MARRUECOS: MARRAKECH, UARZAZATE, AGADIR

Cuando me fui de Asilah, ya recuperado de la intoxicación casi mortal, sabía que tenía que encontrar una alternativa al autoestop, porque en África había una serie de factores que complicaban el medio de transporte por excelencia de los viajeros sin dinero del resto del mundo.

En primer lugar, en África no hay áreas de servicio; en estos casos, el paso siguiente suele ser buscar algún control de policía o algún tipo de aduana que obligue a los coches a detenerse, y así aprovechar que están parados para hacer autoestop…, pero es que en África tampoco hay controles de policía, y, cuando los hay, los policías acostumbran a mostrarse menos que colaboradores, mucho más interesados en seguir cobrando los peajes ilegales a los pobres conductores que intentan cruzar su carretera que en ayudarte.

En el fondo, el problema real que se esconde detrás de todos los pequeños problemas es que, en África, la gente está más convencida de que los blancos tienen más dinero que de que el sol saldrá al día siguiente. El sol se podría apagar, el cielo podría cambiar de color, pero si ves un blanco, no lo dudes: tiene dinero. Y si llega un blanco que intenta convencerles de que él es el único blanco del mundo que viaja sin dinero…, sencillamente no se lo creerán, y por mucho que te esfuerces en hacerles cambiar de opinión, solo conseguirás convencerles de que eres menos generoso que los otros.

De ahí que cualquier excusa o pequeño servicio sea suficiente para que pidan una pequeña propina… y para que todo el mundo se enfade cuando no puedes darla, porque nunca se creerán que tú lleves encima aún menos dinero que ellos. La gente te pide dinero por invitarte a su casa, y los coches que paran cuando haces autoestop te gritan el precio por llevarte antes incluso de saludarte, pensando que ahora que han encontrado un blanco tirado en la carretera harán el negocio de su vida.

Evidentemente, a lo largo de mi viaje me había ido encontrando con algunas excepciones, porque de lo contrario nunca habría llegado a la ciudad de Rabat haciendo autoestop…, pero, en general, cada día me daba cuenta de que no avanzaba a la velocidad adecuada, y que había que buscar un nuevo sistema de transporte para proseguir el viaje.

Había llegado el momento de dar vida al busestop.

De: Albert

Para: Casa

Enviado: sábado, 20 de junio de 2009

Lo primero que hay que saber es que el busestop no es un medio de transporte: es un deporte de riesgo. Un deporte que solo se puede practicar en aquellos países donde, como en Marruecos, no es la gente la que va a los autobuses, sino los autobuses los que van a la gente.

No, no es broma: antes de partir, cada autobús se pasa unos veinte minutos dando vueltas por la ciudad mientras el ayudante del conductor va gritando a pleno pulmón el destino del vehículo. De entrada, uno pensaría que este método de reclutar pasajeros está condenado al fracaso para los autobuses de largas distancias, porque en general no es que un viaje a la otra punta del país sea una cosa que decidas en un pronto repentino…, pero ya hace días que aprendí que lo que en África funciona o deja de funcionar no tiene que rendir cuentas a la lógica o al sentido común del resto del mundo.

Después de lo que he visto durante estos días puedo asegurar que, si de repente quisieras viajar desde Marruecos hasta Siberia, lo único que deberías hacer sería coger un autobús y empezar a gritar «¡¡¡Russiaaa… Kamchatkaaa…, autobús hacia Kamchatkaaa!!!», y al cabo de unos minutos tendrías un autobús lleno de marroquíes dirigiéndose felices hacia las tundras siberianas. Al final, no queda más remedio que aceptar la realidad: Marruecos está lleno de personas que se levantan por la mañana, salen a la calle a pasear, y no tienen absolutamente nada más que hacer que esperar el primer autobús que pase para embarcarse en él, vaya a donde vaya. No importa el destino: mientras grites lo suficientemente fuerte, el autobús se llenará.

De hecho, hay veces que el asunto llega a tal extremo que el mismo conductor intenta persuadirte para que cambies de planes y vayas donde él se dirige. Aunque tú vayas a Marrakech y él viaje en dirección a Jerusalén, al final te acabará convenciendo de que Marrakech solo son cuatro piedras mal puestas y que el auténtico turismo está entre la guerrilla antitanques de Palestina.

Es el caso de las dos pobres chicas marroquíes que subieron al primer autobús que cogí porque habían cometido el fatal error de quedarse paradas ante el vehículo en actitud indecisa durante unas décimas de segundo. Yo todavía estoy convencido de que aquellas chicas solo habían salido de casa para ir a la tienda de al lado a comprar el pan y la leche, pero el conductor estaba tan empeñado en que subieran que al final no les quedó más remedio que aceptar, y las dos acabaron contemplando desconcertadas la ciudad de Casablanca, trescientos kilómetros más allá del pequeño pueblecito donde se habían embarcado.

Mis vivencias por los autobuses marroquíes fueron muchas y muy diversas: se puede decir que me pasé días viviendo en los autobuses mientras recuperaba el tiempo perdido haciendo autoestop, y poco a poco me di cuenta de que tampoco era una vida tan terrible. Pronto descubrí que los autobuses africanos forman uno de los pocos ecosistemas plenamente autosuficientes del planeta, donde puedes encontrar cualquier variedad animal o vegetal: pollos, gallinas, perros y cabras eran bienvenidos por igual, y sus propietarios siempre aprovechaban para comerciar e intercambiar los productos para matar el aburrimiento del viaje. A intervalos regulares subían al autobús vendedores capaces de ofrecerte cualquier cosa inimaginable, desde un Rolex falso hasta un reactor nuclear de dimensiones moderadas, pasando por embriones humanos ilegales e inofensivos globos con la cara de Mickey Mouse. En los autobuses dormía, comía, aprendía árabe e incluso me hacía amigo de los niños y niñas marroquíes (demostrando el principio irrefutable de que, si sabes hacer muecas suficientemente divertidas y sabes jugar a piedra, papel y tijera, podrás convertirte en el amigo inseparable de cualquier niño de cinco años del mundo aunque no hables ni una palabra en su idioma), e incluso llegué al extremo de vivir verdaderas revueltas, auténticos motines en el interior del autobús. Esto es lo que me pasó, sin exagerar, entre las ciudades de Rabat y Casablanca: un viaje en el que, al parecer, el conductor cometió el error de escoger una ruta que no satisfacía a sus pasajeros.

Los pasajeros no tardaron en empezar a protestar abiertamente, pero el conductor les ignoró y siguió conduciendo por la ruta que había elegido, sin detenerse a pensar que se encontraba en clarísima desventaja numérica y que su futuro se volvía cada vez más incierto.

Las protestas se fueron intensificando, y los pasajeros empezaron a murmurar entre ellos hasta que eligieron a un representante: un marroquí de metro ochenta de altura que se fue a «parlamentar» con el conductor las condiciones de un acuerdo pacífico. Desgraciadamente, la negociación debió de ir muy mal, porque al cabo de unos instantes vi como el representante de los pasajeros levantaba casi por la fuerza al conductor (mientras todos los pasajeros, incluidos los niños, saltaban y gritaban de alegría ante la diversión de arrancar del volante al conductor de un autobús en marcha) y se sentaba a conducir en lugar suyo. El conductor no pudo hacer mucho más que gritar y protestar débilmente, y finalmente acabó sentado, con una actitud avergonzada, como un pasajero más, mientras aquel perfecto desconocido nos conducía (¡por una ruta mejor, eso sí!) hacia la ciudad de Casablanca.

Me doy cuenta de que casi no he hablado del busestop en sí mismo. El busestop, como ya dije en el e-mail, comporta un cierto riesgo que va implícito en la manera como se practica este deporte. Básicamente, lo que tienes que hacer es ir hasta una zona apartada de la carretera y esperar que pase un autobús, cosa que en África no puede tardar mucho en suceder; este es el momento indicado para empezar a hacerle señales para que se detenga, exactamente igual que si fueras un pasajero cualquiera. Y será entonces, en el preciso momento que pare en medio de una carretera con el único propósito de recogerte, cuando deberás concentrar toda tu habilidad: tu objetivo es adoptar un aire de desesperación lo bastante convincente para que el conductor entienda que lo has parado a pesar de no tener dinero, a la vez que le caes suficientemente bien para que no le resulte irritante haberse parado sin ningún beneficio propio. Si consigues alcanzar este mágico equilibrio, el conductor decidirá que ahora que ha parado recogerte es lo de menos, y te dejará viajar hasta la última parada del trayecto aunque no tengas dinero para pagarle.

Puede parecer un método un poco arriesgado, pero la prueba de que en África funciona aceptablemente es la extrema rapidez con que llegué a Marrakech: un trayecto en el que sin duda hubiera empleado más de una semana a ritmo de autoestop, pero que yo hice en solo tres días.

Sí es cierto que, si no tenemos en cuenta mis aventuras en los autobuses, el trayecto hasta Marrakech no fue tan divertido como lo hubiera sido haciendo autoestop, pero yo era plenamente consciente de este hecho. Lo que ocurre es que también conocía otro detalle sobre la cultura y la sociedad de Marruecos que fue lo que me indujo a acelerar cuanto pude en dirección al oeste del país.

En la actualidad, Marruecos es un país dividido muy claramente en dos partes (la región marroquí al noreste y la región saharaui al suroeste), y yo tuve claro desde un principio que la diversión estaría concentrada en la segunda. Todas las ciudades norteñas de Marruecos, como Casablanca o Rabat (la capital), me habían parecido demasiado grises, demasiado estresantes, demasiado occidentales para mi gusto, y sabía que esto no empezaría a cambiar hasta que no entrara en la región de los saharauis. De manera que decidí seguir avanzando y avanzando hasta que finalmente acabara por encontrar una ciudad que me gustara lo suficiente como para quedarme a descansar, aprovisionarme y prepararme para dar el salto definitivo hacia el Sáhara, de donde ya no habría retorno. Y esta ciudad fue, precisamente, Marrakech.

Diario del 28 de junio de 2009

Imagínate que, después de un día entero en autobús, después de visitar ciudades grises y occidentalizadas, llegas finalmente a Marrakech. Son las once de la noche, todo está oscuro, y tú buscas un parque o algún lugar donde dormir, así que empiezas a andar, pero ya de entrada notas que algo es diferente: las calles son anchas y están vacías, hay algún coche mezclado con carros de caballos y mulas, hay parques por todas partes, y de vez en cuando te vas encontrando con algunas personas sentadas, charlando tranquilamente. Las casas y el suelo no son de hormigón, sino de colores y adoquines, y preguntes por lo que preguntes (comida, internet, casa, un elefante…), todo el mundo te dice que vayas a «Yamaa el Fnaa». Así que sigues las indicaciones para ir a este lugar que casi no sabes pronunciar y, de repente, al girar un callejón, te quedas con la boca abierta. Ante ti se extienden unos dos kilómetros cuadrados totalmente llanos, como un campo de fútbol, de espacio completamente vacío… excepto por los miles y miles de personas que están llevando a cabo centenares de actividades de todo tipo, cada una más extravagante y fabulosa que la anterior. Es de noche, pero cada persona que hace algo tiene un pequeño candil que ilumina su entorno para indicarte su localización, de forma que la plaza brilla iluminada literalmente por centenares y centenares de farolillos. Cada pocos metros hay un círculo en cuyo centro alguien está haciendo algo: abuelos que explican historias, encantadores de serpientes, cocineros, músicos, pintores, bailarines, malabaristas, actores, profesores…, todo tipo de espectáculos, cada uno más sorprendente que el anterior, inundan la plaza gigantesca cada noche y la convierten en uno de los lugares más increíbles que he tenido la suerte de ver en mis viajes. Los cocineros venden comida, los pintores pinturas, y la mayoría simplemente recogen dinero gracias a su espectáculo, sea cual sea. Y tú, como visitante, no tienes otra obligación que la de ir recorriendo los centenares de farolillos de luz que están esparcidos por toda la plaza, mientras te sientes como un viajero de hace cinco siglos que hubiera llegado por primera vez a una ciudad desconocida llena de costumbres y espectáculos inimaginables. Por una vez, tengo que admitir que hay un lugar popular entre los turistas que es realmente impresionante.

No es extraño que después de este recibimiento (y del descubrimiento de que en Marrakech que se hablaba inglés) quedara encantado con aquella ciudad llena de cosas por ver y parques donde dormir por la noche a una temperatura ideal. Además, toda la zona central de la ciudad era un conjunto de callejones estrechos llenos a reventar de tiendas, minihoteles y negocios de todo tipo donde podías regatear (¿quién debió de ser el sádico cruel que decidió abolir el regateo en las sociedades occidentales, eliminando la única parte divertida que le quedaba al acto de comprar?) y encontrar cualquier cosa sumamente barata, incluyendo la comida. Con el dinero que había ido recaudando durante el camino hubiera podido vivir allí durante meses siempre y cuando durmiera en los parques, e incluso un turista más convencional, que hubiera querido una habitación propia, habría podido vivir y dormir a cubierto con comodidad sin pasar de los seis euros diarios.

Marrakech era una diversión constante comparada con las otras grandes ciudades de Marruecos que había visitado, y a pesar de que acabé por quedarme casi una semana, aún tenía la sensación de que habría mil sorpresas nuevas esperándome en la plaza cada noche.

Desgraciadamente, sabía que aún me quedaba mucho viaje por delante, y lo peor era que no sabía ni cómo continuar. Cuando indagaba acerca de los medios adecuados para salir de Marruecos por tierra, las respuestas de la gente eran muy diversas y confusas, de forma que al final acabé embarcándome en la primera escapatoria que encontré: un equipo de técnicos que estaban rodando una película en una ciudad llamada Uarzazate, bastante más cercana al desierto que Marrakech.

Las cosas encajaron mágicamente y, sin que yo pudiera creérmelo, el mismo día que llegué a Uarzazate conocí a un grupo de turistas que se dirigían hacia Argelia en jeep y que me invitaron a hacer la travesía por el desierto con ellos, una aventura a la que me apunté sin dudarlo ni un solo instante.

La lucha para escaparme de Marruecos sin dinero parecía más superada a cada kilómetro que nos adentrábamos en el desierto, pero debería haber imaginado que las cosas no podían ser así de fáciles. En cierto modo, salir de Marruecos tenía un valor más allá del mero hecho de continuar mi viaje: significaba que habría conseguido superar la última barrera, el continente donde todo era diferente, el reto más grande de todos (y supuestamente imposible) a la hora de viajar sin dinero y sin nada más que la ilusión de ver lugares lejanos. Y ahora, cada vez me encontraba más y más cerca de Argelia… hasta que vimos un jeep que se acercaba a nosotros en la lejanía. Al principio no teníamos muy claro de quién se trataba: ¿qué hacía, un jeep, en medio del desierto? ¿Sería otro grupo de viajeros que regresaban de Argelia en lugar de dirigirse hacia allí?

No, pronto vimos que los recién llegados no tenían nada de turistas y que, además, cada uno de ellos cargaba un rifle bastante intimidatorio a la espalda, cosa que enseguida nos hizo pensar en la posibilidad de que fueran bandidos del desierto o algo por el estilo (y que, inevitablemente, disparó mi imaginación hacia todas las aventuras que viviría si me secuestraba un grupo de guerrilleros saharauis. ¿Me esperaría un prometedor futuro como traficante de misiles de asalto para Al Qaeda y las diversas guerrillas locales…?).

Fueran quienes fuesen, lo más prudente parecía esperar a que se acercasen (a pesar de que limitar al máximo los movimientos bruscos y el número de cosas que sacábamos de los bolsillos tampoco parecía fuera de lugar), de forma que paramos el motor y esperamos a nuestros amables visitantes. Cuando llegaron, empezaron a hablar en árabe con nuestro guía en un tono que insinuaba que no nos merecíamos ni ser secuestrados, pero la experiencia me había enseñado a desconfiar de las primeras impresiones en las conversaciones entre marroquíes (más de una vez me había girado alarmado al oír lo que sonaba como a una pelea a muerte entre dos enemigos acérrimos a punto de apalearse, solo para encontrarme con dos abuelos adorables charlando mientras tomaban el té), y pronto se demostró que nuestros amigos eran tan pacíficos como pueden serlo un grupo de cinco desconocidos armados con metralletas semiautomáticas.

Desafortunadamente (o, considerándolo desde el punto de vista de la prudencia, muy afortunadamente), solo se trataba de un grupo de militares que, a pesar de que no se mostraron excesivamente simpáticos, nos explicaron que algunos miembros de la guerrilla se estaban moviendo por la zona y que lo mejor que podíamos hacer era regresar a Uarzazate.

Y la verdad es que debieron de ser muy persuasivos (quizás mi primera impresión al oírles hablar no había sido tan desacertada), porque nuestro guía no tardó ni un minuto en dar la vuelta y seguir a los militares exactamente por donde habíamos venido, dando por concluida nuestra breve aventura por el desierto.

Después del estrepitoso fracaso de mi primer intento de cruzar el desierto, modifiqué ligeramente mis planes y me dirigí hacia una frontera totalmente diferente: la de Mauritania.

El trayecto fue largo, caluroso, largo, y… ¿he dicho ya que fue caluroso? Bueno, por qué negarlo…, lo fue. Pero, como dicen los saharauis, incluso el pozo más profundo tiene agua en el fondo (de acuerdo, lo confieso, me lo acabo de inventar…, ¡pero quedaba bien!), y finalmente llegó el día en que la furgoneta que en aquellos momentos me llevaba se detuvo, y yo me encontré ante lo que parecía el primer control de policía que había visto en todos mis días de travesía por el desierto. Se trataba de un conjunto de casetas mal construidas en medio de la nada, con unos cuantos soldados con rifles a los cuales ya estaba más que acostumbrado y que no parecía tener nada de especial… hasta que alguien tuvo el detalle de explicarme que aquello era lo que en África consideraban una frontera.

De repente comprendí todas las implicaciones de lo que me estaban diciendo: después de tantos rumores que aseguraban que las fronteras estaban cerradas por culpa de las elecciones de Mauritania, que ya no entregaban visados para cruzar la frontera, o que habría tenido que pedir el visado en la capital, Rabat, hacía dos semanas; después de las advertencias de todos los que me habían asegurado que nunca conseguiría cruzar sin dinero la que según ellos era una de las fronteras más corruptas y peligrosas de toda África; después de tantas dificultades, de intentar cruzar el desierto solo para ser expulsado por los militares y de recorrer durante días y días las carreteras desérticas del Sáhara sin ni siquiera tener claro hacia dónde me dirigía…, finalmente había llegado a la frontera con Mauritania.

Ahora ya solo me faltaba atravesarla…