LOS CRÍMENES DE FALL RIVER

Lizzie Borden con un hacha

a su padre hizo pedazos.

Cuando vio cómo quedó

con su madre se ensañó.

Canción infantil

Primeras horas de la mañana del cuatro de agosto de 1892, en Fall River, Massachusetts.

Calor, calor, calor… por la mañana temprano, antes de que suene la sirena de la fábrica, aunque, incluso a esta hora, todo brilla y se estremece ante la embestida del sol blanco, agresivo, alto ya en el aire quieto…

Los habitantes de Fall River nunca han aceptado estos veranos cálidos y húmedos…, porque es la humedad, más que el calor, lo que los hace insoportables; el calor pertinaz es como una leve fiebre de la que es imposible librarse. Los indios que vivían aquí originalmente tenían la sensatez de quitarse los calzones de piel de ante cuando llegaba el verano y de sumergirse hasta el cuello en alguna charca; pero no ocurre lo mismo con los descendientes de los esforzados santos acostumbrados a autotorturarse, que importaron intacta la ética protestante a una tierra destinada a la siesta y que se sienten orgullosos, ¡orgullosos!, de desafiar abiertamente a la naturaleza. En la mayoría de las latitudes con veranos como éste, todo transcurre a un ritmo más lento en esta época. Hay que quedarse todo el día en la penumbra tras visillos bajos y postigos cerrados; llevar ropa suelta para que la propia brisa refresque cuando, por casualidad, se hace algún movimiento. Pero la última década del siglo pasado nos encuentra aquí en el punto culminante del trabajo esforzado; dentro de poco, todo comenzará a bullir, los hombres saldrán a enfrentarse con el horno matinal envueltos en ropa interior de franela, camisas de lino, chaquetas y abrigos y pantalones de telas resistentes de lana y, además, con corbatas que los estrangulan; piensan que es muy virtuoso andar incómodos.

Y hoy estamos en medio de una ola de calor; ya tan temprano, el mercurio ha llegado a más de treinta grados y no muestra intención alguna de detener su marcha ascendente.

En cuanto a la vestimenta, la comodidad de las mujeres era sólo aparente. Esta mañana, cuando, después del desayuno y de hacer unas cuantas tareas domésticas, Lizzie Borden asesine a sus padres, se pondrá, al levantarse, un sencillo vestido de algodón… pero, debajo de eso, llevará un largo fustán almidonado, otro fustán corto almidonado, calzones largos, medias de lana, una camisa y un corsé de barbas de ballena que le ciñe las vísceras en un molde rígido y se las aprieta a más no poder. También se ha atado una gruesa sabanilla de lino entre las piernas porque está menstruando.

Así, con toda esa ropa, de mal humor y con náuseas, en medio de ese calor enloquecedor, con el vientre dolorido, calentará una plancha en un hornillo y planchará pañuelos con la plancha caliente hasta que llegue la hora de bajar al sótano, adonde guardan la leña, a coger el hacha con la que siempre la adorna nuestra imaginación —«Lizzie Borden con un hacha»—, así como siempre imaginamos a santa Catalina girando en la rueda, el emblema de su pasión.

Dentro de poco, tan arropada como miss Lizzie, aunque con prendas menos delicadas, Bridget, la joven criada, echará queroseno en una hoja arrugada del periódico de anoche y en algunos trozos de leña. Cuando el fuego esté listo, preparará el desayuno; el fuego la seguirá sofocando luego, mientras lave.

Enfundado en un traje de sarga que con sólo mirarlo una vez bastaría para dar salpullido de calor, el viejo Borden recorrerá la ciudad sudorosa buscando dinero como un cerdo que olfatea trufas, hasta regresar a casa a media mañana para acudir a una apremiante cita con el destino.

Pero nadie se ha levantado todavía; aún es temprano, antes de que suene la sirena de la fábrica, es la perfecta quietud de la canícula, con el cielo ya blanco, la luz sin sombras de Nueva Inglaterra, que parece un rayo lanzado por el ojo de Dios, y el mar, blanco, y el río, blanco.

Si hemos olvidado casi por completo la incomodidad de la picazón, la opresión de las prendas antiguas y el efecto corrosivo que provocaba en los nervios esa perpetua incomodidad, también hemos olvidado misericordiosamente los olores del pasado, los hedores domésticos: la piel mal lavada, la ropa interior que se cambiaba muy de cuando en cuando, las bacinillas, los cubos para desperdicios, los excusados con malos desagües, la comida a medio pudrir, los dientes mal cuidados; y las calles no huelen mejor que el interior de las casas, la omnipresente acidez de la orina y la bosta de caballo, las alcantarillas, el súbito hedor de descomposición que sale de las carnicerías, el horror amniótico de los pescaderos.

Tendrían que empapar el pañuelo en agua de colonia y apretarlo contra las narices. Tendrían que rociarse con violeta de Parma para que su olor, digno de un local donde se embalsaman cadáveres, encubriera el hedor de carne descompuesto que los acompaña constantemente. Aborrecerían el aire que respiran.

Cinco personas duermen en una casa de Second Street, en Fail River. Dos viejos y tres mujeres. El primer viejo es dueño de todas las mujeres, por matrimonio, paternidad o contrato. Su casa es tan estrecha como un ataúd y así es precisamente como se hizo rico: antes era empresario de una funeraria pero en los últimos tiempos ha diversificado sus actividades en varias direcciones y todas ellas le dan rentas extremadamente satisfactorias.

Pero, al observar la casa, a nadie se le ocurriría que es un hombre próspero y de éxito. Su casa es angosta, incómoda, pequeña y vulgar —«sencilla», se podría decir con afán de adular— y la misma Second Street conoció tiempos mejores años atrás. La casa de los Borden —miren la placa de bronce junto a la puerta, en la que han grabado «Andrew J. Borden» en letras ondulantes— está separada de las casas de los lados por unos pocos metros de césped. A la izquierda hay un establo, en desuso desde que vendió el caballo. Al fondo crecen algunos perales, cargados de frutas en esta época del año.

Esta mañana, como lo ha dispuesto el destino, sólo una de las señoritas Borden duerme en la casa paterna. Emma Lenora, la hija mayor, se ha marchado por algunos días a una ciudad cercana, para disfrutar de la brisa marina y, por lo tanto, se librará de la matanza.

Pocos miembros de su clase social se quedan en Fall River durante los cálidos meses de junio, julio y agosto, pero también es cierto que pocas personas de su misma clase social viven en Second Street, en la parte baja de la ciudad donde el calor se condensa como la niebla. A Lizzie también la invitaron a otra ciudad, a una casa de verano junto al mar a la que iba a ir un grupo de alegres muchachas pero, como si lo hubiese hecho a propósito para mortificar su cuerpo, como si hubiera tenido asuntos urgentes que atender en la ciudad vacía, como si un embrujo maléfico la retuviera en Second Street, Lizzie no se marchó.

El otro viejo es un pariente lejano de Borden. No vive aquí; ha venido de visita, está de paso, es un espectador casual, no tiene ninguna importancia.

Hay que dejarlo fuera de la historia.

Aunque su presencia en la casa condenada es innegable desde el punto de vista histórico, la descripción de este apocalipsis doméstico debe ser cruda y la trama debe simplificarse al máximo para que tenga el mayor efecto simbólico posible.

Excluyamos a John Vinnicum Morse de la historia.

Un viejo y dos de sus mujeres duermen en la casa de Second Street.

El reloj del ayuntamiento zumba y masculla el prolegómeno de la primera campanada de las seis y el reloj despertador de Bridget da un solidario salto y un golpecito cuando el minutero titubea en la hora; el pequeño mazo da un sacudón hacia atrás, a punto de golpear la campana que hay en lo alto del reloj, pero los párpados húmedos de Bridget no tiemblan de premonición mientras yace envuelta en un camisón pegajoso de franela bajo una sábana liviana en un catre de hierro, de espaldas, como le enseñaron las buenas monjas en Irlanda durante su niñez, por sí muriera por la noche, para darle menos trabajo al empleado de la funeraria.

En general es una buena chica, aunque a veces tiene reacciones imprevisibles y entonces le responde a la señorita, a veces, y se ve obligada a confesarle al cura el pecado de la impaciencia. Abrumada por el calor y las náuseas —porque todos los habitantes de la casa se despertarán enfermos esta mañana— volverá a acostarse más tarde en esta cama estrecha. Mientras trata de aprovechar unos pocos instantes más de descanso allá arriba, abajo se desatará el infierno.

Un rosario de cuentas de vidrio oscuro, una imagen de la Virgen comprada en una tienda de portugueses y pegada en un cartón, una fotografía de su solemne madre en Donegal cubierta con manchas de mosca, todo eso está apoyado en la repisa de la chimenea que, pese a los duros inviernos de Massachusetts, jamás han encendido. Un baúl estropeado de aluminio que hay a los pies de la cama contiene todos los bienes terrenales de Bridget.

Junto a su cama hay una silla dura en la que reposan una palmatoria, cerillas, el reloj despertador que resuena en todo el cuarto con un golpeteo doble y metálico, porque Bridget y su señorita suelen decir en broma que la muchacha es capaz de dormir a pesar de cualquier ruido, realmente cualquier ruido, de modo que necesita el despertador y, además, las sirenas de las fabricas que están a punto de sonar, que en este mismo instante están a punto de sonar.

En una palangana de pino astillado hay una jarra y una jofaina que no usa jamás; ¿cómo va a acarrear un balde de agua hasta el segundo piso nada más que para enjuagarse? Si en el fregadero de la cocina hay agua suficiente…

El viejo Borden no considera que sea necesario bañarse. No cree en la inmersión total. Renunciar a sus aceites naturales sería como privar a su cuerpo de algo.

Un espejo cuadrado sin marco refleja en ondas arrugadas una jabonera resquebrajada y cubierta de polvo en la que hay varias horquillas negras de metal.

En los claros rectángulos de los visillos de papel se agitan las hermosas sombras de los perales.

Aunque Bridget dejó la puerta del cuarto entornada con la vana esperanza de atraer una leve brisa, todo el aire viciado del día anterior se ha acumulado en su buhardilla. Un pedazo de lechada descascarillada cuelga del techo, donde una mosca gimotea melancólicamente.

La casa está impregnada de olor a sueno, ese olor semidulzón y pegajoso que se adhiere a todo. Quietud, absoluta quietud; nada se mueve en toda la casa, salvo la mosca que pasea su zumbido. Quietud en la escalera. Una quietud que se ciñe contra los visillos. Quietud, una quietud mortal en el cuarto de abajo, donde el señor y la señora comparten el lecho matrimonial.

Si las cortinas estuvieran descorridas o si la lámpara estuviera encendida, se vería con más claridad la diferencia que hay entre este cuarto y la austeridad del cuarto de la criada. Aquí hay un tapete salpicado de flores de colores crudos, aunque es un tapete vulgar y más bien vistoso; en el papel de las paredes hay flores malva, ocre y cereza fuerte, aunque el papel ya estaba gastado cuando llegaron los Borden. Una cómoda con otro espejo que distorsiona las imágenes; no hay ningún espejo en esta casa que no deforme los rostros en su reflejo. Sobre la cómoda, un paño bordado con nomeolvides; sobre el paño, un peine de hueso con tres dientes de menos, en el que han quedado enredadas algunas canas, un cepillo con base de madera teñida de negro y varias esterillas de encaje en las que descansan cajitas de porcelana con horquillas, redes para el pelo, etc. Él peluquín que la señora Borden se coloca en la cabeza semicalva durante el día está enroscado como una ardilla muerta. Pero no hay rastros de la presencia del señor Borden en esta habitación, porque él tiene su propio cuarto de vestir, al que se llega a través de esa puerta, la de la izquierda…

¿Qué pasa con la otra puerta, la que está al lado de ésta?

Esa puerta conduce a la escalera posterior.

¿Y esa tercera puerta, semioculta detrás de la cabecera de la pesada cama de caoba?

Si no estuviera cerrada con llave, conduciría a la habitación de la señorita Lizzie.

Una peculiaridad de esta casa es la cantidad de puertas que hay en cada habitación y otra de sus peculiaridades es que todas las puertas están siempre cerradas con llave. Una casa llena de puertas cerradas que sólo conducen a otras habitaciones con más puertas cerradas con llave porque, tanto arriba como abajo, todas las habitaciones se comunican unas con otras como en un laberinto de pesadilla. Es una casa sin pasadizos. Ninguna parte de la casa se ha librado de convertirse en el territorio personal de uno de sus habitantes; es una casa que no tiene espacios compartidos, espacios comunes entre una habitación y otra. Es una casa donde la intimidad de cada cual está tan unida a la de los demás como si la hubieran sellado con cera en un documento legal. Al cuarto de Emma sólo se puede llegar a través del cuarto de Lizzie. La habitación de Emma no tiene otra puerta. Es un callejón sin salida.

La costumbre de los Borden de echarles cerrojo a todas las puertas, por fuera y por dentro, se remonta a aquella vez, hace algunos años, poco antes de que Bridget llegara a trabajar con ellos, en que alguien entró a robar a la casa. Un desconocido entró por la puerta de servicio cuando Borden y su mujer estaban de viaje, uno de los pocos viajes que hicieron juntos; él la había subido a un coche ligero y habían enfilado hacia la granja que tenían en Swansea para asegurarse de que su inquilino no lo estaba estafando. Las muchachas se quedaron en casa, en sus cuartos, dormitando en sus camas o arreglando dobladillos descosidos o asegurando botones sueltos o escribiendo cartas o pensando en hacer obras de beneficencia para los pobres que lo merecieran o mirando al vacío.

No puedo imaginar qué más podrían hacer. Me resulta imposible imaginar qué pueden hacer las muchachas cuando están solas.

Emma es mucho más enigmática que Lizzie, porque sabemos mucho menos sobre ella. Es un espacio en blanco. No tiene vida propia. La puerta de su cuarto sólo conduce al de su hermana.

Evidentemente, el llamarlas «muchachas» es una fórmula de cortesía. Emma tiene cuarenta y tantos años; Lizzie, treinta y tantos, pero, como no se casaron; viven en la casa de su padre, donde siguen prolongando una ficticia y dilatada niñez.

Cuando los dueños de casa estaban de viaje y mientras las muchachas dormían o se dedicaban a alguna otra cosa, uno o varios desconocidos subieron de puntillas por la escalera del fondo hasta el cuarto matrimonial y robaron el reloj y la cadena de oro de la señora Borden, su collar de coral y el brazalete de plata de su lejana niñez y un rollo de dólares que el viejo Borden tenía escondido bajo la ropa interior limpia, en el tercer cajón de la cómoda al lado izquierdo. El intruso trató de forzar la cerradura de la caja fuerte, ese bloque de hierro negro sin un solo detalle notorio que parecía el tajo de un matadero o un altar firmemente instalado junto a la cama, del lado donde dormía el viejo Borden, pero habría necesitado una palanca para abrir la caja fuerte como correspondía y en cambio echó mano a un par de tijeras de uñas que estaban a su alcance sobre la cómoda, de modo que la caja no se abrió.

A continuación, el intruso meó y cagó sobre la colcha de la cama de los Borden, arrojó al piso el montón de objetos desordenados que había sobre la cómoda y que se hicieron añicos, irrumpió en el cuarto de vestir del viejo Borden y se ensañó maléficamente con su traje funerario que colgaba en el oscuro armario lleno de bolas de naftalina, usando las mismas tijeras de uñas con que había tratado de abrir la caja fuerte (partidas en dos ya y que quedaron abandonadas en el piso del armario), se fue a la cocina, rompió las vasijas de barro donde guardaban la harina y la melaza y luego garabateó un par dé obscenidades en la ventana de la sala con un jabón que había siempre junto al fregadero.

¡Qué desastre! Lizzie miraba consternada la ventana de la sala; había oído el leve golpeteo de la puerta mosquitera, que oscilaba indolentemente aunque no corría brisa. ¿Qué hacia de pie, cubierta solamente con su corsé, en medio de la sala de estar? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Se había deslizado escaleras abajo cuando oyó sacudírsela puerta? No sabía. No se acordaba.

Esto fue lo que ocurrió: se había encontrado de pronto en la sala, con un jabón en la mano.

Luego había vuelto a sus cabales y sólo entonces se puso a gritar y a chillar.

—¡Auxilio! Nos han robado. ¡Auxilio!

Emma bajó y la tranquilizó, como la hermana mayor había tranquilizado siempre a la pequeña desde su infancia. Fue Emma quien limpió el tapete de la sala de estar, quitándole la harina y la melaza que Lizzie había arrastrado sin darse cuenta desde la cocina con los pies desnudos en su trance de sonámbula. Pero no se encontraron rastros de las joyas ni de los billetes que faltaban.

No puedo describirles cómo afectó el robo al viejo Borden. Lo desconcertó por completo; quedó estupefacto. En realidad, el robo fue como una violación. Era un hombre violado. El robo le arrebató su confianza, inquebrantable hasta entonces, en la integridad inherente de las cosas.

El robo conmovió de tal manera a los miembros de la familia que rompieron el habitual silencio que guardaban entre ellos para hablar del tema. Evidentemente culpaban a los portugueses, pero a veces también le echaban la culpa a esos franchutes de Canadá. Su indignación no cedió en absoluto y no disminuyó con el paso del tiempo, pero el blanco de su cólera variaba de acuerdo con su humor, aunque siempre blandían el dedo acusador contra los extranjeros y los recién llegados que vivían en las horrorosas viviendas de la empresa a unas pocas sórdidas calles de distancia. No siempre sospechaban de los extranjeros de piel oscura; a veces pensaban que el culpable bien podría ser uno de los obreros de las hilanderías que acababan de llegar de la desvergonzada Lancashire, del otro lado del océano, porque un propietario de casas en los barrios bajos tiene pocos amigos entre los delincuentes.

Sin embargo, la señora Borden también contempla la posibilidad de que haya sido un poltergeist, aunque no conoce la palabra; lo que sí sabe es que la menor de sus hijastras es excéntrica y que, si quisiera, podría hacer saltar los platos sólo por fastidiar. Pero el viejo adora a su hija. Probablemente haya sido entonces, después de la conmoción provocada por el robo, cuando decidió que ella necesitaba cambiar de aire, una dosis de brisa marina, una larga travesía, porque fue después del robo cuando la mandó a hacer un largo viaje de turismo.

A partir del robo, le echaban siempre tres cerrojos a la puerta principal y a la puerta de servicio cuando salía uno de los habitantes de la casa aunque solo fuera al jardín a llenar una canasta con peras caídas en la época de las peras o si la criada salía a colgar un poco de ropa recién lavada o si el viejo Borden salía, después de la cena, a mear bajo un árbol.

A esa época se remontaba la costumbre de cerrar con llave las puertas de todas las habitaciones, por dentro cuando alguien estaba adentro o por fuera cuando alguien estaba afuera El viejo Borden le echaba llave a la puerta de su cuarto cuando salía por la mañana y dejaba la llave a la vista de todos en la repisa de la cocina.

El robo hizo que el viejo Borden se diera cuenta de lo volátil que era la propiedad privada. Desde entonces, se entregó a una orgía de inversiones. Prefería invertir el dinero que le sobraba en ladrillos y argamasa, porque ¿quién puede huir con una manzana de casas?

En esa misma época vencieron simultáneamente varios contratos de alquiler en una calle del centro de la ciudad y Borden le echó el guante a las casas. Era dueño de la manzana La hizo demoler. Hizo planes para construir el edificio Borden, un edificio con tiendas y oficinas, de ladrillos oscuros y piedras de un color canela profundo, con adornos de hierro forjado, que podría darle una eterna cosecha de buenos alquileres intraspasables, y ese monumento, como el de Ozymandias, perduraría mucho después de su muerte…, y, de hecho, aún sigue en pie, cuadrado e imponente, el edificio Andrew Borden, en South Main Street.

No está mal para el hijo de un vendedor de pescado, ¿verdad?

Porque, aunque Borden es un antiguo apellido de Nueva Inglaterra y el clan de los Borden era dueño de gran parte de Fall River, nuestro Borden, el viejo Borden, estos Borden, no provenían de una rama acaudalada de la familia. Había distintas clases de Borden y él era hijo de un hombre que vendía pescado fresco de casa en casa en una cesta de mimbre. La tacañería del viejo Borden era producto de la pobreza pero se había intensificado con la riqueza, porque la frugalidad tiene un significado diferente para los pobres; no les da alegría, para ellos es estrictamente un problema de necesidad. ¿Quién ha oído hablar de un avaro sin dinero?

Arisco y enjuto, este hombre humilde que ha triunfado por su propio esfuerzo tiene pocos placeres. Su vocación es la acumulación de capital.

¿Cuál es su pasatiempo favorito?

Precisamente ése: pisotearle la cabeza a los pobres.

Andrew Borden comenzó siendo un empresario de funeraria, y la muerte, reconociendo en él a un cómplice, fue generosa. En la ciudad de los husos, pocos llegaban a viejos; los niños que trabajaban en las hilanderías se morían con particular frecuencia. Cuando era empresario de funeraria, ¡no!…, ¡no es cierto que les cortara los pies a los cadáveres para que cupieran en un surtido de ataúdes que había comprado más baratos como desechos de la Guerra Civil! ¡Ése era un rumor que habían echado a correr sus enemigos!

Con la ganancia que le dejaron los ataúdes, compró algunas casas de vecindad y también obtuvo una buena ganancia a costa de los que seguían vivos. Compró acciones en las hilanderías. Después invirtió en uno o dos bancos y comenzó a obtener ganancias del mismísimo dinero, que es la forma más pura de lucro.

Lo que le da más placer son los juicios hipotecarios y los desahucios. Nada le gusta más que una usura de poca monta. Ya está a medio camino hacia su primer millón.

Por la noche, para ahorrar queroseno, se sienta a oscuras, sin una sola lámpara encendida. Riega los perales con su orina; no hay que desperdiciar nada, no hay que desear nada. Apenas lee los periódicos, los corta en perfectos cuadrados y los guarda en el retrete del sótano para que todos se limpien el culo con ellos. Lamenta la pérdida de los excelentes desechos orgánicos que se van por el inodoro. Le gustaría cobrarles alquiler hasta a las cucarachas que hay en la cocina. Y, sin embargo, esto no lo ha hecho engordar; la llama pura de su pasión le ha derretido la carne, los huesos se le pegan a la piel de tanta tacañería. Tal vez haya conservado los modales de su primer oficio, porque camina con la augusta dignidad de una carroza fúnebre.

Quien veía al viejo Borden caminando por la calle en dirección a él sentía de inmediato un respeto instintivo por la muerte, de la que parecía ser el enjuto embajador. Y también hacía pensar en el notable triunfo ante la naturaleza que había sido, ante todo, que lográramos erguirnos y caminar en dos pies en lugar de hacerlo en cuatro patas. Porque se mantenía derecho con tanta dificultad que recordaba constantemente a todos los que lo observaban desplazarse que el andar erguido no es algo natural, sino un triunfo de la voluntad sobre la fuerza de gravedad, la encarnación del poder del espíritu sobre la materia. Su columna es como una vara de hierro, no algo con lo que haya nacido sino algo forjado; es imposible imaginar la columna del viejo Borden encogida dentro del útero de su madre en la enorme C del feto; camina como sí sus piernas no tuviesen articulaciones ni en la rodilla ni en el tobillo, de modo que sus pies retumban en la tierra que se estremece como los golpes de un alguacil en una puerta.

Tiene una barba blanca como un barboquejo, ya anticuada en esa época. Parece que se hubiera comido los labios. Está en paz con su Dios porque ha aplicado su talento como la Biblia le ordena.

Pero no piensen que no tiene ninguna debilidad. Como el viejo Lear, su corazón —y, más aún, su talonario de cheques— se convierte en masilla en las manos de su hija menor. En el dedo meñique —no alcanzan a verlo, porque está bajo la colcha— lleva un anillo de oro, no un anillo de boda sino un anillo de la escuela secundaria, una alhaja singular para un avaro tan extraordinariamente misántropo. Se lo dio su hija menor cuando terminó sus estudios y le pidió que lo usara, siempre, así que siempre lo lleva puesto, y se lo llevará a la tumba, a la que ella lo va a enviar más tarde, esta misma mañana de este día candente.

Duerme cubierto de pies a cabeza con un camisón de franela que se coloca sobre la ropa interior de manga larga y con un gorro de franela, dándole la espalda a la que ha sido su mujer durante treinta años, que también le da la espalda.

Son el señor y la señora Jack Pratter personificados: él, alto y enjuto como un juez que dicta sentencias de muerte; ella, una bolita de masa redonda y rebosante. Él es un avaro y ella es una glotona, una aficionada a comer a solas, el más inocente de todos los vicios y, no obstante, la sombra o reverso del vicio que tiene él, porque a él le gustaría engullirse el mundo entero o, como eso no es posible, porque la suerte no le ha dado una mesa tan grande como para colmar sus ambiciones, es un Napoleón mudo, sin gloria, que no sabe lo que podría haber hecho porque nunca ha tenido la oportunidad de hacerlo; como nunca ha tenido acceso a todo el mundo, le gustaría engullirse la ciudad de Fall River. Pero ella, bueno, con toda calma, ella se va atiborrando sin descanso, ¿no es cierto?; siempre está mordisqueando algo, rumiando tal vez.

No es que eso le dé gran placer; no es una aficionada a la buena mesa que se pase la vida meditando en la exquisita diferencia que hay entre una mayonesa aderezada con unas pocas gotas de vinagre de Orleans y una mayonesa preparada con un chorrito de jugo de limón recién exprimido. No. Abby nunca aspiró a unto ni nunca se le ocurriría hacerlo aunque tuviera la posibilidad; a ella le basta con la simple glotonería y renuncia a todos los matices de sensualidad de los caprichos. Como no saborea ni un solo bocado de lo que come, sabe que su incesante glotonería no es un pecado.

Allí están los dos, juntos en la cama, la personificación viviente de dos de los siete pecados capitales, pero él sabe que su avaricia no es un pecado porque nunca gasta dinero y ella sabe que no es glotona porque toda la comida con que se atraganta le produce dispepsia.

Abby tiene una cocinera irlandesa, y la mano de Bridget, que es inculta pero eficiente, satisface todas sus exigencias. Pan, carne, col, patatas… Abby estaba hecha para la comida pesada que le había dado forma. Bridget lanza descuidada y alegremente sobre la mesa las comidas hervidas, pescado hervido, gachas de harina de maíz, budín de maíz, tortas de maíz, bizcochos.

Pero ¡ah, esos bizcochos!, los bizcochos sí que son la debilidad de Abby. Bizcochos de melaza, bizcochos de avena, bizcochos de pasas. Pero cuando agarra un bizcocho de chocolate pegajoso, que rezuma chocolate, tiene la perturbadora sensación de que casi se ha excedido, de que el pecado puede estar a la vuelta de la esquina si su estómago no empieza a palpitar de inmediato como la mala conciencia.

Su camisón de franela es igual al de su esposo, excepto por el volante caído de franela alrededor del cuello. Pesa noventa kilos. No mide más de un metro cincuenta. La cama se hunde bajo su peso. Es la misma cama en la que murió la primera mujer de él.

Anoche, los dos tomaron aceite de castor, debido al malestar que los mantuvo despiertos y vomitando toda la noche antes de hacerlo; el copioso producto de sus purgas llena hasta el borde las bacinillas que hay debajo de la cama. El olor hace palidecer al de una cloaca.

Duermen espalda contra espalda. Se podría colocar una espada en el espacio que queda entre el viejo y su mujer, entre la columna del viejo, la única cosa dura que le ha ofrecido jamás, y el trasero de ella, suave, tibio, enorme. Las purgas los han agotado. Sus rostros lucen de un color verde putrefacto en el cuarto oscuro, con las cortinas corridas, en el que el aire es demasiado espeso para que vuele una mosca.

La menor de las hijas sueña al otro lado de la puerta cerrada. ¡Miren a tabella durmiente!

Ha echado hacia atrás la sábana de arriba y la ventana está abierta de par en par, pero afuera, esta mañana, no sopla ni una mísera brisa que agite deliciosamente la alambrera. El sol brillante da de lleno en el visillo, de modo que la luz color de lino nos revela que Lizzie se ha ido a dormir vestida como para una importante recepción, luciendo un hermoso camisón con volantes de muselina blanca almidonada y cintas de satén rosa claro entretejidas en los ojalillos del encaje, porque ¿no son éstos acaso los «atrevidos años noventa» en todo el mundo salvo en el austero Fall River? ¿Los lustrosos vapores de la compañía Fall River no encarnan acaso todo el despilfarro de esta Edad Dorada con sus camarotes de caoba y llenos de candelabros? ¿No se alejan acaso de Fall River rumbo a otros lugares donde, sin excepción, se vive la Belle Époque? En Nueva York, en París, en Londres, saltan los corchos de las botellas de champaña; en Montecarlo la banca ha quebrado, las mujeres se desvanecen sobre un crujiente merengue de enaguas en busca de placer y de dinero, pero en Fall River no. ¡Oh, no! Por eso, en la inmutable intimidad de su cuarto, por su propio placer, Lizzie se pone un hermoso camisón digno de una muchacha acaudalada, aunque vive en una casa vulgar, porque también es una muchacha acaudalada.

Pero es una muchacha fea.

Tiene el borde del camisón doblado por encima de las rodillas, porque su sueño es agitado. El pelo claro, seco, rojizo, que la estática hace chisporrotear, se escapa de la trenza que se hace para dormir y se riza y se retuerce en la almohada cuadrada, a la que se aferra boca abajo, con una mejilla sobre la funda almidonada en la que se apoyó hace algunas horas en busca de un poco de frescura.

Lizzie no era un diminutivo cariñoso sino el nombre con que la bautizaron. A su padre se le ocurrió que, como siempre la llamarían Lizzie, ¿para qué incomodarla con un largo Elizabeth, decadente y caprichoso? Avaro en todo, incluso le redujo el nombre a la mitad antes de dárselo. Así que ése fue su nombre, Lizzie, austero y sin adornos, y, además, la pobre quedó huérfana de madre a los dos años.

Ahora tiene treinta y dos y, no obstante, la memoria de esa madre que no puede recordar sigue siendo una constante causa de dolor —Si mamá no hubiera muerto, todo habría sido diferente.

¿Cómo? ¿Por qué? ¿En qué sentido? No hubiese sido capaz de responder estas preguntas, sumida como estaba en la nostalgia por un amor desconocido. Sin embargo, ¿es posible que su madre la hubiera querido más que su hermana Emma, que prodigaba a la pequeña los tesoros acumulados en el corazón de una solterona de Nueva Inglaterra? ¿Hubiera sido quizá diferente porque su verdadera madre, la primera señora Borden, que sufría inexplicables y terribles accesos de ira, podría haber atacado con el hacha al viejo Borden por su propia iniciativa? Pero Lizzie ama a su padre. Todos están de acuerdo en eso. Lizzie adora al padre que la idolatra y que, después de la muerte de su madre, se consiguió otra mujer.

Los pies desnudos se le crispan apenas, como las patas de un perro que sueña con conejos. Su sueño es liviano y escaso, está plagado de horrores difusos y amenazas imprecisas que no puede definir ni describir una vez que despierta. El sueño abre dentro de ella las puertas de una casa alborotada. Pero sólo sabe que duerme mal y esta última noche sofocante también ha dormido a saltos, con vagos malestares y los retortijones de sus dolores femeninos; el aire de su cuarto tiene la aspereza metálica de la sangre menstrual.

Anoche se escapó de la casa para visitar a una amiga. Estaba agitada; no dejaba de retorcer con nerviosismo los frunces de la parte delantera de su vestido.

—Tengo miedo de que…, de que alguien… haga algo —dijo Lizzie—. La señora Borden… —y en ese momento bajó la voz y recorrió con la vista todo el cuarto pero sin mirar a la señorita Russell—, la señora Borden…, ¡oh!, ¿se imagina usted? ¡La señora Borden piensa que alguien está tratando de envenenarnos!

Generalmente le decía «madre» a su madrastra, por obligación, pero, después de un altercado sobre asuntos de dinero que tuvieron después de que su padre le cedió a su madrastra la mitad de unas casas que tenía en los barrios bajos, Lizzie siempre hablaba, con fría escrupulosidad, de «la señora Borden», cuando se veía obligada a hablar de ella, y también le decía «señora Borden» en la cara.

—Anoche la señora Borden y mi pobre padre se sintieron muy mal. Los escuché a través de la pared. Tampoco me he sentido bien en todo el día, me he sentido muy rara. Tan… rara.

—Porque tenía accesos de sonambulismo. Desde su niñez había tenido «curiosos accesos» cómo, según la costumbre de la época y del lugar, llamaban a esos extraños deslices, a esos trances inesperados e involuntarios, a esos instantes de inconexión. Esos momentos en que la mente deja de funcionar. La señorita Russell se apresuró a tratar de encontrar una explicación razonable; le avergonzaba hablar de los «curiosos accesos». Todos sabían que las muchachas Borden no tenían ningún rasgo extraño.

—¿Será algo que comiste? Tiene que haber sido algo que comiste. ¿Qué comieron en la cena de anoche? —preguntó la señorita Russell solícitamente.

—Pez espada recalentado. Lo cocinaron para el almuerzo, pero no pude comer mucho. Después Bridget recalentó lo que sobraba para la cena, pero tampoco comí mucho, apenas un bocado. La señora Borden se comió todo lo que quedaba y limpió el plato con su pedazo de pan. Se relamió los labios, pero después se sintió mal toda la noche. (Nótese el tono de satisfacción).

—¡Ay, Lizzie! ¡Con el calor que hace, con este calor insoportable. ¡Pescado recalentado! ¡Ya sabes lo rápido que se descompone el pescado con este calor! ¡Bridget no les tendría que haber dado pescado recalentado!

Lizzie también estaba en los días más difíciles del mes; su amiga se daba cuenta por su mirada cansada y vidriosa. Sin embargo, su delicadeza le impedía hablar de eso. Pero ¿cómo se le podía haber ocurrido a Lizzie que perversas fuerzas externas asediaran a todos los habitantes de la casa?

—Ha habido amenazas —siguió diciendo Lizzie sin remordimientos, con los ojos clavados en las inquietas puntas de los dedos—. Usted sabe que mucha gente odia a mi padre.

Eso es innegable. La señorita Russell guarda un cortés silencio.

—La señora Borden se sentía tan mal que llamó al médico y papá lo insultó, le gritó y le dijo que no le iba a pagar a un médico cuando tema un buen aceite de castor en casa. Le gritó al médico y todos los vecinos lo escucharon y me sentí tan avergonzada… ¿Sabe? Lo que pasa es que hay un hombre… —y en ese momento agachó la cabeza, mientras las pestañas cortas y suaves le golpeteaban en los pómulos—, es un hombre moreno, con un aire, sí, un aire cadavérico, señorita Russell, un hombre moreno que se aparece frente a la casa a horas muy extrañas, de improviso, en la mañana temprano, tarde por la noche; cuando esa espantosa oscuridad no me deja dormir, si levanto el visillo y miro a hurtadillas, lo veo a la sombra de los perales, en el jardín, un hombre moreno… Tal vez le eche veneno a la leche, por la mañana, después de que el lechero llena el tarro. Quizás envenene el hielo, cuando viene el repartidor.

—¿Cuánto hace que lo ves? —le preguntó la señorita Russell con la debida consternación.

—Desde… el robo —dijo Lizzie y de pronto miró a la señorita Russell de frente con un gesto triunfal. ¡Qué ojos tan grandes tenía!; saltones pero velados. Y sus manos bien cuidadas seguían retorciendo la parte delantera del vestido como si estuviese tratando de descoser el frunce.

La señorita Russell sabía, simplemente sabía, que ese hombre moreno era una invención de Lizzie. De pronto, perdió la paciencia; ¿qué era eso de ver hombres morenos bajo su ventana? Pero era amable y siguió tratando de encontrar una manera de calmarla.

—Pero Bridget ya está levantada cuando vienen el lechero y el repartidor de hielo y en la calle hay mucho movimiento también; ¿quién se va a atrever a echarle veneno a la leche o a la cubeta del hielo cuando la mitad de los que viven en Second Street puede verlo? ¡Ay, Lizzie!, es este verano espantoso, este calor, este calor insoportable, lo que nos pone a todos de mal humor, nos pone nerviosos y malhumorados, nos hace sentir enfermos. ¡Es tan fácil imaginarse cosas con este clima terrible que echa a perder la comida y nos agusana la mente…! Yo creía que tenías planes de viajar, Lizzie, de ir a la costa. ¿No piensas tomarte algunos días de vacaciones en la costa? ¡El aire del mar se llevaría todas esas fantasías absurdas!

Lizzie no asiente ni niega, sigue absorta en el frunce. ¿No tiene que preocuparse acaso de asuntos importantes en Fall River? ¿No había ido a la botica esa misma mañana para tratar de comprar un poco de ácido prúsico? Pero ¿cómo puede explicarle a la señorita Russell que se siente dominada por una imperiosa necesidad de quedarse en Fall River y asesinar a sus padres?

Lizzie fue a la botica que había en la esquina de Main Street con la intención de comprar ácido prúsico, pero nadie se lo quiso vender y volvió a casa con las manos vacías. ¿Era posible que todos esos comentarios sobre veneno en la casa donde todos vomitaban le hubiesen hecho pensar en un veneno? Según la autopsia, no había rastros de veneno en el estómago de sus padres. No trató de envenenarlos; sólo se le había ocurrido hacerlo. Pero no había podido comprar veneno. Le habían negado la posibilidad de usarlo; ¿qué podía estar tramando entonces?

—Y ese hombre moreno… —siguió diciéndole a la señorita Russell, que la escuchaba de mala gana—, ¡ay, he visto el reflejo de la luna en un hacha!

Nunca logra recordar sus sueños cuando despierta; sólo recuerda que no durmió bien.

Su cuarto es cómodo y amplio, en comparación con lo pequeña que es la casa. Además de la cama y la cómoda, hay un sofá y un escritorio; no sólo es su habitación, sino también su sala de estar y su oficina, porque sobre el escritorio hay pilas de libros de contabilidad de distintas organizaciones de beneficencia alas que dedica su abundante tiempo libre. La Misión de las Flores y las Frutas, bajo cuyos auspicios visita a los ancianos indigentes en los hospitales y les lleva regalos; la Liga de Templanza de las Mujeres Cristianas, en cuyo nombre solicita firmas para presentar peticiones contra el demonio de la bebida; la Labor Cristiana, que quién sabe qué será… Ésta es la edad de oro de las buenas obras y Lizzie participa en todo tipo de comités con gran entusiasmo. ¿A qué se dedicarían las hijas de los ricos si desaparecieran los pobres?

También está el Fondo para la Cena de Acción de Gracias de los chicos que venden periódicos y la Asociación de Amigos de los Caballos y la Asociación China de Conversión; ninguna clase social y ningún grupo escapa a su despiadada caridad.

El escritorio, el tocador, el armario, la cama, el sofá. Pasa todo el día en este cuarto, yendo de un opaco mueble a otro en círculos circunscritos, fijos, planetarios. Le fascina su privacidad, le fascina su cuarto, se encierra bajo llave todo el día. En un estante, unos cuantos libros: Los héroes de las misiones, El poema del comercio, Las aventuras de Katy. En las paredes tiene fotos enmarcadas de sus amigas de la escuela secundaria, con dedicatorias sentimentales, y, embutida en un marco, una postal con un gatito negro que asoma la cabeza a través de una herradura. Una acuarela de la costa de Cape Cod pintada con la conmovedora incompetencia de un aficionado. Uno que otro monocromo de obras de arte, una madonna de Della Robia y la Mona Lisa, que compró en los Uffizi y en el Louvre, respectivamente, cuando estuvo en Europa.

¡Europa!

¿No recuerdan lo que hizo Katy a continuación? La heroína de la novela partió en un buque de vapor rumbo al viejo y brumoso Londres, al elegante y fascinante París, a las asoleadas y antiguas Roma y Florencia; ante los ojos de la heroína, Europa se va revelando como una serie de interesantes imágenes proyectadas con una linterna mágica en una pantalla gigantesca. Todo es tangible e irreal a la vez. La Torre de Londres, clic. Notre-Dame, clic. La Capilla Sixtina, clic. Luego se apagan las luces y está nuevamente a oscuras.

De ese viaje sólo conserva los recuerdos más discretos, la madonna, la Mona Lisa, reproducciones de objetos de arte consagrados por la aprobación universal del buen gusto. Si regresó con una maleta llena de recuerdos con un rótulo que decía «Para no olvidar jamás», escondió la maleta debajo de la misma cama en la que había soñado con el mundo antes de partir a conocerlo y en la que, una vez de vuelta en casa, había seguido soñando, aunque el sueño no se había transformado en una experiencia real sino en un recuerdo, que es sólo otra forma de soñar.

Dice con añoranza: —Cuanto estuve en Florencia…

Y luego se corrige con fruición; —Cuando estuvimos en Florencia…

Porque gran parte, en realidad la mayor parte, de la satisfacción que le dio el viaje se debió al haber partido de Fall River con un selecto grupo de hijas de respetables y acaudalados dueños de hilanderías. Lejos de Second Street, pudo codearse con esa capa de la sociedad de Fall River a la que pertenecía por el derecho que le otorgaban un apellido antiguo y una riqueza recién adquirida pero de la que, cuando estaba en casa, quedaba excluida por las múltiples extravagancias de su padre. Compartiendo cuartos, compartiendo camarotes, compartiendo literas, las muchachas viajaron juntas en un alegre corrillo signado ya por la fatalidad, porque éstas eran las muchachas que nunca se iban a casar y toda la alegría que la variedad y la emoción del viaje podrían haberles dado perdía por adelantado su valor porque sabían que estaban devorando lo que podría haber sido su propia torta de bodas, gastando lo que, de haber tenido suerte, tendría que haber sido su dote.

Todas las muchachas andaban por los treinta y tenían el privilegio de viajar y de conocer mundo antes de resignarse a la magra soltería en Nueva Inglaterra; pero era un caso típico de «míralo y no lo toques». Sabían que no debían dejar que el mundo les ensuciase las manos o les arrugase los vestidos. Pero su afectuosa camaradería durante el viaje tenía cierto aire resuelto y decidido, como si trataran valerosamente de aprovechar al máximo lo que era un premio de consolación.

Fue un viaje amargo en cierto sentido, amargo; y fue un viaje de ida y vuelta, que terminó en el mismo lugar amargo donde había comenzado. De vuelta en casa; la casa estrecha, todas las habitaciones cerradas con llave como en el castillo de Barba Azul, y la madrastra gorda, pálida, a la que nadie quiere, sentada en medio de la telaraña y que no se ha movido ni un solo centímetro mientras Lizzie estuvo de viaje pero que está más gorda que antes.

La madrastra la abrumaba como un conjuro.

Los exiguos espacios cotidianos se abren a otros espacios exiguos y a muebles viejos y nunca hay nada que se pueda esperar con ansiedad, nada.

Cuando el viejo Borden escarbó en sus bolsillos para pagar el viaje de Lizzie a Europa, en lo alto de la pirámide Dios parpadeó tratando de comprender, pero ningún despilfarro es desmesurado cuando se trata de la hija menor del avaro, que es la única persona alocada de la casa y que, aparentemente, puede conseguir lo que desee, tirarlos dólares de plata de su padre al río haciéndolos rebotar en su superficie, si se le antoja. Él paga puntualmente todas las cuentas de las modistas y ¡a ella le gusta tanto vestirse bien! Es una adicta a la elegancia. Todas las semanas él le da tanto dinero de bolsillo como lo que gana la cocinera y Lizzie da a los pobres que lo merecen lo que no gasta en adornarse.

El viejo le daría a Lizzie cualquier cosa, todo lo que existe bajo el verde sello del dólar.

Le gustaría tener un animalito regalón, un gatito o un cachorro, le encantan los animalitos y los pájaros también, pobres criaturas desvalidas. Durante todo el invierno, llena hasta el borde el comedero. Antes tenía algunas palomas buchonas en el establo vacío, esas que parecen rehiletes y que hacen «vru cru» con la suavidad de una nube.

Las fotografías que quedan de Lizzie Borden muestran un rostro difícil de contemplar, como si uno no supiera nada de su vida; lo que sucedió después proyecta una sombra sobre su cara o bien uno ve las sombras que proyectan los hechos que ocurrieron más adelante… Hay algo terrible, algo siniestro en ese rostro de mandíbula sobresaliente, rectangular, y en esos ojos insanos de las santas de Nueva Inglaterra, ojos de una persona que no escucha…, ojos de fanática, se podría decir si uno no supiera nada de su vida. Si estuvieran revolviendo en una caja de fotos antiguas en una tienda de trastos viejos y encontraran este rostro singular, sepia, desteñido, que se yergue sobre el cuello apretado de los años noventa, al verlo podrían murmurar: —¡Qué ojos tan grandes tienes! —como le dijo la Caperucita al lobo, pero tal vez ni siquiera se detendrían a mirar su foto y a observarla con más detención porque, por sí solo, no es un rostro que llame la atención.

Pero tan pronto como el rostro tiene un nombre, apenas se la reconoce, cuando se sabe quién es y qué hizo, su cara se convierte en el rostro de una persona poseída, y obsesiona, se lo mira una y otra vez, exhuda misterio.

Esta mujer, con esa mandíbula de un asistente de campo de concentración, y esos ojos…

En su vejez usaba quevedos y, en realidad, con el paso de los años, dejó de tener ese brillo insano en la mirada o bien quedaba oculto bajo los espejuelos, en caso de que haya sido un brillo insano en primer lugar, porque ¿no es cierto que todos escondemos en algún sitio fotos en las que parecemos lunáticos asesinos? Y, en esas primeras fotografías de su juventud, no luce tanto como una lunática asesina sino como una persona terriblemente sola, que ignora la cámara en cuya dirección esboza una vaga sonrisa, de modo que no nos sorprendería enterarnos de que es ciega.

Sobre la cómoda hay un espejo en el que se observa a veces cuando el tiempo se quiebra bruscamente en dos y se contempla con una mirada ciega, clarividente, como sí fuese otra persona.

—Lizzie está extraña hoy día.

En esos momentos, esos momentos irremediables, Lizzie podría haber alzado la cara hacia una luna acongojada y haber aullado.

Otras veces, se contempla mientras se arregla los cabellos y se prueba vestidos. El espejo deformante refleja su imagen con la temblorosa fidelidad del agua. Uno tras otro, se pone vestidos y se los quita. Se mira cuando no tiene puesto más que el corsé. Se da palmaditas en el pelo. Se toma las medidas con una cinta para medir. La pone tirante. Se da palmaditas en el pelo. Se prueba un sombrero, un sombrerito, un elegante sombrero de paja sin ala. Lo atraviesa con un alfiler. Baja el velo. Lo sube. Se quita el sombrero. Le entierra el alfiler con una fuerza que desconocía. Pasa el tiempo y no sucede nada. Dibuja el contorno de su cara con un gesto inseguro, como si estuviera pensando en quitarse las vendas del alma, pero aún no ha llegado el momento de hacerlo; todavía no está preparada para que la vean.

Es una muchacha que tiene la calma del mar de los Sargazos.

Tenía a sus palomas en la buhardilla que había en lo alto del establo en desuso y las dejaba comer semillas en la palma acopada de la mano. Le gustaba sentir el suave rasguño de sus picos. Las palomas murmuraban «vru cru» con infinita ternura. Les cambiaba el agua todos los días y limpiaba las capas de excrementos, pero al viejo Borden le empezaron a fastidiar sus arrullos, lo exasperaban, nadie hubiese imaginado que pudiera exasperarse, pero él decía que sí y una tarde cogió la hachuela que había sobre el montón de leña, en el sótano, y las degolló de un solo golpe, eso fue lo que hizo.

A Abby se le antojó hacer un pastel con las palomas degolladas pero Bridget, la criada, se opuso enérgicamente, ¡¿qué?! ¿Hacer un pastel con las queridas tórtolas de la señorita Lizzie? ¡¡¡Jesús, María y José!!!, exclamó con su típica vehemencia, ¿cómo podía ocurrírseles tal cosa? ¡Tan nerviosa que es la señorita Lizzie con todas sus rarezas! (La criada es la única persona con algo de sensatez que hay en la casa, no cabe duda). Cuando Lizzie volvió a casa después de haber estado leyendo un tracto a una vieja en un asilo, en nombre de la Misión de las Flores y las Frutas, Bridget le dijo: —Dios la bendiga, señorita Lizzie. —Había sangre y plumas por todas partes.

Lizzie no llora, no está en ella hacerlo, es agua mansa, pero, cuando algo la conmueve, la cara le cambia de color, se le encienden las mejillas, se le cubren de un rubor intenso, furibundo, con manchas rojas. El viejo adora a su hija hasta la idolatría y le compra todo lo que desea, pero de todos modos asesinó a sus palomas porque su mujer quería engullírselas.

Así lo ve Lizzie. Así lo interpreta. Ya no puede soportar la imagen de su madrastra comiendo. Cada bocado que come la mujer le evoca un «vru cru».

El viejo Borden limpió la hachuela y la volvió a dejar en el sótano, junto a la leña. Ya menos colorada, Lizzie bajó a inspeccionar el arma asesina. La tomó en las manos y la sopesó.

Eso ocurrió algunas semanas antes, al comienzo de la primavera.

Mientras duerme, se le crispan los pies y las manos; los nervios y los músculos de este complejo mecanismo no se relajan, jamás se relajan, es una sola contracción, un solo espasmo, está tan tensa como las cuerdas de un arpa eolia rozadas al azar por ráfagas de aire que tocan melodías que no se parecen a nuestras melodías.

Cuando el reloj del ayuntamiento da la primera campanada, la sirena de la primera fabrica larga su estridente silbido y luego, en otro tono, otra sirena, otra, otra y otra, la hilandería Metacomet, la hilandería Americana, la hilandería Mechanics… hasta que todas las hilanderías de la ciudad entonan al unísono un solo himno de perentorio llamado y la muchedumbre atropellada oscurece los calurosos callejones donde viven los obreros de las fabricas, ¡apresúrense!, ¡corran!, a los telares, a los carretes, a los husos, a los talleres de teñido, como si fuesen lugares de culto, hombres y mujeres también, y niños, la gente oscurece las calles, el cielo se ensombrece cuando las chimeneas empiezan a arrojar humo, comienza el estrépito, el golpeteo, el matraqueo de las hilanderías.

El reloj de Bridget da un salto y se estremece sobre la silla, a punto de que suene la alarma. El día, este día fatal para los Borden, tiembla a punto de comenzar.

Afuera, en lo alto, en el aire ya quemante, ¡miren!, el ángel de la muerte se ha posado en la cumbrera.