Capítulo 14
Al sonar el despertador, Ágata fue la primera en despertarse, abrió los ojos y tras comprobar que Gabriel seguía dormido, se levantó y se fue a la ducha. Luego preparó su bolsa para ir a casa de los Abbot. Estaba un poco nerviosa. Aparte de Nana, ellos eran lo más parecido a una familia para Gabriel, así que no quería causar mala impresión. Mientras escogía la ropa se le ocurrió que quizá Sam y su esposa supieran algo sobre la muerte del padre de Biel; tendría que encontrar el modo de hablar con ellos. Ya vestida, preparó el desayuno y fue a comprobar si él se había despertado.
—Gabriel, ¿estás despierto?
Vio que la cama estaba vacía y oyó correr el agua. Se estaba duchando. Por un instante, estuvo tentada de interrumpir su ducha igual que él había hecho el día anterior, pero descartó la idea. Quería que Gabriel confiara en ella, y el sexo, aunque era fantástico, sólo servía para que él ejerciera un control más fuerte sobre sus emociones. Tenía que encontrar el modo de que bajara la guardia y, la próxima vez que hicieran el amor, el señor Trevelyan no sería capaz de controlar nada. Ya se encargaría ella de eso.
Gabriel apareció en la cocina perfectamente duchado y con una bolsa de viaje en la mano. Vio que Ágata estaba desayunando tostadas y leyendo un libro. Se la veía feliz, y a él le dio un vuelco el corazón.
—¿Qué estás leyendo?
Ágata acabó de masticar el bocado que aún tenía en la boca.
—El conde de Montecristo. ¿Lo has leído?
—No. Pero he visto la película.
—La película no está mal, pero el libro es genial. Yo lo he leído muchas veces, es uno de mis preferidos. Siempre que viajo, lo llevo conmigo. —Señaló el libro que ahora estaba encima de la mesa—. Me lo regaló mi abuelo.
Entonces Gabriel se dio cuenta de lo vieja que era la edición y de lo gastado que se veía el libro. Recordó que el abuelo de Guillermo y Ágata era un señor serio y reservado, pero que quería a sus nietos con locura.
—¿Tu abuelo?
—Sí. Supongo que heredé de él la pasión por los libros. Murió hace seis años. —Ágata cambió de tema—. En fin, ¿a qué hora tenemos que irnos?
—No hay prisa. Hemos de estar allí a la hora de comer. —Se acercó a la mesa y cogió la novela—. ¿Me lo dejarás? —Antes de que ella pudiera contestar, él bajó la cabeza y le dio un beso.
—Claro —respondió Ágata.
—¿Sabes una cosa? —dijo él mientras le colocaba un mechón de pelo detrás de la oreja—. Aún tengo Charlie y la fábrica de chocolate. Siempre lo he llevado conmigo; en la universidad, en mis trabajos. Ahora está guardado en el primer cajón de mi escritorio.
Ella se sonrojó al acordarse del día en que le regaló ese libro, y lo miró sorprendida. No esperaba que él lo hubiera guardado todos esos años. No sabía qué decir, así que optó por una salida fácil:
—Yo ya estoy lista. Cuando quieras podemos irnos.
Gabriel la miró, y vio en ella una determinación que no había visto antes. Algo estaba tramando, pero si Ágata no se lo contaba, él, de momento, no iba a preguntárselo.
—Pues vamos.
En el coche, a él se le veía pensativo; conducía sin decir nada, no podía dejar de dar vueltas a cómo le estaba cambiando la vida.
—No pienses tanto —dijo Ágata sin dejar de mirar el paisaje.
—No estoy pensando —contestó él enfurruñado.
—Sí lo haces; puedo oír tus pensamientos desde aquí. —Entonces ella se volvió y lo miró—. Si sigues así, se te arrugará la frente. —Le acarició el entrecejo con suavidad.
—Está bien —reconoció él—, estaba pensando.
—¿En qué? —le preguntó ella, dejando de acariciarle.
—¿En qué?, ¿cómo «en qué»?
Ella no contestó.
—Pues en «lo nuestro» —prosiguió él malhumorado.
—¿Lo nuestro? —Ágata sonrió—. ¿Te han dicho alguna vez que te preocupas demasiado?
—Constantemente.
—Pues deberías dejar de hacerlo. —Volvió a acariciarlo, esta vez en la nuca.
—Ya. —Le costaba pensar con ella tocándolo—. Me preocupa que acabe haciéndote daño. No me lo perdonaría.
—No vas a hacérmelo. —Notó cómo se le tensaban los músculos del cuello—. Tranquilo, ya soy mayorcita y sé dónde me estoy metiendo. —Seguía acariciándole y él fue relajando la respiración.
—Me alegro de que al menos uno de los dos sepa lo que está haciendo. —Soltó el aliento—. Mira, estamos llegando, es esa casa.
La vivienda de fin de semana de la familia Abbot era preciosa. Se trataba de una granja antigua que Silvia, la mujer de Sam, había restaurado. Estaba en medio de una enorme pradera verde, y en una esquina se veían unas vacas y unas ovejas acompañadas por dos grandes perros. Aparcaron el coche, y en el mismo instante en que Gabriel detuvo el motor, por la puerta salieron corriendo dos niñas de unos siete y nueve años.
—¡Gab! —gritó la más pequeña al mismo tiempo que se le colgaba del cuello—. Hacía mucho que no venías.
—Tu padre es muy malo y me tiene todo el día trabajando —contestó Gabriel sonriendo y besando a la pequeña en las mejillas.
—Tú sabes que eso no es verdad —dijo Silvia descolgando a Natalie del cuello de Gabriel para poder darle ella también dos besos—. Me alegro de verte. —Le peinó cariñosamente el pelo—. ¿Vas a presentarme a Ágata?
—Mamá —dijo Alicia, la mayor de las hijas de Sam—, no entiendo lo que decía papá de la cara de idiota de Gab. Yo lo veo igual que siempre.
Gabriel se sonrojó, y para intentar ocultar un poco la vergüenza que sentía, se agachó delante de Alicia.
—¿No vas a darme un beso? —le preguntó a la causante de que todos lo llamaran «Gab».
—Claro. —La niña lo besó cariñosamente—. ¿Te vas a quedar a dormir?
—Si a tu madre le parece bien. —La despeinó un poco.
—A su madre le parece bien —contestó Silvia.
—¿Podremos jugar a los piratas? —preguntó Alicia, ansiosa.
—Por supuesto.
La niña, satisfecha con la respuesta, cogió a su hermana pequeña del brazo y echó a correr hacia el cobertizo que hacía las veces de barco pirata. Ágata había observado toda la escena fascinada. Le encantaba ver esa faceta dulce y cariñosa de Gabriel, le daba esperanzas. Si era capaz de ser tan afable con unas niñas pequeñas, tal vez lograría que confiara en el amor.
—Ágata —Gabriel le acarició el brazo—, me gustaría presentarte a Silvia, la mujer más valiente del mundo, la esposa de Sam.
—Gab, no digas tonterías —lo riñó cariñosa—. Estoy encantada de conocerte, Ágata.
—Lo mismo digo. Tienes unas hijas maravillosas.
—No te dejes engañar, son malísimas —dijo sonriendo—, aunque creo que gran parte de culpa la tiene Gabriel. Cuando eran más pequeñas, él solía pasar mucho tiempo aquí. —Silvia se calló y recordó cómo se había quedado Gabriel después de la muerte de su padre, y cómo Sam lo había obligado a vivir con ellos durante un tiempo. Se pasaba los días casi sin hablar, y las noches al lado de la cuna de Alicia, como si viéndola dormir pudiera combatir la pena que lo abrumaba—. En fin, podrás verlo por ti misma esta noche, cuando los piratas nos ataquen. —Ante la mirada perpleja de ambos añadió—. Vamos, voy a enseñarte vuestro cuarto.
—¿Nuestro cuarto? —preguntó Gabriel tropezando con la bolsa que había sacado del maletero. Ágata no sabía dónde mirar.
—Gabriel Trevelyan, ¿vas a insultar mi inteligencia diciendo que quieres cuartos separados? —dijo Silvia desafiante.
Gabriel no contestó, pero Ágata sí lo hizo.
—No creo que Biel sea capaz de articular una palabra, pero yo sí. Tienes razón, Silvia, una habitación es todo lo que necesitamos. Bueno, no todo, pero basta para empezar.
—¿Biel? —repitió Silvia, curiosa—. Me gusta, y también me gustas tú, Ágata. Ya era hora de que Gab recordara que tiene corazón. Es por aquí.
Gabriel continuó mudo, pero cogió la bolsa y siguió a Silvia hacia el interior de la granja.
—Esta habitación es la que solía ocupar Gab cuando pasaba largas temporadas con nosotros. El año pasado decidí redecorarla, espero que estéis cómodos. Podéis utilizar el baño del pasillo.
—Es perfecta, Silvia, gracias —contestó Ágata mirando las vistas desde la ventana—. Me encanta este lugar.
La mujer sonrió.
—Os dejo para que os instaléis —dijo. A continuación abrazó a Gabriel y le susurró de modo que Ágata no pudiera oírlo—: Cuando recuperes la voz, me gustaría que me contaras cómo has logrado que una chica así se enamorara de ti.
—No tengo ni idea —respondió él devolviéndole el abrazo.
—Os espero en la cocina —se despidió Silvia al salir de la habitación—. Supongo que Sam ya habrá regresado de correr, y que las niñas estarán ansiosas por jugar contigo.
Ágata y Gabriel se quedaron solos. Ella seguía mirando por la ventana, le fascinaba el paisaje, parecía una escena de Orgullo y Prejuicio. Gabriel abrió la bolsa y empezó a guardar la ropa en los cajones de la cómoda, como si fuese algo que hubiera hecho miles de veces.
—Es precioso —musitó Ágata.
Gabriel seguía ordenando la ropa.
—¿Estuviste mucho tiempo aquí?
—Bastante —respondió él escueto sin dejar de hacer lo que hacía.
—¿Cuándo? —Ágata insistió sin darse la vuelta, deseando con todas sus fuerzas que Gabriel confiara en ella.
Él dejó de moverse por la habitación, se sentó en la cama y se pasó nervioso las manos por el pelo.
—Cuando murió mi padre. —Tomó aliento—. Creí que me iba a volver loco. De no haber sido por Sam y Silvia, no sé si Nana hubiera podido consolarme. ¿Sabes qué fue lo peor de todo?
Ágata se dio la vuelta y se sentó a su lado en la cama.
—¿Qué? —Ella entrelazó sus dedos con los de él.
Gabriel cerró los ojos y bajó la cabeza.
—Saber que yo no había sido suficiente.
Ágata no dijo nada y esperó a que él decidiera o no continuar.
—Cuando mi madre se fue, mi padre empezó a beber. El cáncer fue únicamente el último golpe. Durante años, él se había encargado de acabar por sí solo con su hígado y con parte de sus pulmones. —Respiró hondo—. Nunca logré convencerle de que dejara de beber. —Cerró los ojos—. Igual que nunca logré convencer a mi «queridísima» madre de que aceptara verlo. —Levantó la cabeza—. No sé por qué te estoy contando esto. Al parecer, tengo tendencia a decirte cosas que nunca le he dicho a nadie antes. —Le soltó la mano y se puso de pie.
—Yo tampoco lo sé, pero me gusta que sea así —replicó Ágata acercándose a él. No tenía intención de permitir que se arrepintiera de haber compartido esos sentimientos con ella, así que le acarició suavemente la mejilla—. ¿Vamos a buscar a Silvia y a las niñas? Estoy impaciente por ver qué es eso de jugar a los piratas.
Ágata iba a abrir la puerta de la habitación cuando Gabriel le puso una mano en el hombro y la obligó a darse media vuelta. Unos escasos centímetros los separaban y él buscó sus labios con suavidad. Fue un beso dulce, lento. Mientras, con las manos le acariciaba la cara, como si quisiera grabarse en el tacto de sus dedos la forma de sus facciones. Gabriel no sabía muy bien qué le estaba pasando, pero sí sabía que necesitaba recordar su sabor, recordar que aún era capaz de sentir y, al parecer, sólo Ágata hacía posible ese milagro. Ella le acariciaba la espalda, parecía entender lo que estaba pasando, y con sus labios y su cariño quería que él se sintiera tranquilo, feliz. Los dos se abrazaron con fuerza, sus lenguas no dejaban de acariciarse, sus corazones latían acelerados al unísono; Gabriel deslizó una mano por debajo del jersey de ella para sentir su piel. Entonces, poco a poco, fue bajando la intensidad del beso y, con los ojos aún cerrados, apoyó su frente contra la de Ágata. Se apartó unos centímetros de ella y le colocó detrás de la oreja un mechón de pelo.
—Vamos, te enseñaré a jugar a los piratas.
—Sam, si cuentas otra vez lo de esa fiesta, juro que dormirás solo lo que te queda de vida —lo riñó Silvia sonriendo—. No puedo creer que me convencieras de hacer esas locuras.
—Eh, no todo es culpa mía —respondió él entre carcajadas—. No soy yo el que se apuntó a clases de danza del vientre.
—No pienso dignificar ese comentario con una respuesta. —Silvia se levantó sonrojada de la silla—. Ágata, ¿quieres que te enseñe los artículos que Gab escribió en la universidad, mientras los «chicos» recogen la mesa y friegan los platos?
—Me encantaría —respondió ella aún riendo—. ¿Ya se han ido a dormir las niñas?
—Sí, hace un rato. Sam, Gabriel, espero tener todos los platos y las copas limpias y enteras en unos veinte minutos. Nosotras os esperamos sentadas delante de la chimenea. —Se dirigió a Ágata—. ¿Vamos?
—Sí, claro.
Se levantó y siguió a Silvia hasta una habitación que hacía las veces de biblioteca y despacho y en la que había una chimenea con el fuego encendido. Silvia se dirigió a un escritorio y de un cajón sacó una carpeta azul, se sentó en un sofá y le indicó a Ágata que se sentara a su lado.
—Siempre he guardado los artículos de Gab.
—¿Seguro que no quieres que vaya yo a fregar los platos y así Sam y tú estáis un momento tranquilos a solas? —preguntó Ágata un poco incómoda por haber dejado a su anfitrión atrapado en la cocina.
—Vaya tontería. A Sam le encanta fregar platos, y así podrá interrogar a Gab sobre ti. Vamos, siéntate. Aparte de los artículos también tengo algunas fotos que quiero enseñarte.
Ágata no pudo resistir la tentación y se acomodó al lado de Silvia.
—¿Desde cuándo conoces a Gab?
—Desde que murió su padre, hace ya nueve años. Me acuerdo porque Alicia acababa de nacer, y a Gab le encantaba quedarse en su habitación, mirándola mientras dormía. —Rebuscaba entre los papeles de la carpeta—. Mira, este artículo es el primero que Sam descubrió.
Ágata empezó a leerlo; era fascinante la fuerza y la rabia que se desprendía de cada línea. Oyó cómo Silvia se levantaba y cogía una fotografía que había encima de una mesita.
—Esta fotografía es de ese invierno. —Se la acercó a Ágata—. Siempre ha sido una de mis favoritas. Sam quería que la incluyera en una de mis exposiciones, pero siempre me he negado. Es demasiado íntima, demasiado mía.
—Lo entiendo —susurró Ágata ensimismada mirando la foto. En ella, Gabriel estaba sentado en un sofá, con Alicia en los brazos. Los dos estaban dormidos y por la ventana de la habitación entraba una luz mágica que hacía que los dos parecieran igual de inocentes, igual de necesitados de protección.
—Recuerdo ese día —explicó Silvia—. Yo volvía de fotografiar unos terneros recién nacidos y cuando entré en la habitación y los vi no pude resistir la tentación. Se los veía tan dulces, tan tranquilos. Creo que era la primera vez que Gab dormía en dos semanas.
Ágata notó cómo los ojos se le llenaban de lágrimas, y para relajar un poco el ambiente decidió cambiar de tema.
—¿Eres fotógrafa?
—Sí, bueno, lo intento. —Silvia la cogió de la mano—. No te preocupes por llorar, él no ha sido capaz de hacerlo, así que está bien que alguien que le quiera llore por él.
—Ya —susurró Ágata frotándose los ojos con los puños del jersey—. La verdad es que aún no sé qué va a pasar con nosotros.
—Nadie lo sabe —contestó Silvia—. ¿Quieres que te enseñe las fotografías que tomé de las niñas el año pasado por Halloween? Con una de ellas gané un concurso.
—Me encantaría —respondió Ágata sonriendo de nuevo—. A ver si así dejo de hacer el ridículo durante un rato.
Mientras, en la cocina, Sam estaba haciendo lo que Silvia había anunciado; es decir, estaba interrogando a Gabriel.
—Bueno, ¿cómo van las cosas? —Era un primer intento de acercamiento sutil y ambiguo.
—Bien, como siempre —respondió Gabriel mientras fregaba una de las bandejas.
—¿Como siempre? —Sam le guiñó un ojo—. Yo no recuerdo haberte visto nunca sonreír más de dos veces seguidas en la misma noche. Hasta hoy.
—Ya.
—¿Cómo que ya? —Sam optó por abandonar la sutileza—. Hace diez años que te conozco, y es la primera vez que te veo feliz. ¿Crees que te voy a dejar escapar sin que me cuentes todos los detalles? Ni loco. Si lo hago, Silvia me mata. Vamos, compadécete de mí y cuéntamelo.
—Pues —Gabriel carraspeó—, no sé. —Se sonrojó—. Primero pensé que sólo me sentía atraído por ella, que la deseaba.
—Para, para. —Sam levantó la mano con la que enjuagaba los platos—. Piensa que tengo el corazón de un hombre de cincuenta y siete años.
Gabriel continuó como si no lo hubiera oído.
—Pero por desgracia es peor.
—¿Peor? —preguntó Sam sorprendido.
—Mucho peor. —Gabriel fregaba los platos completamente concentrado—. No dejo de pensar en ella. No puedo dejar de pensar en ella.
—Eso no es malo. —Sam le puso una mano sobre el hombro—. Se llama amor, y cuando te acostumbras está bastante bien.
Gabriel cerró el grifo y colocó el último plato en el escurridor.
—Es que me da miedo acostumbrarme.
—¿Miedo? ¿A qué tienes miedo? —Sam intuía la respuesta, pero quería oírselo decir a Gabriel.
Este se dirigió a la puerta de la cocina y colgó el delantal.
—Tengo miedo de convertirme en mi padre —contestó sin atreverse a mirar a Sam a la cara.
Él le puso la mano en el antebrazo para poder decirle lo que pensaba de semejante estupidez, antes de ir a reunirse con Silvia y con Ágata.
—Gabriel, tú no eres tu padre, nunca lo has sido y nunca lo serás, y Ágata no es tu madre. —Buscó su mirada—. Tú nunca elegirías el camino que tomó Rupert cuando Gloria os abandonó. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo. ¿Vamos a ver qué están tramando esas dos?
—Vamos —convino Sam, pero estaba convencido de que Gabriel no había escuchado ni una palabra de todo lo que le había dicho.
—En ésta están guapísimas —exclamó Ágata sonriendo.
—Siempre he dicho que se parecen a mí —contestó Sam desde la puerta.
—Ya, eso quisieras —lo pinchó Gabriel, que entró el último.
—Sam, Gabriel, estoy aburriendo a Ágata con batallitas de las niñas. Cada vez me parezco más a mi madre. —Silvia le acercó otra caja de fotografías—. Si estás harta —dijo dirigiéndose a Ágata—, podemos dejarlo.
—No, en absoluto. Me encanta ver fotografías. Mi padre también nos hacía muchas cuando éramos pequeños. Bueno, la verdad es que aún lo hace; es un poco pesado, pero vale la pena.
Ágata estaba tan enfrascada con las fotos que no se dio cuenta de que Gabriel se había sentado a su lado en el sofá hasta que él empezó a hablar.
—Me acuerdo de un verano en que fuimos a la playa. Yo tendría nueve o diez años. Guillermo y yo estuvimos nadando y jugando en el mar durante horas. —Le acarició el pelo—. Tú estabas con una de tus hermanas en la arena, intentando construir un castillo, y vi cómo tu padre se ponía en cuclillas y os sacaba una foto. —Le acarició la mejilla—. Nunca la he visto, pero seguro que estás preciosa.
A Ágata le costó encontrar la voz, pero lo logró.
—Es una de mis fotos preferidas. Cuando cumplí dieciochos años mis hermanos me la regalaron en una tela y la tengo colgada en mi habitación. ¿Cómo te diste cuenta de que mi padre nos hacía esa foto?
—Porque te estaba mirando —contestó Gabriel sin dudarlo, pero al notar que se sonrojaba, decidió cambiar de tema—. Sam, ¿has leído los artículos que te he traído?
—No, y no pienso hacerlo. Hoy es sábado —miró el reloj—, y ahora mismo me voy a la cama. Mañana hablamos de ello. —Le tendió la mano a su esposa para ayudarla a levantarse del sofá—. Buenas noches, Ágata.
—Buenas noches, Sam. Silvia, gracias por todo —respondió ella sabiendo que Silvia entendería a qué se refería.
—De nada, buenas noches.
—Tú y yo también deberíamos irnos a dormir —prosiguió Ágata, dirigiéndose ahora a Gabriel—. Creo que mañana nos espera la venganza de los piratas. —Se levantó del sofá y se dirigió hacia la puerta—. ¿Vienes?
Él levantó la vista de las fotografías que aún tenía en el regazo y no dijo nada.
—¿Vienes? —volvió a preguntarle Ágata.
—Claro. —Se levantó del sofá y la cogió de la mano.
Una vez en la habitación, ninguno de los dos sabía muy bien cómo comportarse, y Ágata optó por disimular buscando el pijama y el neceser en la bolsa que aún no había deshecho. Gabriel abrió un cajón y cogió el pijama que antes había guardado.
—Voy al baño —dijo tras carraspear—, ¿o prefieres ir tú primero?
—No, gracias —contestó Ágata—. Ve tú.
Ella aprovechó que estaba sola para cambiarse y para preparar la cama.
—Ya tienes vía libre —le comunicó Gabriel cuando volvió a la habitación, ya con el pijama puesto.
—Gracias, sólo tardaré un minuto.
Él se puso las gafas y cogió un libro. Necesitaba distraerse, tenía que dejar de pensar en las ganas que tenía de hacer el amor con Ágata, ya que de ninguna manera iba a hacerlo con Sam y Silvia durmiendo a escasos metros de ellos. Tenía que relajarse, a ver si así lograba volver a respirar con normalidad y que la sangre le circulara por todo el cuerpo, y no se concentrara sólo bajo su cintura. Se tumbó en la cama e intentó meterse en la lectura. No tenía ni idea de lo que estaba leyendo. Ágata abrió la puerta y caminó en silencio hacia la cama.
—¿Quieres que deje la luz encendida o tienes suficiente con la de la mesita de noche? —le preguntó a Gabriel antes de acostarse.
—Eh, no gracias. Con la de la mesilla tengo suficiente —contestó él sin apartar la mirada del libro.
—Buenas noches, pues —dijo ella, disponiéndose a dormir.
Pero pasados unos segundos se echó a reír.
—¿De qué te ríes?
—De nada. —Seguía riéndose a carcajadas.
—¿De nada? —Gabriel sonrió—. Vamos, Ágata, cuéntamelo.
—Bueno, es que —dijo Ágata a la vez que se incorporaba en la cama— toda esta escena me ha recordado a mis padres.
—¿Escena? —preguntó él enarcando una ceja.
—Si, ya sabes, tú tan serio, leyendo, y yo preguntándote si necesitas más luz. Una escena muy doméstica. —Ágata sonrió y le pasó la mano por el pelo. Gabriel dejó el libro en la mesilla y se quitó las gafas.
—Yo nunca he visto una escena así —contestó mientras apagaba la luz.
—Ahora ya sí. Buenas noches —replicó ella, y cerró los ojos. Sabía que Gabriel no estaba cómodo con Sam, Silvia y las niñas tan cerca.
Empezaban a pesarle los párpados cuando sintió cómo él se pegaba a su espalda y la abrazaba, creyendo que ya estaba dormida. Notó su respiración en la nuca y resultó más que evidente lo excitado que estaba. La mano de Gabriel se deslizó por su espalda hasta ir a posarse con suavidad encima de su estómago; luego él se movió hasta quedar perfectamente encajado con ella. Ágata iba a darse la vuelta cuando Gabriel empezó a besarle suave y cariñosamente la nuca y el cuello. Sólo fueron un par de besos.
—Agui, mi princesa —susurró entre los besos—, tengo miedo. —Suspiró profundamente y le dio un último beso en el cuello.
Ágata esperó un instante y, al ver que él respiraba cada vez más despacio, se atrevió a mover su mano hasta colocarla encima de la suya, y cerró los ojos.
Por la mañana, Gabriel fue el primero en despertarse, y vio a Ágata aún dormida acurrucada a su lado. Le encantaba verla dormir. Intentó salir de la cama, pero cada vez que se movía, ella se pegaba aún más a él, así que optó por rendirse y quedarse tumbado disfrutando del momento. Poco a poco, Ágata se fue despertando.
—Buenos días —susurró aún medio dormida.
—Buenos días —contestó Gabriel mirándola a los ojos—. ¿Has dormido bien?
—Sí, ¿y tú?
—Sí —respondió él mientras le acariciaba la espalda—. Me gusta dormir contigo. —Bajó la cabeza y la besó.
Estaban abrazados, él le acariciaba la espalda al mismo ritmo que su lengua devoraba su labios; ella subió lentamente una pierna recorriendo la de él, para poder estar más cerca.
—¡Gab! —gritó Alicia entrando de golpe en la habitación y casi provocando un infarto a sus ocupantes—. Natalie y yo hace rato que te esperamos para jugar. ¿Por qué no te has levantado aún?
—Ya voy —contestó él dando gracias a Dios por haber estado vestido en el momento de la invasión—. Ve con Natalie y yo ahora mismo voy.
—¿De verdad? —preguntó Alicia suspicaz—. Estás raro.
—De verdad. Y no estoy raro. —Le tiró una almohada—. Vamos, vete ya, pirata. En seguida voy.
Alicia salió riéndose de la habitación y Ágata, que de la vergüenza se había escondido bajo el edredón, por fin pudo respirar tranquila.
—¿Se ha ido?
—Sí, creo que es mejor que vaya a ducharme. No se debe hacer esperar a los piratas.
—Está bien, capitán Jack.
Gabriel se duchó y vistió a la velocidad del rayo, y mientras él jugaba a la isla del tesoro, Ágata permaneció en la cocina, hablando con Sam y Silvia.
—¿Puedo preguntaros una cosa? —Ágata se dirigió a ambos y se sirvió un poco más de té. Le fascinaba que en ese país creyesen que esa bebida podía solucionarlo casi todo.
—Claro —respondió Silvia en nombre de los dos, aceptando la taza que le ofrecía—, dispara.
—¿Cómo era el padre de Gabriel?
Sam y Silvia se miraron el uno al otro como decidiendo quién iba a contestar, finalmente lo hizo Sam.
—¿Tú no lo conocías?
—No mucho —contestó Ágata y tomó un sorbo—. Gabriel pasaba mucho tiempo en mi casa, pero a sus padres sólo los vi un par de veces cuando venían a buscarlo. Creo que nunca juntos. Su padre era muy guapo, creo que Gabriel se parece mucho a él, y muy serio. Su madre era también muy guapa y siempre iba muy arreglada.
—¿Sabes por qué se divorciaron?
—No muy bien, pero me acuerdo de lo triste que estaba Gabriel. Recuerdo que vino a casa con una maleta, y que cuando mi madre lo abrazó, se echó a llorar. —Ágata se emocionó al pensar en ese día—. Guillermo, mi hermano mayor, le dio también un abrazo, y sin decir nada salieron a pasear. Siempre ha sido parco en palabras.
—Gloria dejó a Rupert por otro hombre —la interrumpió Silvia—. Según nos contó el propio Gabriel, ya hacía meses que se veían, y cuando ella se quedó embarazada, los abandonó. Rupert se derrumbó. No podía entender lo que estaba pasando, y empezó a beber.
—Al principio no bebía mucho —continuó Sam—, pero a medida que avanzaba el divorcio y que él veía que ella había formado una nueva familia, como si él y Gabriel no existieran, bebía cada vez más. Seguía viviendo en España, pero venía a Inglaterra muy a menudo. —Sam se pasó las manos por el pelo—. Yo conocí a Rupert en la universidad, y aunque no éramos amigos siempre lo admiré como periodista. Su mejor amigo era Steve Gainsborough, el director de The Scope, y creo que éste intentó ayudarlo tanto como pudo. Aunque no sirviera de mucho.
—Todo lo sabemos por Gabriel —intervino Silvia—, y por su abuela. ¿Conoces a Nana?
—Sí —respondió Ágata aturdida. No sabía cómo digerir tanta información—. ¿Y el cáncer? Mi hermano me contó que Rupert murió de cáncer.
—Es cierto, pero él se encargó de ahorrarle mucho trabajo —respondió Sam—. ¿Te he contado alguna vez como conocí a Gabriel?
—No.
—Yo trabajaba como director de contenidos para un grupo editorial al que pertenecen casi todos los periódicos locales de Inglaterra, y un día casi me da un infarto al leer un artículo publicado en uno de esos periódicos.
—Es ese artículo que leíste ayer —apuntó Silvia.
—Mi primera reacción fue despedir a quien lo había escrito, pero luego pensé que sería mucho mejor utilizar todo ese talento para mejores fines. Así que fui a buscarlo. Cuando llegué a la redacción de ese periódico, me dijeron que Gab se había ido, que su padre acababa de morir y que si quería encontrarlo, podía intentarlo en el pub de la esquina.
—¿En el pub? —Ágata estaba sorprendida. No recordaba haber visto beber a Gabriel.
—Sí. —Sam se frotó los ojos—. Cuando entré allí, vi a un chico de unos veinte años sentado a la barra, frente a una botella sin abrir y con los ojos llenos de lágrimas.
Silvia acarició la espalda de su marido para animarlo a continuar.
—Me presenté y le dije que quería contratarlo. Él no me respondió, se limitó a mirarme a los ojos y a preguntarme si conocía a Rupert Trevelyan. Le dije que sí, y entonces me dijo: «Pues cuéntame cómo era, porque lo que yo sé de él quiero olvidarlo». Le conté lo que yo recordaba de su padre de nuestra época universitaria, y poco a poco empezamos a hablar de otras cosas. Cuando el pub iba a cerrar, lo invité a venir aquí.
—Yo estaba embarazadísima —añadió Silvia— y recuerdo que cuando vi a Gabriel me entraron ganas de llorar. Ya sabes lo sensibles que están las embarazadas. Parecía tan triste y solo.
—Lo contraté —prosiguió Sam—. Al principio nos peleábamos constantemente, ya sabes lo testarudo que es, pero nos hicimos amigos.
—La verdad es que los dos lo queremos mucho —dijo Silvia—. Por eso estamos tan contentos de que te haya encontrado.
—Bueno, no sé si él me ha encontrado a mí o yo a él, pero no tengo intención de dejarlo escapar. Lo único que quiero es encontrar el modo de hacerle feliz. —Ágata se mordió nerviosa el labio—. Y para lograrlo necesito vuestra ayuda.
—Él nunca habla mucho de todo aquello —comentó Sam—, pero al parecer su madre no sólo abandonó a su padre, sino también a él. Por lo que sé, Gloria no quiso volver a saber nada de su hijo.
—¿Cómo pudo ser capaz de hacer algo así? —preguntó Silvia indignada—. Una cosa es querer divorciarte de tu marido, pero ¿no querer ver más a un hijo tuyo? ¡Es indignante!
—Además, cuando Rupert empezó a beber, no sólo arruinó su salud, sino también la reputación que tenía como periodista. Ya sabes cómo es la gente. Desde su muerte, lo que se recuerda de él es que era un borracho. Nadie se acuerda ya de lo fantásticos que eran sus artículos antes de la bebida. Gabriel lo pasó muy mal, no puedo ni imaginar lo que se debe de sentir al ver cómo tu padre se destruye por culpa de una mujer que ni siquiera se lo merece. —Sam tomó aire—. Bueno, ahora ya sabes todo lo que nosotros sabemos.
—Gracias por contármelo —respondió Ágata aún emocionada.
—Será mejor que cambiemos de tema —propuso Silvia mirando por la ventana de la cocina—. Por ahí vienen Barbanegra y sus compinches.
Ágata se bebió el té que quedaba en su taza, se levantó y salió al jardín al encuentro de su pirata favorito.
En el coche, de regreso a Londres, Gabriel no dejó de hablar en todo el rato. Ágata le preguntó por Alicia y Natalie, y él empezó a contarle todas las travesuras que les había visto hacer desde pequeñas. Le explicó en qué consistía el juego de los piratas, de qué se habían disfrazado todos los años, lo malas que eran con él. De vez en cuando, mientras hablaba, Gabriel descansaba la palma encima de la pierna de Ágata, y, en un semáforo, incluso le cogió la mano y le besó los nudillos. A Ágata le gustaba ese Gabriel dulce y relajado, un Gabriel que parecía cómodo en su piel. Aparcaron el coche y caminaron hasta el edificio del portal naranja.
—Lo he pasado muy bien —dijo Ágata subiendo la escalera—. Sam y Silvia te quieren mucho.
—Pareces sorprendida —contestó Gabriel abriendo la puerta y entrando en el apartamento—. ¿Crees que soy difícil de querer? —preguntó sonriendo.
—Para nada —respondió ella cerrando tras de sí. Iba a encender la luz cuando Gabriel la cogió de los hombros y la empujó suavemente contra la puerta. Colocó las manos a ambos lados de su cabeza y la besó con toda la pasión que llevaba dos días reprimiendo.
—He pasado todo el fin de semana pensando en esto —murmuró Gabriel apartándose de ella un instante para tomar aire—. Ya no puedo aguantar más. —Volvió a besarla con fuerza. Con su lengua seducía sus labios, mientras con las manos le desabrochaba la camisa y le acariciaba los pechos.
—Yo tampoco —susurró Ágata antes de seguir su ejemplo y desabrocharle también la camisa—. Me encanta tocarte.
Le deslizó la mano por el abdomen. Gabriel se la apartó antes de que pudiera llegar a su objetivo y, ante la mirada sorprendida de ella, contestó a la pregunta no formulada.
—Me queda muy poco autocontrol. —Le besó el cuello, le recorrió la clavícula con la lengua y le desabrochó el pantalón—. Yo en tu lugar no me pondría a prueba.
Ágata optó por ignorar su consejo y le desabrochó el cinturón. La estaba volviendo loca con sus labios y con sus manos, que le recorrían todo el cuerpo, y quería que él sintiera lo mismo. Así que al cinturón le siguieron todos los botones de los vaqueros.
—Ágata, te deseo. —Él posó la mano en su entrepierna—. Necesito hacer el amor contigo.
Era como si le pidiera permiso, y a Ágata la emocionó esa ternura.
—Yo también necesito hacer el amor contigo.
Al oír esa frase, a Gabriel le brillaron aún más los ojos y tardó sólo unos segundos en coger un preservativo y colocárselo.
—No vayamos a la habitación —dijo él con la respiración entrecortada—. Quedémonos aquí. Agárrate a mí.
Ágata notó cómo la levantaba del suelo y la penetraba en el mismo movimiento. Ella le rodeó el cuello con los brazos y, con las piernas, se apretó contra su cintura. Los dos seguían parcialmente vestidos. Ágata nunca se había imaginado capaz de hacer algo así, pero con Gabriel todo le parecía posible. Sentía todos sus movimientos en lo más profundo de su interior, mientras la besaba como si quisiera devorarla y con las manos la sujetaba y apretaba contra él para que su espalda no rozara demasiado la pared. Ella le acariciaba la espalda por debajo de la camisa y le besaba el pecho y los hombros, que empezaban a cubrirse de sudor. Sintió cómo él llegaba al límite, cómo tensaba la espalda; ella también estaba muy excitada.
—Agui, mírame —le pidió Gabriel con la mandíbula apretada—. Mírame.
Ágata abrió los ojos y lo miró, y en sus ojos vio todo lo que él aún no sabía cómo expresar con palabras.
—Gabriel, me estoy enamorando de ti —fue lo único que se atrevió a decir.
Él no respondió, pero en su mirada apareció un brillo especial, y la besó como nunca antes la había besado. Con ese beso, intentó decirle que él también se estaba enamorando, aunque tenía miedo de reconocerlo, y con sus caderas ejecutó los últimos movimientos que los llevaron a ambos al paraíso.
Pasados los temblores del mayor orgasmo que Gabriel había tenido en toda su vida, siguió de pie, sujetando a Ágata entre sus brazos mientras ella aún se estremecía.
¡Se estaba enamorando de él! Dios, seguro que en alguna vida anterior había hecho algo muy bueno para merecer que una mujer como Ágata se enamorase de él. Y aunque no fuera así, ahora que la tenía no iba a dejarla escapar; iba a encontrar un modo de convencerla de que se quedara con él. Aunque hacerle el amor como un salvaje contra la pared quizá no era el mejor modo de hacerlo.
—¿Te he hecho daño? —le preguntó preocupado mientras la soltaba y la apoyaba en el suelo.
—No. —Ágata lo miró perpleja—. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno —Gabriel se sonrojó—, la pared... No sé qué me ha pasado.
—¿Ah, no? —Ella le acarició cariñosamente el pecho—. Se llama pasión, y ahora que la he descubierto, creo que me encanta. Así que no te atrevas a arrepentirte de lo que has hecho.
—¿Ahora que la has descubierto? —preguntó Gabriel mientras la cogía en brazos y se encaminaba con ella hacia su habitación.
—Sí. —Ahora fue Ágata la que se sonrojó—. Yo nunca había hecho algo así. —Le besó el cuello—. Aunque no sé si debería decírtelo. Ahora se te subirán los humos a la cabeza.
—Los humos no es lo único que se me está subiendo, princesa. —Y la soltó encima de la cama sin contemplaciones.
Cuando Ágata entendió a lo que se refería, le tiró una almohada en la cabeza.
—Serás engreído —dijo riéndose y maravillada al ver que tenía razón, y que se le había elevado algo más que el ego—. Eres insaciable.
—Sólo contigo, princesa.
Y se pasó toda la noche demostrándoselo.