EL NIÑO DE LA COCINA

«Nacido entre bambalinas», eso es lo que dicen cuando un actor se cría mamando la leche de su madre mezclada con maquillaje para el teatro y si hubiera un equivalente culinario de esta frase entonces seguro que me lo merecería, porque ¿no me concibieron acaso mientras se cocinaba un soufflé. Un soufflé de langosta, muy distinguido, veinticinco minutos a horno tibio.

Y era el primer soufflé en toda su carrera de cocinera que le habían pedido a mi mamá que cocinara; el que lo pidió era un duque francés, un huésped del señor y la señora, mi mamá estaba encantada porque eran muy pocos los fins becs que asomaban las narices en nuestra casa, ni siquiera durante las dos semanas de la «gran cacería de urogallos», cuando los peces gordos llegaban en bandadas a cobrar sus presas emplumadas de los aires. Mucho menos en esa época. Tenían el paladar como una suela de zapato. «Es como echar margaritas a los cerdos», diría mi mamá cuando mandaba de mala gana al comedor los veinticuatro platos preparados con todo esmero, aunque los cerdos habrían dado muestras de tener un paladar más exquisito. Les aseguro, la casa de campo inglesa, ¡sí!, un buen lugar para comer; pero solamente cuando el señor y la señora ne sont pas chez eux. Los empleados son los que mantienen el pabellón en alto.

Porque la señora no quería ni mirar nada que no fueran ostras y uvas sobre hielo tres veces al día, porque tema una sensibilidad muy refinada, mientras que el señor no probaba ni un bocado hasta que se ponía el sol porque se había quemado la lengua con curry cuando andaba dando órdenes en alguna parte de Poonah. (Se me ocurre que esos indios, por despecho, le echaban demasiado picante a su forraje. ¡Ah, la venganza de los cocineros puede ser terrible!). Y los cazadores de urogallos lo único que querían eran emparedados para empezar, emparedados a continuación, y más emparedados después, emparedados, emparedados, emparedados, y las caderas les abultaban cada vez más, ¡ah, sí!, y a empujarlos con el líquido ámbar, ¿y quién va a saber qué gusto tienen?

Así que mi mamá se esmeró todo lo que pudo con ése, su primer soufflé de langosta, mandó al chico que afila cuchillos que se fuera en su bicicleta hasta el mar, a varias millas de aquí, para ir a buscar el bicho y después lo cocinó vivo, chillaba que daba lástima y trataba de escaparse de la cacerola, etc., etc., así que mí mamá ya estaba toda agitada antes de empezar siquiera a separar las yemas de las claras.

Entonces, en el momento en que se inclinaba sobre el fogón para mezclar la harina con la mantequilla, un par de manos la agarraron por la cintura. Al principio, pensó que era una broma de uno de los sirvientes y meneó las enormes caderas para quitárselo de encima mientras le echaba las yemas a la salsa. Pero cuando le mezcló la langosta cortada en trocitos, todo perfecto, sintió que las manos se aventuraban más arriba.

En ese momento fue cuando le echó demasiada pimienta. Siempre se lamentaba de eso.

Y cuando empezó a vaciar las tambaleantes claras batidas que tenía en el cuenco, sabe Dios qué habrá hecho él pero el caso es que ella larga todo dentro de la fuente y, rindiéndose, dice:

—¡Al diablo!

Mete el soufflé en el horno; la puerta se cierra de un golpe.

Corramos un tupido velo.

—Pero mamá —le supliqué muchas veces—, ¿quién era ese hombre?

—Pero por Dios, hijo —me decía—. Nunca se me ocurrió preguntar. Lo único que pensaba era que con el golpe que le había dado a la puerta del horno se me iba a desinflar el soufflé.

Pero no. El soufflé se elevó como un globo y, apenas dio un rotundo golpe con su copete dorado en la puerta del horno, mi mamá atravesó el velo que corrimos discretamente sobre esta escena de pasión, arreglándose el delantal, para extraer ese manjar extraordinario entre los ¡oh! y ¡ah! de todos los de la cocina, unos cuarenta y cinco en total. Aunque en realidad no era un manjar tan extraordinario. El único rival digno de un cocinero es el que come lo que él cocina. El ama de llaves trae personalmente el plato del duque y lo larga sobre la mesa. Dijo «trop de cayenne» y echó todo al fuego —anuncia con una sonrisa de satisfacción. Es un modelo de refinamiento y tiene una manera muy especial de hablar. Cuando tiene hipo, hasta pronuncia la c de cada «hic». Mi mamá llora de vergüenza.

—Lo que necesitamos aquí es un chef eugopeo, ¡hic!, para mejorar le ton —amenaza el ama de llaves mientras le lanza a mi mamá una mirada asesina y salé dando un portazo porque mi mamá es una chica sencilla de Yorkshire capaz de hacer maravillas con las manos pero no hay lugar para dos reinas en esta colmena, el ama de llaves la odia. Y el ama de llaves vive soñando con importar un Carême o un Soyer con bigotes de guía para que le haga croquembouches y milly filly, que están tan de moda.

—Porque ¿no es Alberlin el chef de los estimados Devonshire, y Crépin, el de la duquesa de Sutherland? Y también está Labalme, que trabaja para el duque de Beaufort, doncherno… y la reina, bendita sea, tiene a su Ménager… mientras nosotros tenemos que conformarnos con esta vaca gorda que no dice más que vulgaridades de Yorkshire y que nunca se quita las zapatillas de fieltro…

Fui concebido en una mesa de cocina y nací en el suelo de la cocina; no me recibieron con salvas pero, lo que es mucho más apropiado, lo que anunció mi llegada fue un ¡pam!, ¡pam!, ¡pam! de todas las sartenes, una verdadera descarga de fusilería de timbales de cocina con fondo de cobre; y el alegre redoble de los cucharones en las tapas de los platos; y hasta los perros de los mangos de los asadores se pusieron a ladrar: «¡Guau, guau!».

Por ser, como ustedes mismos pueden calcular, unos tres meses antes de octubre y como el señor y la señora están en Londres, el ama de llaves conserva ella sola las buenas costumbres, se sienta en su sala a beber el mejor té negro en su taza de porcelana de Meissen y le añade sensatamente unas pocas gotas de ron de las botellas que tienen encerradas, pero ella se ha hecho una copia de la llave en sus largos ratos de ocio. Cuando su criada, que ella tiene para que le lleve y le traiga y le lama las botas, le está echando un poco de ron en la taza de té, abajo se desata un infierno, como si una orquesta china hubiera empezado a tocar sus instrumentos de madera, y sus xilófonos, golpes, alboroto.

—¿Qué demonios, ¡hic!, están haciendo esas porquerías? —declama el ama de llaves con un tono señorial y melodioso, dándole un golpe rápido pero contundente a la criada para sonsacarle el chisme.

—¡Oh, madamísima! —balbucea la pobre criadísima—. Es el crío de la cocinera.

—¡¿El crío de la cocinera?!

Dada la corpulencia de mi mamá, que es inmensa, tan redonda como la letra «o» de la palabra «obesa», y la gran lealtad y el afecto que le tenían los que trabajaban en la cocina, el ama de llaves no tenía idea de que yo estaba por llegar pero, en medio de su rabieta, también se alegró de enterarse de eso porque se le ocurría que de esa manera podría quitarle el trabajo a mi mamá debido a mi llegada inesperada y entonces podría darle matraca al señor y la señora para que consiguieran un individuo melindroso y untado con pomada para hacer chaud-froid y gelée y adularla. Baja corriendo las escaleras, con un aire imponente pero sin mucho equilibrio debido al ron con un poco de té que sorbe todo el día, con la criada que corre delante de ella para abrir la puerta de par en par.

¡Qué espectáculo se encuentra! Rafael podría haberlo dibujado, si hubiera vivido en Yorkshire en esa época. Mi mamá, coronada de sonrisas, sentada como una reina en su trono sobre un saco de patatas y al pecho su crío envuelto en un trapo para hacer morcilla recién hervido y con toda la cuadrilla de la cocina rodeándola en actitud de adoración, cada cual blandiendo un utensilio y haciendo sonar los cucharones con aire festivo, la primera nana de su seguro servidor.

Pero, por desgracia, mi nana degenera rápidamente en unos pocos golpes y campanilleos cuando el ama de llaves les echa a todos la más ¿ría de sus miradas.

—¿Qué, hic, es esto?

—Un chico regordete —canturrea mi mamá, plantando un sonoro beso en la tierna frente apretada contra su mullido pecho.

—¡Fuera de esta casa! —grita el ama de llaves—. ¡Hic! —agrega.

Pero ¡qué estrépito y qué clamor provoca con su orden!; como si hubiera colocado una bomba en una quincallería, porque todos los presentes (salvo mi mamá y yo) arremeten contra sus improvisados instrumentos con renovado ímpetu, mientras cantan al unísono:

—¡El niño de la cocina! ¡El niño de la cocina! ¡No puedes echar al niño de la cocina!

Y eso es lo que pasó; ¿a quién más puedo considerar como mi progenitor sino a ese lugar tan glotón que, si no me engendró, de todos modos hizo que me engendraran? Ni una sola de las fregonas ni el más insignificante de los pinches era capaz de recordar quién o qué se acercó a mi mamá esa mañana del soufflé, cuando todos los ayudantes estaban haciendo emparedados, pero parece que un ser rollizo andaba merodeando por ahí, atraído a la cocina como un fantasma a la oscuridad; —¿no tendrá un criado con costumbres parecidas a las suyas ese duque tan dado a la buena mesa? Sin embargo, su figura se derritió como gelatina al calor del fogón.

—¡El niño de la cocina!

La cuadrilla de ayudantes armó tal batahola que el ama de llaves se tuvo que marchar para reanimarse con otra copita de ron en su sala porque, ante la posibilidad de un motín en medio de las cacerolas, descubrió que tema poco valor y se fue a esconder malhumorada a sus habitaciones.

Mis primeros juguetes fueron coladores, varillas para batir y tapas de cacerolas. Me bañaban en la enorme sopera en la que servían la sopa de tortuga. No cocinaron salmón hasta que aprendí a andar a gatas, porque, en vez de cuna, ¿qué había sino la marmita para el salmón? Y la guardaban muy alto en la repisa de la chimenea para que pudiera dormitar ahí, cómodo y abrigado, donde no corría peligro, aquietado por los deliciosos aromas y los apetitosos sonidos de los preparativos de la comida, y me pasé arrullando toda mi primera infancia allí, en lo alto de la cocina, como si hubiera sido el dios del hogar allá arriba, en mi pequeño altar.

Y, en realidad, ¿no tiene algo de sagrado una gran cocina? Esas bóvedas de piedra teñidas de hollín allá lejos, sobre mi cabeza, de donde cuelgan los jamones y las ristras de cebollas y los puñados de hierbas secas, que se parecen a los pendones desplegados en las naves de las iglesias antiguas. Las banderas imperturbables y rumorosas que dos veces al día restriegan de rodillas los devotos. El brillo resplandeciente de hileras e hileras de recipientes de metal que cuelgan de ganchos o reposan en sus estantes hasta que alguien los necesita, como cálices que esperan la celebración del sacramento de la comida. Y el fogón como un altar, sí, un altar, delante del que mi mamá se inclinaba en perpetua reverencia, con una orla de sudor sobre los labios y las mejillas encendidas.

Cuando tema tres años, me dio harina y manteca y ahí mismo inventé el hojaldre. Como era muy pequeño para manejar el rodillo de amasar, me sube en los hombros para que vea cómo estira la masa en el mármol y después me planta en el suelo para que corte solo las tartaletas, por las mejillas le corren lágrimas de alegría al ver mi precocidad, como premio me deja meterla cuchara en el dulce de ciruela y lamerla. A los tres años y medio, ya soy capaz de hacer bollos improvisados y, después de eso, ya no hay nada que me detenga. Me sienta en una banqueta alta para que pueda revolver la salsa, me envuelve en su delantal, que me da tres vueltas alrededor del cuerpo, me lo remete en la cintura para que no tropiece en él y me caiga de cabeza en mi primera salsa holandesa. Y así es como me convierto en su acólito.

No me resultó nada difícil aprender a leer y escribir. Las letras las aprendí así: la A de asperges au beurre fondue (aunque nunca, por mi madre, con sauce bâtarde); la B de boeuf, budín de carne con un puding Yorkshire que burbujea patrióticamente por debajo en la grasera; la C de castañas, de carrottes, chouxfleur, camembert y todo lo demás, hasta llegar a zabaglione, aunque a veces me pregunto para qué sirve la X si no aparece en ningún abecedario de cocina.

Y me mantengo tan apegado a la cocina como un croûte a un pateo la mayonesa a un huevo. Al principio, me sube a la banqueta para alcanzar las cacerolas; después a un balde boca abajo; después me apoyo en mis dos pies. Va pasando el tiempo.

La vida en esa aislada mansión es como un plácido arroyo, sólo se convulsiona una vez al año y sólo por dos semanas, pero con esa agitación basta, la caza de urogallos, cuando vienen todos de la ciudad para que nos tiremos de los pelos entre todos nosotros.

El señor y la señora creen que su llegada es la verdadera y única justificación de nuestras vidas, la época más importante del año para nosotros, cuando los sirvientes, que, por lo que ellos se imaginan, viven hibernando el resto del año, se despiertan como la Bella Durmiente cuando aparece el príncipe, pero, en realidad, nos arreglamos tan bien sin ellos durante los otros once meses y medio que Su llegada es una interrupción periódica de nuestra rutina. Trabajamos sin parar durante los quince días de su estancia, con tan poco entusiasmo como gente bien nacida que se viera obligada por la pobreza a recibir inquilinos en su casa y, en cuanto a la haute cuisine, olvídense de ella: emparedados, emparedados, emparedados; lo único que quieren son emparedados.

Y nunca, nunca más, nadie pide un soufflé, de langosta o de cualquier otra cosa. Mi mamá siempre se pone un poco triste en la temporada de cacería, caprichosa, ausente y, aunque nadie se lo pide, todos los años prepara su soufflé de langosta de todos modos, manda al chico que afila los cuchillos a buscar la langosta, la hierve viva, bate los huevos, hace la mezcla con miga de pan, etc., etc., etc., como si cocinar esa cosa fuera un rito mágico que pudiera desenterrar del pasado el gran signo de interrogación de cuya entrepierna salió su hijo para que, quizá, pueda mirarlo bien de frente a la cara, esta vez sí. O quizá tenía otros motivos. Pero nunca explicó nada. En el momento preciso era capaz de preparar el soufflé más etéreo, más sabroso que jamás honrara una langosta; pero nadie venía a comerlo y nadie de la cocina tenía el valor de hacerlo tampoco. Así que quince veces en total le echaron el soufflé a las gallinas.

Hasta que, un hermoso día de octubre, cuando la niebla se elevaba sobre los páramos como el vapor de un consomé y los urogallos comían abundantemente por última vez como condenados a muerte, la vigilia de mi mamá se vio por fin recompensada. Los invitados están por llegar y oímos el lánguido y nostálgico gemido del acordeón cuando por el camino, rodeado de lys de France, se acerca un simón dando tumbos.

Cuando se entera de eso, mi mamá empieza a temblar, se pone toda aturdida, tiene que sentarse en el mármol de las tartaletas mientras yo, ¡ahí, yo me dispongo a conocer a mi hacedor, porque ya ha llegado la edad en que un muchacho se interroga más por su padre.

Pero ¿qué es esto? ¿Quién entra corriendo a la cocina para llevarse el cajón con hielo que pidió el duque para meter las botellas que trajo sino un muchacho imberbe de mi misma edad o menor? Y aunque mi mamá trata de preguntarle qué pasó con otro hipotético criado que, en cierta ocasión, pudiera haberle hecho temblar las manos de tal manera que no se midió con la pimienta, él asegura que no le entiende el acento de Yorkshire, mueve la cabeza de un Jado a otro, hace gestos de no entender. Entonces, por tercera vez en toda su vida, mi mamá lloró.

La primera vez lloró de vergüenza porque había echado a perder un plato. Después lloró de alegría cuando vio a su hijo darle forma a una masa. Y ahora llora por una ausencia.

Pero de todos modos manda al chico de los cuchillos a buscar una langosta, porque está decidida a celebrar su rito de otoño, aunque sea como una manera de resucitar su esperanza o como se prepara carne asada para después de un entierro. Y, haciéndome cargo de la situación, recurro al camino más corto, al montaplatos, y subo a preguntarle yo mismo al duque dónde están sus sirvientes.

El duque, que descansa antes de la cena mientras descorcha una que otra botella, está envuelto en un batín acolchado de terciopelo parecido a los abrigos que les ponen a los perros de muy buena raza, calentándose los pies bien metidos en unas zapatillas de tafilete, frente al fuego y cantándose canciones en su propio idioma. Y en mi vida había visto un hombre más gordo, podría haberle regalado unos cuantos kilos a mi mamá y no haberse dado ni cuenta. Es tan gordo como la letra «o» de «redondo». Le desconcierta la aparición de este joven chef entre los paneles de madera de la pared, pero es demasiado caballero como para expresar su asombro con un salto o un brinco; me pregunta con toda amabilidad qué deseo y, en mi mejor francés culinario, mi petit pois de français, tartamudeo:

—El valet de chambre que acompañó al señor (garni de) hace muchos años, la última vez que vino…

—¡Ahí, Jean-Jacques —dice rápidamente—. Le pauvre —agrega.

Lanza una triste mirada escondiendo el mentón.

Une crise de foie. Hélas, il est mort.

Me pongo blanco como una endibia. Como un perfecto caballero, me ofrece un reconfortante trago de champaña traída de allá lejos, de sus propias bodegas, no confía en el paladar calcinado del señor, y siento cómo se me erizan los pelos del pecho mientras me baja burbujeando. Reavivado con otra botella, que el duque comparte conmigo con esa natural afabilidad democrática que es la característica de los auténticos aristócratas, le cuento todo lo que sé de las circunstancias en que me concibieron, cómo su difunto criado cortejó y conquistó a mi mamá mientras cocinaba un soufflé de langosta.

—Recuerdo perfectamente ese soufflé —dice el duque—. El mejor que haya comido. Mandé felicitar al chef por intermedio de la concierge, pero le aconsejé, como un gourmet exigente, que no le echara tanta pimienta la próxima vez.

¡Así que ésa es la historia! ¡La asquerosa ama de llaves sólo le dio la mitad del recado!

Entonces le cuento la conmovedora historia de cómo desde entonces, todos los años, en la temporada de caza, mi mamá prepara un soufflé de langosta (se me ocurre a mí) en recuerdo de Jean-Jacques, y nos tomamos otra botella de champaña en memoria del difunto hasta que el duque, dando muestras de toda la emoción de que es capaz una delicada sensibilidad, dice entre lágrimas varoniles:

—Te diré qué voy a hacer, jovenzuelo, mientras tu maman me prepara nuevamente el famoso soufflé de langosta: yo mismo, como tributo a mi antiguo criado, voy a bajar…

—¡Oh! —balbuceo—. El señor es demasiado generoso.

Inmediatamente salgo corriendo hacia la cocina y me encuentro a mi mamá que acaba de empezar a hacer la bechamel Poco después, mientras la mantequilla se derrite como se derritió el corazón del duque cuando le conté la historia, la puerta de la cocina se abre de par en par y el mismísimo duque entra de puntillas. Debo decir que nunca hubo una pareja tan perfecta por el tamaño de los dos. Toda la cuadrilla de la cocina mira hacia otro lado, por respeto a ese momento romántico, pero yo mismo, el artífice de todo esto, no puedo dejar de echar una mirada.

Él se le acerca por detrás, con el índice sobre los labios para pedir cautela y silencio y extiende los brazos y, lentamente, muy lentamente, con una delicadeza y un tacto infinitos, deja que una mano se aventure a lo largo de su cadera. Podría haber sido una mosca que se posara en su trasero. Mi mamá menea ligeramente las caderas, como una yegua en el campo, impasible, y echa la harina. El mismo duque se estremece un poco. Un gesto como el de un niño en una confitería le cruza el rostro más bien borbónico. Trata de mirar por encima del hombro de mi mamá para ver qué está haciendo con la batterie de cuisine, pero su embonpoint se lo impide.

Quizá como un ardid, o como un auténtico tributo a su ampuloso encanto, con una gracia inmensa y gigantesca, le da una palmada en el trasero.

Mi mamá larga un suspiro tan fuerte como para hacer volar lejos las claras a punto de nieve, pero como es una gran artista, nunca le tiembla el pulso, ni una sola vez, mientras echa las yemas. Y cuando las manos del duque se pierden más arriba, ni una pizca de agitación hace temblar la cuchara.

Porque, tienen que comprender, es el momento de echarlos condimentos. Y, esta vez, echa exactamente la cantidad precisa de pimienta. Ni un grano más. ¡Viva! Este soufflé va a ser… Adorno el círculo que acabo de hacer con el índice y el pulgar y le largo un beso.

Las claras se vuelcan sobre la mezcla; la cuchara se agita rápida y ligera, como un pájaro que ha caído en un cepo. Vacía todo en la fuente del soufflé.

Él da un respingo.

Y, entonces, mi mamá grita: —¡Al diablo! —Apartándose del libreto, esgrime su cuchara de palo como un garrote, la levanta y ¡pum!, golpea al duque en la cabeza con una fuerza enorme. Él se desploma en las baldosas con un débil gemido.

—¡Toma! —grita mi mamá sobre el cuerpo desplomado. Y mete el soufflé en el horno con gran brío.

—¿Por qué lo hiciste? —le grito.

—¿Hubieras preferido que me echara a perder el soufflé? ¿No estuvo a punto de estropearse la vez pasada?

El muchacho de los cuchillos y yo levantamos al duque de las baldosas y le damos palmaditas en la cara, le mojamos las sienes con un trapo de cocina empapado en chablis frío, finalmente mueve los párpados y vuelve en sí.

Quelle femme! —murmura.

Mi mamá, inclinada frente al fogón con un cronómetro en la mano, ni siquiera lo mira.

—Tenía miedo de que le echara a perder el soufflé, —explico, avergonzado a más no poder.

—¡Qué celo!

El hombre parece muy impresionado. Mira a mi mamá como si nunca se fuera a cansar de contemplarla. Se levanta con toda la vivacidad que puede un hombre de su tamaño, atraviesa a trancos la cocina y cae de rodillas a sus pies.

—Te ruego, te imploro…

Pero mi mamá no deja de mirar el horno.

—¡Listo!

Abre la puerta de un golpe y saca al mismísimo rey de los soufflés que extiende las alas angelicales a lo ancho de la cocina mientras se eleva del plato en el que sólo lo mantiene la fuerza de gravedad. Todos los presentes (unos cuarenta y siete: la cuadrilla de la cocina y yo, más el duque) aplaudimos y damos vítores.

El ama de llaves se pone como loca de rabia cuando mi mamá se marcha en el simón a la cocina suntuosa y auténticamente francesa del duque, pero se consuela pensando que ahora puede convencer al señor y a la señora de que le traigan un nuevo chef tan extraordinario como Soyer o Carême para que se atuse los bigotes en dirección a ella y le haga tarta Saint-Honoré para su cumpleaños y la complazca con frecuentes babas au rhum. Pero… yo soy el único hijo de la cocina de mi mamá y ahora me toca recibir mi herencia; además, ¿a quién se va a quejar el ama de llaves? ¿No soy acaso el más joven chef francés (nacido en Yorkshire) de toda esta región?

¿No soy acaso el hijastro del duque?