4

Richard entró en la habitación con aquel aire de excesiva confianza en sí mismo que asumía cuando se encontraba cohibido. No estaría haciendo lo que hacía de no haber sido por Doris. Pero Doris tenía curiosidad. Le había dado la lata, insistiendo, hecho gestos, se había enfurruñado. Era muy joven y bonita y, como se había casado con un hombre mucho mayor que ella, intentaba salirse por completo con la suya.

Ann les salió al encuentro, sonriendo encantadora. Se sentía como una actriz representando su papel en escena.

—¡Richard… qué agradable verte! ¿Es tu esposa?

Tras la máscara de saludos corteses y comentarios sin importancia, corrían los pensamientos.

Richard pensaba para sí: «Cuánto ha cambiado… apenas si la hubiese reconocido…».

Y sentía una especie de alivio al proseguir: «No hubiera sido la mujer adecuada para mí… no, realmente. Demasiado elegante… A la moda. Un tanto alegre. No es mi tipo».

Sentía renovarse su afecto hacia su mujer, Doris. Estaba un poco atontado con su esposa… era tan joven…

Pero a veces se daba cuenta con inquietud que su cuidadoso acento le atacaba los nervios y que su aire un tanto estirado cansaba. No quería admitir que se había casado fuera de su clase… la había conocido en un hotel de la costa sur; la familia de la muchacha era de dinero, su padre era un contratista retirado… pero a veces sus padres también le crispaban. Aunque ahora menos que un año antes. Y estaba empezando a aceptar a los amigos de Doris como la clase de amistades que él haría con facilidad. Sabía bien que no era lo que en tiempos hubiese deseado… Doris nunca ocuparía el puesto de su Aline, muerta hacía tanto tiempo. Pero le había proporcionado una segunda primavera para sus sentidos y, por el momento, aquello le bastaba.

Doris, que había sentido desconfianza hacia la señora Prentice y cierta tendencia a los celos, se sorprendió favorablemente ante el aspecto de Ann.

«Qué mayor es», pensó para sí con la cruel intolerancia de la juventud.

Estaba impresionada ante la habitación y los muebles. También la hija era elegantísima y parecía una modelo salida de Vogue. Se sintió un tanto impresionada al pensar que su Richard había estado antes prometido a una mujer tan moderna. Su marido creció en su estimación.

Ver a Richard fue para Ann un golpe. El hombre que con tanta confianza hablaba con ella le resultaba un extraño. No sólo él era extraño para ella, sino ella para él. Ambos se habían movido en direcciones opuestas y ahora ya no había entre los dos un punto de apoyo común. Siempre había notado en Richard dos tendencias diversas. Siempre había habido en él un deje pomposo, cierta estrechez de pensamientos. Había sido un hombre sencillo con posibilidades interesantes. La puerta se había cerrado sobre dichas posibilidades. El Richard que Ann amara había quedado aprisionado dentro de aquel marido británico corriente, de buen temperamento, ligeramente pedante.

Había conocido y se había casado con aquella chiquilla vulgar, predadora, sin cualidades internas ni cerebro, pero con cierta belleza rosada y blanca y un atractivo sexual juvenil y basto.

Se había casado con aquella chica porque ella, Ann, le había rechazado. Ardiendo de ira y resentimiento, había resultado presa fácil para la primera mujer que se propuso atraparle. Bien, tal vez todo fuera mejor así. Suponía que sería feliz…

Sarah sirvió las bebidas y habló con cortesía. Sus pensamientos no eran nada complicados, y se resumían por completo en la frase «¡Qué par de rollos son estos dos!». No se daba cuenta de las contracorrientes. En el fondo de su pensamiento había un dolor sordo relacionado con la palabra «Gerry».

—Ya veo que habéis cambiado todo esto.

Richard recorría la habitación con la vista.

—Es precioso, señora Prentice —decía Doris—. Este estilo regencia es lo último, ¿verdad? ¿Cómo era antes?

—Cosas rosadas y anticuadas —repuso Richard vagamente. Recordaba la suave luz del fuego y a Ann sentada en el viejo sofá que había desaparecido para dejar lugar al diván imperio—. Me gustaban más que éstas.

—Los hombres se apegan tanto a las cosas corrientes, ¿verdad, señora Prentice?

—Mi mujer está decidida a ponerme al día.

—Pues claro que sí, cariño. No pienso dejar que te conviertas en un viejo despistado antes de tiempo —dijo Doris con cariño—. ¿No le parece que está mucho más joven que cuando usted le conoció, señora Prentice?

—Efectivamente, tiene un aspecto espléndido —repuso Ann, evitando la mirada de Richard.

—Me dedico a jugar al golf.

—Hemos encontrado una casa cerca de Basing Heath. ¿Verdad que es una suerte? Hay un buen servicio de trenes para que Richard pueda ir y venir todos los días. Y el campo de golf es magnífico. Muy concurrido los fines de semana, como es natural.

—Hoy día es una suerte enorme hallar la casa que uno busca —dijo Ann.

—Sí. Tiene una cocina Aga, una magnífica conducción eléctrica y está construida según las líneas más modernas. Richard andaba tras una de esas terribles casas antiguas, de época, que se caen a pedazos. ¡Pero yo impuse mi voluntad! Las mujeres tenemos más sentido práctico, ¿no le parece?

—Estoy segura de que las casas modernas ahorran muchas preocupaciones domésticas —contestó Ann con cortesía—. ¿Tienen jardín?

—No, realmente —dijo Richard, al mismo tiempo que Doris exclamaba:

—Oh, sí.

La mujer miró a Richard con reproche.

—¿Cómo puedes decir que no, cariño, después de los bulbos que hemos plantado?

—Como diez metros cuadrados, en torno a la casa —explicó Richard.

Por un momento sus ojos se encontraron con los de Ann. Juntos habían hablado a veces del jardín que tendrían, si iban a vivir al campo. Un jardín vallado para frutales… un césped con árboles…

—Bueno, joven —se volvió Richard precipitadamente hacia Sarah—, ¿qué hay de ti? Supongo que muchas fiestas locas, ¿eh?

El antiguo nerviosismo que sentía frente a ella revivía, haciéndole parecer especialmente pesado. Sarah rió animosamente, pensando para sí: «Había olvidado lo odioso que era Coliflor. Fue una suerte para mamá que yo arreglara la cuestión».

—Oh, sí —respondió—. Pero me he trazado la regla de no emborracharme más de dos veces por semana.

—Las chicas de hoy beben demasiado. Se estropean la piel… aunque debo confesar que la tuya está muy bien.

—Recuerdo que siempre se interesaba mucho por la cosmética —el tono de Sarah era muy dulce.

Se dirigió a Doris, que hablaba con Ann.

—Permítame servirle otra bebida.

—Oh, no, gracias, señorita Prentice… no podría. Hasta ésta se me ha subido a la cabeza. Qué precioso mueble bar tienen. Es elegantísimo, ¿verdad?

—Resulta muy conveniente —contestó Ann.

—¿Aún no te has casado, Sarah? —preguntó Richard.

—Oh, no, pero aún tengo esperanzas.

—Supongo que irá usted a Ascot y todos esos sitios —comentó Doris con envidia.

—Este año la lluvia me estropeó mi mejor vestido —repuso Sarah.

—¿Sabe, señora Prentice? No se parece usted en nada a como me la había imaginado.

—¿Cómo me había imaginado?

—Es que los hombres son tan estúpidos con las descripciones, ¿verdad?

—¿Cómo me había descrito Richard?

—Oh, no sé. No era exactamente lo que dijo. Era la impresión que yo obtuve. Me la imaginaba algo así como una de esas mujeres un tanto ratoniles —rió con tono agudo.

—¿Una mujer tranquila y ratonil? ¡Suena horrible!

—Oh, no, Richard la admiraba enormemente. De verdad. A veces, ¿sabe?, me he sentido francamente celosa.

—Suena muy absurdo.

—Bueno, ya sabe usted cómo son las cosas. A veces, cuando Richard está muy callado por la noche y no quiere hablar, le tomo el pelo diciéndole que está pensando en usted.

«¿Piensas en mí, Richard? ¿Piensas? No creo que lo hagas. Intentas no pensar en mí… igual que yo intento no pensar en ti jamás».

—Si va usted alguna vez a Basing Heath, tiene que venir a vernos, señora Prentice.

—Es usted muy amable. Me encantaría.

—Naturalmente, como le pasa a todo el mundo, tenemos el gran problema del servicio doméstico. Sólo consigo asistentas… y a veces no son nada de fiar.

Richard, apartándose de su tirante conversación con Sarah, dijo:

—¿Tienes aún a tu vieja Edith, Ann?

—Sí, desde luego. Estaríamos perdidas sin ella.

—Qué buena cocinera era. Nos preparaba unas cenas magníficas.

Hubo una pausa embarazosa.

Una de las cenas de Edith… la lumbre en el hogar… las cortinas transparentes estampadas con capullos de rosa… Ann, con su voz dulce y el cabello castaño como una hoja seca… Hablando… haciendo planes… un futuro dichoso… Una hija que volvía de Suiza… pero él nunca había soñado que aquello fuera a importar…

Ann le observaba. Por un instante vio al verdadero Richard… su Richard… que la miraba con ojos tristes, llenos de recuerdos.

¿El verdadero Richard? ¿No era el Richard de Doris tan verdadero como el de Ann?

Pero su Richard había vuelto a marcharse. Era el Richard de Doris el que se despedía. Más palabras, más frases hospitalarias… ¿no iban a irse nunca? Aquella desagradable y codiciosa chiquilla de voz aguda y afectada. Pobre Richard… ¡Oh, pobre Richard!… y todo por culpa de ella. Ella que le había enviado a aquel hotel donde Doris le esperaba.

Pero ¿era en verdad el pobre Richard? Tenía una esposa joven y bonita. Seguramente sería muy feliz.

¡Por fin! ¡Se habían ido! Sarah, que los acompañó hasta la puerta, volvió lanzando un exagerado «¡Uf!».

—¡Gracias a Dios, eso es asunto concluido! ¿Sabes, mamá? De buena escapaste.

—Supongo que sí.

Ann respondió como en sueños.

—Bueno, permite que te pregunte, ¿te casarías con él ahora?

—No, no me gustaría casarme con él ahora.

«Nos hemos alejado de aquel lugar común que había en nuestras vidas. Tú por un lado, Richard, yo por otro. Ya no soy la mujer que paseara contigo por el parque de St. James, ni tú el hombre con quien pensaba envejecer… Somos dos seres distintos… extraños. Hoy no te he gustado mucho… y yo te he encontrado aburrido y pedante…».

—Te aburrirías de muerte, y lo sabes —decía la voz joven y segura de Sarah.

—Sí. Es cierto —respondió Ann con lentitud—. Me aburriría de muerte.

«Ahora no podría sentarme tranquila e ir envejeciendo. Tengo que salir cada noche… divertirme… que pasen cosas».

Sarah puso una mano acariciadora en el hombro de su madre.

—No hay duda, cariño, lo que a ti te gusta de verdad es andar por ahí. Te aburrirías de muerte, metida en un barrio extremo con un jardincito, sin nada más que hacer que esperar que Richard viniera en el tren de las 6.15, y te contara que dio en el cuarto hoyo con tres golpes. Ésa no es en absoluto tu idea de la vida.

—En un tiempo me hubiese gustado.

«Un viejo jardín vallado, un césped con árboles, una casita estilo reina Ana, de ladrillos rojizos. Y Richard no se hubiese dedicado al golf, sino que hubiese cuidado de los rosales, plantando campánulas bajo los árboles. ¡O si se hubiese dedicado al golf, estaría encantada de que hubiese dado en el cuarto hoyo en tres golpes!».

Sarah besó con cariño la mejilla de su madre.

—Deberías estarme agradecida, cariño, por librarte de todo ello. De no haber sido por mí, ahora, estarías casada con él.

Ann se apartó un tanto. Sus ojos, dilatadas las pupilas, miraron con fijeza a Sarah.

—De no haber sido por ti, me hubiese casado con él. Y ahora… no lo deseo. No significa ya nada para mí.

Se dirigió a la repisa, pasando un dedo por ella, ensombrecidos los ojos de sorpresa y dolor. Repitió para sí, muy bajó:

—Nada de nada… nada… ¡qué broma tan pesada es la vida!

Sarah fue al bar y se sirvió otro trago. Se quedó allí, enredando un poco, y por fin, sin volverse, habló en un tono como de no dar importancia.

—Madre… supongo que es mejor que te lo diga. Larry quiere que me case con él.

—¿Lawrence Steene?

—Sí.

Hubo una pausa. Ann no dijo nada durante unos instantes. Al final preguntó:

—¿Qué piensas hacer?

Sarah se volvió. Miró a Ann suplicante, pero Ann no la miraba.

—No sé…

Su voz tenía un acento perdido, asustado, como el de una criatura. Miró a su madre esperanzada, pero el rostro de Ann parecía duro y remoto. Al final, ésta dijo:

—Bueno, tú tienes que decidir.

—Lo sé.

De la mesita que tenía cerca, Sarah tomó la carta de Gerry. La enrolló despacio entre los dedos, contemplándola. Al fin dijo con aspereza, casi exclamando:

—¡No sé qué hacer!

—No veo cómo puedo ayudarte.

—Pero ¿qué piensas tú, mamá? Oh, di algo.

—Ya te he dicho que no tiene buena reputación.

—¡Bah, eso! Eso no importa. Me aburriría a morir con un modelo de todas las virtudes.

—Claro que nada en dinero. Te podrías divertir mucho. Pero si no le quieres no debes casarte.

—Le quiero, en cierto modo —repuso lentamente.

Ann se puso en pie, mirando al reloj.

—Bueno, entonces no veo la dificultad. ¡Cielos, había olvidado que debo ir con los Eliot! Llegaré tardísimo.

—Al mismo tiempo, no estoy segura… —Sarah se detuvo—. Es que…

—No hay ningún otro, ¿verdad?

—No realmente.

Sarah volvió a mirar la carta de Gerry arrugada en su mano.

—Si estás pensando en Gerry —replicó Ann rápidamente—, debes borrártelo de la cabeza, Sarah. Gerry no vale mucho y cuanto antes te decidas, mejor.

—Supongo que tienes razón.

—Estoy bien segura de que la tengo. Olvídate de Gerry. Si no quieres a Lawrence Steene, no te cases con él. Aún eres muy joven. Hay mucho tiempo.

Sarah se acercó acongojada a la chimenea.

—Supongo que tanto da que me case con Lawrence… Después de todo es locamente atractivo. ¡Oh madre! —exclamó de pronto—. ¿Qué voy a hacer?

—La verdad, Sarah —Ann estaba enfadada—, te portas exactamente como una criatura de dos años. ¿Cómo voy a decidir tu vida por ti? La responsabilidad está en ti y solamente en ti.

—Oh, ya lo sé.

—Pues entonces…

—Creí que tal vez tú… podrías ayudarme de algún modo —repuso infantilmente.

—Ya te he dicho que no tienes por qué casarte con nadie, a menos que lo desees.

Siempre con expresión infantil en su rostro, Sarah dijo de repente:

—Pero te gustaría librarte de mí, ¿verdad?

—Sarah, ¿cómo puedes decir tal cosa? —preguntó Ann con aspereza—. Claro que no quiero librarme de ti. ¡Qué idea!

—Lo siento, madre, no sentía lo que decía. Sólo que ahora todo es distinto, ¿no es verdad? Quiero decir que lo pasábamos tan bien juntas. Pero ahora parece que siempre te ataco los nervios.

—Me temo que sí estoy a veces nerviosa —repuso la madre con frialdad—. Pero después de todo, tú también eres bastante temperamental, ¿no, Sarah?

—Oh, imagino que todo es culpa mía —siguió reflexionando Sarah—. Casi todas mis amigas se han casado. Pam, Betty y Susan. Joan no, pero ahora se dedica sólo a la política. —Se detuvo otra vez, antes de proseguir—: La verdad es que sería bastante distraído casarse con Lawrence. Maravilloso tener toda la ropa y pieles y todo lo que una deseara.

—Ciertamente, pienso que es mejor que te cases con alguien con dinero, Sarah —repuso Ann secamente—. Tus gustos son decididamente caros. Tu asignación siempre te queda corta.

—Odiaría ser pobre.

Ann respiró hondamente. Se sentía insincera, artificial, y no sabía qué decir.

—Cariño, no sé en verdad qué aconsejarte. Comprende, siento que este asunto es totalmente tuyo. Estaría muy mal por mi parte empujarte hacia él o aconsejarte en su contra. Tienes que decidir por ti misma. Lo comprendes, ¿verdad, Sarah?

—Pues claro, cielo —repuso con rapidez—. ¿Te estoy aburriendo? No quiero preocuparte en lo más mínimo. Dime sólo una cosa. ¿Qué te parece a ti Lawrence?

—La verdad es que no siento ni pienso nada de él, en ningún sentido.

—A veces… siento un poco de miedo… de él.

—Querida mía —Ann parecía divertida—, ¿no crees que eso es un poco tonto?

—Sí… supongo que sí…

Despacio, Sarah empezó a rasgar la carta de Gerry, primero en tiras, luego en trozos y más trozos. Lanzó los trocitos al aire, mirándolos caer como una tormenta de nieve.

—Pobre Gerry.

Luego, con una rápida mirada de reojo, preguntó:

—A ti te importa lo que me pasa, ¿verdad, mamá?

—¡Sarah! ¡La verdad…!

—Oh, lo siento… insistir una y otra vez así. Es que no sé por qué me siento tan rara. Es como estar en medio de una ventisca y no saber por dónde se va a casa… Es una sensación tan rara que da miedo. Todo y todos resultan distintos… Tú eres distinta, madre.

—Pero qué tonterías dices, chiquilla. Y ahora tengo que irme.

—Supongo que sí. ¿Es importante la fiesta?

—Bueno, tengo mucho interés por ver los nuevos murales de Kit Eliot.

—Ya, comprendo. —Tras una pausa, Sarah dijo—: Sabes, madre, creo que Lawrence me interesa mucho más de lo que yo misma me doy cuenta.

—No me sorprendería —dijo Ann con ligereza—. Pero no te apresures. Adiós, queridita. Me voy volando.

La puerta de la calle se cerró tras Ann.

Edith vino de la cocina a la sala, con una bandeja para llevarse las copas.

Sarah había puesto un disco, escuchando con melancólico agrado a Paul Robeson que cantaba A veces me siento como un niño sin madre.

—¡Qué cosas le gustan! Eso me pone carne de gallina —dijo Edith.

—Es precioso.

—Con gustos… —gruñó enfadada Edith, prosiguiendo—: ¿Por qué las personas no podrán echar las cenizas en los ceniceros y no por todo el suelo?

—Es bueno para las alfombras.

—Eso se ha dicho siempre y nunca ha sido verdad. ¿Y por qué tendrá usted que echar papelitos por el suelo cuando tiene una papelera junto a la pared…?

—Lo siento, Edith. No me había fijado. Rasgaba mi pasado y quería hacer un ademán.

—¡Conque su pasado! —se burló Edith. Luego preguntó con dulzura, fijándose en la cara de Sarah—: ¿Pasa algo malo, linda mía?

—Nada. Estoy pensando en casarme, Edith.

—No tenga prisa. Espere a que llegue el adecuado.

—No creo que importe con quién se casa una. De todos modos saldrá mal.

—¡Vamos, no diga disparates, señorita Sarah! ¿Qué es todo eso, vamos a ver?

—Quiero marcharme de aquí —exclamó Sarah con pasión.

—¿Y qué tiene de malo su casa, si puede saberse?

—No lo sé. Todo parece distinto. ¿Por qué ha cambiado, Edith?

—Está creciendo, pequeña mía, ¿se da cuenta? —dijo Edith dulcemente.

—¿Es eso lo que me pasa?

—Puede ser.

Edith, con su bandeja de copas, fue a la puerta. De pronto, inesperadamente, dejó su carga y volvió. Acarició la oscura cabeza de Sarah como lo hiciera años atrás, cuando era una niña.

—Vamos, vamos, preciosa mía. Hala, hala.

Cambiando bruscamente de humor, Sarah se puso en pie de un salto y rodeando la cintura de Edith empezó a valsar locamente por la habitación con ella.

—Me voy a casar, Edith, ¿no es divertido? Me casaré con el señor Steene. Nada en dinero y es guapísimo. ¿Verdad que soy una chica con suerte?

—Primero una cosa y luego otra —gruñó Edith liberándose—. ¿Qué le pasa, señorita Sarah?

—Creo que estoy un poco loca. Vendrás a la boda, Edith, y te compraré un vestido precioso… si quieres, de terciopelo carmesí.

—Qué se cree que es una boda… ¿una coronación?

Sarah puso la bandeja en las manos de Edith y la empujó hacia la puerta.

—Vete, viejita querida, y no refunfuñes.

Al salir, Edith meneaba la cabeza, dudosa.

Sarah cruzó despacio la sala. De pronto se dejó caer en el sillón, llorando, llorando.

El disco acababa… la voz profunda y melancólica cantaba una vez más:

A veces me siento como un niño sin madre… lejos de mi casa…