Capítulo 7

—Aparta y déjame entrar en mi habitación —refunfuñó Gabriel pasándose nerviosamente las manos por el pelo y sin mirarla a la cara.

—¿Se puede saber qué te pasa? Nos hemos besado y... yo... bueno, a mí... me ha gustado. Mucho. —Ella intentó acariciarle la mejilla, pero él se apartó como si le hubiera quemado.

—Ágata, apártate, me quiero acostar. Estoy cansado, y lo que ha pasado abajo es sólo una muestra más que evidente de lo mucho que necesito dormir, así que apártate y vete a la cama. Mañana será otro día y los dos nos habremos olvidado de esta tontería. —Levantó la ceja y, con una mano, intentó que se hiciera a un lado.

—No. No pienso moverme hasta que me contestes una pregunta. —A Ágata empezaba a temblarle la voz. Quizá todo lo que había sentido mientras se besaban estaba sólo en su imaginación. Pero no, ella había notado cómo a Gabriel le latía el corazón, cómo se le aceleraba el pulso, así que tenía que saberlo—. ¿Por qué sientes haberme besado?

Entonces él la miró, se mesó el cabello por enésima vez, respiró profundamente y contestó:

—Lo siento porque ha sido un error, una tontería. El cansancio, la cena, el vino, esa camisa roja. Un error. Yo no puedo hacer esto. No contigo.

—No ha sido ningún error. —Y diciéndolo, le rodeó el cuello con los brazos y volvió a besarlo. Él se resistió unos segundos, pero en seguida respondió al beso con todas sus fuerzas.

—Ágata, para. Si no paras tú, yo ya no podré hacerlo.

Gabriel dijo esas palabras mientras, con una mano, le desabrochaba los botones de la camisa, y con la otra abría la puerta de su habitación.

—¿Y quién te ha pedido que lo hagas?

Ella le lamió el cuello y empezó a levantarle la camiseta. Una pequeña parte de su cerebro le dijo que al día siguiente se arrepentiría, pero con los labios de él recorriéndole la clavícula, descartó esos pensamientos por completo.

Gabriel sabía que aquello no estaba bien, que Ágata se merecía mucho más de lo que él estaba dispuesto a darle en esos momentos, pero Dios, había intentado ser noble y ella se lo había puesto muy difícil. Debería apartarla, encerrarse en su habitación y no salir de allí hasta que supiera si estaba dispuesto a arriesgar su corazón por Ágata. Sin embargo, ahora, lo único en lo que podía pensar era en que su cuerpo la necesitaba; necesitaba sentir que ella le deseaba, sentir cómo sus manos le recorrían el cuerpo, cómo ella le entregaba un poco de su alma. Dios, qué egoísta era. Tenía que apartarla sin perder un instante, mientras aún tuviera fuerzas.

—Ágata, princesa. —Le cogió las manos y las apartó de su abdomen, pero ella se soltó y las colocó encima de su entrepierna—. No puedo.

—¿No puedes qué? —Le besó la mandíbula.

—Esto... —Gabriel la miró a los ojos, y al ver el calor que brillaba en ellos, se rindió—. Bésame.

Y ella lo hizo.

Los dos se buscaron frenéticamente, con sus labios, sus manos, su piel. Era como si no pudieran respirar el uno sin el otro. Se desnudaron en segundos, sin delicadeza, con prisa, sin importarles nada más a ninguno de los dos.

Cuando estuvieron desnudos, Gabriel se detuvo un segundo para observarla.

—Eres preciosa. Ven aquí. —Cogió una caja de preservativos sin abrir—. ¿Estás segura? —preguntó una última vez antes de tumbarse a su lado.

—Cierra la boca —fue la única respuesta que obtuvo antes de que Ágata se sentara encima de él y lo besara.

Gabriel no pudo aguantar más; llevaba cinco semanas en un estado de permanente excitación y al sentir su piel desnuda junto a la de él, su cuerpo tomó el control, entró dentro de ella y perdió la poca cordura que le quedaba.

—Biel —gimió Ágata, sorprendida, y con una mano buscó la de él.

—Me gusta que me llames así. Sólo tú me llamas así. —Gabriel entrelazó sus dedos con los de ella y le acercó los nudillos a los labios.

Quería decir algo más, pero no sabía qué. Sabía que lo que estaba sintiendo no era sólo placer, aunque fuera el mayor que había experimentado nunca; sabía que era algo más, pero no lograba identificarlo, de modo que optó por no decir nada.

Los dos se movían al unísono, diciéndose con sus cuerpos aquello que llevaban semanas sintiendo, y cuando ninguno de los dos pudo soportarlo más, ambos se abandonaron por completo.

Cuando dejaron de temblar, Ágata se acurrucó encima de Gabriel y le besó el hueco del cuello. Gabriel no dejaba de acariciarle el pelo mientras intentaba recuperar la respiración.

«Debería soltarla», pensó Gabriel, pero no podía. Acababa de tener el mayor orgasmo de su vida y aún estaba excitado. Eso no era normal, o al menos no para él. No podía parar, no podía dejar de moverse, quería, necesitaba volver a sentir cómo ella lo envolvía en su calor una vez más. Intentó obligarse a apartarse, pero cuando casi había reunido las fuerzas necesarias para hacerlo, Ágata volvió a mover las caderas, dándole permiso para volver a perder el control. Esta vez intentó ser más delicado, se dijo que la acariciaría, que la besaría... pero se equivocó. En cuanto ella le lamió el lóbulo de lo oreja, todo su cuerpo se prendió fuego, y juntos se precipitaron de nuevo hacia el límite.

Pasados unos minutos, se dio cuenta de que con dos veces tampoco tenía bastante; tal vez nunca lo tuviera. Ágata se había dormido abrazada a él y, con mucho cuidado, la colocó a su lado y se levantó para ir al baño. Regresó en seguida y se quedó mirándola.

Había sido un error. Los dos llevaban semanas atormentándose con miradas furtivas y caricias inocentes, y esa noche el vino había destruido las pocas defensas que a ambos les quedaban. De todos modos, Gabriel era lo bastante honesto como para reconocer que había sido la mejor noche de toda su vida. Por mucho que quisiera engañarse y justificar su comportamiento por el nivel de alcohol en su sangre o por el cansancio acumulado, nada podía ocultar lo que había sentido al acostarse con Ágata. Él había estado con bastantes mujeres, no podía decirse que fuera un semental ni un mujeriego, pero tampoco había sido un monje, y nunca, nunca, había sentido tanto placer como esa noche con ella. ¿Cómo podía saber si era algo más? ¿Cómo podía saber si valía la pena arriesgarse? ¿Que no acabaría como su padre?

La respuesta era muy sencilla; no podía saberlo. Y, por el momento, Gabriel no estaba dispuesto a arriesgarse. Así que sólo le quedaba una opción: seguir solo. Se abrazó a Ágata. Ella aún estaba dormida, y Gabriel aprovechó cada instante para acariciar su piel y grabar en su memoria cada detalle, porque cuando se despertara, le diría que esa noche maravillosa había sido sólo una noche de sexo sin compromiso, y que él no sentía nada por ella.

En resumen, iba a mentirle.

Cuando Ágata abrió los ojos, se dio cuenta de dos cosas: una, le dolían partes de su cuerpo que no recordaba que tuviese, y dos, el culpable de eso ya no estaba a su lado. Se desperezó un poco y cerró de nuevo los ojos para recordar los besos y las caricias de la noche. Hasta entonces, Ágata creía que esos ataques de pasión sólo ocurrían en las películas y en esas novelas que a ella tanto le gustaba leer, y por primera vez en su vida se alegraba de poder decir que la realidad, en ocasiones, supera a la ficción. Dios, ese hombre debería llevar la señal de «peligro, inflamable» pegada a la frente. Pero a pesar de lo mucho, mucho, que le había gustado lo que habían hecho juntos, Ágata no podía dejar de sentir que faltaba algo; algo que hacía que no hubiera sido perfecto. Había una frase que se le había quedado grabada en la mente: «Yo no puedo hacer esto. No contigo». Le dolía que Gabriel lo hubiera dicho, y no podía fingir que no sabía lo que quería decir. Él nunca había ocultado que, por el momento, no quería tener ninguna relación estable con nadie, que lo único que quería y podía ofrecer a una mujer era una relación física. Ágata sabía perfectamente lo que él había querido decir con esa maldita frase. Gabriel sólo estaba dispuesto a involucrar su cuerpo, y mientras su corazón no siguiera el mismo camino, lo único que podían compartir era sexo; y ella no estaba dispuesta a conformarse con eso.

Ágata se dio cuenta de que quedarse allí tumbada, intentando imaginar lo que iba a suceder, no llevaba a ninguna parte, así que se desperezó por última vez y fue a ducharse. No sabía cómo iba a encontrar a Gabriel después de lo de la noche pasada, pero sí sabía que necesitaba tener la cabeza despejada antes de hablar con él.

Gabriel oyó el agua de la ducha y repasó todo lo que tenía intención de decirle a Ágata. Asumiría toda la responsabilidad de lo sucedido y le recordaría que ella era la hermana de su mejor amigo y, como tal, no podían tener una aventura. Sí, una aventura era todo lo que estaba dispuesto a ofrecerle. Él sabía que era insultante, y de hecho contaba con que ella se sintiera tan ofendida que nunca más quisiera saber nada de él. Eso era mucho mejor que correr el riesgo de tener una relación normal y acabar enamorándose o, lo que era aún peor, acabar como su padre. En cualquier caso, tampoco quería llegar a ese punto, lo que pretendía era convencer a Ágata de que lo de la anoche anterior había sido una locura, que no volvería a repetirse, y que lo mejor que podían hacer era olvidarlo. Ellos tenían que trabajar y vivir juntos. Por muy peligroso que pareciera, Gabriel no estaba dispuesto a permitir que ella se fuera de su apartamento. Se decía a sí mismo que era porque se lo debía a toda su familia, pero una pequeña parte de él sabía que eso era sólo una excusa. Conveniente, sí, pero una excusa al fin y al cabo.

—Gabriel, ¿piensas contestar?

—¿Qué? —preguntó él, que ni siquiera se había dado cuenta de que Ágata había entrado en la cocina—. ¿Qué pasa?

—El teléfono, ¿piensas contestar?

—Claro. —Se dio la vuelta y abrió su móvil—. Trevelyan. —Siempre contestaba así cuando lo llamaban del trabajo—. De acuerdo. Voy para allá.

Tras esta escueta conversación, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.

—Gabriel, ¿quién era? ¿Pasa algo? ¿Por qué te llaman de la revista un sábado por la mañana? —preguntó Ágata preocupada.

Entonces, Gabriel pareció acordarse de que ella estaba de pie a su lado y se volvió para mirarla.

—Era Sam, el director de la revista —respondió él poniéndose la chaqueta—. Al parecer, en la edición de esta semana de la revista The Scope aparecen dos de los artículos que nosotros teníamos preparados para nuestro número.

Ágata no entendía nada, y eso debió de reflejarse en su rostro, porque Gabriel añadió:

—El mismo artículo exactamente. No el mismo tema, ni el mismo enfoque. El mismo artículo. Nos lo han robado.

—¿Robado? —Levantó las manos asombrada—. ¿Por qué?

—No lo sé. Supongo que en The Scope no deben de estar muy contentos con la competencia. No sé, pero tengo que ir a la revista para hablar con Sam y decidir qué hacemos al respecto.

Al ver que él no la invitaba a acompañarlo y que ya tenía un pie fuera del apartamento, Ágata se lo preguntó directamente:

—¿Quieres que te acompañe?

—¿Para qué?

Esa respuesta, acompañada de la frialdad que empañaba su mirada, le dejó claro que lo de la noche no había cambiado su relación.

—Para nada —respondió, intentando disimular su decepción—. Llamaré a alguien para salir a dar una vuelta.

—Como quieras. Hablamos luego, ¿te parece? —Y cerró la puerta sin esperar a que ella respondiera.

¿Hablar?

De acuerdo, hablarían, pero después de las inexistentes muestras de afecto de esa mañana, Ágata sabía que era una conversación que no iba a gustarle demasiado. Era evidente que el día no iba a ser para nada como ella se lo había imaginado antes de ducharse.

Gabriel salió del piso a toda prisa. No sólo porque quisiera llegar pronto a la revista para hablar con Sam, sino también porque necesitaba huir de Ágata. Sólo la había visto durante unos segundos y todo su estudiado discurso había desaparecido de su mente. Tenía que alejarse de ella, tal vez así se tranquilizaría y se olvidaría de lo bien que se había sentido en sus brazos. Si de algo estaba seguro era de que él no quería tener ninguna relación con nadie; era demasiado complicado, demasiado arriesgado. Su trabajo lo llenaba por completo y, en cuanto al sexo, no era demasiado difícil conseguirlo cuando le apetecía.

«¿Y el amor?», le susurró una voz rebelde dentro de su cabeza. El amor había acabado con su padre, y le había demostrado a él que para lo único que sirve es para hacer desgraciado a quien lo siente y a todos los que lo rodean. No, Gabriel no quería saber nada del amor. Por eso, lo mejor para todos era cortar de raíz lo que había entre él y Ágata. Si ella fuera una de esas mujeres a las que les bastaba con la relación física y un par de cenas al mes, tal vez podrían seguir así durante los casi cinco meses más que ella iba a estar en Londres, pero él sabía que Ágata no era de ésas. El día en que se enamorase lo haría por completo, y a ese hombre le entregaría su cuerpo, su vida y su corazón; pero Gabriel no estaba preparado para hacer lo mismo. Sin embargo, al imaginarse a Ágata con otro hombre, un impulso asesino lo invadió de golpe. Por suerte, en ese momento llegó a la puerta de entrada de la revista y no tuvo tiempo de analizarlo.

Entró en la sala de reuniones y vio que Sam estaba leyendo The Scope.

Sam Abbot era un hombre de unos sesenta años, excéntrico, brillante y quizá lo más parecido que tenía Gabriel a un ángel de la guarda. Se habían conocido cuando éste trabajaba como becario en un periódico local y Sam fue allí para estrangular al que se había atrevido a escribir un artículo satírico comparando el parlamento británico con la caza del zorro. Pero cuando Sam conoció a su víctima, decidió que era mejor utilizar a «aquel muchacho descarado» para otros fines, y le ofreció un trabajo como periodista en uno de los periódicos de mayor tirada de Londres. Desde entonces, cada vez que Gab se metía en un lío por no saber cerrar el pico o por no entender el sentido del humor británico, Sam lo ayudaba, y cada vez que Sam quería obtener la mejor noticia, el mejor enfoque o disfrutar de una partida de snooker, llamaba a Gab.

—¿Piensas entrar o vas a quedarte ahí pasmado? —preguntó Sam frunciendo el cejo.

—Lo siento. —Gabriel tuvo que hacer un esfuerzo para no sonrojarse. Tenía que hablar con Ágata esa misma noche—. ¿Es ésa la revista?

—La misma. —Sam se frotó la cara con las manos—. Están los dos artículos que íbamos a publicar esta semana. Míralo tú mismo. —Le ofreció la revista.

Gabriel le echó un vistazo y, pasados unos minutos, la tiró encima de la mesa.

—Tienes razón. ¿Qué vamos a hacer?

—Varias cosas. Primero, vamos a averiguar quién demonios nos ha robado esos textos, y segundo, tenemos que encontrar el modo de publicar el ejemplar de esta semana sin ellos. ¿Tienes alguna idea?

—Sobre quién ha robado los artículos, no, pero creo que sé cómo podemos publicar el ejemplar del miércoles sin problema. Hay un par de piezas que descarté en números anteriores y que podríamos utilizar en éste.

—Perfecto.

—¿Y sobre el robo? —Gabriel aún no se podía creer qué alguien les hubiera robado los artículos.

—Tenemos que pensar algo. Tenemos que averiguar qué ha pasado antes de que se repita. Tengo la sensación de que esto no va a ser un caso aislado.

—¿Por qué lo dices?

—Porque me duele la pierna.

Gabriel lo miró estupefacto.

—No me mires así. Desde que me rompí la pierna, cada vez que tengo un mal presentimiento me duele. Y nunca falla.

Gabriel sonrió aliviado. Tal vez la pierna de Sam fallara esa vez.

Sam y Gabriel se pasaron casi todo el día repasando los nuevos artículos y decidieron que, de momento, ellos dos serían los únicos que tendrían copias de los archivos.

—Deberíamos irnos —dijo Sam mirando el reloj—. Silvia y las niñas querían ir a cenar a un restaurante y mañana tenemos un compromiso fuera de la ciudad, así que...

—Tranquilo. Yo también debería irme ya. —Gabriel se quitó las gafas y se dispuso a apagar el ordenador.

—¿Cómo van las cosas con esa chica, con la hermana de Guillermo?

—Ágata.

—¿Quién?

—Ágata. La hermana de Guillermo se llama Ágata.

—Ah. Bueno, pues, ¿cómo van las cosas con Ágata? —Sam empezaba a sonreír de un modo extraño. Nunca había visto a Gabriel ponerse tan nervioso por una simple pregunta.

—Bien. —Cogió la chaqueta, e iba a despedirse cuando Sam insistió.

—¿Sólo bien?

—Sí, bien. Normal.

Sam conocía demasiado bien a Gabriel como para saber que no le estaba diciendo la verdad y que, además, no tenía intención de hacerlo. Así que optó por no insistir; ya encontraría el momento adecuado para volver a intentarlo.

—Me alegro. —Apagó la luz de la sala y los dos se encaminaron hacia el ascensor.

Bajaron en silencio, pensativos.

—Nos vemos el lunes. —Sam se despidió con una sonrisa.

Algo preocupaba a Gabriel, y estaba dispuesto a apostarse su mejor taco de billar a que era esa chica con la que tenía una relación «normal».

Gabriel decidió regresar a su apartamento caminando. Así tenía más tiempo para pensar en lo que iba a decirle a Ágata cuando la viera. No debería haberse acostado con ella. Él siempre había tenido claro que no quería tener una relación con nadie, que con su trabajo y sus amigos ya tenía más que suficiente. Y acostarse con Ágata había sido un error, un error. Ella era dulce, lista, divertida... perfecta. Pero no para él. Sí, tenían que olvidar lo que había pasado y ser sólo amigos. Ojalá ella pensara lo mismo.

Ágata vio la cara de Gabriel al entrar en el apartamento y supo que algo iba mal.

—Hola. ¿Habéis averiguado algo sobre el robo?

—No, nada. —Colgó la chaqueta y se sentó en el sofá como si no pudiera dar ni un paso más. Se lo veía muy cansado—. Ágata, tenemos que hablar.

—Esa frase nunca me ha gustado.

—¿Cuál?

—«Tenemos que hablar.» Cuando la dicen mis padres significa que he hecho algo muy malo, cuando la dice Guillermo, que me he metido en un lío, y cuando la dice una de las niñas, mis hermanas, que quieren pedirme dinero o ropa prestada. Y si lo dicen los gemelos, significa que ellos se han metido en un lío y quieren que yo los ayude a salir de él.

—Bueno, yo no quiero que me prestes dinero ni ninguna de tus faldas.

—Ya, pero seguro que estoy metida en un lío.

Ambos sonrieron, pero a Gabriel la sonrisa no le llegó a los ojos.

—¿Qué pasa? —preguntó Ágata.

—Tenemos que hablar de lo de anoche.

—Esto va de mal en peor —murmuró ella sin que él la oyese.

—¿Por qué no te sientas? —Gabriel dio unas palmadas en el sofá y, cuando ella se sentó, continuó—: Lo de anoche no debería haber sucedido nunca.

—¿Ah, no? —Ágata no podía creer lo que estaba oyendo, pero justo cuando iba a contestarle, vio que él se disponía a continuar y optó por dejarlo acabar antes de decir nada.

—Lo de anoche, aunque fue fantástico, no debería haber sucedido nunca. Los dos habíamos bebido demasiado y perdimos la cabeza. Pero tú estás en mi casa, y yo debería haber sido capaz de controlar mis impulsos y no abusar así de tu confianza.

Ágata tuvo que morderse la lengua para no interrumpirlo; ya volvía a sonar como un personaje de una novela de Jane Austen. Para ella, la noche había sido fantástica, y la única queja que tenía era que él lo lamentara.

—De hecho, intenté detenerme, pero bueno, tú... Bueno, ahora eso ya no tiene importancia. Tú eres la hermana de mi mejor amigo y yo no quiero perder su amistad, ni la tuya, por nada del mundo. Creo que lo mejor que podríamos hacer es olvidarlo y pasar página, ¿no crees?

Cómo Ágata no contestó, Gabriel continuó:

—Yo valoro mucho nuestra amistad —repitió.

—Y yo. —Ágata decidió interrumpirlo. Si de la boca de Gabriel salía la palabra «amigos» una vez más, iba a matarlo—. No te preocupes, ya está olvidado.

—¿En serio? —Gabriel parecía tan aliviado que a ella le entraron ganas de abofetearlo—. Me quitas un gran peso de encima, creí que te enfadarías.

—¿Enfadarme? ¿Por qué? —Levantó las cejas para dar más credibilidad a su actuación—. ¿Por no declararme tu amor eterno tras una noche juntos? Una noche de la que apenas recuerdo nada, por cierto.

Ante ese cínico comentario, Gabriel retrocedió un poco. Una cosa era que ella estuviera de acuerdo con él en lo de ser sólo amigos, y otra muy distinta que no fuera capaz de acordarse de lo fantástico que había sido todo entre ellos. Porque lo había sido, ¿no?

—Ya, bueno. Me alegro de que hayamos aclarado las cosas. —Gabriel tenía miedo de mirarla a los ojos, pero sabía que tenía que hacerlo. Sólo así lograría asegurarse de que ella no estaba fingiendo esa indiferencia—. Ágata.

—¿Sí?

—Creo que lo que pasó anoche fue porque en estas últimas semanas hemos pasado demasiado tiempo juntos. Ya sabes, aquí, en el trabajo, los fines de semana. Los dos bebimos demasiado y bueno, tú estabas aquí, y yo...

Ágata estaba tan estupefacta que no podía pronunciar ni una sola palabra. Esa mañana no esperaba que él le propusiera matrimonio, ni que le declarara su amor incondicional, pero tampoco contaba con que dijera que todo había sido un error y que lo mejor era olvidarlo. Según él, sólo se habían acostado porque estaban medio borrachos y porque en los últimos días se habían visto demasiado. ¡Menuda estupidez!

Cuando Gabriel dijo «tenemos que hablar», Ágata ya supuso que le soltaría el rollo «seamos sólo amigos», y acertó. Pero utilizar el alcohol y la proximidad física para justificar haberse acostado con ella era el colmo.

Después de lo de la noche anterior, Ágata creía que su relación iría hacia adelante, que los dos seguirían hablando cada noche hasta las tantas, que seguirían compartiendo cenas, cines, paseos... pero que ahora todo eso iría acompañado de besos, caricias y sentimientos. Se había imaginado que, durante el tiempo que estuviera trabajando en Londres, se enamorarían y que luego ya encontrarían la manera de continuar con su relación. Si pasados esos meses su relación se rompía, o si ambos decidían no seguir con ella, lo superaría. Le dolería, pero lo superaría. Sin embargo, ver que él ni siquiera estaba dispuesto a intentarlo, que prefería pasar página y no arriesgarse, le dolía mucho más de lo que había imaginado. Tenía ganas de gritarle, de insultarlo, de decirle que era un cobarde. Pero no hizo nada. Si él no estaba dispuesto a darle una oportunidad, su relación estaba condenada desde el principio, y ella no sabía cómo decirle que se equivocaba.

—¿Estás de acuerdo? —preguntó Gabriel al finalizar su discurso.

—Sí. —Ágata apenas lo había escuchado.

—¿Sí?

—Claro. Seguro que tienes razón. Al fin y al cabo, así nos ahorramos problemas. Quién sabe, a lo mejor terminarías enamorándote de mí, y eso sería catastrófico.

Gabriel levantó las cejas e iba a decir algo, pero Ágata lo interrumpió:

—Tranquilo, estaba siendo sarcástica. Ya sé que eso es imposible. Tan imposible como que yo me enamore de ti. Vaya tontería. Mira, no te preocupes, ya está olvidado. A partir de ahora, haremos tal como tú has dicho; tú seguirás con tu vida y yo con la mía. Es eso lo que quieres, ¿no?

—Sí —respondió Gabriel muy inseguro.

—De acuerdo. —Ágata se frotó los ojos. No estaba dispuesta a derramar ni una sola lágrima delante de él—. Me voy a dormir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Ágata cerró el libro que estaba leyendo antes de que él llegara y se dirigió hacia su habitación. Estaba ya a punto de entrar cuando oyó que Gabriel la llamaba.

—¿Ágata?

—¿Sí?

—Mañana estaré fuera todo el día, he quedado con Sam.

Eso era mentira. Sam tenía un compromiso con su familia, y Gabriel más bien se pasaría todo el día en el gimnasio, o en casa de Jack. Vio la cara de Ágata y apretó los puños con fuerza para controlar las ganas que tenía de levantarse, correr hacia ella y abrazarla. Había conseguido decir todo lo que quería, y seguía creyendo que era lo mejor, pero al verla, lo único que deseaba hacer era besarla hasta que los dos perdieran el sentido. Así que decidió que debía distanciarse un poco, a ver si así conseguía recuperar su autocontrol.

—No hay problema. Yo también tengo planes.

—¿Qué planes? —no pudo evitar preguntar Gabriel.

—Nada en especial. He quedado con Anthony para ir a pasear por Hyde Park y luego iremos a almorzar —respondió Ágata mientras rezaba para que Anthony estuviera libre y pudiera convertir esa mentira en verdad.

—Ah, bueno. —Gabriel tuvo que hacer un esfuerzo para no gritarle y decirle que no quería que fuera a pasear a Hyde Park con Anthony, que ese paseo le pertenecía a él y que ella no tenía derecho a sustituir el recuerdo de ese día que ellos dos habían compartido en ese parque por uno nuevo con otro hombre. Pero no dijo nada de eso—. Espero que lo paséis bien. Dile a Anthony que lo veré el miércoles.

—Claro. —Ágata lo miró a los ojos una vez más y luego se volvió hacia la puerta de su habitación—. Buenas noches.

Y cerró sin esperar a que él respondiera.