EMPIEZA LA TRAVESÍA
Cuando pienso en los días de agosto anteriores a mi partida hacia Sudamérica, me recuerdo dominado por un grado de nerviosismo comparable al que se apoderó de mí cuando me fui de viaje por primera vez, o la primera vez que conseguí salir (por fin) del continente europeo. Igual que en aquellas dos ocasiones, estaba a punto de ir más lejos que nunca, de superar un nuevo límite: marchaba de viaje a la otra punta del mundo, y no volvería hasta al cabo de seis meses.
Hasta entonces había hecho muchos viajes, sí, pero todos habían durado dos meses o menos. Siempre había tenido que ir compaginando los viajes y el bachillerato, cosa que me restaba muchas posibilidades, y, cuando por fin lo hube acabado, me dispuse a celebrarlo como es debido. Después de tantos años esperando este momento, después del bachillerato y de la selectividad, y después de escribir un libro justo antes de partir, por fin podía entrever la luz al final del túnel: había llegado el día en que ya nada podría impedir que desapareciera del mapa hasta que clausuraran Sudamérica por escasez de aventuras. Y por si esto no fuera suficiente, por fin el tiempo se había dignado pasar lo bastante deprisa para concederme los dieciocho años (que, por cierto, celebré pasando la noche en un chikipark), y ya no quedaba ni un burócrata sobre la Tierra capaz de impedirme viajar.
Recuerdo muy bien la sensación de libertad, la felicidad al saber que ya no me ataba nada, y que ya no me ligaba nada, y que por fin podría viajar hasta que ya no pudiera dar ni un paso (o una rodada) más…
En cuanto al resto, decir que mis planes eran poco elaborados sería malgastar una oportunidad ideal para utilizar la palabra «inexistentes». Lo único que sabía con certeza era que yo y un avión aterrizaríamos en Bogotá (donde quizás vivía mi amiga Diana)… y nada más. Todo cuanto tenía era mi mochila, el billete de veinte euros que me había dado mi abuela antes de partir, y un montón de países para visitar haciendo autoestop… Pero había algo de lo que estaba seguro: me disponía a emprender la aventura más grande que había vivido nunca.
Y no sabía cuánta razón tenía.