabriel y Jack se despedían, Clive se quedó solo en el despacho de Gabriel.
—Gab, no puedo creer que me lo pongas tan fácil —dijo Clive para sí mismo mirando la pantalla del ordenador en la que aún estaba el artículo—. Así no tiene tanta emoción.
Clive hizo una copia con el pen que llevaba en el bolsillo, e incluso tuvo tiempo de mandar el artículo a su e-mail personal antes de que Jack regresara.
Llevaba años buscando el modo de vengarse de Gab, del maravilloso Gabriel Trevelyan y de todos sus principios. Cuando se conocieron en la universidad se hicieron amigos, no íntimos pero sí amigos. Luego, con el paso del tiempo se distanciaron. Clive estudiaba periodismo por tradición familiar y porque así tenía el futuro asegurado, pero estaba más interesado en las fiestas que en aprender nada, mientras que Gabriel sólo iba a clase y a la biblioteca. Siempre que coincidían, Clive tenía la sensación de que Gabriel quería humillarlo, y la verdad era que Gabriel había dejado claro que despreciaba el tipo de vida que él llevaba. El santo de Gabriel Trevelyan. El día que Clive coincidió con Rupert Trevelyan en una fiesta organizada por una de las revistas de su familia y vio lo borracho que estaba, creyó que Dios le estaba haciendo un regalo. No pudo resistirse a tomar unas fotos del hombre en ese pésimo estado, e incluso charló un rato con él sobre las miserias de su ex esposa. Fue genial. Al fin tenía algo que utilizar contra Gabriel, pero decidió guardarse esas fotos para un momento apoteósico; no tenía ningún mérito destrozar la reputación de un borracho, y su hijo aún no era lo bastante importante como para interesarle a nadie.
Cinco años atrás, Gabriel descubrió que Clive había estado robando dinero de una de las revistas del grupo de la familia Abbot, y cuando fue a ver a Clive para decirle que iba a contárselo todo a Sam, las fotos fueron lo único que lo salvaron. Por otra parte, contemplar la cara de Gabriel al verlas no tuvo precio. Fue uno de los mejores momentos de su vida. Se le desencajó la mandíbula y le brillaron los ojos. Había sido casi como tener un orgasmo. Entonces, Clive le propuso un trato a Gabriel, su silencio a cambio de no publicar nunca las fotografías. Primero, Gabriel se negó a aceptar, quería los negativos, pero Clive le dijo que no, que eran su seguro para saber que él nunca contaría nada. Al final Gabriel aceptó; su padre había muerto, y su reputación, aunque bastante dañada, se había recuperado un poco. Además él mismo no podría soportar volver a revivir todos aquellos comentarios sobre «el problema» de su padre con el alcohol. Así que, tras una acalorada discusión en una fiesta, ambos se pusieron de acuerdo.
Pero lo malo era que a Clive eso no le bastaba. Odiaba que su tío Sam defendiera siempre a Gabriel, y no podía soportar que todo el mundo lo halagara como periodista y como editor, mientras que a él nadie se lo tomaba jamás en serio. Por suerte, unos meses atrás se le ocurrió una idea genial; el mejor modo de hundir a Gabriel era cerrar The Whiteboard. El robo de los artículos fue más fácil de lo que él pensaba. La revista era una casa de locos, y todo el mundo tenía mucha confianza en los demás, por lo que hacerse con los archivos fue como robarle un caramelo a un niño de dos años. Y como en The Scope trabajaba una editora con la que él había tenido una relación, no le fue difícil convencerla a cambio del incentivo adecuado. Su plan empezaba a ir bien cuando, para variar, san Gabriel acudió al rescate con unos artículos alternativos que empezaban a llamar la atención de la crítica. Hacerse con esos artículos estaba siendo muy difícil, nadie sabía de dónde salían, pero ahora el mismísimo Gabriel se lo había servido en bandeja de plata. Sí, Dios debía de tener un extraño sentido del humor.
Gabriel llegó al hospital y se encontró a Amanda en la sala de espera.
—Amanda, ¿dónde está Ágata?
—Le están enyesando la mano y poniendo unos puntos en la ceja. No creo que tarden.
—¿De verdad está bien? —preguntó nervioso.
—Sí, de verdad. Tiene la muñeca rota, y un fuerte golpe en la espalda y la cabeza. El corte en la ceja no es muy grave. —Al ver que él no se tranquilizaba, añadió—: Tendrá que estar un par de días en casa, pero ya verás como se pondrá bien.
—¿Seguro? —Él no reconocía su propia voz.
—Seguro —respondió ella cogiéndole la mano.
En ese momento, apareció un doctor.
—¿Son ustedes familiares de la señorita Ágata Martí? —preguntó serio.
—Yo soy su novio. —Era la primera vez que reconocía en público que él y Ágata eran mucho más que amigos, y si Amanda se sorprendió lo disimuló a la perfección.
—La señorita Martí está bien. No se preocupe. Tiene una muñeca rota y un fuerte golpe en la espalda y en la cabeza, pero con unos días de reposo estará como nueva. Asegúrese de que se tome estos medicamentos, y en un par de semanas vuelvan para que le quitemos los puntos. —El médico le entregó una receta y se fue.
Pasados unos segundos, apareció una enfermera empujando una silla de ruedas con Ágata sentada en ella. Parecía asustada, y tenía los ojos hinchados de haber llorado. Él corrió a su lado.
—Ágata. —Se agachó y la besó con suavidad—. ¿Estás bien?
—Sí —respondió ella intentando controlar el temblor del labio inferior—. Lo siento. Iba despistada. Ya sabes, típico de mí. —Cogió la mano de él.
—Sí, ya sé que sueles soñar despierta. —Él se frotó la cara con la mano libre—. Dios, Ágata, casi me muero del susto. —Se volvió a agachar para darle otro beso—. Si te hubiera pasado algo, yo... —No pudo continuar y volvió a besarla.
—Creo que puedo levantarme —susurró Ágata—. Deberías llevarme a casa. Me tumbaré en el sofá y esperaré a que regreses de la revista. —Ágata daba por hecho que él la dejaría en casa y regresaría al trabajo.
—Claro, pero me quedaré contigo. Hoy no pienso volver, seguro que pueden apañárselas sin mí. —Al ver que ella se sonrojaba, añadió—. Tú me cuidaste cuando estuve enfermo, ya va siendo hora de que te devuelva el favor.
Amanda se despidió de los dos y, tras prometerle a Gabriel que lo llamaría si pasaba algo grave, regresó a la oficina para salvar a Jack de las garras de Clive. En todo el camino no pudo dejar de pensar en lo contenta que estaba de que Gabriel hubiera reconocido por fin que estaba enamorado de Ágata.
Gabriel instaló a Ágata en el sofá y, a pesar de que ella insistió en que estaba bien, él no le dejó mover ni un dedo. Se fue a la cocina y le preparó un té. Su abuela lo había convencido de que el té servía para casi todo, así que seguro que tomárselo la reconfortaría. Cuando estuvo listo, se sentó a su lado y le sirvió una taza.
—Ágata, cariño. Cuéntame qué ha pasado —le pidió mientras le acariciaba el pelo.
Ella cerró los ojos un instante.
—Me has llamado cariño.
Él le acarició la mejilla con ternura y ella apoyó la cara en su mano.
—Sí, ¿te gusta? —Él seguía acariciándola.
—Me gusta. Pero creo que prefiero que me llames princesa.
Gabriel sonrió al acordarse de que, cuando hacían el amor, solía llamarla de ese modo.
—Bueno, ¿vas a contarme cómo has dejado que te atropellara una moto, princesa? —Se apartó de ella y la miró serio—. Cuando Jack ha entrado en mi despacho y me ha dicho que habías tenido un accidente, casi me muero. —Sólo de pensar otra vez en ese instante, volvió a sentir la misma horrible sensación, y para asegurarse de que ella estaba bien y entre sus brazos, le dio un beso. Ese beso fue convirtiéndose en algo más, hasta que, sin querer, la abrazó demasiado fuerte y Ágata gimió de dolor.
—Lo siento. —Gabriel se apartó de ella de golpe—. No sé en qué estaba pensando. ¿Te he hecho daño?
—Si me das otro beso, te perdono.
Él la besó con dulzura.
—¿A esto le llamas beso? —preguntó ella recostada en el sofá.
—Ágata, te han atropellado, llevas una muñeca escayolada, cuatro puntos en la ceja y tienes la espalda amoratada, no creo que soportar a un animal en celo sea lo que más te convenga.
—Tú siempre me convienes. Ven aquí y dame un beso de verdad. —Ella le rodeó el cuello con el brazo que no tenía herido.
—Está bien, pero sólo porque no sé decirte que no.
Gabriel se acercó a ella y la besó. Primero le cubrió los labios con los suyos, despacio, y luego, poco a poco, fue besándola con más fuerza. Le cogió la cara con las manos y saboreó el interior de su boca como si quisiera fundirse con ella. Cuando se separó, Ágata lo miró a los ojos.
—Gabriel, te quiero. —Ella sintió cómo a él le temblaban las manos—. Ya sé que aún tenemos muchas cosas de que hablar, pero quiero que sepas que te quiero. —Y lo besó antes de que él pudiera reaccionar.
Gabriel no sabía qué hacer. Ágata lo quería. El único amor que él había tenido en su vida era el de su abuela, porque Nana solía decirle que su padre también lo quería, pero él nunca se lo había creído. Ninguna mujer lo había querido jamás, y tenía que reconocer que era una sensación maravillosa.
—Ágata, yo... —Se apartó un poco—. Yo... —Le dio otro beso—. Yo no sé qué decir.
Ella vio que estaba nervioso.
—Tranquilo. —Le acarició el pelo—. Lo entiendo.
—No. —Gabriel esbozó una sonrisa—. No creo que lo entiendas. —Cerró los ojos un instante y, cuando los abrió, había en ellos un brillo especial—. Yo nunca había sentido por nadie lo que siento por ti. Contigo yo soy feliz.
Ella sabía que para él eso significaba mucho, y le dio un nuevo beso.
—Creo que las pastillas están haciendo efecto. —Ágata se esforzaba por mantener los ojos abiertos—. Debería acostarme.
Gabriel la ayudó a levantarse y la acompañó a la habitación. Se quedó con ella hasta que se durmió, y luego fue incapaz de irse de allí. Se tumbó a su lado y la abrazó. Ágata le quería, por increíble e imposible que pareciera, Ágata le quería. Y aunque el accidente de moto había sido una tontería, había servido para que Gabriel viera con total claridad que no podía vivir sin ella. Decidió que había llegado el momento de arriesgarse. Ágata le quería, y se merecía que también él le confesara que estaba loco por ella, que no iba a dejarla marchar y que la quería con toda su alma. Cuando se recuperara, la llevaría a pasar unos días a Bath. Sabía que era un sitio que le gustaba mucho, y allí se lo diría. ¿Quién habría dicho que en el fondo era un romántico?