NUESTRA SEÑORA DE LA MATANZA

Mi nombre no viene al caso porque en el Viejo Mundo usé varios, de los que ahora no voy a hablar; también tengo un nombre que se puede llamar el de la selva, del que no hablo nunca; y, ahora, también tengo el nombre que uso aquí, así que mi nombre no tiene nada que ver conmigo ni mi vida tiene nada que ver con lo que soy. Pero vi la luz por primera vez en el condado de Lancashire en la Vieja Inglaterra, en el año 16… de Nuestro Señor, mi padre era un pobre peón de una granja y mi mamá y él se murieron de la peste cuando yo era una criatura, así que yo y mis hermanitas y mis hermanitos que quedábamos vivos fuimos a dar a la parroquia y no sé qué habrá sido de ellos, pero, en lo que a mí respecta, sabía coser un poco y limpiar así que a los nueve o diez años me dejaron como criada para hacerle todo el trabajo a una anciana que era de nuestra parroquia.

Esta anciana, la señorita se podría decir, no se casó nunca y después vine a descubrir que era católica, aunque se lo tenía bien callado, y en una época había sido mucho más rica que lo que era. Además, su padre, que quería tener un varón pero no tuvo ningún otro hijo aparte de ella, le enseñó latín, griego y un poco de hebreo y le dejó un enorme telescopio con el que miraba el cielo desde el tejado de su casa aunque veía tan poco que tenía que imaginarse lo que no veía, porque decía que tenía mala vista para las cosas de este mundo pero muy buena para las cosas del otro. Muchas veces me dejaba echar una mirada a las estrellas, también, porque yo era su única compañía, y me enseñó el alfabeto, como pueden ver, y me habría enseñado todo lo que sabía si no hubiera hecho lo que hizo apenas llegué, que fue hacerme un horóscopo, porque su padre le había dejado las cartas y los aparatos del zodíaco. Y, después, me dijo que nunca en mi vida iba a necesitar el idioma de Homero, pero en cambio me enseñó un poco de hebreo como para hablar, por lo que les voy a contar.

Porque las estrellas, que había consultado para su querida niña, como le gustaba llamarme, le aseguraron que yo iba a hacer un largo viaje por el océano y que iba a llegar al Nuevo Mundo y allá iba a tener un niño bendito que sería hijo de un hijo de padres que nunca se subieron al Arca de Noé. Y, de esa consulta, en la que se había dejado los ojos, llegó a la conclusión de que esos «hombres rojos de la selva» tenían que ser la tribu perdida de Israel, así que me enseñó a decir «shalom» y las palabras que quieren decir «amor» y «hambre» y muchas otras palabras que después me olvidé, para que pudiera hablar con mi marido cuando lo conociera. Y si no hubiera sido una chica juiciosa me habría revuelto la cabeza con todos sus disparates porque estaba convencida de que las estrellas le habían dicho que me iba a convertir ni más ni menos que en Nuestra Señora de los Hombres Rojos.

Porque me dice que ese país que hay al otro lado del mar se llama Virginia, y que le pusieron ese nombre por la madre de Dios Todopoderoso, y que sus ríos salen directamente del Edén, así que, cuando convirtieran a los nativos a la verdadera fe —«te encomiendo esa tarea, hija mía», y me larga una retahíla de avemarías—, cuando eso sucediera, ¡ah!, entonces el mundo entero se iba a terminar y los muertos iban a salir de sus ataúdes y todos los que lo merecieran se iban a ir al cielo y mi niño iba a estar mirando todo desde arriba con una corona de oro en la cabeza. Entonces se ponía a parlotear en latín y a persignarse. Pero nunca le dije a nadie que era católica ni que se dedicaba a mirar el cielo, tampoco, porque la habrían colgado por hereje, la habrían colgado por bruja a la pobre.

Un día la buena vieja se acuesta y no se levanta más y vienen sus primos y se llevan todo lo que les parece que tiene algo de valor, pero no tienen un lugar para mí en su casa así que me las tengo que arreglar sola.

Se me mete en la cabeza la idea de marcharme a Londres, porque se me ocurre que allá me puede ir bien, y me largo por el camino, durmiendo en los graneros y en los setos porque era una chica fuerte y el tiempo es bueno, en total cinco días. Cuando llego a Londres, me robo mi primer pedazo de pan para no morirme de hambre, y eso me lleva directamente a la perdición porque un caballero que me está mirando cuando me meto el pedazo de pan en el bolsillo, en vez de ponerse a gritar y a chillar, me sigue hasta que salgo a la calle, me agarra del brazo y me pregunta sí es por necesidad o por inclinación que hago eso. Me pongo furiosa: —¡Por necesidad, señor! —le digo, y él me dice que a una chica tan linda de Lancashire no tendría que faltarle nada mientras el esté vivo y entonces me lisonjea y me engatusa para que me vaya con él a una habitación con una cama en una posada donde lo conocen muy bien. Cuando se da cuenta de que nunca había hecho eso antes, se pone a llorar; se golpea el pecho porque le da vergüenza porque me pervirtió; me da cinco soberanos de oro, nunca había visto tanto dinero junto en toda mi vida; y se va a la iglesia, por lo menos eso es lo que me dice, para pedir perdón, y nunca más lo veo. Así que me eché a la mala vida con mi primer pecado, que me trajo buena suerte, y la «chica de Lancashire» se metió bien rápido en un buen negocio y se convirtió en «la puta de Lancashire».

Si me hubiera gustado eso de ser una puta honrada, seguro que ahora andaría vestida de seda paseándome en mi coche por Cheapside y nunca habría probado el amargo pan del exilio. Pero se podría decir que apenas le eché el ojo a las monedas que tenía ese hombre fue como si me hubiera enamorado de repente y aunque la necesidad me convirtió en una ladrona, al principio, la codicia me hizo perfeccionarme en ese arte y el trabajar de puta era como una «pantalla» para robar porque mis clientes, que se ponían como ciegos con la lujuria y que muchas veces se atontaban con licor, eran más fáciles de desplumar, así vivos, que un ganso muerto.

Lo que me hizo terminar en Newgate fue el reloj de oro que le saqué de la pechera a un concejal de la ciudad, porque me peleé con la dueña de la casa por el alquiler y, por despecho, ella presentó una denuncia al juez en nombre de él. Así que, como decía mi señorita de Lancashire, atravesé el océano en un barco para ir a Virginia pero en un barco lleno de presidiarios. Me quemaron una mano para marcarme, como hacen con los condenados, y me vendieron para cumplir mi condena en una plantación durante siete años, y me dijeron que después de eso de nuevo iba a ser una mujer libre.

Mi amo me tomó simpatía, porque todavía no tenía más de diecisiete años, y me sacó de las plantaciones de tabaco y me puso en la cocina. Pero al capataz no le gustó nada eso de que no me pudiera pegar más con el látigo, y me molestaba sin misericordia, porque había sido una puta en Cheapside y no tenía que dármelas de señorita honrada con él en Virginia. Cuando estoy sola en la casa, porque mi amo se había ido a la iglesia un domingo por la mañana, el capataz me mete una mano en el pecho y la otra me la mete por debajo de la falda y dice que lo voy a tener que hacer quiera o no quiera. Yo agarro el cuchillo de trinchar y le corto de un tirón las dos orejas, primero una, después la otra. ¡Qué horror!, tanta sangre como para cazar jabalíes; él se pone a rugir, echa maldiciones, yo salgo corriendo al jardín con el cuchillo en la mano, chorreando sangre.

El jardinero, que viene con una cesta llena de verduras, me ve tan aturdida que me grita:

—¿Qué pasa, Sal?

—¡Hombre! —le digo yo—, es que el capataz trató de echárseme encima y le corté las orejas y le habría cortado los huevos también.

El jardinero, que era un negro bonachón y un esclavo también y tema que aguantar muchas veces el látigo del capataz, no puede dejar de reírse y me dice:

—Entonces, tienes que largarte a la selva, Sal, y ponerte en manos de la misericordia de los indios salvajes. Porque si no te ahorcan.

Me da su pañuelo con un poco de comida y un yesquero que llevaba encima, escondo todo en el bolsillo del delantal, y me escapo corriendo de la plantación, les aseguro, así que además de todos mis delitos cometo el más horrendo: huir de la esclavitud.

Soy muy andariega, como se habrán dado cuenta por lo que anduve desde Lancashire a Londres, y cuando se hace de noche y me siento a comer el pedazo de pan y el tocino que me dio el jardinero ya estoy a unas quince millas de la plantación y el camino es difícil porque mi amo ha cortado los árboles del bosque para cultivar tabaco. Mi plan es caminar hasta donde los ingleses ya no mandan, porque he oído que también hay españoles y franceses en esta costa y, entonces, pienso que puedo seguir trabajando en lo mío entre desconocidos porque lo único que necesita una puta para trabajar es su propio cuerpo.

Tengo que decirles que yo no sabía ni una pizca de geografía y por eso se me ocurrió que desde Virginia a Florida habría unos diez o doce días de camino, no más, porque sabía que estaba muy lejos y no se me ocurría que nada podía quedar más lejos que eso, porque entonces no sabía lo grande que son las Américas. En cuanto a los indios, ¡vamos!, pensé, sí pude mantener a raya al capataz con mi cuchillo, con los indios no voy a tener ningún problema si me llego a encontrarlos, así que dormí como un tronco bajo el cielo, por la mañana me guié por el sol, y seguí caminando.

En los arroyos había agua fresca y como era la época de las bayas me desayuné con un poco de fruta, pero a la hora de la cena me empezaron a sonar las tripas y me puse a buscar algo más consistente. Cuando vi que los matorrales estaban llenos de animalejos y de pájaros que había visto nunca, pensé: «¿Para qué voy a pasar hambre cuando… las puedo ingeniar?». Entonces até los cordones de los zapatos para hacer una trampita y cogí un bicho chico, pardo y peludo, parecido a un conejo pero sin orejas, lo degollé, le saqué la piel y lo tosté en la punta de mi cuchillo en un fuego que hice con la bendita yesca queme había dado el jardinero. Lo único que me faltaba era sal y un poco de pan.

Después de comer, me di cuenta de que los robles estaban llenos de bellotas en esa época y se me ocurrió que podía molerlas entre dos piedras planas, con un poco de esfuerzo, y hacer una especie de harina, como se hacía en casa cuando no había nada. Me puse a pensar que podía mezclar esa harina con agua y hacer una masa. Entonces podía hacer bollos y cocerlos en las cenizas de la fogata y tener pan para comer con la carne. Y, si quería comer pescado un día viernes, como hacía mi señorita en Lancashire, podría hacerle cosquillas a una de las muchas truchas que había en el arroyo, que es algo que cualquier chica de campo sabe hacer y que es muy parecido a meter la mano en el bolsillo de alguien. También se me ocurrió que si ponía a secar moras al sol se mantendrían dulces por meses de meses. Cuando me puse a hacer planes para tanto tiempo sobre mi comida, me dije: ¡vaya!, me las puedo arreglar perfectamente en el bosque por una temporada, ¡aunque tenga que comer carne sin sal!

Porque, me dije, tengo un arma y tengo fuego y el clima es agradable y la tierra fértil; ¡seguro que en este paraíso terrenal no me voy a morir de hambre! Me puedo hacer un refugio con ramas y quedarme aquí hasta que se olviden del lío del capataz desorejado y entonces me puedo largar hacia el sur cuando se me antoje. Además, para ser franca, estaba hasta las narices con la hediondez de la gente para que me gustara la idea de volver muy rápido al mundo en un burdel de Florida. Pero se me ocurrió que podía caminar un poco más, para no arriesgarme, y meterme más adentro en la selva, para que ningún grupo de cazadores me pudiera encontrar y me fueran a echar el laxo de nuevo. Eso sí que me daba mucho miedo y les puedo asegurar que tema más miedo de los blancos, porque ya los conocía, que de los hombres rojos, que en ese entonces no conocía todavía.

Así que seguí caminando otro día más, comiendo lo que encontraba sin ningún problema; y otro día y entonces ya no oía más que los cantos de los pájaros; pero al día siguiente oigo cantar a una mujer en un claro del bosque y veo que es una de las de la tribu de los salvajes y se me ocurre matarla, antes que me mate a mí, pero entonces veo que no lleva ninguna arma y que anda recogiendo hierbas y metiéndolas en una bonita cesta. Entonces me echo a un lado para esconderme por si fuera una criada india del dueño de una plantación, aunque me parece que donde estoy nunca anduvo nadie de mi tierra. Pero ella se da cuenta de que las hojas se mueven y salta tan rápido como si hubiera visto un fantasma, tan rápido que deja caer la cesta y todas las hierbas se desparraman.

No lo pienso ni un segundo y me abalanzo a recoger las hierbas como si estuviera en Cheapside y corriera a ayudarle a una vendedora de fruta a la que se le cae su cesta de manzanas.

La mujer ve la marca que tengo en la mano y gruñe para sus adentros, como si supiera lo que eso significa y no me fuera a tener miedo por eso o, más bien, como si no me tuviera miedo por eso pero, de todos modos, no le gusta mi cara. Se echa atrás aunque recoge la cesta que le paso como si me fuera a dejar en el bosque. Pero ella me impresiona, es una mujer guapa, no es roja sino de un maravilloso color oscuro y se me ocurre abrirme el corpiño y mostrarle el pecho, para que entienda que, aunque tengo la piel más clara, puedo amamantar igual que ella, y estira una mano y me toca el pecho.

Era una mujer ni joven ni vieja vestida nada más que con una falda de cuero y cuando vio mi corsé —porque todavía llevaba mi ropa de Inglaterra aunque toda andrajosa— lanzó un gruñido y me hizo un gesto, tal como yo pensaba, porque los indios no conocían esas barbas de ballena. Así que me saco el corsé y lo tiro a un matorral y después de eso respiro mucho mejor. Entonces me pide, con un gesto también, que le dé el cuchillo grande que llevo en el delantal. «Ahora sí que estoy frita», pienso, pero igual se lo paso y ella se sonríe, aunque poco, porque esos salvajes no son ni la mitad de expresivos que nosotros, y dice una palabra que yo pienso que quiere decir «cuchillo». Repito la palabra y se lo enseño, pero ella niega con la cabeza y pasa el dedo por la hoja, entonces yo digo, después de ella, «afilado». O una palabra que en inglés podría ser «agudo». Y ésa fue la primera palabra del idioma de los algonquinos que dije en mi vida, aunque no la última ni mucho menos. Entonces, cuando veo que por la forma de su cuerpo parece que esta vieja no hubiera tenido hijos y acordándome de la Reina Virgen de la que me hablaba la señorita, hago la prueba y le digo «shalom». Repite muy amable la palabra pero me doy cuenta de que para ella no quiere decir nada.

Me hace un gesto; ¿quiero irme con ella? ¡El capataz nunca me va a venir a buscar entre los hombres rojos! Así que me marcho con ella al pueblo de los indios y así, no de otra manera, es que me «llevaron» con ellos a pesar de lo que dice el reverendo, que me llevaron a la fuerza, contra mi voluntad, arrastrándome del pelo, y si eso es lo que él quiere creer, que lo crea entonces.

Tenían un pueblo limpio y bonito, con una empalizada de madera alrededor o una valla, las casas eran de corteza de abedul y estaban rodeadas de jardines con unas ramas que tenían calabazas y en el aire había un olor delicioso de la carne que estaban cocinando, porque ya casi era la hora de la cena. Estaban guisando eso que ellos llaman succotash en una gran marmita encima de una fogata y había una salvaje desnuda en cuclillas delante del fuego, de lo más tranquila, aventándolo con un abanico de corteza de abedul. Alrededor del pueblo había unas plantaciones de tabaco y de maíz muy cuidadas y había un río cerca. Pero no vi ni un solo animal, ni vacas ni caballos ni pollos, porque no crían animales. La mujer me lleva a su cabaña, donde vive sola ocupándose de sus cosas, y me da agua para que me lave y un montón de plumas para que me seque, así que me siento bien reanimada.

Yo había oído que esos indios eran monstruos asesinos, y que tenían la costumbre de comerse a los muertos, pero había unos críos hermosos, todos desnudos, jugando en la tierra con sus muñecos, ¿cómo se iban a alimentar esos tesoros con carne de muertos? Y mi «madre» india, porque yo la empecé a llamar «madre» al poco tiempo, me aseguró que sus primos de más al norte asaban los muslos de los prisioneros y se los repartían como en una ceremonia, así que se podría decir que eso era una comida sacramental, que para honrar a los muertos se los engullían; y muchas veces discuto con el reverendo por eso, yo le digo que la cena de los iroqueses no es más que una misa de los salvajes. Y el reverendo me dice que yo viví tanto tiempo al lado de Satanás que me acostumbré a lo que hace o que la misa de los beatos católicos no es más que el festín de los iroqueses con todos bien vestidos.

Lo que yo digo es que lo único que comía con los indios es pescado o aves o animales que cazaban, hervidos o asados, además de maíz guisado de distintas maneras, judías, calabazas cuando es temporada, etc., y que esta comida es tan sana que pocas veces se ve a alguien enfermo entre ellos y nunca vi allá a nadie que estuviera tullido o que le dolieran las muelas o con los ojos rojos o encorvado de viejo.

Como hacía calor, al principio me avergoncé cuando vi a todos los salvajes desnudos, porque en esa época del año los hombres no llevaban más que un taparrabo y las mujeres se echaban un trapo encima no más. Pero al poco tiempo no me llamó más la atención y cambié mis enaguas por una piel que me dio mi madre y también me dio un collar, con cuentas que hacen con conchas, porque me dijo que no había tenido una hija propia a la que mimar hasta que el bosque le había dado ésta, y que estaba agradecida a los ingleses por abandonarla.

La bondad de esta mujer no tenía límites y yo vivía en la cabaña con ella, que no tenía marido porque era, como se podría decir, la partera de la tribu y todo el tiempo tenía que andar preocupándose de las mujeres que estaban por tener críos. Y lo que estaba haciendo en el bosque la primera vez que la vi era juntar hierbas para hacer unas pociones que les quitaban el dolor a las mujeres cuando estaban pariendo o en sus días.

¿Cómo vive esa gente ala que le dicen semisalvaje? Los hombres no se afanan mucho, pasan todo el día descansando y sin hacer nada, salvo cuando salen a cazar o cuando pelean con los enemigos, porque todas las tribus están peleando todo el tiempo entre ellas y también con los ingleses; y el werowance, como lo llaman, que no es el jefe o el que manda en el pueblo, aunque los ingleses dicen que sí, es el hombre que va adelante en las batallas, así que es más valiente que los generales ingleses, que les dan órdenes a sus soldados desde atrás.

Lo que yo hacía era quedarme con mi madre india en su cabaña y ella me iba enseñando las costumbres de los indios, como sentarme en cuclillas en el suelo para comer la comida que ponía sobre uña estera delante de mi porque no tenía muebles. Aprendí a curtir pieles y a hacerme vestidos con ellas, con piel de castor y de otros animalejos, y a adornarlas con conchas y plumas. Tenía el estuche de costura en el bolsillo del delantal y a mi madre le gustaron mucho las agujas de acero que tenía, y también el yesquero, y se alegró mucho cuando le di todas esas cosas y decía que el cuchillo era una cosa tan útil que era maravillosa, porque ellos no sabían cómo trabajar los metales aunque las mujeres hacían buenas vasijas con barro del río y después las cocían en una fogata y lo hacían muy bien, y ningún hombre tenía barba, porque se las ingeniaban para afeitarse por todas partes con navajas de piedra.

Y tengo que reconocer que tenían unos cuantos rifles, porque poco antes de que me instalara con ellos había venido un escocés que les dio rifles y licor a cambio de vestidos con adornos, y no voy a decir nada de los efectos del licor, sólo que los enloquece; pero, volviendo a los rifles, aprendieron muy rápido cómo había que usarlos.

Cuando llegaba la época de la cosecha, sacaban el maíz, un maíz raquítico y muy malo, diría yo, con unas mazorcas que eran apenas un poco más grandes que mi pulgar, y hacíamos hoyos de dos metros o más en la tierra y ahí poníamos a secar y guardábamos el maíz que no nos comíamos. Pero para hacer los hoyos había que trabajar mucho porque las únicas palas y azadas que tienen son las que les roban a los ingleses, así que nos arreglábamos con unos palos o con huesos de venados. Y si alguna vez tuve una pelea con los de mi tribu fue porque los hombres no hacían nada de este trabajo de agricultura, aunque es un trabajo pesado, sino que se van a pescar al arroyo o a cazar venados o se ponen a bailar y a hacer otras ridiculeces que dicen que sirven para que crezca el maíz.

Pero mi madre me dijo:

—No tiene nada de malo y así los hombres no se meten en esto.

Cuando empezó a cambiar el tiempo, yo ya parloteaba tan bien en el idioma de los indios como si hubiera nacido hablándolo, aunque no tenía ni una palabra de hebreo así que se me ocurre que mi señorita de Lancashire estaba equivocada cuando decía que eran la tribu perdida de Israel, y, en cuanto a eso de convertirlos a la verdadera fe, estaba tan ocupada con una cosa y con otra que nunca me puse a pensaren eso. Y en cuanto a mi cara pálida, ya al final de la cosecha estaba tan oscura como la de todos ellos y mi madre me tino el pelo con un tinte negruzco, así que se acostumbraron a que estuviera ahí, entre ellos, y a los seis meses se podría decir que la mujer que yo llamaba «mi madre» era mi propia madre y que yo era absolutamente india, aunque mis ojos azules les seguían pareciendo extraordinarios.

Pero a pesar de todo el cariño que nos temamos, yo habría seguido pensando en marcharme a Florida cuando hiciera más frío, porque los hábitos y las costumbres pesan mucho, si no me hubiera fijado en un guerrero de esa tribu que no tenía mujer propia y él también se fijó en mí aunque nunca dice ni una sola palabra, pero parece que durante todo ese tiempo lo que quiere es hacer lo que se debe conmigo, hasta que al final mi madre me dijo: —Ese Nogal Alto que tú conoces quiere que seas su mujer.

—Nogal Alto es lo que quiere decir su nombre en inglés, un nombre tan común entre ellos como podrían ser James o Matthew en Lancashire.

Y cuando oí eso me puse a llorar, porque él era un buen hombre.

—¿Cómo puedo ser la mujer de ese buen hombre, madre, cuando fui una mala mujer en mi tierra?

—¿Una mala mujer? —me pregunta—. ¿Qué es eso?

Entonces le conté cómo me ganaba la vida en Cheapside y cómo resulta que era una ladrona por vocación. Y en cuanto a eso de ser una puta, se sorprendió mucho cuando le dije que los ingleses pagaban por lo que yo les vendía, porque las indias lo dan sin pedir nada a cambio o no lo dan y cuando le digo que ya no soy virgen, se pone a reír y me dice: —Si no sirvieras para nada, nadie te habría tomado. —Lo que le duele es que haya sido ladrona, hasta que al final me dice:

—Mira, criatura, ¿tú robarías una escudilla o un cinturón de wampun o una túnica de mi cabaña y te la guardarías y me la negarías?

—¿Cómo podría hacer eso, madre? —le digo—. Si necesitara algo, quizá lo usaría y después se lo daría de nuevo como usted hace con las agujas y el yesquero y el cuchillo. Y lo mismo haría con ése y con el otro… —le digo, hablando de nuestros vecinos—. Y honestamente no hay nada en todo el pueblo que me haga sentir la codicia de antes, y en cuanto a mi comida, si necesito comer algo, puedo comer de cualquier marmita en las tierras de los indios porque ésa es la costumbre. Así que ni el deseo ni la necesidad me pueden hacer robar aquí.

—Entonces eres una buena mujer a pesar de lo que crees, aquí, entre los indios, y yo creo que vas a seguir siendo buena —me dice—. ¿Por qué no te casas con ese joven?

Bueno, algunos hombres del pueblo, como el general y el cura, que lo llamo así porque se preocupaba de las cosas de la religión, no tenía ni una mujer sino tres o cuatro para labrarles las tierras y a mí eso no me gustaba, yo quería ser la única mujer que viviera con mi marido, un capricho que tenía de los viejos tiempos y no podía sacármelo de la cabeza, Y ella no entiende por qué, aunque nunca había sido la mujer le ningún hombre, porque, como me decía guiñándome un ojo, no le gustaba mucho el sexo y prefería estar con las mujeres.

—Somos muy honestos y muy decentes en esta cuestión del matrimonio como para dejar que eso se entrometa entre una mujer y sus amigas —me dice—. Mientras más mujeres tiene un hombre, más acompañadas están, más rodillas hay para mecer a los niños y más trigo pueden plantar, así que todas viven mucho mejor juntas.

Pero de todas maneras yo le digo que quiero ser su única mujer o que nunca me voy a casar con él.

—Escúchame, criatura —me dice—. ¿Es que no me quieres?

—Sí, sí que la quiero —le digo—, con todo mi corazón.

—Entonces, si tu galán quisiera casarse con las dos, ¿me querrías menos por eso?

Agacho la cabeza y no le contesto nada porque me da miedo que le pida a mi enamorado que se case con ella también, porque estoy tan loca por él que me cuesta creer que otra mujer, por terca que fuera, no se iría con él si tuviera la mitad de las posibilidades que tengo yo. Entonces me da una palmada en el culo y me grita:

—¿Ves, mi niña, qué terrible es eso de los celos, que incluso puede hacer que una hija se pelee con su madre?

Pero después se ablanda cuando me ve llorar de avergonzada que estoy y dice que es muy vieja y testaruda para pensar en casarse y, además, mi enamorado está tan fascinado conmigo que se va a casar como yo diga al estilo inglés. Porque a ellos les enseñan a querer a sus mujeres y a dejarlas hacer lo que quieran aunque se casen con muchas, y si yo quiero trabajar como loca arando con mis dos manos mi pedazo de tierra para plantar maíz, él no se va a meter en eso.

Nos casamos cuando la siembra del maíz, que celebran con un montón de cantos y de bailes aunque somos las mujeres las que nos rompemos el espinazo sembrando. Se cumple un año desde que llegué al pueblo, llega el invierno de nuevo y en la primavera ya tengo una buena barriga porque dentro de poco le voy a dar a mi marido un pequeño guerrero. Era maravillosa la ternura de mi marido, que se me acercaba cuando el sol estaba muy fuerte y me hacía sudar y me cansaba y me ponía pesada y de mal humor, tanto que muchas veces Juraba que quería estar de vuelta en Inglaterra; pero él se aguantaba todo eso.

Entonces, en esa época, el general del pueblo llama a una asamblea para decidir cómo pueden hacer todas las tribus de esta región para no Pelear más entre ellas y formar un gran ejército para hacer que los ingleses vuelvan al lugar de donde vinieron, pero, en cambio, algunos de los otros dicen que deberían firmar un tratado con los ingleses contra las otras tribus que son sus enemigos naturales para conseguir que los ingleses les den más rifles.

Pero yo les mando a decir con mi marido —las mujeres no van a esas asambleas aunque tienen la costumbre de mandar recados con sus maridos—, les mando a decir que para echar a los ingleses se necesitarían todas las tribus del continente, y que de todos modos los ingleses sólo se marcharían para volver de nuevo con muchos más hombres, porque están decididos a «poblar la colonia» conmigo y con otros pobres diablos como era yo. Así que les digo sin rodeos que tienen que hacer una liga muy importante, bien luchadora y bien armada, entre todas las tribus indias y no creerles nunca ni una sola palabra a los ingleses porque todos los ingleses se convertirían en ladrones si pudieran, y yo soy una prueba de eso, yo, que sólo dejé de ser una ladrona cuando no había nada que robar.

Pero nadie me hace caso y no se pueden poner de acuerdo sobre lo que tienen que hacer para pelear, si es que deciden pelear, si atacar Annestown por la noche, arrastrándose en cuatro patas como los osos, con sus arcos en la boca, o agarrar a los ingleses uno por uno cuando salen a cazar por lugares solitarios, o salirles al encuentro de frente como un ejército. Eso era lo que más les gustaba, porque era lo más honorable, pero yo pensaba que era como meter la cabeza en la boca del lobo. Algunos seguían pensando que los ingleses eran sus amigos porque eran el enemigo de sus enemigos. Así que se pusieron a pelearse entre todos y no decidieron hacer nada y eso me puso muy triste, porque estaba preñada y quería vivir en paz.

Anduve picoteando con mi palo puntiagudo en el sembradío de habichuelas hasta el último momento, cuando me empezó a salir el agua y me voy corriendo al lado de mi madre y, una hora después, me parece a mí porque ellos no tienen relojes ni nada parecido, ya estaba ella lavándole la sangre a mi pequeño.

Al crío le ponemos un nombre que en nuestro idioma sería Pequeña Estrella Fugaz, y se pueden reír de eso, pero es el nombre que le dan a los mejores hombres. Y lo atamos a su tablilla a mi espalda para poder llevarlo en su canasto de corteza de abedul, y estaba tan contenta con él como cualquier otra mujer hubiera estado. Y así fue como lo que había previsto mi señorita de Lancashire se convirtió en realidad, porque el padre de mi pequeño no venía de la tribu de Sem, Cam y Jafet, aunque su madre se parecía más a María Magdalena, la prostituta arrepentida, que a la Virgen María, a pesar de que el reverendo no cree nada de eso, porque es un hombre que nunca está de acuerdo con nada, y no me deja hablar del tema.

Pero lo que pasó al final es que la corona del pequeño no resultó ser de oro, sino de lágrimas.

Cuando se deshizo la liga de los algonquinos, los saqueos de los ingleses en los pueblos del sur se hicieron cada vez peores pero nuestros guerreros los tuvieron a raya por un tiempo. Los generales de esa región llamaron a una asamblea para decidir si quedarse juntos para defender nuestros pueblos o retirarse, o sea, sacar las estacas y las trampas y dejar nuestros campos para ir un poco más hacia el oeste, hacia nuevas tierras, después de la cosecha, que ya estaba por llegar. Pero no querían hacer eso, porque al oeste estaban los rechacrianos, una tribu muy luchadora, y no era fácil pasar por sus tierras. Entonces mandaron a un grupo de guerreros para darle su merecido a los ingleses, para empezar a hacerlo por lo menos, pero yo tenía mucho miedo de que mi marido no fuera a volver.

Se pinta la cara de rojo y negro y el crío se pone a llorar cuando lo ve y por fin se van pero vuelven todos, con las hachas llenas de sangre y varias cabelleras rubias que cuelgan de lo alto del techo, al lado de unos peroles de cobre y de balas y de pólvora, también del saqueo. Y, ¡ay de mí!, también ron.

Pero tengo que decir que, apenas vi los copetes de los ingleses, me alegré mucho a pesar de que esos pelos y el mío eran del mismo color, pero el reverendo dice que soy buena y que Dios me va a perdonar por los pecados que cometí cuando estaba con los indios.

Y en cuanto a la pólvora, Nogal Alto, mi marido, me contó que cuando los ingleses se la dieron al general por primera vez, hace años, le dijeron, riéndose en secreto entre ellos, que tenía que enterrarla, como el maíz para semilla, y esperar a que aparecieran las balas. Y los indios les tenían inquina desde entonces, por burlarse de ellos como si fueran niños que no sabían nada, cuando los ingleses se habrían muerto de hambre si los hombres rojos no les hubieran enseñado a plantar maíz.

También trajeron un prisionero atado al barril de pólvora y se burlaban de él, y le decían que iban a encender una mecha muy larga, y lo dejaron ahí en medio del pueblo y lo trataban mal porque estaban borrachos y cuando beben un poco de licor se ponen como demonios, eso tengo que reconocerlo.

—Querida —dice mi marido, que está totalmente sobrio porque se moría de miedo de lo que yo le podía decir—, tengo que pedirte que hables con este individuo en tu idioma, para que sepamos si los hombres de su pueblo se acordarán por fin de algunos compromisos y tratados que hicimos o si quieren empujarnos a las tierras de los rechacrianos, porque eso sería peor para nosotros, porque quedaríamos atrapados entre los dos.

Al principio digo que no porque el inglés me da un poco de lástima, son muy implacables con sus prisioneros y hacían una verdadera fiesta a costa de éste, con lo que habían bebido y todo. Pero después me acuerdo de que una vez vi a este individuo pavoneándose en el muelle de Annestown cuando iban bajando a los prisioneros encadenados desde dentro del barco y ya no siento más lástima.

Cuando me oye hablar en inglés, grita: —¿Bendito sea Dios! —y en seguida me dice que tengo que entregar a mis tribus a los blancos en nombre de Dios, el Rey de Inglaterra, y me larga un perdón que no le pido cuando ve la marca que tengo en la mano. Pero yo le muestro al crío y él me dice todo tipo de insultos, puta entre los paganos, así que le entierro un palo puntiagudo en la barriga para enseñarle a comportarse. Se pone a chillar pero no dice nada de los soldados o dónde pueden estar; lo único que dice es que hay que arrojar a la semilla maldita fuera de esta tierra. Entonces lo desatan del barril, porque no quieren desperdiciar pólvora en él, y lo echan al fuego. Al poco rato ya está muerto.

Cuando le escarbo los bolsillos, veo que están llenos de monedas y todos los niños se van a jugar al río haciendo rebotar las monedas de oro en el agua. Pero le doy cuerda a su reloj y se lo regalo a mi marido en recuerdo del otro que le robé al concejal.

—¿Qué es esto? —pregunta en su inocencia. En ese momento el reloj da las doce, porque es mediodía, y él larga un chillido y lo deja caer, se rompe, las piezas y los resortes quedan desparramados en la tierra, y mi marido, el pobre, que era un salvaje supersticioso aunque era el hombre más bueno del mundo, empieza a sacudirse y a temblar y dice que el reloj es «una mala medicina» y que es de mal agüero.

Así que se fue a emborracharse con los demás. Yo miro todos los papeles que tenía el caballero en los bolsillos y me doy cuenta de que acabamos de matar al gobernador de toda Virginia y les digo eso, con muchas dudas, pero están tan borrachos que no se puede razonar con ninguno hasta que duerman la borrachera; pero antes de que empiece a salir el sol al día siguiente llegan los soldados a caballo.

Queman los campos de maíz maduro y le prenden fuego a la empalizada y nuestra cabaña se quema también cuando explota la pólvora así que veo la matanza tan clara como el día. A mi marido le atraviesan la cabeza de un balazo, estaba de pie y todo atontado, lo había sacado de la cabaña cuando oí el primer estallido pero era un hombre corpulento, no se les podía escapar. Y masacran a los pobres salvajes, borrachos y medio dormidos. Tomo al crío en brazos y me voy y me escondo en el espantapájaros que hay en el maizal, que es una plataforma con patas con un cuero encima, así que me escapo.

Pero los soldados agarran a mi madre cuando va corriendo hacia el río con la cabeza en llamas y, cuando ella me ve escapando, me grita: —¡Hija mal agradecida! —Porque piensa que yo lo único que quiero es estar con los ingleses, y no es cierto, no es cierto en absoluto. Entonces primero la violan y después la degüellan. Todo pasa muy rápido, cuando sale el sol no quedan más que cenizas, cadáveres, viudas que lloran a sus hijos muertos, soldados apoyados en sus rifles, muy satisfechos con lo que acaban de hacer y la valentía con que vengaron al gobernador.

El crío se echa a llorar. Uno de esos brutos, cuando lo oye, se larga a correr entre el maíz todo quemado y empuja el espantapájaros, le da un sólo golpe y yo me caigo de espaldas, el crío se me escapa y se parte la cabecita en una piedra, larga un terrible chillido, hasta la persona con el corazón más duro se habría abalanzado corriendo donde estaba. Pero el soldado me pone una rodilla en la barriga y se empieza a desabrochar los pantalones porque quiere violarme, tendría que haber teñido la fuerza de diez hombres para sujetarme, pero inmediatamente deja esos horribles forcejeos, sorprendido.

—¡Capitán! —grita—. ¡Venga a ver! Aquí hay una india de ojos azules, nunca había visto una así.

Me agarra un buen mechón de pelo y me arrastra hasta donde esta el capitán de esos buenos soldados lavándose las manos llenas de sangre en una palangana, de lo más tranquilo, mientras sus hombres recogen los wampun y las túnicas como trofeos de guerra. Me pregunta mi nombre y si hablo en inglés; después holandés; después francés; y hace la prueba en castellano pero no le digo nada, salvo en el idioma de los algonquinos: —Soy la viuda de Nogal Alto. —Pero no me entiende.

Al final descubren con una artimaña que no soy una mujer de sangre india, porque uno de ellos agarra al crío, que está llorando a gritos en el maizal donde lo habían dejado, y le acerca el cuchillo, como si le fuera a enterrar la hoja afilada a mi pequeño.

—¡No matarás! —le grito en inglés mientras los demás me sujetan para que no me eche encima de él porque le habría sacado los ojos con mis propias manos. ¡Cómo se reían cuando la india con plumas en la cabeza les grita en el acento vulgar de Lancashire! Entonces, el capitán ve la marca que tengo en la mano y dice que soy una «fugitiva» y que le van a poner a mi cabeza un precio mucho más alto que todo lo que les van a dar por los indios. Y se burla de mí, dice que me van a hacer una marca en la mejilla, me van a poner una «F» de «fugitiva» cuando lleguemos a Annestown, para que no siga siendo la puta de los indios ni de nadie más. Pero todo lo que quiero es que me deje usar su pañuelo, para mojarlo y lavarle al crío la herida que tiene en la cabeza, y por fin se pone generoso y me lo da.

Cuando me devolvieron al crío y lo empecé a amamantar, porque tenía hambre, entonces me fui con los soldados, porque no me quedaba otro remedio, mi madre y mi marido estaban muertos y, francamente, ya no era capaz de resistir. Y las indias que quedaban vivas, a las que yo llamaba «mis hermanas», se iban arrastrando detrás de nosotros, porque los ingleses querían mujeres y las mujeres querían pan y no quedaba un solo guerrero vivo en esas tierras del Nuevo Mundo que ahora podrían llamarse «un hermoso jardín en el que no han dejado ni una sola alma». Y por el río que cruzaba ese paraíso terrenal lo que corría era sangre.

Las indias me echaban la culpa de lo que había pasado, decían que yo les había traído mala suerte y que les había pagado con maldad todas sus bondades. Y yo lo que tengo es una mezcla de dolor y de miedo porque me acuerdo del capataz al que le corté las orejas, y pienso que todo esto va a terminar peor todavía cuando me lleven de vuelta a donde está la justicia.

llegamos a un lugar donde hay unas pocas casas y acaban de terminar de construir una iglesia. —Aquí traemos una presa que le quitamos a Satanás —le dice al reverendo el que mató a mi marido, y él me dice que tengo que darle gracias a Dios por haberme liberado de los salvajes y pedirle al Buen Dios que me perdone por alejarme de él. Yo le hago caso, me dejo caer de rodillas porque me doy cuenta de que eso de arrepentirse es lo que se usa en estas tierras y mientras más arrepentida parezca mejor me va a ir. Y cuando me preguntan cómo me llamo les digo el nombre de mi señorita de Lancashire, que se llamaba Mary, y nunca digo otra cosa, así que ahora vivo como si fuera su fantasma y todas sus profecías se cumplen, excepto que ahora soy Nuestra Señora de la Matanza y mi hijo mestizo va a llevar la marca de Caín, porque la cicatriz que tiene sobre el ojo izquierdo no se va a borrar nunca.

La esposa del reverendo sale de la cocina con un vestido viejo y me dice que me cubra el pecho, por decencia, y el crío se pone a llorar y a llorar. Pero ella es una buena persona y el reverendo también, y eso queda bien claro cuando les dicen a los soldados que no me pueden llevar a Annestown y le ofrecen al capitán una buena suma de dinero para que me deje quedarme con ellos, por mi hijo, que es inocente. El capitán titubea y el reverendo le da otra guinea, el buen soldado se mete el dinero en el bolsillo y se marchan todos y el reverendo dice que va a bautizar a mi hijo con un nombre de la Biblia, Isaac o Ismael u otro nombre por el estilo.

—¿No tiene un buen nombre ya? —le pregunto.

Pero el reverendo dice: —Pequeña Estrella Fugaz no es un buen nombre para un cristiano.

—Y mi niño tiene que ser un cristiano bautizado para que su alma pueda entrar a donde están los bienaventurados, aunque el pobrecito nunca va a encontrar a su padre allí. ¿Y cuándo van a resucitar esos muertos y recibir justicia? Pero yo no le voy a decir nunca el nombre que le dio el reverendo; y nunca le hablo en otro idioma que no sea el de los indios cuando estamos los dos solos.

Después de un tiempo, empiezan a contar que dos años atrás, o más, los indios entraron a escondidas en una plantación que había en el norte, asesinaron a un capataz y raptaron a una chica que era esclava. El jardinero los vio cuando se la llevaban arrastrándola por los cabellos rubios. Yo pienso que el jardinero debe de haber ajustado alguna cuenta que tenía con eso, que tenga buena suerte, y si ellos prefieren pensar que me llevaron prisionera, tienen mi permiso para pensar lo que se les antoje, si eso les gusta, siempre que no se metan conmigo. Y no se meten conmigo, porque el reverendo tiene mucho interés en salvar mi alma y su esposa le tiene mucho cariño al crio, porque no tiene hijos, y también porque pagaron bastante para que la ley no se meta con nosotros. Y me gano muy bien mi pan, porque hago todos los trabajos duros, acarreo agua, corto leña.

Así que fregaba los suelos de la casa del reverendo, guisaba, lavaba la ropa y, aunque el reverendo jura que han venido a construir la Ciudad de Dios en el Nuevo Mundo, seguía siendo la misma criada que era en Lancashire y tampoco había un solo lugar para una puta en la Cofradía de los Santos, por si hubiera llegado a tener el más mínimo deseo de volver a trabajar en lo de antes. De todos modos, no podría haberlo hecho, porque los indios me habían convertido para siempre en una mujer honrada.

Un día, la señora se me acerca y me dice: —Todavía eres joven, Mary, y Jabez Mather dice que te podría tomar por esposa porque la suya se murió de una hemorragia, pero no quiere al niño, así que me puedo quedar con él. —Pero nunca le voy a dar a mi hijo, y nunca voy a aceptar a Jabez Mather por marido, ni a ningún otro hombre; aquí me voy a quedar, sentada y llorando junto a los ríos de Babilonia.