PEDRO Y EL LOBO
A la larga, la grandiosidad de las montarlas se hace monótona; cuando se vuelve familiar, el paisaje deja de provocar temor reverente y admiración y el viajero contempla las altas montañas con tanta indiferencia como los que viven allí. Por sobre cierta altura, ya no crecen más árboles. Las sombras de las nubes cruzan las cimas desnudas con la misma ligereza con que las nubes se desplazan por el cielo.
Una muchacha que vivía en un pueblo de las laderas dejó a su madre viuda para casarse con un hombre que vivía en las desérticas alturas. Poco después quedó embarazada. En octubre, hubo una fuerte tormenta. La anciana sabía que a su hija le faltaba poco para dar a luz y esperó que le enviaran un recado, pero el recado nunca llegó. Después de la tormenta, la mujer subió a la montaña para ver qué sucedía, llevando consigo a su hijo, que ya era mayor, porque tenía miedo.
A la distancia, vieron que no salía humo de la chimenea. La soledad se abría en torno a ellos. La puerta abierta oscilaba hacia atrás y hacia adelante sobre sus goznes. La soledad los rodeaba. Al ver los restos de excremento de lobo en el piso comprendieron que habían entrado lobos en la casa y habían dejado intacto el cadáver de la joven madre aunque de su criatura no quedaba nada, salvo el desorden que demostraba que había nacido. Tampoco quedaban rastros del yerno, excepto un pie mordisqueado dentro de una bota.
Envolvieron el cadáver en un edredón y se lo llevaron a casa. Era muy tarde ya. Los aullidos de los lobos truncaban el silencio que iba cayendo con la noche.
Llegó el invierno con sus ráfagas heladas, cuando todos se encierran en sus casas y atizan el fuego. El hijo de la anciana se casó con la hija del herrero, que se fue a vivir con ellos. La nieve se derritió y llegó la primavera. Para la próxima Navidad, había un nieto juguetón. Pasó el tiempo. Nacieron otros niños.
Cuando el nieto mayor, Pedro, cumplió siete años, le permitieron subir a la montaña con su padre, como hacían los hombres año a año, para llevar a las cabras a comer pastos frescos. Allí, Pedro se sentó bajo el tibio sol, trenzando paja para hacer canastos, hasta que vio avanzar en silencio, por el pasto que crecía en una saliente rocosa, lo que le habían enseñado a temer más que a nada. Luego apareció otro lobo, que seguía al primero.
Si no hubieran sido los primeros lobos que veía en su vida, el niño no los habría observado tan de cerca; sus afelpadas pieles grises con puntas blancas, que les daban una apariencia fantasmal, como sí estuvieran a punto de disolverse en los bordes; sus colas vivaces y plumosas; sus máscaras aguzadas, inquisitivas.
Entonces Pedro se dio cuenta de que el tercer lobo era un prodigio, una maravilla, un lobo sin pelaje que caminaba en cuatro patas, como los demás, pero sin un solo pelo en todo el cuerpo aunque sí en torno a la cabeza.
El aspecto de ese lobo lampiño lo fascinó de tal manera que habría perdido su rebaño, tal vez se lo hubiesen devorado e indudablemente lo habrían golpeado sin conmiseración por su descuido si las mismas cabras no hubieran levantado la cabeza, oliendo el peligro, y se hubieran echado a correr, balando y gimoteando, de modo que los hombres se acercaron disparando sus rifles y haciendo alboroto para alejar a los lobos.
Su padre estaba tan furioso que era incapaz de escuchar lo que Pedro le decía. Le dio unos cuantos golpes en la cabeza y lo mandó de vuelta a casa. Su madre amamantaba al niño que había nacido ese año. Su abuela estaba sentada a la mesa, desgranando guisantes y echándolos en una cacerola.
—Había una niña con los lobos, abuelita —dijo Pedro. ¿Cómo estaba tan seguro de que era una niña? Tal vez por su cabellera tan larga, tan larga y tan exuberante—. Una niñita que tenía más o menos mi edad, por su tamaño —dijo.
La abuela tiró una vaina vacía fuera de la casa para que se la comieran los pollos.
—Vi a una niñita que andaba con los lobos —dijo Pedro.
La abuela echó agua en la cacerola, se levantó de la mesa y colgó la cacerola con guisantes de un gancho que había sobre el fuego. Esa noche no había tiempo pero, a la mañana siguiente, muy temprano, ella misma llevó nuevamente al niño a la montaña.
—Dile a tu padre lo que me dijiste.
Fueron a mirar las huellas de los lobos. En un pedazo de tierra mojada, encontraron una huella que no se parecía a la de un perro y mucho menos a la pisada de un niño, pero Pedro siguió reflexionando y preguntándose hasta que logró descifrarla.
—Iba corriendo en cuatro patas con el trasero levantado…, por eso…, debe de haber apoyado todo el peso del cuerpo en la planta del pie, ¿no es cierto?, con los dedos bien abiertos, ¿ve usted?…, así.
Pedro andaba sin zapatos en verano, como todos los niños del pueblo; apoyó la planta del pie en la huella, para mostrarle a su padre el rastro que dejaría si también él caminara en cuatro patas.
—Si uno corre así no tiene que apoyar el talón. Por eso no hay huellas de talón. Está claro.
Finalmente su padre fue reconociendo poco a poco la capacidad de deducción de Pedro y miró al niño con una velada expresión de inquietud. Era un muchacho inteligente.
La encontraron poco después. Dormía. Su columna se había vuelto tan flexible que podía enroscarse en una perfecta C. Se despertó cuando los oyó acercarse y echó a correr, pero alguien la atrapó con un lazo corredizo hecho en la punta de una cuerda; el lazo se le apretó alrededor de la cabeza y se desplomó con los ojos salientes y desorbitados. Una loba enorme, gris y enfurecida, surgió quién sabe de dónde, pero el padre de Pedro la descuartizó de un disparo. La muchacha se habría ahogado si la anciana no le hubiera hecho apoyar la cabeza en su regazo para soltar el nudo. La niña le mordió la mano a la anciana.
La niña se puso a arañar y se resistió hasta que los hombres le ataron las muñecas y los tobillos con un cordel y la colgaron de un palo para llevarla al pueblo. Entonces se aflojó. Dejó de gritar y chillar, aparentemente no podía hacerlo, sólo dejaba escapar algunos sonidos apagados, guturales, que le salían del fondo de la garganta y, aunque al parecer no sabía llorar, se le escurrían lágrimas por el rabillo de los ojos.
¡Estaba tan curtida por la intemperie! Toda la piel era de un tono oscuro y brillante; ¡y qué sucia estaba! Cubierta de barro y de mugre. Y cada centímetro de la piel oscura tenía marcas y costras de cientos de heridas provocadas por rocas y espinas. Los cabellos se le arrastraban por la tierra mientras la llevaban en vilo; estaban llenos de cardos y tan sucios que no se distinguía su color. Estaba tan cubierta de gusanos que daba espanto. Hedía. Era tan delgada que le resaltaban todas las costillas. El muchacho, sano, regordete, alimentado con patatas, era mucho más grande que ella a pesar de ser un año menor, poco más o menos.
Iba trotando detrás de ella con una curiosidad solemne. La abuela caminaba pesadamente a un costado, con la mano herida envuelta en su delantal. Cuando dejaron caer a la muchacha en el piso de tierra de la casa de la abuela, a escondidas, el niño le hundió el índice en las nalgas, por curiosidad, para ver cómo era su piel. Tenía la carne tibia pero dura. Ni siquiera se crispó al sentir el roce. Había dejado de resistir; yacía atada en el piso, fingiendo estar muerta.
La casa de la abuela tenía un solo cuarto grande que compartían con las cabras en el invierno. Apenas la olió, el enorme gato ratonero de pelaje atigrado se escapó siseando como un globo pinchado y se refugió en lo alto de la escalerilla que conducía al pajar. En el caldero había una sopa humeante y la mesa estaba puesta. Ya era hora de cenar aunque todavía estaba claro; la noche cae tarde en las montañas estivales.
—Desátenla —dijo la abuela.
Al comienzo, su hijo se negó a hacerlo pero la anciana no iba a permitir que la contradijeran, así que él cogió el cuchillo de cortar pan y cortó la cuerda que tenía la niña alrededor de los tobillos. Lo único que hizo fue dar coces, pero cuando le cortó la cuerda con que la niña tenía atadas las muñecas, fue como si hubiesen dejado suelta a una fiera. Los que miraban huyeron corriendo de la casa, el resto de la familia se precipitó a la escalerilla para subir al pajar pero Pedro y la abuela corrieron a la puerta, para correr el pestillo e impedir que se escapara.
La niña atrapada arremetió contra todo lo que había en el cuarto. ¡Bang!, la mesa cayó al suelo. ¡Paf, puf!, los platos de la mesa se hicieron añicos. ¡Bang, paf, puf!, el aparador se derrumbó hacia adelante, sobre la dura loza que esparció al desplomarse. El tonel de la harina fue a dar al suelo y la niña se puso a toser y a estornudar como estornuda un niño, tal cual, y luego comenzó a dar saltos por todos lados, rebotando en las piernas tensas de miedo en medio de una nube blanquecina, hasta que la harina se convirtió en una capa que cubría todo como un polvillo mágico que daba a todas las cosas un aspecto extraordinario. Pasado el primer frenesí, se puso en cuclillas por un instante, curioseando con la larga nariz, y luego empezó a lanzar ataques cortos y rápidos, aquí y allá, dando tarascones y aullando y moviendo de un lado a otro la azorada cabeza.
Nunca se enderezó; siguió agachada, apoyándose en las manos y la punta de los pies, aunque en realidad su postura no era la de una persona agachada; porque se veía que el estar en cuatro patas le resultaba tan natural como si hubiese hecho un pacto diferente al que hemos hecho nosotros con la ley de gravedad, y también se notaba cuán fuertes eran los músculos que había desarrollado en la montaña, cuán tensos tenía los vibrantes arcos de los pies y que, en realidad, sólo usaba los talones cuando se apoyaba en las caderas. Seguía gruñendo; y, de tanto en tanto, dejaba escapar unos gruñidos de congoja roncos e insoportables. De los ojos desorbitados, lo único que se alcanzaba a ver era el fondo banco, un tanto azulado, reluciente como la nieve.
Varias veces se fue de vientre, involuntariamente al parecer. La cocina olía como un retrete, pero hasta sus excrementos eran distintos de los nuestros, restos de alimentos crudos, extraños, inimaginables, repugnantes, mierda de Jobo.
¡Algo horrible!
Se tropezó con el hogar, golpeó la cacerola que colgaba del gancho y, al volcarse, su contenido apagó el fuego. La sopa hirviente le quemó las patas delanteras. Se estremeció de dolor. Apoyada en el trasero, sujetando la pata herida que colgaba lastimosamente de la muñeca, lanzaba aullidos con una voz aguda, sollozante.
Hasta la anciana, que se había prometido querer a la niña de su difunta hija, sintió temor al escuchar sus aullidos.
El corazón de Pedro dio un salto, un brinco, sintió que se desvanecía; no estaba consciente de su propio miedo porque no podía apartar la vista de la hendidura del sexo infantil de la niña, que, como estaba apoyada en la base de la columna, alcanzaba a ver perfectamente. Ya había oscurecido todo lo que puede oscurecer en esa época del año, es decir, no del todo; un hilillo de luna pendía del cielo claro en lo alto de la chimenea, de modo que dentro de la casa no estaba oscuro ni había mucha luz aunque el niño alcanzaba a divisar claramente el sexo de la niña, como si tuviera una fosforescencia propia. Lo tema absolutamente cautivado.
Los labios de la niña se apartaban con los aullidos, así que le ofrecían, sin intención, sin quererlo, la imagen de una serie de cajas chinas de carne acaracolada que parecían abrirse una dentro de la otra hacia el interior de su cuerpo, atrayéndolo a un lugar oculto, secreto, cuyo extremo no dejaba de escapársele en esa primera, abrumadora, vertiginosa insinuación del infinito.
La niña aulló.
Y siguió aullando hasta que, desde las montañas, primero una sola, luego en una compleja polifonía, le respondieron voces que hablaban su mismo lenguaje.
Siguió aullando, aunque en un tono menos dramático.
Poco después, ya fue imposible para los habitantes de la casa ignorar que los lobos iban descendiendo en manada sobre el pueblo.
Entonces la niña se tranquilizó, se desplomó, descansó la cabeza en las patas delanteras de modo que sus cabellos se arrastraron en la sopa tibia y cerró su libro prohibido sin la menor noción de haberlo abierto o de que estaba proscrito. Sus pesados párpados se cerraron sobre los ojos oscuros, sanguinolentos. El rifle de la casa colgaba de un clavo sobre el hogar, donde el padre de Pedro lo había dejado a su regreso pero, cuando el hombre apoyó el pie en el primer peldaño de la escala para bajar a coger su arma, la niña se levantó de un salto, gruñendo y enseñando los largos caninos amarillentos.
Afuera, los aullidos se confundían con la agitada consternación de los animales domésticos. Todos los demás lugareños estaban encerrados en sus casas.
Los lobos ya habían llegado a la puerta.
El muchacho cogió la mano sana de la abuela. Al comienzo, la anciana se quedó inmóvil, pero reaccionó cuando su nieto le dio un fuerte tirón. La niña levantó la cabeza con un gesto de sospecha, pero los dejó pasar. El muchacho empujó a su abuela para que se subiera a la escala delante de él y luego la levantó detrás de ellos. Lo dominaba un terror nervioso. Habría dado cualquier cosa para que el tiempo retrocediese y así haber podido correr y dar un grito de alarma cuando vio a los lobos por primera vez, para no haberla visto nunca.
La puerta se estremeció cuando los lobos la empujaron desde fuera y los tornillos con que estaba sujeto el pestillo en el marco se soltaron, chirriaron y empezaron a ceder. Al escuchar el chirrido, la muchacha dio un salto y comenzó a dar pasos cortos, hacia atrás y hacia adelante, frente a la puerta. Los tornillos no tardaron mucho en zafarse del marco. Los lobos se atropellaron unos a otros para entrar en la casa. Desconcierto. Terror. El alboroto que se produjo en la casa era como todos los vientos del invierno encerrados en una caja. Lo que más temían del exterior estaba ahora adentro, junto a ellos. El bebé se puso a lloriquear en el pajar y su madre lo aplastó contra el pecho como si los lobos fuesen a llevarse también a este niño; pero la cuadrilla de salvamento sólo había venido a rescatar a su criatura adoptiva.
La casa quedó impregnada de un hedor insoportable, con huellas blancas de harina por todas partes. La puerta rota se balanceaba rechinando sobre los goznes. Desparramados por el suelo, quedaban los restos negruzcos de la leña que había habido en el fuego ya apagado.
Pedro pensó que la anciana se iba a poner a llorar, pero parecía impasible. Pasado el peligro, fueron bajando uno a uno por la escalerilla y, como si se hubieran liberado de un hechizo que les imponía silencio, todos, con la excepción de la anciana muda y el perplejo muchacho, comenzaron a hablar acaloradamente. Aunque ya era bien pasada la medianoche, la nuera fue a sacar agua del pozo para limpiar la casa hasta quitarle ese olor de animales salvajes que había quedado. Recogieron los objetos rotos y los tiraron. El padre de Pedro reparó la mesa y el aparador con algunos clavos. Los vecinos salieron de sus casas estupefactos; los lobos no se habían llevado ni un pollo de los gallineros, no habían robado un solo huevo.
Trajeron cerveza para beber a la luz de las estrellas y aguardiente de patatas, y bocadillos, porque el alboroto les había abierto el apetito. La espantosa noche terminó en una gran fiesta, pero la abuela se negó a comer y a beber y se fue a acostar apenas quedó limpia su casa.
Al día siguiente, fue al cementerio y se sentó un rato junto a la tumba de su hija, sin rezar. Luego regresó a casa y se puso a picar una col para la cena, pero tuvo que dejar de hacerlo porque la mano herida se le había empezado a infectar.
Ese invierno, en los meses de descanso que imponía la nieve, después de la muerte de la abuela, Pedro le pidió al cura del pueblo que le enseñara a leer la Biblia. El sacerdote aceptó encantado; Pedro era el primero de sus fieles que expresaba algún interés en aprender a leer.
Pedro se convirtió en un muchacho muy devoto, tan devoto que su familia estaba alarmada e impresionada. Sus hermanos menores se burlaban de él y le decían «San Pedro», pero no por ello dejaba de escaparse cada vez que tenía un momento libre para ir a rezar a la iglesia. En Cuaresma ayunaba hasta quedar en los huesos. El Viernes Santo se flagelaba. Era como si se culpara por la muerte de la anciana, como si creyera que había traído a la casa la infección mortal que se la había llevado. Lo consumía una imperiosa necesidad de expiación. Todas las noches leía atentamente su libro a la débil luz de la vela, buscando en él un indicio que lo condujera a la gracia, hasta que su madre le gritaba que se durmiera.
Pero, como para burlarse de los cuatro evangelistas que invocaba noche a noche para que protegieran su cama, las pesadillas lo torturaban constantemente. No dejaba de darse vueltas y de moverse en el jergón crujiente de paja que compartía con dos de sus hermanos menores.
Encantado con la precoz inteligencia de Pedro, el cura empezó a enseñarle latín. Pedro iba a verlo siempre que el cuidado del rebaño se lo permitía. Cuando cumplió catorce años, el cura les dijo a sus padres que debería entrar en el seminario que había en un pueblo del valle para llegar, también él, a ser sacerdote. Como tenían muchos hijos, le cedieron uno a Dios, dado que sus libros y sus rezos lo habían convertido en un extraño. Cuando las cabras bajaron de los elevados pastizales antes del invierno, Pedro se marchó. Era el mes de octubre.
Al cabo del primer día, llegó a orillas de un río que corría desde la montaña hacia el valle. Las noches ya eran frías; se hizo una fogata, rezó, comió el pan y el queso que su madre le había puesto en un morral y durmió lo mejor que pudo. A pesar de su ansiedad por entrar de lleno en el límpido mundo de expiación y devoción que lo esperaba, se sentía inquieto y agitado por motivos que no podía explicarse.
Con la primera luz del día, esa luz que apenas disipa las tinieblas como una cascara de huevo arrojada en un líquido turbio, bajó al río a beber agua y lavarse la cara. Era tal la quietud que bien podría haber sido el único ser viviente.
La hembra tenía los antebrazos, las piernas y el sexo cubiertos con un espeso pelaje y los cabellos le caían de tal manera alrededor de la cara que no se alcanzaban a distinguir sus rasgos. Estaba en cuclillas en la otra ribera. Daba lengüetazos en un agua tan malva que parecía ir bebiendo la luz del alba con tanta rapidez como iba apareciendo, aunque el aire palideció mientras él la miraba. Soledad y silencio; absoluta quietud.
Jamás podría haber comprendido que ese reflejo debajo de ella, en el río, era suyo. No sabía que tenía rostro; nunca había sabido que tema un rostro y, por eso, su rostro era el espejo de una conciencia distinta de la nuestra, así como su desnudez, sin inocencia ni ostentación, era la de nuestros padres, antes del pecado. Su cabellera era tan espesa como la de Magdalena en el desierto y, sin embargo, el arrepentimiento escapaba a su capacidad de comprensión.
Las palabras se convertían en polvo bajo el peso de su mudez.
Un par de cachorros salieron rodando de entre los arbustos, dándose de golpes. No les prestó atención.
El muchacho empezó a temblar y a estremecerse. Sentía aguijones en la piel. Tenía la sensación de que estaba hecho de nieve y de que podía derretirse. Murmuró algo, o sollozó.
Ella levantó la cabeza al oír el sonido apagado por el ruido del río y los cachorros lo oyeron también, dejaron de retozar y corrieron a esconder las atemorizadas cabezas en su costado. Pero, después de un instante, ella decidió que no había nada que temer e inclinó nuevamente el hocico, acercándolo a la superficie del agua, que le empapó los cabellos y se los esparció alrededor de la cabeza.
Cuando terminó de beber, retrocedió un par de pasos, sacudiéndose el agua. Los cachorros apegaron los labios a sus pechos colgantes.
Pedro no pudo evitarlo y se echó a llorar. No había llorado desde el funeral de la abuela. Las lágrimas le corrían por las mejillas y salpicaban la hierba. A tropezones, dio un par de pasos en dirección al río con los brazos abiertos, decidido a cruzar a la otra orilla para acompañarla en su maravillosa y secreta gracia, impulsado por un acceso de éxtasis casi visionario. Pero su prima se asustó al ver el súbito movimiento, le arrebató las tetas a los cachorros y se alejó corriendo. Los cachorros la siguieron correteando y dando chillidos. Ella corría en cuatro patas, como si fuese la única manera de correr hacia lo alto, de internarse en el laberinto resplandeciente del inconcluso amanecer.
Cuando el muchacho se recuperó, se secó las lágrimas con la manga, se quitó las botas empapadas y se secó los pies y las piernas con el faldón de la camisa. A continuación, comió algo que tenía en el morral, casi sin darse cuenta de qué era, y siguió caminando hacia el pueblo; pero ¿qué iba a hacer ahora en el seminario? Porque ahora sabía que no había nada que temer.
Sintió el vértigo de la libertad.
Llevaba las botas atadas por sobre el hombro. Le pesaban. Se preguntó si debería tirarlas pero, cuando llegó a un camino empedrado, tuvo que ponérselas, aunque todavía estaban húmedas.
Los pájaros se despertaron y comenzaron a cantar. Lo sorprendió el sol frío, racional; rayaba el día con todo su alborozo y la montaña ya había quedado a sus espaldas. Miró por sobre el hombro y vio que, a la distancia, la montaña empezaba a adquirir una forma aplastada y bidimensional. Ya se iba convirtiendo en un paisaje, en la tarjeta comprada de prisa como un recuerdo de la infancia en una estación de tren o un puesto fronterizo, el recorte de un periódico, la instantánea que luego mostraría en pueblos desconocidos, ciudades desconocidas, en otras tierras que, en ese momento, no podía imaginar, cuyos nombres aún no conocía, en lugares donde diría, en idiomas extraños: —Allí pasé mi niñez. ¡Imagínense!
Se dio media vuelta y se quedó contemplando largo rato la montaña. Había vivido allí catorce años pero nunca antes la había visto como podía verla alguien que no la hubiese conocido casi como algo propio, de modo que, por primera vez, vio la simplicidad primitiva, vasta, espléndida, desolada y cruel de la montaña. Al despedirse de ella, la vio convertirse en un extensísimo decorado, en el extraordinario telón de fondo de un viejo cuento popular que hablaba de una niña amamantada por lobos, tal vez, o de lobos amamantados por una mujer.
Entonces, resueltamente, volvió la cara hacia el pueblo y comenzó a caminar a trancos hacia adelante, hacia otro cuento. «Si miro otra vez hacia atrás», pensó con un último jadeo de temor supersticioso, «me voy a convertir en una columna de sal».