4
—¿Está la señora Prentice en casa? —preguntó Laura Whitstable.
—No, en este momento no está. Pero creo que no tardará. ¿Quiere entrar y esperar, señora? Sé que le gustaría verla.
Edith se hizo a un lado respetuosamente para que dame Laura entrase.
—La esperaré al menos quince minutos. Hace bastante que no la he visto.
—Sí, señora.
Edith la condujo a la sala de estar y se arrodilló para encender la estufa eléctrica. Dame Laura recorrió la estancia con la vista y lanzó una exclamación.
—Veo que han cambiado la posición de los muebles. Ese escritorio solía estar en el rincón. Y el sofá está en un sitio distinto.
—La señora Prentice pensó que sería agradable cambiar. Entré un día de la calle y allí estaba ella, moviendo y levantando las cosas. «Oh, Edith —me dijo—, ¿no crees que el cuarto está mucho mejor así? Hay más espacio». Bueno, a mí no me parecía que era ninguna mejora pero, naturalmente, no se lo dije. Las señoras tienen sus caprichos. Sólo le dije: «Vamos, no vaya a hacerse daño, señora. El andar levantando y arrastrando cargas es lo peor para las entrañas, y una vez que se han desplazado ya no vuelven fácilmente a su sitio». Yo lo sé. Le pasó a mi cuñada. Se hizo daño limpiando las ventanas. Y se quedó en un sofá por el resto de sus días.
—Seguramente totalmente innecesario. Gracias a Dios ya nos hemos librado de ese mito de creer que el echarse en un sofá es la panacea para toda enfermedad.
—Ahora ni siquiera le dan a una un mes de permiso después de dar a luz —dijo Edith con tono de reproche—. Por ejemplo, a mi pobre sobrinita la obligaron a andar al quinto día.
—Ahora somos una raza mucho más sana de lo que jamás fuimos.
—Así lo espero, seguro. Yo de niña era enormemente delicada. No creían que pudieran sacarme adelante. Me solían dar como ataques y espasmos, algo horrible. Y en invierno me ponía morada… el frío me entraba en el corazón.
Sin interesarse en lo más mínimo por los pasados sufrimientos de Edith, dame Laura estudiaba la habitación cambiada.
—Creo que el cambio ha sido bueno —comentó al fin—. La señora Prentice tiene razón. Me pregunto por qué no lo haría antes.
—Haciendo el nido —repuso Edith significativamente.
—¿Cómo?
—Haciendo el nido. He visto cómo lo hacen los pájaros. Apresurándose, con ramitas en el pico.
—Oh.
Las dos mujeres se miraron. Sin que cambiaran de expresión, parecieron entenderse. Dame Laura preguntó como sin darle importancia:
—¿Ven mucho al coronel Grant últimamente?
—Pobre señor —dijo Edith moviendo la cabeza—. Si me lo pregunta le diré que creo ha recibido su «conger». Es una palabra francesa para explicar que le han puesto a uno de patitas en la calle —dijo como aclarando.
—Oh, congé… ya, comprendo.
—Era un caballero simpático —siguió Edith hablando de él en pasado, como si fuera su funeral y estuviera pronunciando el epitafio—. ¡Ah, bueno!
Al salir de la habitación concluyó:
—Ya le diré a quién no va a gustarle la habitación ordenada de nuevo; a la señorita Sarah. No le gustan los cambios.
Laura Whitstable alzó sus cejas en forma interrogante. Luego sacó un libro de una estantería y empezó a volver las páginas un tanto distraídamente.
Al cabo de un rato oyó el sonido de la llave en la cerradura y la puerta del piso se abrió. Dos voces, la de Ann y la de un hombre, sonaron animadas y alegres en el pequeño vestíbulo.
—Oh, correo —dijo la voz de Ann—. Es una carta de Sarah.
Entró en la salita con la carta en la mano y se detuvo en seco, con momentánea confusión.
—¡Vaya, Laura, qué alegría verte! —Se volvió hacia el hombre que la había seguido a la estancia—. El señor Cauldfield, dame Laura Whitstable.
Dame Laura le catalogó en seguida.
Tipo convencional. Podía resultar testarudo. Honrado. De buen corazón. Sin sentido del humor. Seguramente sensible. Muy enamorado de Ann.
Empezó a hablarle a su modo desenfadado.
—Le diré a Edith que nos traiga té —musitó Ann, saliendo del cuarto.
—Para mí no, querida —interrumpió dame Laura—. Son casi las seis.
—Bueno, Richard y yo sí queremos; hemos estado en un concierto. ¿Qué quieres tomar?
—Coñac con soda.
—Muy bien.
—¿Le gusta la música, señor Cauldfield? —preguntó dame Laura.
—Sí, sobre todo la de Beethoven.
—A todos los ingleses les gusta Beethoven. A mí me da sueño, lamento decirlo, pero es que no soy demasiado aficionada a la música.
—¿Un cigarrillo, dame Laura?
Cauldfield sacó su pitillera.
—No, gracias, sólo fumo puros. —Mirándole astutamente añadió—: Así que usted es del tipo de hombres que prefiere té a cócteles o jerez a las seis.
—No, no creo. No me gusta mucho el té. Pero en cierto modo parece irle bien a Ann… ¡Qué tontería!
—Nada de eso. Demuestra usted perspicacia. No quiero decir que Ann no beba combinados o jerez, porque lo hace, pero es esencialmente el tipo de mujer que resulta más atractiva sentada tras una bandeja con una tetera… una bandeja cubierta de piezas de bella plata georgiana con tazas y platillos de porcelana fina.
—¡Tiene usted absolutamente toda la razón!
Richard estaba encantado.
—Conozco a Ann desde hace muchos años. La quiero mucho.
—Lo sé. Me ha hablado mucho de usted. Y además he oído hablar de usted a otras personas.
Dame Laura le sonrió animosa.
—Oh, sí. Soy una de las mujeres más conocidas de Inglaterra. Siempre presidiendo comités o ventilando mis ideas por la radio o dictando pautas sobre lo que es beneficioso para la Humanidad. No obstante, me doy cuenta de una cosa, y es que, sea lo que fuere que uno consigue de la vida, siempre resulta ser poco, y casi siempre cualquier otro podría haber hecho lo mismo con cierta facilidad.
—Oh, vamos —protestó Richard—. ¿No cree que ésa es una conclusión muy pesimista?
—No debería serlo. La humildad debe estar siempre respaldando todo esfuerzo.
—Me parece que no estoy de acuerdo con usted.
—¿No?
—No. Creo que si un hombre (o una mujer, naturalmente) quiere conseguir algo que valga la pena, la primera condición es que crea en sí mismo.
—¿Y por qué?
—Vamos, dame Laura, seguro que…
—Soy una anticuada. Yo preferiría que un hombre se conociera y creyera en Dios.
—Conocimiento… creencia, ¿acaso no son la misma cosa?
—Con su permiso; no son la misma cosa. Una de mis teorías favoritas (totalmente irrealizable, claro, es la más agradable de las teorías) es que todos debieran pasar un mes al año en medio del desierto. Acampados junto a un pozo, por supuesto, y con abundancia de dátiles o lo que se coma en los desiertos.
—Podría ser muy agradable —sonrió Richard—. Pero yo pediría algunos de los mejores libros del mundo.
—Ah, pero ahí está la cuestión. Nada de libros. Los libros son una droga a la que es fácil habituarse. Con lo suficiente para comer y beber y nada, absolutamente nada que hacer, uno tendría por lo menos una oportunidad bastante grande de conocerse a sí mismo.
—¿No cree que la mayoría nos conocemos bastante bien?
Richard seguía sonriendo con incredulidad.
—Desde luego que no. En estos tiempos no nos queda un momento para reconocer nada, excepto nuestras características más agradables.
—Vamos a ver, ¿qué estáis discutiendo? —preguntó Ann, que entraba con una copa en la mano—. Aquí tienes tu coñac, Laura. Edith nos traerá el té.
—Estoy exponiendo mi teoría sobre la meditación en el desierto.
—Ésa es una de las razones de Laura —rió Ann—. ¡Uno se sienta en el desierto sólo a averiguar lo horrible que puede ser!
—¿Acaso todos tienen que resultar horribles? —la pregunta de Richard sonó seca—. Ya sé que los psicólogos lo dicen, pero la verdad, ¿por qué?
—Porque si sólo nos queda tiempo para conocernos parcialmente, sólo elegiremos, como decía, lo mejor de nosotros mismos —interpuso dame Laura.
—Todo eso está muy bien, Laura —dijo Ann—, pero una vez que uno se ha sentado en el desierto y descubierto cuán horrible es, ¿de qué le va a servir? ¿Acaso podremos cambiar?
—Creo que sería muy poco probable… pero al menos nos serviría de guía para saber lo que uno hará posiblemente en ciertas circunstancias, y lo que es aún más importante, por qué lo hace.
—¿Acaso no somos capaces de imaginar muy bien lo que vamos a hacer en determinadas circunstancias? Quiero decir, no hay sino que imaginárselas.
—¡Oh, Ann, Ann! Piensa en la cantidad de hombres que ensayan en su mente lo que van a decirle a su jefe, a su novia, a su vecino. Lo tienen todo pesado y calculado y entonces, cuando llega el momento, se les traba la lengua o dicen algo totalmente distinto. Las personas que en secreto se sienten totalmente seguras de estar a la altura de cualquier circunstancia son las que pierden la cabeza por completo, mientras que las que temen no resultar adecuadas se sorprenden a sí mismas dominando por entero la situación.
—Sí, pero no eres totalmente objetiva. Lo que quieres decir ahora es que las personas ensayan conversaciones y acciones imaginarias como a ellas les gustaría que fuesen. Seguramente saben muy bien que no ocurriría en realidad. Pero creo que fundamentalmente sabemos muy bien lo que son nuestras reacciones y… bueno, nuestro carácter.
—Oh, querida niña —dame Laura alzó las manos—. Así que tú crees conocer a Ann Prentice… me pregunto si será así.
Edith entró con la bandeja del té.
—No me creo especialmente atractiva —sonrió Ann.
—Carta de la señorita Sarah, señora —interrumpió Edith—. Se la había dejado en el dormitorio.
—Oh, gracias, Edith.
Ann dejó al lado de su plato la carta aún sin abrir. Dame Laura le lanzó una rápida mirada.
Richard Cauldfield bebió rápidamente el té y se excusó.
—Está siendo discreto —comentó Ann—. Cree que deseamos hablar a solas.
Dame Laura miró con atención a su amiga. Estaba muy sorprendida ante el cambio de Ann. Su suave atractivo había florecido en una especie de belleza. Laura Whitstable había observado el fenómeno con anterioridad, y conocía la causa. Aquella irradiación, aquella mirada feliz sólo podían significar una cosa: Ann estaba enamorada. Qué injusto era —reflexionaba dame Laura— que las mujeres enamoradas parecieran más hermosas y los hombres enamorados asemejaran a ovejas tristes.
—¿Qué has hecho últimamente, Ann?
—Oh, no sé. Andar por ahí. Nada de particular.
—Richard Cauldfield es un nuevo amigo, ¿verdad?
—Sí. Sólo hace unos diez días que le conozco. Le conocí en la cena de James Grant.
Contó a Laura algunas cosas de Richard, concluyendo con una ingenua pregunta:
—Te gusta, ¿no es verdad?
—Sí, mucho —repuso con rapidez Laura, si bien aún no se había formado una opinión sobre Richard Cauldfield.
—Siento que ha debido de tener una vida muy triste.
Dame Laura había oído repetir la frase con cierta frecuencia. Reteniendo una sonrisa preguntó:
—¿Qué noticias manda Sarah?
—Oh, Sarah dice que se divierte como una loca. La nieve ha sido perfecta y nadie parece haberse roto nada.
Laura repuso con ironía que iba a ser una desilusión para Edith y ambas rieron.
—Esta carta es de Sarah. ¿Te importa que la abra? —se excusó Ann.
—Claro está que no.
Ann rasgó el sobre y leyó la breve misiva. Luego rió con ternura y se la pasó a dame Laura. La carta decía:
Mamá querida:
La nieve sigue perfecta. Todos dicen que es la mejor temporada que jamás se ha dado. Lou se examinó, pero por desgracia no ha pasado. Roger me ha estado escoltando mucho, lo que es amabilísimo por su parte, ya que es muy importante en el mundo del esquí. Jane dice que es porque se interesa por mí, pero yo no lo creo. Creo que se trata de un sádico placer al verme hecha nudos y aterrizando de cabeza en un montón de nieve. Lady Cronsham está aquí, con ese horrible suramericano. Son verdaderamente blatant. Me he entusiasmado con uno de los guías, increíblemente guapo, que por desgracia está tan acostumbrado a que todas le admiren que no le intereso nada. Por fin he aprendido a bailar el vals sobre hielo.
¿Cómo vas tú, cielo? Espero que salgas mucho con todos tus amigos. No te alejes mucho con el viejo coronel; ¡a veces hay en su mirada un alegre chispazo! ¿Qué tal el profesor? ¿Te ha contado últimamente alguna simpática y salvaje costumbre matrimonial?
Hasta pronto. Mucho cariño,
SARAH
Dame Laura le devolvió la carta.
—Parece que Sarah se divierte… Supongo que el profesor será ese amigo tuyo arqueólogo.
—Sí. Sarah siempre me toma el pelo acerca de él. Tenía toda la intención de invitarle a comer, pero he estado muy ocupada.
—Eso parece.
Ann doblaba y desdoblaba la carta de Sarah. Al fin, medio suspirando, exclamó:
—¡Oh, Señor!
—¿Por qué esa exclamación, Ann?
—Bueno, supongo que tendré que decírtelo. De todos modos lo habrás adivinado ya, seguramente. Richard Cauldfield me ha pedido que nos casemos.
—¿Cuándo?
—Hoy.
—¿Y vas a casarte?
—Creo que sí… ¿por qué digo eso? Claro que sí.
—¡Vas de prisa, Ann!
—¿Quieres decir que aún no le conozco lo bastante? Oh, pero los dos nos sentimos seguros.
—Y sabes mucho acerca de él… a través del coronel Grant. Me alegro mucho por ti, querida. Pareces muy feliz.
—Supongo que te sonará tonto, Laura, pero le quiero.
—¿Por qué iba a sonarme tonto? Sí, es patente que le quieres.
—Y él a mí.
—También eso es visible. ¡Jamás he visto un hombre con más aire de borrego!
—¡Richard no parece un borrego!
—Un hombre enamorado siempre lo parece. Debe de ser una ley de la naturaleza.
—¿Pero te gusta, Laura? —insistió Ann.
Esta vez Laura Whitstable no respondió tan de prisa, sino que dijo lentamente:
—Es un tipo de hombre muy sencillo, Ann.
—¿Sencillo? Tal vez. Pero ¿verdad que es muy agradable?
—Bueno, puede que tenga sus dificultades. Y es sensible, ultrasensible.
—Es inteligente por tu parte el observarlo, Laura. Algunos no lo habrían notado.
—Yo no soy «algunos». —Tras un momento de vacilación, inquirió—: ¿Se lo has dicho ya a Sarah?
—No, desde luego que no. Ya te lo he dicho. Me lo ha pedido hoy.
—Lo que quería decir es si le has hablado de él en tus cartas, si le has preparado el terreno, por así decirlo.
—No… no, no realmente. —Se detuvo antes de añadir—: Tendré que escribírselo.
—Sí.
—No creo que a Sarah le importe mucho, ¿verdad?
—Es difícil decirlo.
—Es siempre tan cariñosa conmigo. Nadie sabe lo cariñosa que puede ser Sarah… quiero decir, sin que llegue a decir cosas. Claro… Supongo… —Ann miró implorante a su amiga—. Puede que le parezca raro.
—Es muy posible. ¿Te importaría?
—Oh, a mí no. Pero a Richard seguramente sí.
—Sí… sí. Bueno, Richard tendrá que aguantarlo, ¿no? Pero desde luego yo se lo contaría todo a Sarah antes de que vuelva. Le dará tiempo para irse acostumbrando a la idea. ¿Cuándo piensas casarte, por cierto?
—Richard quiere que nos casemos cuanto antes. Y la verdad es que no tenemos que esperar nada, ¿no?
—Nada en absoluto. Cuanto antes os caséis, mejor, diría yo.
—Ha habido mucha suerte. Richard acaba de conseguir un empleo… con Hellner Hnos. Una vez conoció en Birmania a uno de los socios más jóvenes. Qué suerte, ¿eh?
—Querida, todo parece ir sobre ruedas —repitió de nuevo con dulzura—: Me alegro mucho por ti.
Y levantándose, Laura Whitstable se acercó a Ann y la besó.
—Pero bueno, ¿por qué ese ceño?
—Es por Sarah… espero que no le importe.
—Mi querida Ann, qué vida vives, ¿la tuya o la de Sarah?
—La mía, claro, pero…
—¡Si a Sarah le importa, que le importe! Se le pasará. Te quiere, Ann.
—Oh, ya lo sé.
—Es un inconveniente ser querido. Casi todos lo descubren más pronto o más tarde. Cuanto menos te quieran menos habrás de sufrir. Qué suerte tengo de que muchos me detesten cordialmente, y el resto sólo sienta una animosa indiferencia.
—Laura, eso no es cierto. Yo…
—Adiós, Ann. Y no obligues a tu Richard a que te diga que le gusto. Lo cierto es que le he disgustado violentamente. Pero no tiene la menor importancia.
Aquella misma noche, en una cena en público, el erudito sentado junto a dame Laura se sintió herido al final de su exposición acerca de una innovación revolucionaria en el campo de la terapia de choque al observar que ella le miraba con una expresión vacía.
—No estabas escuchando —le reprochó.
—Lo siento, David. Escuchaba a una madre y a su hija.
—Ah, un caso.
La miró, ansioso.
—No, no es un caso. Son amigas.
—Supongo que se tratará de una de esas madres posesivas.
—No. En este caso se trata de una hija posesiva.