MARRUECOS, ALGECIRAS, TÁNGER, ASILAH
Por mucho que diga, cuando me fui de casa con nueve euros en el bolsillo y la intención de dirigirme a África, no las tenía todas conmigo. Mi plan consistía en viajar haciendo autoestop hasta El Cuervo (cerca de Sevilla) con un amigo mío, y desde allí continuar mi viaje hacia el continente africano en solitario. Y para añadir más emoción a la situación, el día que me marchaba me encontré con otro amigo al que debía seis euros, y yo me quedé con tres.
Perfecto, así me quedaba un euro por cada cuatro semanas de viaje.
A las once de la mañana del 1 de junio de 2009, mis padres nos acercaron con su coche a un área de servicio de la autopista, cerca de Martorell (a diez minutos de mi pueblo, Esparraguera)… y desde aquel momento empezó nuestro viaje en solitario. Mi amigo Rubén no había hecho nunca autoestop, tenía ganas de hacerlo, y los dos teníamos una amiga común que vivía en el pueblecito de El Cuervo, así que en su momento la idea de que me acompañara hasta allí me había parecido idónea; ahora era el momento de comprobar si el autoestop en pareja era tan bonito en la práctica como en la teoría.
Tampoco es que esta cuestión me preocupara mucho, la verdad: sabía que aquella era la parte fácil del viaje, y que la auténtica emoción empezaría cuando me tuviera que colar en un barco para llegar a África; entonces ya no habría marcha atrás, y yo me encontraría en Marruecos solo, sin dinero, y con muchos muchos kilómetros por delante.
Por supuesto, pronto se demostró que (como siempre) cualquier preocupación que hubiéramos podido tener respecto al autoestop había sido infundada: el primer día encontramos una pareja que nos llevó hasta Almería, y el segundo llegábamos al pueblo de nuestra amiga con total tranquilidad después de uno de los viajes en autoestop más rápidos y fluidos que se pueden pedir.
Me encontraba a las puertas de África y sabía que pasados un par de días me dejarían en el puerto de Algeciras con la apasionante misión de encontrar alguna manera de embarcarme gratuitamente hacia alguna ciudad de Marruecos. Parecía que nada podría ir mejor, pero… espera, espera. ¿Cómo podría haber algún «pero» en una situación así?
Pues el caso es que lo había, y nadie estaba más sorprendido que yo por este descubrimiento.
En un primer momento no tuve ni la más remota idea de qué era lo que ocurría y empecé a dar vueltas a mi alrededor intentando descubrir qué estaba fallando. La sensación de que había algo que no iba bien en un viaje era tan absolutamente inusual que las primeras hipótesis que cruzaron por mi mente empezaban por la posibilidad de que me hubieran asesinado y yo solo fuera un clon mío con recuerdos implantados, y, a partir de ahí, no hacían más que empeorar.
Aun así, al cabo de un rato fui descartando la mayoría de las explicaciones más sencillas (sofisticados complots internacionales, intervenciones alienígenas…), y al final comprendí cuál era el auténtico e inesperado motivo de mi preocupación.
Resulta que no mucho antes de emprender el viaje había empezado a salir con una chica que se llamaba Anna. Habíamos vivido muchas aventuras juntos, y ella tenía muchas ganas de venir conmigo de viaje, pero no había podido venir a África (en aquellos momentos ella estaba viajando por los Estados Unidos) y yo acabé por irme solo, como en los viajes anteriores.
Y ahora me encontraba con una sensación totalmente nueva e inexplicable: la echaba de menos.
Me miré las manos para ver si mi piel había cambiado de color, comprobé que no me había crecido ningún brazo extra (lástima, mira que un brazo de más me habría ido la mar de bien…), y confirmé que todo seguía igual que siempre. Sencillamente echaba de menos a mi novia: ni más, ni menos.
Y a pesar de que esta contradicción interna me producía más pánico que todas las tormentas de Panamá juntas, decidí que al fin y al cabo solo sería un elemento más de la aventura, como perder el pasaporte o ser secuestrado por una banda de caníbales sedientos de sangre. Pensándolo bien, cualquier dificultad extra añadiría emoción a una aventura tan insulsa y aburrida como recorrer África en solitario con un total de tres euros…, ¿no?
Claro que, antes de poder continuar este viaje que se volvía más imprevisible a cada kilómetro, quedaba un pequeño detalle por solucionar. De hecho, un detalle que probablemente ha inquietado a miles y miles de inmigrantes a lo largo de los tiempos.
¿Cómo cruzaría el estrecho de Gibraltar sin dinero?
Diario del 7 de junio de 2009
Cada vez que llego a un puerto sabiendo que tengo que embarcar sin pagar, soy consciente del encanto irresistible que tiene la imagen del polizón. ¿Quién no ha lamentado haberse perdido la gloriosa época en que podías irte al puerto y esconderte entre las provisiones de algún barco en dirección a las Indias, donde verías costumbres exóticas y vivirías más aventuras de las que eras capaz de imaginar? El riesgo de ser degollado por el capitán si te descubrían, las maravillas que podrías contemplar si no lo hacían…, todo contribuía a añadir emoción. ¿Y qué importaba saber que ocho de cada diez exploradores morían en los primeros meses de viaje? Al menos la suya sería una muerte misteriosa y emocionante y, con suerte, doscientos años después Indiana Jones les arrancaría alguna daga sagrada de las manos esqueléticas en alguna cripta cavernosa y recóndita.
Por desgracia, hoy día el polizontismo ya no es lo que era, y ya no quedan barcos de vapor en dirección a tierras lejanas y desconocidas. Los aspirantes a polizón nos tenemos que conformar con el placer de ahorrarnos el precio del billete, y nuestro único temor es que algún empleado del barco nos pida amablemente que bajemos de la embarcación.
Pero lo peor de todo es que, para hacerlo todavía menos emocionante, cada vez hay más puertos que empiezan a asemejarse a un aeropuerto. Todo está perfectamente vigilado, los pasajeros no tienen acceso al área del puerto donde se amarran los barcos, y se va directo desde la taquilla a la embarcación por un camino acordonado.
En estos casos, lo mejor que puedes hacer es tragarte tu orgullo de polizón… y seguir sin pagar; todavía hay esperanza.
Dicen que cuando no puedes vencer al enemigo lo más inteligente que puedes hacer es aliarte con él, y esto es exactamente lo que he decidido hacer cuando he visto que el puerto de Algeciras era, efectivamente, uno de mis queridos puertos-aeropuerto.
Esquivando a un par de guardias de seguridad, me he dirigido directamente hacia los despachos del responsable de una de las compañías que navegaban hacia Ceuta, y le he explicado las cosas con la máxima sinceridad y simpatía posibles. Quería ir a Ceuta, no tenía dinero, y tenía los cabellos azules y una silla de ruedas. Siempre he creído que en estas situaciones lo mejor que puedes hacer es explicarte con la máxima brevedad posible antes de que la gente tenga tiempo de pensárselo mucho y darse cuenta de que tal vez tienes más cara de lo conveniente. De forma que la explicación no se ha alargado mucho, y al cabo de poco contemplaba al responsable de la compañía con mi mejor expresión de expectante ilusión.
El mundo ha aguantado la respiración durante unos segundos mientras las conexiones neuronales de mi interlocutor decidían mi destino… y la mágica respuesta ha llegado por fin a mis oídos: «Veremos qué se puede hacer».
En otras palabras…, el viaje a África acababa de empezar.
Si cruzar el estrecho de Gibraltar fue fácil, cruzar la frontera desde Ceuta todavía lo fue más. Llegué sin ningún tipo de visado, me sellaron el pasaporte con una amabilidad que parecía casi sospechosa, y al cabo de unos instantes rodaba feliz por tierra marroquí. Supongo que todos estaban tan acostumbrados a que los indocumentados fueran en dirección opuesta que nadie se quiso molestar en perder el tiempo amargándome la vida a mí.
Para hacer las cosas todavía más fáciles, en el trayecto hacia Ceuta había conocido a unos amigos que me habían regalado suficiente dinero para comprar comida durante un mes, y que además se habían ofrecido a llevarme hasta la ciudad de Tánger, desde donde todavía me sería más fácil proseguir el viaje y llegar a la ciudad costera de Asilah.
Parecía que a cada paso que daba el universo estaba más decidido a demostrarme que, por muchos años que me pasara viajando, la buena suerte seguiría acompañándome como el primer día, y yo no tenía la más mínima intención de decirle que no hacía falta.
Por desgracia, lo que no sabía era que toda esta buena suerte no era gratuita, sino que tendría que acabar pagándola a un precio realmente terrible.
Por lo visto, Alá, en su infinita sabiduría, me había deparado un castigo coincidiendo con mi llegada a Marruecos (¿qué pasa?, uno debe adaptarse a la cultura que le rodea en cada momento). Un castigo que suponía una lección de humildad y sensatez, sin duda, y con el que pretendía hacerme pagar de una vez por todas mis blasfemias y pensamientos impuros.
Y así fue como del cielo descendieron los Cuatro Kebabs de Pollo (en realidad era uno, pero no pasa nada) y me maldijeron con su terrible indigestión. Y si su objetivo era dejarme retorciéndome de dolor y sufrimiento por los suelos, tengo que decir que hicieron su trabajo con una profesionalidad digna de admirar: donde haya una indigestión por comer carne de kebab en malas condiciones, que se aparten Gengis Kan y todas sus sofisticadas torturas orientales.
Para quienes nunca hayan sufrido una intoxicación por comer carne en malas condiciones, intentaré resumir los síntomas brevemente (y de manera tan poco escatológica como pueda): en cierto modo, es como si te cogieran el estómago, te lo subieran al Dragon Khan diez o doce veces (usándolo de almohada), lo utilizaran de pelota de tenis en el último partido de Rafa Nadal, y te lo devolvieran intentando fingir que allí no ha pasado nada. Inútil decir que no consiguen engañarte, más que nada por detalles como los vómitos constantes, las convulsiones y el convencimiento de que hubiera sido más misericordioso morir ahogado en tu propio vómito al principio y ahorrarte todo lo que ha seguido a continuación. Y por si no lo he dicho todavía, no es un estado físico compatible con la actividad de viajar.
Esta era la situación en que me encontraba la tarde de mi tercer día en Marruecos, mientras admiraba bien de cerca la artística combinación entre los adoquines de la ciudad de Asilah y mi última contribución orgánica al país. Me inquietaba un poco mi futuro inmediato, porque no me atraía particularmente la idea de dormir en la calle en aquel estado, pero lo cierto es que las visitas de mi amigo kebab me estaban dejando la agenda un poco llena, y cada vez parecía más difícil encontrar un agujero para explicar a algún marroquí mi desafortunada situación. Sin muchas esperanzas respecto a mi futuro próximo, me senté en el suelo de la terraza de un bar (había aprendido deprisa que sentarse en el suelo era la opción más segura si quería evitar que el siguiente ataque de kebab afectara innecesariamente al mobiliario del local) pensando que, si al menos supiera hablar en árabe, quizás me sería más fácil explicarme… cuando oí a mi lado una voz que me decía con total amabilidad: «¿Estás bien, necesitas ayuda?».
Sé que a estas alturas debería considerarme la persona más incrédula y pesimista del mundo por seguir sorprendiéndome de que ocurran estas cosas, pero, a ver, ¿cuáles son exactamente las probabilidades de encontrarme a una mujer española viviendo en Asilah justamente el día que tengo una intoxicación estomacal, empieza a oscurecer y no tengo dónde dormir? Y lo peor es que después vuelvo a Barcelona y la gente sigue intentando convencerme de que el mundo está lleno de peligros y personas terribles…
Más tarde supe que mi salvadora era Sofía, una española soltera de mediana edad que vivía en Asilah en una casa la mar de acogedora, y que no tuvo el menor inconveniente en acogerme durante los dos días siguientes. Es gracias a personas como ella, que siempre están presentes cuando más las necesitas, que nosotros vivimos en un mundo como el nuestro, protegidos de kebabs sanguinarios y quién sabe qué peligros aun peores.
Y en cuanto a mí, poco a poco me fui recuperando sin secuelas importantes de mi terrible tránsito por los infiernos estomacales (aunque nunca he conseguido volver a mirar los kebabs de carne del mismo modo), y dos días más tarde decidí continuar mi viaje lleno de agradecimiento por la mujer que me había rescatado de la miseria y de los trocitos de kebab regurgitados.
Por fin empezaba a entender la famosa dureza de África, de la que tanto me habían hablado… y lo mejor era que el viaje no había hecho más que empezar. Mientras hacía planes para adentrarme en el desierto africano, me imaginaba todos los peligros terribles que me podían estar esperando allí (kebabs de serpiente, kebabs de cactus…, ¡quizás incluso kebabs de camello!) y temblaba de la emoción anticipada.
África me esperaba…